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26 de mayo de 2201

Hace cinco horas, comenzaron a producirse en el interior de Rama una serie de extraordinarios acontecimientos. Nos encontrábamos entonces juntos, tomando nuestra cena de rosbif, patatas y ensalada (en un esfuerzo por persuadirnos a nosotros mismos de que lo que comemos es delicioso, tenemos un nombre en clave para cada una de las combinaciones químicas que obtenemos de los ramanos; los nombres son derivaciones aproximadas de la clase de nutrición proporcionada; así, nuestro «rosbif» es rico en proteínas, las «patatas» son fundamentalmente hidratos de carbono, etcétera), cuando oímos un agudo y lejano silbido. Dejamos todos de comer y los hombres se cargaron de ropa de abrigo para subir al exterior. Como persistía el silbido, cogí a Simone, me abrigué bien, envolví a la niña en numerosas mantas y seguí a Michael y Richard a la gélida parte superior.

El silbido era mucho más intenso en la superficie. Estábamos bastante seguros de que procedía del sur, pero, como Rama se hallaba sumida en la oscuridad, nos inspiraba recelo la idea de alejarnos de nuestro refugio. Pero, al cabo de unos minutos, empezamos a ver manchas de luz que se reflejaban en las relucientes superficies de los rascacielos circundantes y nos fue imposible reprimir la curiosidad. Nos deslizamos cautelosamente hacia la orilla meridional de la isla, donde ningún edificio se interpondría entre los impresionantes cuernos del Cuenco Sur de Rama y nosotros.

Cuando llegamos a la orilla del mar Cilíndrico, se estaba desarrollando ya un fascinante espectáculo luminoso. Los arcos de polícroma luz que iluminaban las gigantescas agujas del Cuenco Sur y revoloteaban alrededor de ellas, continuaron durante más de una hora. Hasta la pequeña Simone estaba hipnotizada por los alargados haces amarillos, azules y rojos que saltaban entre las agujas y trazaban irisados diseños en la oscuridad. Cuando, bruscamente, cesó el espectáculo, encendimos las linternas y emprendimos el regreso a nuestro refugio.

Tras caminar durante unos minutos, nuestra animada conversación se vio interrumpida por un lejano y prolongado chillido, evidentemente el sonido de una de las criaturas avícolas que el año pasado nos ayudaron a Richard y a mí a escapar de Nueva York. Nos paramos en seco y aguzamos el oído. Como no habíamos visto ni oído a ningún avícola desde nuestro regreso a Nueva York para avisar a los ramanos de la inminente llegada de los misiles nucleares, Richard y yo experimentamos una gran excitación. Richard ha acudido varias veces a su madriguera, pero nunca ha obtenido respuesta a los gritos lanzados por el gran corredor vertical. Hace un mes, Richard dijo que creía que los avícolas se habían marchado de Nueva York para siempre; el chillido de esta noche indicaba con toda claridad que por lo menos uno de nuestros amigos estaba todavía por aquí.

A los pocos segundos, antes de que tuviéramos oportunidad de considerar si uno de nosotros debía dirigirse hacia el lugar de donde procedía el silbido, oímos otro sonido, también familiar, que era demasiado fuerte como para que ninguno de nosotros se sintiera tranquilo. Por fortuna las restregantes escobillas no estaban entre nosotros y nuestro refugio. Yo rodeé con los brazos a Simone y eché a correr hacia casa; en mi precipitada carrera en la oscuridad, un par de veces estuve a punto de tropezar contra los edificios. Michael fue el último en llegar. Para entonces, yo había terminado ya de abrir la tapa y la reja. «Son varios», observó Richard, jadeante, mientras el sonido de los aracnopulpos nos rodeaba, cada vez más intenso. Dirigió el haz luminoso de su linterna hacia la larga calle que se extendía al este de nuestro refugio y vimos dos objetos grandes y oscuros que avanzaban en nuestra dirección.

Normalmente, nos acostamos dentro de las dos o tres horas siguientes a la cena, pero esta noche era una excepción. El espectáculo de luz, el chillido avícola y el encuentro con los aracnopulpos nos había excitado a todos. Hablamos y hablamos. Richard estaba convencido de que iba a suceder algo realmente importante. Nos recordó que la maniobra de impacto terrestre realizada por Rama había estado precedida de un pequeño espectáculo luminoso en el Cuenco Sur. En aquella ocasión, recordó, los cosmonautas de la Newton habían estado de acuerdo en que toda la demostración tenía el sentido de un anuncio o, posiblemente, de una especie de alerta. ¿Cuál era, se preguntaba Richard, el significado de la deslumbrante exhibición de esta noche?

Para Michael, que no había permanecido ningún período largo de tiempo en el interior de Rama antes de que ésta pasara por las proximidades de la Tierra y nunca había tenido contacto directo ni con los avícolas ni con los aracnopulpos, los acontecimientos de esta noche revestían grandes proporciones. Su fugaz atisbo de las tentaculadas criaturas acercándose a nosotros por la calle le hizo comprender el terror que Richard y yo habíamos sentido cuando, el año pasado, corríamos por aquellas extrañas agujas, huyendo de la madriguera de los aracnopulpos.

—¿Son los aracnopulpos los ramanos? —preguntó Michael esta noche—. En tal caso —continuó—, ¿por qué tenemos que huir de ellos? Su tecnología es tan extraordinariamente superior a la nuestra que pueden hacer con nosotros lo que quieran.

—Los aracnopulpos son pasajeros de este vehículo —respondió rápidamente Richard—, igual que nosotros. Y también lo son los avícolas. Los aracnos creen que quizá seamos nosotros los ramanos, pero no están seguros. Los avícolas son un enigma. Sin duda, no pueden ser una especie espacial. ¿Y cómo subieron a bordo? ¿Quizá forman parte del original ecosistema ramano?

Instintivamente, apreté a Simone contra mi cuerpo. Demasiadas preguntas. Demasiado pocas respuestas. Un recuerdo del pobre doctor Takagishi, disecado como un enorme pez o un tigre y colocado en el museo de los aracnopulpos, atravesó mi mente y me hizo estremecer.

—Si somos pasajeros —dije suavemente—, ¿adónde vamos?

Richard suspiró.

—He estado haciendo algunos cálculos —respondió—, y los resultados no son muy alentadores. Aunque estamos viajando muy rápidamente con respecto al Sol, nuestra velocidad es pequeña si utilizamos como sistema de referencia nuestro grupo local de estrellas. Si nuestra trayectoria no cambia, saldremos del sistema solar en la dirección general de la estrella de Barnard. Llegaremos al Sistema Barnard dentro de varios miles de años.

Simone empezó a llorar. Era muy tarde y estaba muy cansada. Me disculpé y fui a la habitación de Michael para amamantarla mientras los hombres observaban todas las informaciones de los sensores que aparecían en la pantalla negra para ver si podían determinar qué estaba sucediendo. Simone chupó ansiosamente en mis pechos, incluso haciéndome daño una vez. Su agitación era en extremo insólita. De ordinario es una niña muy sosegada. «Percibes nuestro miedo, ¿verdad?», le dije. He leído que los bebés pueden percibir las emociones de los adultos que les rodean. Quizá sea cierto.

Yo seguía sin poder descansar, aun después de que Simone durmiera tranquilamente sobre su manta, en el suelo. Mis sentidos premonitorios me advertían que los acontecimientos de esta noche señalaban una transición a una nueva fase de nuestra vida a bordo de Rama. No me había alentado nada el cálculo de Richard según el cual Rama podría continuar navegando durante más de mil años por el vacío interestelar. Traté de imaginarme viviendo en nuestras actuales condiciones el resto de mi vida y mi mente se rebeló. Sería, ciertamente, una existencia aburrida para Simone. Me encontré formulando una oración, a Dios, a los ramanos o a quienquiera que tuviese poder para alterar el futuro. Mi oración era muy sencilla. Pedía que los venideros cambios enriqueciesen de alguna manera la vida futura de mi hija.

28 de mayo de 2201

De nuevo esta noche se ha oído un prolongado silbido, al que ha seguido un aparatoso espectáculo luminoso en el Cuenco Sur de Rama. Yo no he ido a verlo. Me he quedado en el refugio con Simone. Michael y Richard no se han encontrado con ninguno de los otros ocupantes de Nueva York. Richard dice que el espectáculo tuvo aproximadamente la misma duración que el primero, pero sus episodios eran considerablemente diferentes. La impresión de Michael es que el único cambio importante producido en el espectáculo se refería a los colores. En su opinión, el color dominante esta noche era el azul, mientras que hace dos días lo fue el amarillo.

Richard tiene la convicción de que los ramanos están enamorados del número tres y de que, por lo tanto, habrá otro espectáculo luminoso cuando vuelva a cerrar la noche. Como los días y las noches en Rama tienen ahora una duración aproximadamente igual de veintitrés horas —período de tiempo que Richard llama equinoccio ramano, correctamente predicho por mi brillante marido en el almanaque que nos dio a Michael y a mí hace cuatro meses—, la tercera exhibición comenzará dentro de otros dos días terrestres. Todos esperamos que algo insólito ocurra poco después de esta tercera demostración. A menos que la seguridad de Simone corra peligro, yo lo presenciaré.

30 de mayo de 2201

Nuestro enorme hogar cilíndrico está experimentando ahora una rápida aceleración que comenzó hace cuatro horas. Richard se halla tan excitado que apenas si puede dominarse. Está convencido de que bajo el elevado Hemicilindro Sur hay un sistema de propulsión que funciona con arreglo a principios físicos que superan las mayores audacias imaginativas de científicos e ingenieros humanos. Observa atentamente los datos de los sensores externos en la pantalla negra, con su querido ordenador portátil en la mano, e introduce ocasionalmente magnitudes diversas sobre la base de lo que ve en el monitor. De vez en cuando, murmura para sus adentros, o dirigiéndose a nosotros, sus conclusiones sobre lo que cree que la maniobra está causando a nuestra trayectoria.

Yo me encontraba inconsciente en el fondo del pozo cuando Rama realizó la corrección de rumbo para alcanzar la órbita de impacto terrestre, así que no sé cuánto tembló el suelo durante aquella maniobra. Richard dice que aquellas vibraciones eran triviales en comparación con las que estamos experimentando ahora. El simple hecho de andar resulta difícil. El suelo salta y se estremece con una frecuencia altísima, como si estuviera funcionando un martillo pilón a sólo unos metros de distancia. Desde que comenzó la aceleración estamos sosteniendo en brazos a Simone. No podemos dejarla en el suelo ni en la cuna, porque la vibración le asusta. Yo soy la única que camina con Simone en brazos, y lo hago con excepcional cautela. Me preocupa de veras perder el equilibrio y caerme —Richard y Michael se han caído ya dos veces—, y Simone podría resultar gravemente lesionada si yo cayese en mala posición.

Nuestro exiguo mobiliario salta sin cesar por toda la estancia. Hace media hora, una de las sillas saltó disparada hacia el corredor, en dirección a la escalera. Al principio, volvíamos a colocar los muebles en su sitio cada diez minutos más o menos, pero ahora no nos preocupamos de ello, a menos que salgan al pasillo.

En conjunto, ha sido un periodo de tiempo increíble que comenzó con el tercero y último espectáculo luminoso en el sur. Esa noche Richard salió primero, él solo, poco antes de oscurecer. Minutos después, volvió a entrar, lleno de excitación, y agarró a Michael. Cuando regresaron los dos, Michael tenía el mismo aspecto que si hubiese visto un fantasma.

—Aracnopulpos —gritó Richard—. Docenas de ellos están agrupados a lo largo de la costa, a dos kilómetros al este.

—Bueno, en realidad no sabes cuántos hay —observó Michael—. Sólo los hemos visto durante diez segundos como mucho antes de que se apagaran las luces.

—Yo los he estado mirando antes, cuando estaba solo —continuó Richard—. Los pude ver con toda claridad con los prismáticos. Al principio eran solamente un puñado, pero de pronto empezaron a llegar en manadas. Estaba empezando a contarlos, cuando se organizaron en una especie de formación. Al frente de ella parecía hallarse un gigantesco aracno de cabeza a franjas rojas y azules.

—Yo no he visto al gigante rojo y azul, ni tampoco ninguna «formación» —añadió Michael, mientras yo les miraba con incredulidad a los dos—. Pero, desde luego, he visto muchas de las criaturas de cabeza negra y tentáculos negros y dorados. En mi opinión, estaban mirando hacia el sur, esperando que empezase el espectáculo luminoso.

—Hemos visto también a los avícolas —me dijo Richard. Se volvió hacia Michael—. ¿Cuántos dirías tú que volaban en aquella bandada?

—Veinticinco, quizá treinta —respondió Michael.

—Se elevaron a gran altura en el aire sobre Nueva York, chillando mientras ascendían, y luego volaron en dirección norte, por encima del mar Cilíndrico —Richard hizo una breve pausa—. Es probable que esos estúpidos pájaros hayan pasado por esto antes. Yo creo que saben qué va a suceder.

Empecé a envolver a Simone en sus mantas.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richard.

Expliqué que no quería perderme el espectáculo luminoso final. Le recordé también a Richard que me había jurado que los aracnopulpos solamente se aventuraban a salir de noche.

—Ésta es una ocasión especial —respondió confiadamente, justo en el momento en que comenzaba a sonar el silbido.

La función de esta noche me ha parecido más espectacular. Quizá se deba a la expectación con que la aguardaba. El rojo era decididamente el color de la noche. En un momento dado, un ígneo arco rojo se inscribió en un vasto y continuo hexágono que unía las puntas de los seis cuernos menores. Pero a pesar de su espectacularidad, las luces de Rama no fueron el momento estelar de la velada. Al cabo de unos treinta minutos de espectáculo, Michael gritó de pronto: «¡Mirad!», y señaló hacia la costa, en la dirección en que él y Richard habían visto antes a los aracnopulpos.

Varias bolas de fuego se habían encendido simultáneamente en el firmamento sobre el helado mar Cilíndrico. Las llamas ardían a unos cincuenta metros de altura e iluminaban una extensión de, aproximadamente, un kilómetro cuadrado en el hielo que se extendía bajo ellas. Durante el minuto aproximado en que pudimos ver con cierto detalle, una gran masa negra fue moviéndose sobre el hielo en dirección sur. Richard me pasó los prismáticos cuando comenzó a decrecer la intensidad de la luz. Pude distinguir algunas criaturas individuales en la masa. Un número sorprendentemente grande de los aracnopulpos tenía diseños coloreados en la cabeza, pero la mayoría eran de una tonalidad gris carbón, como el que nos había perseguido en el refugio. Tanto los tentáculos negros y dorados como las formas de sus cuerpos confirmaban que aquellas criaturas pertenecían a la misma especie que la que habíamos visto trepar por la verja el año pasado. Y Richard tenía razón. Había docenas de ellas.

Cuando la maniobra comenzó, regresamos rápidamente a nuestro refugio. Era peligroso permanecer fuera, en Rama, durante las vibraciones extremas. Ocasionalmente, se desprendían de los rascacielos circundantes pequeños fragmentos que se estrellaban contra el suelo. Simone rompió a llorar en cuanto comenzó el temblor.

Tras un difícil descenso a nuestro refugio, Richard empezó a comprobar los sensores externos, mirando principalmente las posiciones de las estrellas y los planetas (Saturno es ciertamente identificable en algunos de los estados ramanos) y realizando luego cálculos sobre la base de los datos obtenidos en su observación. Michael y yo nos turnábamos para sostener a Simone —finalmente nos sentamos en el rincón de la habitación, donde la unión de las dos paredes nos proporcionaba una cierta sensación de estabilidad— y charlamos sobre las incidencias del día.

Casi una hora después, Richard anunció los resultados de su preliminar determinación de órbita. Dio primeramente los elementos orbitales, con respecto al Sol, de nuestra trayectoria hiperbólica antes de que comenzara la maniobra. Luego, presentó dramáticamente los nuevos elementos osculadores (como él los llamó) de nuestra trayectoria instantánea. En algún recoveco de la mente debo de tener almacenada la información que define el término elemento osculador, pero, afortunadamente, no necesitaba buscarla. Por el contexto general, podía entender que Richard estaba utilizando una forma taquigráfica de decirnos cuánto había cambiado nuestra hipérbole durante las tres primeras horas de la maniobra. No obstante, se me escapan las implicaciones de un cambio en la excentricidad hiperbólica.

Michael recordaba mejor su mecánica celeste.

—¿Estás seguro? —preguntó, casi inmediatamente.

—Los resultados cuantitativos tienen amplios márgenes de error —respondió Richard—. Pero no puede haber la menor duda sobre la naturaleza cualitativa del cambio de trayectoria.

—Entonces, ¿está aumentando nuestra velocidad de salida del sistema solar? —preguntó Michael.

—En efecto —asintió Richard—. Nuestra aceleración está yendo virtualmente en su totalidad en la dirección que aumenta nuestra velocidad con respecto al Sol. La maniobra ha añadido ya muchos kilómetros por segundo a nuestra velocidad con relación al Sol.

Michael lanzó un silbido.

—Es asombroso —exclamó.

Yo entendía lo esencial de lo que Richard estaba diciendo. Si conservábamos alguna esperanza de estar realizando un viaje que nos devolvería mágicamente a la Tierra, tales esperanzas estaban ahora saltando en pedazos. Rama iba a abandonar el sistema solar mucho más rápidamente de lo que ninguno de nosotros había esperado. Mientras Richard manifestaba su entusiasmo por la clase de sistema de propulsión capaz de comunicar semejante cambio de velocidad a esta «mastodóntica nave espacial», yo amamantaba a Simone y reflexionaba acerca de su futuro. De modo que estamos definitivamente abandonando el sistema solar, pensé, y yendo a algún otro lugar. ¿Veré yo alguna vez otro mundo? ¿Lo verá Simone? ¿Es posible, hija mía, que Rama sea tu único mundo durante toda tu vida?

El suelo continúa vibrando intensamente, pero eso me consuela. Richard dice que nuestra velocidad de escape sigue aumentando con rapidez. Excelente. Siempre que vayamos a algún sitio nuevo, quiero ir allá lo más velozmente posible.