6 de enero de 2201
Llevo dos días deprimida. Y cansada, oh, muy cansada. Aunque me doy perfecta cuenta de que se trata de un típico caso de síndrome puerperal, me ha sido imposible aliviar mis sentimientos de depresión.
Esta mañana ha sido lo peor. Me desperté antes que Richard y permanecí tendida, silenciosa e inmóvil, en mi parte de la estera. Miré a Simone, que dormía sosegadamente en la cuna ramana, junto a la pared. Pese a mis sentimientos de amor hacia ella, no podía forjar ningún pensamiento positivo con respecto a su futuro. El fulgor de éxtasis que había rodeado su nacimiento y se había prolongado durante setenta y dos horas, se había desvanecido por completo. Cruzaba mi mente un flujo incesante de desesperanzadas observaciones y preguntas sin respuesta. ¿Qué clase de vida tendrás, mi pequeña Simone? ¿Cómo podemos nosotros, tus padres, procurarte lo necesario para tu felicidad?
Mi querida hija, vives con tus padres y su buen amigo Michael O’Toole en un refugio subterráneo a bordo de una gigantesca nave espacial de origen extraterrestre. Los tres adultos de tu vida son cosmonautas del planeta Tierra, parte de la tripulación de la expedición Newton, enviada hace casi un año a investigar un pequeño mundo cilíndrico llamado Rama. Tu madre, tu padre y el general O’Toole eran los únicos seres humanos que aún permanecían a bordo de esta nave cuando Rama modificó bruscamente su trayectoria para evitar su aniquilación por una falange nuclear lanzada desde una paranoide Tierra.
Encima de nuestro refugio hay una ciudad insular de misteriosos rascacielos que nosotros llamamos Nueva York. Se encuentra rodeada por un mar helado que circunda por completo a esta enorme nave espacial y la corta en dos. En estos momentos, según los cálculos de tu padre, estamos justo dentro de la órbita de Júpiter (aunque la gran bola de gas misma está al otro lado del Sol), siguiendo una órbita hiperbólica que acabará abandonando completamente el sistema solar. No sabemos adónde vamos. No sabemos quién construyó esta nave espacial ni por qué. Sabemos que hay otros ocupantes a bordo, pero ignoramos por completo de dónde proceden y, además, tenemos razones para sospechar que tal vez sean hostiles, algunos de ellos al menos.
Una y otra vez, mis pensamientos durante los dos últimos días han continuado ajustándose a esta misma pauta. Y siempre llego a la misma deprimente conclusión: es imperdonable que nosotros, supuestamente adultos maduros, traigamos a un ser tan desvalido e inocente a un entorno del que conocemos tan poco y sobre el que no ejercemos absolutamente ningún control.
Esta mañana temprano, al darme cuenta de que hoy cumplía treinta y siete años, me eché a llorar. Al principio, las lágrimas eran suaves y silenciosas, pero al inundar mi mente los recuerdos de todos mis pasados cumpleaños, profundos sollozos reemplazaron a las suaves lágrimas. Experimentaba una intensa y desgarradora tristeza, no sólo por Simone, sino también por mí misma. Y, mientras rememoraba el espléndido planeta azul de nuestro origen y no podía imaginarlo en el futuro de Simone, me repetía sin cesar la misma pregunta. ¿Por qué he dado a luz a una hija en medio de todo este follón?
Otra vez esa palabra. Es una de las favoritas de Richard. En su vocabulario, «follón» tiene aplicaciones virtualmente ilimitadas. Todo lo que sea caótico y/o se halle fuera de control, ya se trate de un problema técnico o de una crisis doméstica (como una esposa sollozando presa de una intensa depresión puerperal), recibe el nombre de follón.
Los hombres no han sido de mucha ayuda esta mañana. Sus vanos intentos por hacer que me sintiera mejor no conseguían más que aumentar mi melancolía. Una pregunta. ¿Por qué es que casi todos los hombres, al verse frente a una mujer triste, dan inmediatamente por supuesto que su tristeza se halla de alguna manera relacionada con ellos? En realidad, no es justo lo que digo. Michael ha tenido tres hijos en su vida y sabe algo acerca de los sentimientos que estoy experimentando. Se ha limitado a preguntar qué podía hacer para ayudarme. Pero Richard se hallaba totalmente anonadado por mis lágrimas. Al despertar y oír mi llanto, se asustó. Al principio pensó que yo estaba sufriendo algún terrible dolor físico. Se tranquilizó sólo mínimamente cuando le expliqué que se trataba de una simple depresión.
Tras verificar que él no tenía ninguna culpa de mi estado de ánimo, Richard escuchó en silencio mientras yo expresaba mis preocupaciones por el futuro de Simone. Admito que me encontraba ligeramente excitada, pero él no parecía comprender nada de lo que le estaba diciendo. No hacía más que repetir la misma frase —que el futuro de Simone no era más incierto que el nuestro propio—, creyendo que, como no existía ninguna razón lógica para que yo estuviese tan alterada, mi depresión se desvanecería al instante. Finalmente, tras más de una hora de falta de comunicación, Richard llegó a la correcta conclusión de que no me estaba ayudando y decidió dejarme en paz.
(Seis horas después). Me siento mejor ahora. Faltan aún tres horas para que termine el día de mi cumpleaños. Hemos tenido una pequeña fiesta esta noche. Acabo de dar de mamar a Simone y está de nuevo echada a mi lado. Michael nos dejó hace unos quince minutos para ir a su habitación, al final del pasillo. Richard se quedó dormido a los cinco minutos de haber posado la cabeza sobre la almohada. Se había pasado todo el día trabajando en mi encargo de perfeccionar unos pañales.
Richard disfruta supervisando y catalogando nuestras interacciones con los ramanos o quienesquiera que sean los que manejan los ordenadores que activamos utilizando el teclado que hay en nuestra habitación. Nunca hemos visto nada ni a nadie en el oscuro túnel que se abre inmediatamente detrás de la negra pantalla. Así pues, no sabemos con seguridad si realmente hay allí criaturas que responden a nuestros encargos y ordenan a sus fábricas la confección de los artículos que pedimos, pero es adecuado referirnos a nuestros anfitriones y benefactores con el nombre de ramanos.
Nuestro proceso de comunicación con ellos es complicado y simple a un tiempo. Es complicado porque hablamos con ellos por medio de dibujos en la negra pantalla y precisas fórmulas cuantitativas expresadas en el lenguaje de las matemáticas, la física y la química. Es sencillo porque las frases que introducimos por medio del teclado son de sintaxis extraordinariamente simple. Nuestra frase con más frecuencia utilizada es «nos gustaría» o «queremos» (desde luego, no podríamos conocer la traducción exacta de nuestras peticiones, y estamos suponiendo sólo que son corteses; quizá las instrucciones que activamos revisten la forma de rudas órdenes que comienzan con «dadme»), seguida de una detallada descripción de lo que deseamos.
La parte más difícil es la química. Simples objetos cotidianos como el jabón, el papel y el cristal son químicamente muy complejos, y no resulta nada fácil especificar con exactitud el número y la clase de sus combinaciones químicas. A veces, como descubrió Richard casi desde el principio de su trabajo con el teclado y la pantalla negra, debemos describir también un proceso de fabricación, con inclusión de especificaciones térmicas, so pena de recibir algo que no guarde la menor semejanza con lo solicitado. El proceso implica una enorme cantidad de prueba y error. Al principio constituía una interacción muy ineficiente y frustrante. Los tres sentíamos deseos de haber aprendido más química durante nuestros estudios. De hecho, nuestra incapacidad para realizar satisfactorios progresos en la tarea de equiparnos con los esenciales objetos cotidianos fue uno de los catalizadores de la Gran Excursión, como Richard gusta de llamarla, que se efectuó hace cuatro meses.
Para entonces, la temperatura ambiente, tanto arriba, en Nueva York, como en el resto de Rama, había descendido ya a cinco grados por debajo del punto de congelación y Richard había confirmado que el mar Cilíndrico se había helado de nuevo. Yo estaba cada vez más preocupada por la posibilidad de que no consiguiéramos estar adecuadamente preparados para el nacimiento de la criatura. Obtener e instalar un retrete que funcionase, por ejemplo, había costado todo un mes de esfuerzos, y el resultado era todavía sólo marginalmente adecuado. De ordinario, nuestro principal problema era que suministrábamos especificaciones incompletas a nuestros anfitriones. A veces, sin embargo, la dificultad estaba en los propios ramanos. En varias ocasiones, nos informaron, utilizando nuestro lenguaje mutuo de símbolos matemáticos y químicos, que no podían terminar la fabricación de un determinado objeto dentro de nuestro período de tiempo asignado.
De cualquier modo, Richard anunció una mañana que iba a abandonar nuestro refugio e intentar llegar a la inmovilizada nave militar de nuestra expedición Newton. Su intención expresa era recuperar los elementos esenciales de la base de datos científicos almacenada en los ordenadores de la nave (esto nos ayudaría enormemente para la formulación de nuestras peticiones a los ramanos), pero confesó también que tenía unas ganas terribles de comer algo decente. Habíamos conseguido mantenernos vivos y sanos con los brebajes químicos suministrados por los ramanos, pero la mayoría de los alimentos habían sido insípidos o tenían un gusto horrible.
Justo es reconocer que nuestros anfitriones habían estado respondiendo correctamente a nuestras peticiones. Aunque, en términos generales, sabíamos describir los ingredientes químicos esenciales que nuestros cuerpos necesitaban, ninguno de nosotros había estudiado jamás con detalle los complejos procesos bioquímicos que se producen cuando saboreamos algo. En aquellos primeros días comer era una necesidad, nunca un placer. Con frecuencia, resultaba difícil, si no imposible, tragar los alimentos. Más de una comida fue seguida de náuseas.
Pasamos los tres varios días debatiendo los pros y los contras de la Gran Excursión. Yo estaba en la fase de acidez de estómago de mi embarazo y no me sentía muy bien. Aunque no me agradaba la idea de quedarme sola en nuestro refugio mientras los dos hombres caminaban sobre el hielo, localizaban el Jeep, atravesaban en él la Llanura Central y, luego, recorrían o escalaban a pie los muchos kilómetros que había hasta la estación Alfa, reconocía que había muchas formas en que los hombres podían ayudarse mutuamente. Convenía también con ellos en que sería temerario que el viaje lo hiciera uno solo.
Richard estaba seguro de que el Jeep funcionaría aún, pero se sentía menos optimista con respecto a la telesilla. Discutimos largamente los daños que podría haber sufrido la nave militar de Newton, expuesta como estaba en el exterior de Rama a las explosiones nucleares que se habían producido más allá del protector escudo de malla. Richard conjeturaba que, como no existían daños estructurales visibles (utilizando nuestro acceso a la información de los sensores ramanos, habíamos visto varias veces durante los últimos meses imágenes de la nave militar de Newton en la negra pantalla), era posible que la misma Rama hubiera protegido inadvertidamente a la nave de todas las explosiones nucleares y, como consecuencia, no hubiese tampoco ningún peligro de radiación en el interior.
Yo me sentía menos optimista. Había trabajado con los ingenieros medioambientales en los diseños del sistema protector de la nave espacial y conocía la susceptibilidad a la radiación de cada uno de los subsistemas de la Newton. Aunque consideraba sumamente probable que la base de datos científicos se hallara intacta (tanto su procesador como todas sus memorias estaban hechos de piezas resistentes a la radiación), estaba virtualmente segura de que los víveres se encontrarían contaminados. Siempre habíamos sabido, que nuestros alimentos envasados estaban en un emplazamiento relativamente desprotegido. De hecho, antes del lanzamiento había existido una cierta preocupación por la posibilidad de que una inesperada llamarada solar produjera radiación suficiente para hacer peligrosa la ingestión de los alimentos.
No me asustaba quedarme sola durante los pocos días o la semana que los hombres podrían tardar en hacer el viaje de ida y vuelta a la nave militar. Me preocupaba más la posibilidad de que uno de ellos, o los dos, no regresara. No era sólo cuestión de los aracnopulpos, o de otros seres cualesquiera que pudieran estar habitando con nosotros esta inmensa nave espacial. Había que tener en cuenta también las incertidumbres medioambientales. ¿Y si Rama empezaba de pronto a maniobrar? ¿Y si se producía algún otro acontecimiento adverso y no podían regresar a Nueva York?
Richard y Michael me aseguraron que no correrían riesgos, que no harían nada más que ir a la nave militar y volver. Partieron poco después del amanecer de un día ramano de veintiocho horas. Era la primera vez que estaba sola después de mi larga y solitaria permanencia en Nueva York, que comenzó cuando caí en el pozo. Claro que no estaba realmente sola. Podía sentir a Simone pataleando dentro de mí. Es una sensación asombrosa la de estar embarazada. Hay algo indescriptiblemente maravilloso en saber que tienes en tu interior otro ser vivo. Especialmente, teniendo en cuenta que la criatura está formada en una parte importante de tus propios genes. Es una pena que los hombres no puedan experimentar el embarazo. Si pudieran, tal vez comprendiesen por qué las mujeres estamos tan preocupadas por el futuro.
Para el tercer día terrestre siguiente a la partida de los hombres, yo experimentaba ya una fuerte sensación de claustrofobia. Decidí salir de nuestro refugio y darme una vuelta por Nueva York. Estaba oscuro en Rama, pero me sentía tan inquieta que eché a andar de todos modos. El aire era muy frío. Me subí sobre el abultado estómago la cremallera de la gruesa cazadora de vuelo. Llevaba sólo unos minutos caminando cuando oí un sonido a lo lejos. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y me detuve inmediatamente. Al parecer, la adrenalina afluyó también a Simone, pues pataleó vigorosamente mientras yo aguzaba el oído, atenta a aquel ruido. Al cabo de aproximadamente un minuto, lo oí de nuevo, un sonido de escobillas restregándose sobre una superficie metálica, acompañado de un agudo silbido de alta frecuencia. El sonido era inconfundible; sin duda alguna, un aracnopulpo estaba vagando por Nueva York. Regresé rápidamente al refugio y esperé a que amaneciera para ir a Rama.
Cuando la oscuridad desapareció, regresé a Nueva York y me puse a vagar sin rumbo. Mientras estaba en las proximidades de aquel curioso cobertizo en el que caí al pozo, empecé a sentir dudas con respecto a nuestra conclusión de que los aracnos solamente salen de noche. Richard ha insistido desde el principio en que son criaturas nocturnas. Durante los dos primeros meses después de haber rebasado la Tierra, antes de que construyéramos la reja protectora que impide el descenso a nuestro refugio de visitantes indeseados, Richard desplegó una serie de toscos receptores (aún no había perfeccionado su capacidad para especificar detalladamente piezas electrónicas a los ramanos) en torno a la cobertura de la madriguera de los aracnopulpos y confirmó, a su propia satisfacción al menos, que sólo de noche subían al exterior. Finalmente, los aracnos descubrieron todos sus monitores y los destruyeron, pero no antes de que Richard tuviera lo que consideraba datos concluyentes en apoyo de su hipótesis.
La conclusión de Richard, sin embargo, no suponía para mí ningún alivio cuando oí de pronto un sonido fuerte y totalmente desconocido que llegaba desde la dirección en que se encontraba nuestro refugio. Me hallaba entonces dentro del cobertizo, mirando el pozo en el que había estado a punto de morir hacía nueve meses. Se me aceleraron los latidos del corazón y sentí una especie de hormigueo en la piel. Lo que más me inquietaba era que el ruido sonaba entre el lugar en que estaba y mi hogar ramano. Avancé cautelosamente hacia el intermitente sonido, escrutando los edificios que me rodeaban antes de dar un paso. Finalmente, descubrí el origen del ruido. Richard estaba cortando trozos de una celosía, utilizando una pequeña sierra eléctrica portátil que se había traído de la Newton.
En realidad, él y Michael estaban discutiendo cuando los vi. Una celosía relativamente pequeña, de unos quinientos nódulos en total y forma de cuadrado de alrededor de tres metros de lado, se hallaba sujeta a uno de aquellos bajos y extraños cobertizos que había a unos cien metros al este de la abertura de nuestro refugio. Michael estaba poniendo en duda la sensatez de atacar la celosía con una sierra portátil. En el momento en que me vieron, Richard justificaba su acción con un encendido elogio de las virtudes del material elástico de la celosía.
Nos abrazamos y besamos los tres durante varios minutos y, luego, me informaron sobre la Gran Excursión. Había sido un viaje fácil. El Jeep y la telesilla habían funcionado sin complicaciones. Sus instrumentos habían puesto de manifiesto que quedaba todavía bastante radiación en la nave militar, por lo que permanecieron poco tiempo en ella y no recogieron los víveres. La base de datos científicos, en cambio, se encontraba en perfectas condiciones. Richard había utilizado sus subrutinas de compresión de datos para traspasar gran parte de la base de datos a cubos compatibles con nuestros ordenadores portátiles. Habían traído también una gran mochila llena de herramientas, como la sierra eléctrica, que pensaron que serían útiles para completar nuestro acomodo.
Richard y Michael trabajaron incesantemente desde entonces hasta el nacimiento de Simone. Utilizando la información química adicional contenida en la base de datos, resultaba más fácil encargar a los ramanos lo que necesitábamos. Yo probé incluso a espolvorear ésteres inocuos en la comida y conseguí mejorar un tanto el sabor. Michael terminó su habitación al extremo del corredor. Quedó construida la cuna de Simone y nuestros cuartos de baño se vieron enormemente mejorados. Habida cuenta de todas las limitaciones, nuestras condiciones de vida son ahora muy aceptables. Quizá pronto… Tate. Oigo un suave llanto a mi lado. Es la hora de amamantar a mi hija.
Antes de que los últimos treinta minutos de mi cumpleaños sean historia, quiero volver sobre las vívidas imágenes de cumpleaños anteriores que han catalizado mi depresión esta mañana. Para mí, el cumpleaños ha sido siempre el acontecimiento más importante del año. El período de Navidad-Año Nuevo es especial, pero de una manera diferente, pues se trata de una celebración compartida por todos. Un cumpleaños se centra más directamente sobre la persona individual. Yo siempre he utilizado mis cumpleaños como ocasión para reflexionar sobre la dirección de mi vida.
Si lo intentara, podría probablemente recordar algo sobre cada uno de mis cumpleaños desde que cumplí los cinco. Algunos recuerdos son más vivos que otros. Esta mañana, muchas de las imágenes de mis celebraciones pasadas evocaban intensos sentimientos de nostalgia y añoranza. En mi estado de depresión, maldecía mi incapacidad para introducir orden y seguridad en la vida de Simone. Pero aun en lo más hondo de mi depresión, enfrentada a la inmensa incertidumbre que rodea nuestra existencia aquí, no habría querido realmente que Simone no estuviera presente para experimentar la vida conmigo. No, somos viajeras unidas por el vínculo más fuerte, el de madre e hija, compartiendo el milagro que llamamos vida.
Yo he compartido ya antes un vínculo similar, no sólo con mis padres, sino también con mi primera hija, Genevieve. Hum. Es sorprendente que todas las imágenes de mi madre destaquen con tanta nitidez en mi mente. Aunque murió hace veintisiete años, cuando yo solo tenía diez, me dejó una prodigiosa cantidad de recuerdos maravillosos. Mi último cumpleaños con ella fue extraordinario. Fuimos los tres a París en tren. Padre llevaba su traje italiano nuevo y estaba sumamente atractivo. Madre había elegido para ponerse uno de sus resplandecientes y coloridos vestidos nativos. Con el pelo recogido en capas sobre la cabeza, parecía la princesa senoufo que había sido antes de casarse con padre.
Cenamos en un elegante restaurante de los Campos Elíseos. Luego, fuimos a un teatro en el que vimos a una compañía compuesta en su totalidad por negros, interpretar una serie de danzas indígenas de las regiones occidentales de África. Después de la función, se nos permitió pasar a los camerinos, donde madre me presentó a una de las bailarinas, una mujer alta y hermosa de negrura excepcional. Era una de las primas lejanas de mi madre de Costa de Marfil.
Escuché la conversación en el idioma tribal senoufo, recordando retazos de mi aprendizaje ante el Poro tres años antes, y volví a maravillarme de la forma en que el rostro de mi madre se tornaba siempre más expresivo cuando estaba con los suyos. Pero aunque fascinada por la velada, yo sólo tenía diez años y habría preferido una fiesta de cumpleaños normal con todas mis amigas de la escuela. Madre se dio cuenta de lo decepcionada que yo estaba mientras regresábamos en el tren a nuestra casa en el suburbio de Chilly-Mazarin. «No estés triste, Nicole —dijo—, el año que viene puedes tener una fiesta. Tu padre y yo hemos querido aprovechar esta oportunidad para recordarte de nuevo la otra mitad de tu herencia. Eres ciudadana francesa y has vivido toda tu vida en Francia, pero una parte de ti es enteramente senoufo, con raíces que se hunden profundamente en las costumbres tribales del África Occidental».
Hace unas horas, mientras recordaba las danses ivoiriennes ejecutadas por la prima de madre y sus compañeras, me imaginé por un instante a mí misma entrando en un hermoso teatro con mi hija Simone de diez años al lado, pero la fantasía se desvaneció enseguida. No hay teatros más allá de la órbita de Júpiter. De hecho, la idea misma de un teatro probablemente nunca tendrá un significado real para mi hija. Resulta todo muy desconcertante.
Algunas de mis lágrimas de esta mañana se debían a que Simone nunca conocerá a sus abuelos, y viceversa. Serán personajes mitológicos en el curso de su vida, y sólo los conocerá por sus fotografías y sus vídeos. Nunca tendrá la alegría de oír la asombrosa voz de mi madre. Y nunca verá el dulce y tierno amor en los ojos de mi padre.
Tras la muerte de madre, mi padre tuvo buen cuidado de hacer que cada uno de mis cumpleaños resultase una ocasión muy especial. El día en que cumplí doce años, recién trasladados a la villa de Beauvois, padre y yo caminamos juntos bajo la nieve por los cuidados jardines del Cháteau de Villandry. Aquel día me prometió que siempre estaría a mi lado cuando le necesitase. Yo le apreté con fuerza la mano mientras paseábamos a lo largo de los setos. Aquel día lloré también, confesándole (y confesándome a mí misma) lo mucho que me asustaba que también él me abandonase. Él me abrazó contra su pecho y me besó en la frente. Nunca rompió su promesa.
El año pasado, en lo que ahora parece otra vida, mi cumpleaños empezó en un tren de esquiadores junto a la frontera francesa. Estaba todavía despierta a medianoche, reviviendo mi encuentro con Henry a mediodía en el chalet situado en la ladera del Weissfluhjoch. No le había dicho, cuando lo preguntó de forma indirecta, que él era el padre de Genevieve. No quería darle esa satisfacción.
Pero recuerdo haber pensado en el tren, ¿es justo que le oculte a mi hija el hecho de que su padre es el rey de Inglaterra? ¿Son tan importantes mi propia estima y mi orgullo como para justificar que le impida a mi hija saber que es una princesa? Estaba dándole vueltas en la cabeza a estas preguntas, con la mirada perdida en la noche, cuando Genevieve apareció en mi litera. «Feliz cumpleaños, madre», dijo sonriendo. Me abrazó. Casi le cuento lo de su padre. Lo habría hecho, estoy segura, de haber sabido en qué iba a parar la expedición Newton. Te echo de menos, Genevieve. Ojalá hubiera podido despedirme adecuadamente.
Los recuerdos son muy peculiares. Esta mañana, en mi depresión, el aluvión de imágenes de cumpleaños anteriores intensificaba mis sentimientos de soledad y de privación. Ahora que estoy de mejor ánimo, saboreo esos mismos recuerdos. Ya no me entristece en este momento el hecho de que Simone no podrá experimentar lo que yo he conocido. Sus cumpleaños serán completamente diferentes a los míos y únicos para su vida. Constituye mi privilegio y mi obligación el hacerlos tan memorables y amorosos como me sea posible.