29 de diciembre de 2200
Hace dos noches, a las 10.44, hora del meridiano de Greenwich en la Tierra, Simone Tiasso Wakefield saludó al Universo. Fue una experiencia increíble. Yo imaginaba haber sentido ya antes emociones poderosas, pero nada en mi vida —ni la muerte de mi madre, ni la medalla de oro en la Olimpíada de Los Ángeles, ni mis treinta y seis horas con el príncipe Henry, ni incluso el nacimiento de Genevieve bajo la atenta mirada de mi padre en el hospital de Tours— fue nunca tan intenso como mi alegría y mi alivio cuando finalmente oí el primer llanto de Simone.
Michael había vaticinado que la criatura llegaría el día de Navidad. Con su habitual entonación afectuosa, nos dijo que creía que Dios iba a darnos una señal haciendo que nuestro hijo espacial naciera el mismo día en que se suponía había nacido Jesús. Richard soltó una risita burlona, como hace siempre mi marido cuando se dispara el fervor religioso de Michael. Pero al notar yo las primeras contracciones fuertes el día de Nochebuena, hasta Richard se volvió casi creyente.
Dormí agitadamente la noche anterior a Navidad. Poco antes de despertar, tuve un sueño vívido e intenso. Estaba caminando junto a la orilla de nuestro estanque en Beauvois, jugando con mi pato domesticado Dunois y sus compañeros silvestres, cuando oí una voz que me llamaba. No podía identificar la voz, pero sabía sin lugar a dudas que se trataba de una mujer. Me dijo que el nacimiento iba a ser extremadamente difícil y que necesitaría de todas mis fuerzas para dar a luz a mi segundo hijo.
El día de Navidad, una vez que intercambiamos los sencillos regalos que cada uno de nosotros habíamos encargado clandestinamente a los ramanos, empecé a adiestrar a Michael y Richard para una serie de posibles emergencias. Yo creo que Simone habría nacido en efecto el día de Navidad si mi subconsciente no hubiese tenido tan presente que ninguno de los dos hombres se hallaba ni siquiera remotamente preparado para ayudarme en caso de que surgiera alguna complicación seria. Con toda probabilidad, fue sólo mi voluntad lo que demoró el nacimiento de la criatura aquellos dos últimos días.
Una de las posibilidades que consideramos en Navidad fue la de que se presentara de nalgas. Un par de meses antes, cuando mi hija aún no nacida tenía todavía cierta libertad de movimientos dentro de mi vientre, yo estaba segura de que se hallaba en posición invertida. Pero pensaba que se había dado la vuelta durante la última semana, antes de entrar en posición de parto. Tenía razón, pero sólo parcialmente. Logró colocarse de cabeza en el canal del parto; sin embargo, tenía la cara vuelta hacia arriba, hacia mi estómago, y tras la primera serie importante de contracciones, la parte superior de su cabecita quedó toscamente encajada en mi pelvis.
En un hospital de la Tierra, el médico habría practicado probablemente una cesárea. Desde luego, un médico habría estado preparado para una tracción fetal y habría intervenido con todos los instrumentos robotizados para esforzarse por hacer girar la cabeza de Simone antes de que quedara encajada en una posición tan incómoda.
Hacia el final, el dolor era muy intenso. Entre las fuertes contracciones que la impulsaban contra mis rígidos huesos, yo trataba de gritar órdenes a Michael y Richard. Éste resultaba casi completamente inútil. No podía enfrentarse a mi dolor (o al «follón», como más tarde lo llamó), y mucho menos ayudar en la episiotomía o utilizar los improvisados fórceps que habíamos obtenido de los ramanos. Michael, bendito sea, con la frente cubierta de sudor, pese a la fría temperatura reinante en la habitación, se esforzaba valerosamente por seguir mis a veces incoherentes instrucciones. Utilizó el escalpelo de mi botiquín para ensancharme y luego, tras sólo un instante de vacilación a causa de toda la sangre, encontró con el fórceps la cabeza de Simone. De alguna manera, consiguió, al tercer intento, obligarla a retroceder por el canal del parto y hacerla girar para que pudiese nacer.
Los dos hombres lanzaron un grito al verla aparecer. Yo seguí concentrándome en mi ritmo respiratorio, preocupada por la posibilidad de que no lograse mantenerme consciente. Pese al intenso dolor, yo también lance un grito cuando mis siguientes y poderosas contracciones proyectaron a Simone sobre las manos de Michael. En su calidad de padre, le correspondía a Richard la tarea de cortar el cordón umbilical. Cuando Richard hubo terminado, Michael levantó en alto a Simone para que yo la viese. «Es niña», dijo, con lágrimas en los ojos. La depositó suavemente sobre mi estómago, y me incorporé ligeramente para mirarla. Mi primera impresión fue que era exactamente igual que mi madre.
Me forcé a mantenerme alerta hasta que la placenta fue expulsada y hube terminado de coser, con la ayuda de Michael, los cortes que me había hecho con el escalpelo. Luego, me desvanecí. No recuerdo muchos detalles de las veinticuatro horas siguientes. Estaba tan fatigada a consecuencia del proceso del parto (mis contracciones se sucedían cada cinco minutos ya once horas antes de que Simone naciese) que dormía siempre que tenía oportunidad de hacerlo. Mi nueva hija mamaba con facilidad, sin necesidad de instarle a ello, y Michael asegura que incluso mamó una o dos veces mientras yo estaba sólo parcialmente despierta. Ahora la leche me sube a los pechos inmediatamente después de que Simone empiece a chupar. Parece quedarse por completo satisfecha al terminar. Me complace que mi leche sea suficiente para ella; me preocupaba que pudiera tener el mismo problema que con Genevieve.
Cada vez que me despierto, uno de los dos hombres está a mi lado. Las sonrisas de Richard siempre parecen un poco forzadas, pero se agradecen igual. Michael se apresura a ponerme a Simone en los brazos o al pecho cuando estoy despierta. La sostiene cómodamente, incluso cuando está llorando, y murmura sin cesar: «Es preciosa».
Simone está ahora dormida a mi lado, envuelta en la cuasimanta fabricada por los ramanos (es sumamente difícil definir tejidos, en particular palabras indicadoras de calidad como «suave», con ninguno de los términos cuantitativos que nuestros anfitriones pueden comprender). En efecto, se parece a mi madre. Tiene la piel muy morena, más aún quizá que la mía, y el pelo negro como el azabache. Los ojos son de un luminoso color castaño. Con su cabeza todavía deformada a consecuencia del dificultoso parto, no es fácil llamarle preciosa a Simone. Pero, desde luego, Michael tiene razón. Es maravillosa. Mis ojos pueden ver enseguida la belleza existente más allá de la frágil y colorada criatura que respira con tan frenética rapidez. Bienvenida al mundo, Simone Wakefield.