MIENTRAS se colaban por entre las rocas hacia la entrada del camino, a Doon le pareció ver que la luz de la vela reflejaba algo brillante en la pared. Se paró para mirar, y cuando vio de qué se trataba, llamó a Lina, que le llevaba unos pasos de ventaja.
—¡Hay un letrero!
Era un cartel enmarcado, atornillado a la roca, que consistía en un papel impreso detrás de un cristal. La humedad se había colado bajo el cristal y manchando el papel, pero cuando acercaron las velas, pudieron leerlo.
¡BIENVENIDOS, REFUGIADOS DE LAS ASCUAS!
ÉSTA ES LA ÚLTIMA ETAPA DE VUESTRO VIAJE.
PREPARAOS PARA UNA SUBIDA
QUE OS LLEVARÁ VARIAS HORAS.
LLENAD LAS BOTELLAS DE AGUA DEL RÍO.
OS DESEAMOS BUENA SUERTE,
LOS CONSTRUCTORES.
—¡Nos están esperando! —dijo Lina.
—Bueno, escribieron esto hace mucho tiempo —comentó Doon—. La gente que puso esto aquí ya debe de estar muerta.
—Es cierto. Pero nos deseaban buena suerte. Me hace sentir como si velaran por nosotros.
—Sí. Y quizá sus tataratataranietos estén ahí para recibirnos.
Más animados, comenzaron a seguir el camino. Sus velas daban un resplandor muy leve, pero aun así podían darse cuenta de que el sendero era bastante amplio, y de que el techo quedaba muy alto sobre sus cabezas. Parecía que había sido hecho para que lo recorriera una gran cantidad de gente. En algunos sitios, el suelo tenía unos surcos paralelos, como si hubiera pasado por ahí algún tipo de carro con ruedas. Tras caminar durante un rato se dieron cuenta de que se movían en largos zigzags. El camino iba en una dirección durante un rato y después cambiaba abruptamente para ir en la dirección contraria.
Mientras caminaban hablaban cada vez menos. El camino se iba elevando y necesitaban guardar el aliento para respirar. El único sonido que oían eran los golpecitos de sus pies contra el suelo. Lina y Doon hicieron turnos para cargar con Poppy a la espalda, ya que ésta enseguida se había cansado de caminar y había empezado a gritar para que la llevaran. Pararon dos veces a descansar, apoyándose en las paredes del pasaje y bebiendo de la botella de agua de Doon.
—¿Cuántas horas crees que llevamos caminando? —preguntó Lina.
—No lo sé —respondió Doon—. Dos; quizá tres. Ya debemos de estar llegando.
Siguieron subiendo. Las primeras velas se habían consumido por completo hacía ya mucho tiempo, y también las segundas. Finalmente, cuando las terceras iban por la mitad, Lina comenzó a notar que el aire olía diferente. El olor frío y punzante de las rocas del túnel estaba transformándose en otro, mucho más suave. Era un olor extraño y maravilloso. Cuando pasaron un recoveco, una ráfaga de ese aire suave les apagó las velas.
—Sacaré una cerilla —dijo Doon.
—No, espera. Mira —le respondió Lina.
La oscuridad no era total. Una bruma débil de luz brillaba delante de ellos, por el camino.
—Son las luces de la ciudad —dijo Lina.
Lina dejó a Poppy en el suelo.
—Rápido, Poppy —le dijo, y Poppy empezó a trotar, permaneciendo junto a los pies de Lina.
El olor extraño y maravilloso se volvió más penetrante. El pasaje terminaba unos metros más allá y desembocaba en una abertura que se asemejaba a una gran entrada vacía. Sin decir una palabra, Doon y Lina se cogieron de las manos, y Lina cogió de la mano a Poppy. Cuando llegaron a la entrada y miraron, no vieron ninguna ciudad, sino algo infinitamente más extraño: un pedazo de tierra amplísimo y espacioso como nunca antes habían visto, lleno de aire que parecía moverse, iluminado por un círculo de plata que colgaba de un inmenso cielo negro.
Frente a sus pies, el suelo continuaba convirtiéndose en una ladera larga y suave. No estaba hecho de piedra, como el de Las Ascuas, sino que lo cubría algo mullido, como pelo plateado, que les llegaba a las rodillas. Cuesta abajo había zonas de formas oscuras y redondeadas, y más adelante se alzaba otra cuesta. En la distancia, hasta donde podían ver, el suelo se hinchaba irregularmente, y las zonas más bajas quedaban cubiertas por las sombras.
—¡Doon! —gritó Lina—. ¡Más luces! —dijo, señalando el cielo.
Doon miró hacia arriba y las vio: cientos y cientos de pequeñas motas de luz, desparramadas como si se tratara de sal que se hubiera derramado en la oscuridad.
—¡Oh! —exclamó.
No podía decir otra cosa. La belleza de esas luces hacía que la respiración se le entrecortara en la garganta.
Avanzaron unos pasos. Doon se agachó a palpar los filamentos que salían del suelo y que eran casi más altos que la cabeza de Poppy. Eran fríos y suaves, y estaban húmedos.
—Respira —dijo Lina.
Abrió la boca y aspiró una larga bocanada de aire. Doon hizo lo mismo.
—Es dulce —dijo Doon—. Está lleno de olores.
Estiraron las manos para poder tocar los tallos mientras caminaban entre ellos. El aire se movió, acariciándoles la cara y los cabellos.
—¿Oyes eso? —dijo Doon.
De alguna parte llegaba un chirrido agudo y débil. Se repetía una y otra vez, como una pregunta.
—Sí —dijo Lina—. ¿Qué será?
—Algo vivo, creo. Una especie de insecto, quizá.
—Un insecto que canta. —Lina se volvió hacia Doon. Su cara estaba oscura en medio de la luz plateada—. Esto es tan raro, Doon, y tan enorme… Pero no tengo miedo.
—No, yo tampoco. Parece un sueño.
—Sí, es como un sueño. A lo mejor por eso me resulta familiar. Puede que haya soñado con este lugar.
Caminaron hasta que llegaron a la zona en la que había formas oscuras que se alzaban desde el suelo. Descubrieron que se trataba de plantas más altas que ellos, con tallos tan duros y gruesos como las paredes de las casas, y hojas que se alzaban muy por encima de sus cabezas. Se sentaron en la ladera junto a esas plantas.
—¿Crees que hay alguna ciudad por aquí cerca? —preguntó Lina—. ¿O personas?
—Yo no veo luces —dijo Doon—, ni siquiera en la distancia.
—Pero con esta lámpara plateada en el cielo, quizá no necesiten luces.
Doon negó con la cabeza, lleno de dudas.
—La gente necesitaría más luz que ésta —dijo—. ¿Cómo iban a ver lo suficiente para trabajar? ¿Cómo iban a cultivar la comida? Es una luz preciosa, pero no es suficiente para vivir.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, si no hay ni gente ni una ciudad?
—No lo sé. No lo sé.
Doon no quería pensar. Estaba demasiado cansado de resolver cosas. Quería mirar ese mundo nuevo, inspirar su aroma, acostumbrarse a él y arreglar todo lo demás más adelante.
Lina sentía lo mismo. Dejó de hacer preguntas, puso a Poppy en su regazo y contempló en silencio el paisaje reluciente. Después de un rato se dio cuenta de que estaba pasando algo raro. Estaba segura de que cuando se habían sentado, el círculo de plata estaba junto a la rama más alta de la planta enorme. Ahora, la rama lo atravesaba. Mientras miraba, el círculo descendió lentamente, hasta quedar escondido entre las hojas, aunque el resplandor permanecía.
—Se mueve —le dijo a Doon.
—Sí.
Después de un rato le pareció que sus ojos se volvían borrosos. El cielo perdía nitidez, especialmente en los bordes. Le llevó un rato darse cuenta de qué era lo que causaba esa sensación.
—Luz —dijo.
—La veo —dijo Doon—. Todo se está haciendo más claro.
El borde del cielo se volvió primero gris, más adelante se tornó naranja y luego pasó a ser de un carmesí furioso y profundo. La tierra resaltaba frente a éste, como una línea ondulada negra y larga. Una zona de la línea se volvió tan brillante que casi no la podían mirar, y parecía comerse parte de la tierra. Se levantó más y más, hasta que se dieron cuenta de que se trataba de un círculo encendido, primero de un color naranja profundo, y más adelante amarillo, tan brillante que ya no podían mirarlo. El color se filtraba desde el cielo y bañaba toda la tierra. La luz destellaba por la piel de las colinas e iluminaba las hojas, que parecían de encaje, mientras cada tono verdoso a su alrededor parecía tomar vida.
Alzaron las caras a ese calor inusitado. El cielo se arqueaba sobre ellos, mucho más alto de lo que jamás habían imaginado, y era de un color azul claro y pálido. Lina sintió como si en su interior se hubiera abierto una tapa que siempre había estado cerrada. La luz y el aire la acariciaban y creaban una música parecida a los cantos de Las Ascuas, sólo que era un canto de alegría. Miró a Doon y vio que sonreía y lloraba al mismo tiempo. Se dio cuenta de que ella estaba haciendo lo mismo.
Todo a su alrededor se llenaba de vida. De las ramas surgía un jaleo de pitidos, gorjeos y llamadas agudas y altas. «¿Insectos?», se preguntó Doon, intentando imaginar con ansia qué tipo de insecto podría hacer semejantes ruidos. Pero entonces vio algo que volaba a través de un cúmulo de hojas, dejando escapar un sonido claro y dulce mientras volaba.
—¿Has visto eso? —le dijo a Lina, señalando con el dedo—. ¡Allí hay otro! ¡Y otro!
—¡Otro otro otro otro! —repitió Poppy, saltando del regazo de Lina y dando vueltas, mientras apuntaba en todas direcciones.
Ahora el aire estaba lleno de ellos. Eran demasiado grandes para tratarse de insectos. Uno de ellos se quedó en un tallo cercano. Los miró con dos ojos negros y brillantes, abrió la boca, que era puntiaguda como una espina, y dejó escapar un trino agudo.
—Nos está hablando —dijo Doon—. ¿Qué querrá decir?
Lina simplemente sacudió la cabeza. La pequeña criatura movió los pies, que se asemejaban a pequeñas garras, por el borde del tallo, sacudió las alas castañas y volvió a trinar. Después saltó al aire y se fue.
Ellos también se alzaron y empezaron a explorar. El suelo estaba vivo, lleno de insectos; había tantos que Doon sólo podía reír, maravillado, sin saber qué hacer. Las flores estallaban entre los verdes tallos y un arroyo corría al pie de la colina. Vagaron por las laderas cubiertas de verdor, corriendo, deslizándose y gritándose el uno al otro ante cada nuevo descubrimiento, hasta que quedaron exhaustos. Después se sentaron junto a la entrada del camino a comer lo que les quedaba en el saco. Lo desataron, y de repente Lina gritó:
—¡El libro! ¡Nos habíamos olvidado del libro!
Allí estaba, envuelto en el paño verde manchado.
—Leámoslo en voz alta, mientras comemos —dijo Doon.
Lina abrió el frágil cuaderno y lo dejó en el suelo, frente a ella. Con una mano cogió una zanahoria y con la otra aguantó la página garabateada. Esto fue lo que leyó.