CUANDO Lina oyó los gritos de los guardias, el terror la atravesó. Corrió más rápido de lo que nunca lo había hecho, con el corazón latiendo enloquecido. Tras ella, los guardias seguían gritando, y supo que si había otros guardias en las cercanías llegarían enseguida. Tenía que encontrar un lugar donde esconderse. Cerca de ahí estaba la plaza Bilbollio. ¿Había algún sitio allí? Como si se tratara de una respuesta, recordó las palabras de Doon: «La biblioteca; siempre está abierta, hasta los días festivos». No tenía tiempo para pensar. No se preguntó si Edward Pocket la ayudaría a esconderse o si la biblioteca era realmente un buen lugar. Simplemente corrió por el pasaje que llevaba a la puerta de la biblioteca y llegó a ella como una flecha.
Pero la puerta no se abría. Giró el picaporte de manera frenética, tiró, empujó, y cuando ya oía los pasos de los guardias en la plaza, vio el pequeño cartel, escrito a mano, colgado en la puerta: «Cerrado el Día de los Cantos». Los guardias ya estaban muy cerca. Si corría, la verían. Se pegó a la pared, esperando que no se fijaran en el pasaje de la biblioteca.
Pero sí lo hicieron.
—¡Allí está! —gritó uno de los guardias.
Ella intentó esquivarlo, pero el pasaje era demasiado estrecho y él la agarró del brazo. Lina se retorció y pegó patadas, pero el jefe de guardias también la tenía agarrada. La cogió del otro brazo con unos dedos que le parecieron de hierro.
—¡Deja de resistirte! —gritó.
Lina se levantó y agarró la barba áspera del jefe de guardias. Tiró con todas sus fuerzas y el hombre aulló, pero no la soltó. La empujó hacia delante y casi la levantó del suelo, y los dos guardias la arrastraron por la plaza siguiendo un paso desigual, que hacía que Lina tropezara sin cesar.
—¡Me hacéis daño! —gritó Lina—. ¡No me agarréis tan fuerte!
—No nos digas lo que tenemos que hacer —dijo el jefe de guardias—. Te llevaremos así hasta que lleguemos.
—¿Adónde vamos? —dijo Lina.
Le daba tanta rabia su mala suerte que casi se había olvidado de tener miedo.
—Vas a ir a ver al alcalde, señorita —dijo el jefe de guardias—. Él decidirá qué hacer contigo.
—Pero ¡yo no he hecho nada malo!
—Esparcir rumores maliciosos —dijo el guardia—. Explicar mentiras peligrosas con el fin de causar disturbios.
—¡No son mentiras! —insistió ella.
Pero el guardia la agarró todavía con más fuerza y le dio tal empujón que ella se tambaleó hacia un lado.
—Nada de hablar.
Hicieron el resto del trayecto en silencio.
* * *
Unas pocas personas se habían juntado en la plaza Harken, aunque los obreros no habían acabado de dejar todo listo para los cantos. Los barrenderos cruzaban la plaza de un lado al otro, empujando sus escobas. Alguien apareció en la ventana del segundo piso de un edificio de la calle Gilly y desplegó una de las banderas que siempre se exhibían durante el Día de los Cantos: un pedazo largo de tela roja, desteñido tras años de uso pero en el que todavía se podían ver unas rayas negras con curvas, que representaban el río, la fuente de toda la energía. Era para El canto del río. Habría otra en el lado de la plaza que daba a la calle Broad, de color amarillo dorado, con un diseño de una cuadrícula, como símbolo de El canto de la ciudad, y otra bandera en el lado de la calle Otterwill, totalmente negra, exceptuando un reborde amarillo, para El canto de Las Ascuas.
Los guardias llevaron a Lina por la escalera del Salón de Reuniones y a través de su ancha puerta. Pasaron por la entrada principal, abrieron la puerta del final y le dieron un último empujón que la hizo tambalearse y golpearse de manera poco digna con el respaldo de una silla.
Era la misma habitación en la que ya había estado aquel otro día, mucho más alegre: su primer día como mensajera. No había cambiado nada. Las mismas cortinas deshilachadas, las mismas butacas con el tapizado gastado, la misma horrible alfombra de color del barro. Los retratos de la pared la miraban con tristeza.
—Siéntate aquí —dijo el jefe de guardias.
Le señaló una pequeña silla, con pinta de ser resistente, que había frente a la butaca. Lina se sentó. Junto a la silla estaba la misma mesa que ya recordaba de la vez anterior, con la tetera y las tazas de porcelana con los cantos desportillados.
El jefe de guardias salió de la habitación; Lina supuso que en busca del alcalde. El otro permaneció sentado en silencio, con los brazos cruzados frente al pecho. No pasó nada durante un rato. Lina intentó pensar en lo que le diría al alcalde, pero su mente no le respondía.
Entonces se abrió la puerta de la primera sala y entró el alcalde. Era la primera vez que Lina lo veía desde que le había entregado el mensaje de Looper. Parecía aún más enorme. Su cara ancha era del color de los champiñones. Llevaba un traje que se estiraba sobre su inmensa barriga justo lo suficiente para que el botón entrara en el ojal.
Se movió pesadamente a través de la habitación y se sentó en la butaca, llenándola por completo. A su lado había una mesa, y en la mesa, una campana de latón del tamaño de un puño. El alcalde observó a Lina durante un momento con ojos que se asemejaban a los agujeros de los túneles. Acto seguido, se volvió al guardia.
—Retírese —dijo, haciéndole un gesto con la parte de atrás de la mano—. Vuelva cuando haga sonar la campana.
El guardia se fue. El alcalde volvió a pasar sus ojos sobre Lina.
—No me sorprende —dijo. Levantó un brazo y apuntó con un dedo hacia el rostro de Lina—. Ya se había metido antes en problemas, yendo donde no debía.
Lina comenzó a hablar, pero el alcalde levantó la mano. Extrañamente, su mano era pequeña, con unos dedos cortos que parecían vainas de guisantes maduros.
—La curiosidad —dijo el alcalde—. Es una cualidad peligrosa. Poco saludable. Especialmente desafortunada en alguien tan joven.
—Tengo doce años —dijo Lina.
—¡Silencio! —ordenó el alcalde—. Estoy hablando.
Se balanceó suavemente hacia los lados y se encajó más firmemente en la silla.
«Va a necesitar que lo saquen con una palanca», pensó Lina.
—Las Ascuas, como usted sabe —continuó el alcalde—, vive tiempos difíciles. Se necesitan medidas extraordinarias. Es el momento de que los ciudadanos sean más leales que nunca, que obedezcan las leyes. Por el bien de todos.
Lina no dijo nada. Miró cómo la carne de debajo de la barbilla del alcalde sobresalía y se echaba hacia atrás mientras él hablaba, y apartó los ojos de tan desagradable espectáculo para mirar cuidadosamente a su alrededor. Ahora calculaba, pensaba, no escuchaba al alcalde.
—Los deberes de un alcalde —dijo él— son… complejos. La gente normal no los puede comprender, y especialmente los niños. Por eso… —siguió hablando mientras se adelantaba ligeramente, lo que hizo que su estómago sobresaliera todavía más en su regazo— algunas cosas deben permanecer ocultas al público. Éste debe tener fe —dijo, levantando de nuevo la mano y alzando un dedo hacia el techo—. Fe en que todo lo que se hace es por su bien. Por su propio beneficio.
—Burradas —repuso Lina.
El alcalde se sacudió hacia atrás. Sus cejas bajaron hasta quedar a la altura de los ojos, convirtiéndolos en ranuras oscuras.
—¿Qué? —dijo él—. Debo de haberle entendido mal.
—He dicho «burradas» —insistió Lina—. Que quiere decir…
—¡Ni se te ocurra intentar decirme lo que significa! —gritó el alcalde—. La insolencia sólo te hará las cosas más difíciles. —Ahora respiraba con dificultad y las palabras le salían entrecortadas con cada respiración—. Una niña equivocada como tú requiere una lección contundente. —Sus dedos cortos agarraron los brazos de la butaca—. A lo mejor tu curiosidad te ha llevado a interrogarte acerca de la prisión. ¿Cómo debe de ser? ¿Oscura? ¿Fría? ¿Incómoda? —Esbozó la sonrisa que Lina recordaba del Día del Nombramiento. Los labios se apartaron de sus pequeños dientes y las mejillas grisáceas se plegaron—. Vas a tener la oportunidad de averiguarlo. Te vas a… familiarizar… mucho… con la prisión. Los guardias te escoltarán. Tu cómplice, otro reconocido alborotador, se te unirá una vez haya sido localizado.
El alcalde se volvió para buscar la campana. Éste era el momento que Lina había estado esperando para intentar escaparse. Había imaginado que tendría una mínima oportunidad si se movía con la suficiente rapidez, pero en ese instante pasó algo que le dio una buena ventaja.
Las luces se apagaron.
No hubo ningún parpadeo de aviso; tan sólo una oscuridad repentina y completa. Lina tuvo la suerte de que ya había planeado escaparse, por lo que sabía exactamente hacia dónde moverse. Se levantó de un salto, tirando al suelo la silla. Con el brazo, derribó la mesa que había junto a la silla. El ruido de los muebles y la porcelana al caer, junto con los gritos rabiosos del alcalde, crearon tal estruendo que cubrieron el sonido de los pasos de Lina, que se encaminaba hacia la puerta de la escalera. ¿Estaba cerrada con llave? Buscó el picaporte. Los resoplidos y gruñidos del alcalde la avisaron de que éste estaba intentado levantarse de la butaca. Giró el picaporte, tiró de él y la puerta se abrió. Pasó, la cerró y subió los escalones de dos en dos. Incluso en completa oscuridad, era capaz de subir la escalera. La campana sonó y sonó en la habitación, y el alcalde aullaba.
Cuando llegó al primer rellano, oyó los gritos de los guardias. Se produjo un estrépito: alguien debía de haber tropezado con la mesa o la silla que se habían caído al suelo.
—¿Dónde está? —gritó alguien—. ¡Debe de haber salido por la puerta!
¿Sabían por cuál? No oyó pasos a sus espaldas.
Si era capaz de llegar al tejado, desde allí saltar al de la prisión y alcanzar la calle, entonces podría escapar. Los pulmones le ardían y el aire le quemaba la garganta, pero siguió subiendo sin parar. Cuando llegó al final, pasó por la puerta del tejado y corrió.
Entonces volvieron las luces. Parecía que el apagón hubiera sido organizado exclusivamente para ella. «¡Tengo tanta suerte! —pensó—. ¡Tanta suerte!» Frente a ella se alzaba la torre del reloj. Cruzó hacia el otro lado. Esta vez no iba a bailar.
En el lado del edificio había un muro bajo. Lina se aproximó a él y miró cuidadosamente hacia la muchedumbre agolpada en la plaza Harken. Directamente debajo de ella se encontraba la entrada del Salón de Reuniones y, mientras miraba, pudo ver a dos guardias que pasaban corriendo por la puerta y bajaban los escalones de la entrada. Bien. ¡Iban en la dirección contraria! Pensaban que se había escabullido entre la gente. De momento estaba a salvo. El reloj de la torre comenzó a repicar. Sonaron tres estruendos. Era la hora de que comenzaran los cantos.
Lina miró a la gente de Las Ascuas, reunida para cantar sus canciones. Permanecían tan juntos que sólo podía verles las caras, que se alzaban hacia el cielo y en las que se reflejaban las potentes luces de los focos. Todo el mundo estaba en silencio, esperando a que apareciera el maestro de los cantos en los escalones del Salón de Reuniones. Se había hecho un gran y extraño silencio, como si la ciudad entera estuviera conteniendo el aliento. «De todo el año —pensó Lina—, este silencio es uno de los momentos más emocionantes en Las Ascuas.» Se acordó de otros años, en los que había estado allí con sus padres; demasiado pequeña para ver la señal del maestro de los cantos; demasiado pequeña para ver algo más que las espaldas y las piernas de los demás, esperando que atronara la primera nota. Cada año sentía que, en ese momento, su corazón se movía. El sonido se elevaba en olas a su alrededor, como si se tratara de agua, casi como si pudiera levantarla del suelo.
De repente, ese momento tuvo lugar otra vez. De cientos de gargantas salieron las primeras notas de El canto de la ciudad, fuertes y profundas. Sintió lo mismo que los otros años: un estremecimiento en su interior, como si alguien tocara una cuerda en lo más profundo de sus costillas, y un torrente de alegría y tristeza mezcladas. Los profundos y estruendosos acordes de la canción llenaron la plaza Harken. Lina sintió que era capaz de saltar desde el borde del edificio y caminar por encima del aire, que ahora le parecía sólido gracias al sonido.
El canto de la ciudad era largo. Tenía versos que hablaban de «las calles de luz y las paredes de piedra», de «los ciudadanos con corazón tenaz», de la «abundancia acumulada que nunca se acaba» («No es cierto», pensó Lina). Pero El canto de la ciudad llegó a su conclusión. La gente aguantó la última nota, que se fue haciendo cada vez más suave, y finalmente se hizo el silencio. Lina miró las calles iluminadas que conocía tan bien. Amaba su ciudad, por muy gastada y derrumbada que estuviera. Levantó la vista hacia el reloj: eran las tres y diez. Doon debía de estar preparándose para ir a las tuberías. No sabía si había visto cómo la detenían. De ser así, seguramente se preguntaba si la habrían encerrado en la prisión. Se estaría cuestionando si tendría que ir a rescatarla o si debería bajar por el río él solo.
Tenía que apresurarse para alcanzarlo. Pero una tristeza se lo impedía, como si tuviera una pesada piedra sobre su pecho. Apoyó la cara en las palmas de sus manos y las apretó con fuerza contra sus ojos cerrados. ¿Cómo podía irse de Las Ascuas dejando a Poppy? Porque si ella se iba, debía dejar a Poppy, ¿no? ¿Cómo podía llevársela en un viaje tan peligroso?
El canto del río la sobresaltó al empezar. Las voces de los hombres, bajas, retumbaban llenas de energía. De repente se les unieron las voces femeninas, que sobresalían con una complicada melodía que parecía luchar contracorriente. Lina escuchó, incapaz de moverse. El canto del río la hacía sentir incómoda, siempre había sido así. Con su ritmo que retumbaba, implacable, parecía empujarla hacia delante, diciendo: «Baja, vete, ahora». Cuanto más lo escuchaba, más sentía algo parecido al movimiento del río en su estómago, una sensación similar a un nudo, que la mareaba.
Entonces llegó El canto de Las Ascuas, la última de las tres canciones; la que contenía más nostalgia y majestuosidad. El alma de Las Ascuas estaba en esa canción. Sus formidables acordes transmitían toda la tristeza y la fuerza de la gente de la ciudad. El canto alcanzó su clímax: «La oscuridad, como una noche infinita», cantaron los centenares de voces, con tanta fuerza que el aire parecía temblar.
Y en ese momento, las luces volvieron a apagarse. Las voces titubearon, pero sólo durante un instante. Entonces volvieron a alzarse en la oscuridad, con más fuerza que nunca. Lina también cantó. Se levantó y cantó con todas sus fuerzas en la oscuridad profunda y sólida.
Las últimas notas resonaron y se desvanecieron en medio de un silencio sepulcral. Lina permaneció totalmente quieta. Pensó: «¿Terminará así, al final de la última canción?». Sintió la piedra sólida de la torre del reloj a sus espaldas. Esperó.
Entonces le vino una idea a la mente que hizo que se le pusiera la piel de gallina. ¿Y si gritara ahora, en medio del silencio? ¿Y si gritara: «¡Escuchad todos! ¡Hemos encontrado la salida de Las Ascuas! ¡Es el río! ¡Salgamos por el río!»? Podía anunciar las increíbles noticias, tal como Doon y ella habían planeado, y entonces… ¿qué pasaría entonces? ¿Subirían a llevársela los guardias? La gente de la plaza, ¿pensaría que sus palabras eran simplemente las ilusiones de una cría? ¿O escucharían y se salvarían? Podía sentir cómo se agolpaban en su garganta las palabras, deseosas de salir, y tenía ganas de soltarlas. Tomó aliento y se adelantó.
Pero antes de que pudiera hablar, debajo de ella se alzaron unas voces. Alguien gritó:
—¡No te muevas!
Y otra persona chilló. El ruido se convirtió en estruendo, y los gritos flotaron en la oscuridad, por todas partes. El pánico estaba apoderándose de la multitud.
Ya no había esperanza de ser oída. Lina se agarró al borde de la torre del reloj, como si el tumulto pudiera causar su caída. Forzó la vista en la oscuridad. Sin luz, no podía ir a ningún sitio. «Luces, volved —rezó—. Volved.»
Entonces vislumbró algo. Al principio pensó que estaba viendo visiones. Cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. Seguía ahí: era un punto de luz, moviéndose débilmente, en línea recta. Después giró y volvió a moverse en línea recta. ¿Estaba en la calle River? No podía estar segura. Pero de repente, supo de qué se trataba. Era Doon, con una vela. Doon, yendo a las tuberías en la oscuridad.
Ella también quería ir. Podía sentir la necesidad de correr y encontrarse con él, y buscar la salida de Las Ascuas, hasta llegar a ese nuevo lugar. Escuchó los gritos y lloros de la gente aterrorizada, abajo en la plaza. Pensó en la señora Murdo, en medio de la oscuridad, empujada y sacudida, agarrando firmemente con sus brazos a Poppy, intentando protegerla, y de repente todo le resultó muy claro. Lina sabía lo que iba a hacer. Si las luces se encendieran, si ése no fuera el último apagón de la historia de Las Ascuas… Mientras miraba la pequeña lucecilla seguir su propio rumbo, formuló un deseo con toda la fuerza de su corazón y de su mente.
Entonces, las luces parpadearon y la multitud emitió un grito esperanzado. Se encendieron y permanecieron encendidas. Lina corrió hasta la parte de atrás del tejado y sin problema alguno se dejó caer hasta el de la prisión. Al ver que no había guardias entre el río de gente que comenzaba a circular por la calle, saltó hasta el suelo y se unió a la muchedumbre. Llegó hasta la calle Greystone, siguiendo el ritmo de los demás transeúntes para no llamar la atención. Cuando llegó al recinto de las basuras ubicado en la parte trasera del Salón de Reuniones, se agachó y se escondió. El corazón le latía muy deprisa, pero se sentía fuerte y decidida. Tenía un plan. En cuanto vio a la señora Murdo y a Poppy de camino a casa, lo puso en práctica.