—PERO esto no puede ser —dijo Doon—. Si el río es la salida de Las Ascuas, ¿por qué hay solamente una barca? Sólo caben dos personas.
—No lo sé —dijo Lina—. Sí, es extraño.
—Miremos un poco más.
Se levantaron. Doon fue hasta donde habían dejado las cajas y buscó otra vela. La llevó hasta la habitación de la barca y la encendió; en el cuarto había ahora el doble de luz. Entonces se dieron cuenta de algo que no habían visto antes: en la pared del fondo había una puerta casi tan grande como la habitación. Cuando se acercaron pudieron comprobar que se trataba de una puerta corredera. Doon agarró el asa que había a la izquierda y tiró de ella hacia un lado. La puerta se abrió y mostró más oscuridad.
Entraron. Podían adivinar por el eco de sus voces que estaban en una habitación enorme, aunque el techo era bajo; podían verlo simplemente alzando un poco la vista. La luz de la vela reflejaba algo brillante, y se dieron cuenta de que la habitación estaba llena de barcas. Había hileras y más hileras de barcas iguales a la que habían encontrado en la primera habitación.
—Debe de haber cientos —susurró Lina.
—Suficientes para todo el mundo, supongo —dijo Doon.
Dieron una vuelta, pero no había mucho que ver. Todas las barcas eran iguales. Cada una contenía dos cajas de metal y dos remos. Hacía frío en la habitación, y el aire les resultaba cargado. Las llamas de las velas ardían con debilidad, así que volvieron a la habitación pequeña y cerraron la puerta tras de sí.
—Supongo que esta primera barca es una especie de muestra —dijo Lina—. Con ella aprendemos de qué consta, mediante los letreros: BARCA; REMOS; VELAS; CERILLAS.
Volvieron junto al río. Lina apagó su vela y comenzó a cerrar las cajas que habían abierto. Doon también cerró la suya.
—Me voy a llevar ésta —dijo—, para poder examinarla más tarde. También me llevo unas cerillas.
Sacó un paquete de cerillas de la caja y se las metió en el bolsillo.
Lina volvió a poner las cajas en la habitación de la barca y cerró la puerta. Entonces, Doon y ella permanecieron junto al río y miraron cómo corría a un palmo de distancia. Un poco más allá, río abajo, se metía en la boca oscura de la pared y desaparecía.
—Bueno —dijo él—. La hemos encontrado.
—La hemos encontrado —repitió Lina, asombrada.
—Y mañana, cuando comiencen los cantos —finalizó Doon—, nos plantaremos en la plaza Harken y se lo diremos a toda la ciudad.
* * *
Cuando salieron de las tuberías eran casi las seis. No se habían dado cuenta de que habían permanecido abajo tanto tiempo. Tanto el padre de Doon como la señora Murdo estarían preguntándose dónde se habían metido. Permanecieron unos instantes bajo una farola, lo suficiente para acordar una hora para encontrarse y planear cómo hacer su aparición. Después se fueron corriendo a casa. Cuando el padre de Doon le preguntó por qué había tardado tanto, él dijo que el ensayo de los cantos se había alargado. Quería decirle a su padre: «¡Hemos encontrado la salida! ¡Estamos salvados!», pero se contuvo en espera de su momento de gloria. Al día siguiente, cuando su padre le viera en los escalones del Salón de Reuniones, se emocionaría tanto que la sorpresa y el orgullo harían que le temblaran las rodillas, y la gente a su alrededor lo tendría que sostener para que no se cayera.
¡Y el anuncio de que el alcalde era un ladrón! Probablemente también tendría lugar mañana. Doon casi se había olvidado de ello a causa de la emoción que le había producido encontrar las barcas. La detención del alcalde y la salvación de la ciudad, ¡los dos acontecimientos a la vez! Sería un día increíble. Los pensamientos se agolpaban en la mente de Doon y no lo dejaban dormir.
* * *
El Día de los Cantos era festivo para toda la ciudad, y las tiendas y el resto de las actividades cerraban sus puertas. Esto quería decir que Doon no tenía que ir a las tuberías. Su padre tampoco tenía por qué ir a la tienda, pero fue de todas maneras, porque si no estaba allí, jugueteando con la mercancía, no sabía qué otra cosa hacer.
Doon se entretuvo con el desayuno de palitos de zanahoria y puré de rábanos mientras esperaba a que su padre se fuera. Quería prepararse para su trayecto hasta el río. Probablemente no se irían hasta pasados unos días. Lina y él anunciarían el hallazgo esa misma noche, aunque la gente necesitaría tiempo para prepararse hasta que dejaran la ciudad. Pero Doon estaba demasiado alterado para quedarse sin hacer nada.
En cuanto su padre se fue, Doon sacó la funda de su almohada. Ése sería su saco de viaje. Metió dentro la vela y las cerillas, y la llave que había cogido del despacho de las tuberías. También incluyó un buen pedazo de cuerda que había encontrado en los montículos de basura y había atesorado durante años, y una botella de agua. Metió una navaja muy vieja que su padre le había dado, había pasado de generación en generación y la usaba para cortarse el flequillo cuando ya le hacía cosquillas en las pestañas. Introdujo algo de ropa, por si se mojaba; y papel y lápiz, para poder dejar constancia por escrito de lo sucedido en el viaje. Junto con esas cosas, también incluyó una pequeña manta —podía hacer frío en la nueva ciudad— y un paquete con comida: seis zanahorias, un puñado de vitaminas, unos guisantes y champiñones envueltos en una hoja de lechuga, y dos rábanos y dos remolachas hervidas. Eso debería ser suficiente. Claro que cuando llegaran a donde iban, la gente que viviera allí les daría algo de comer. Le hizo un nudo a la funda en la parte superior y después lo desató. A lo mejor se dejaba algo que podía querer incluir más tarde.
Se quedó de pie en medio del apartamento y miró a su alrededor, observando la gran cantidad de cosas que había. No quería llevarse nada más. Bueno, sí, una cosa. Volvió a su cuarto y hojeó las páginas de su cuaderno de bichos. La araña blanca. La polilla con el dibujo en zigzag de las alas. La abeja con las rayas marrones y amarillas. Miró los dibujos durante largo rato, memorizando su belleza y rareza. Las diminutas hileras de pelos, pinzas y patas. ¿Debería llevárselos? Quizá no había animales como éstos a donde fuera que iban. A lo mejor nunca podría volver a verlos.
No, debía dejarlos, porque el saco tenía que ser pequeño y ligero. Volvió a colocar el libro de los bichos bajo su cama y sacó la caja en la que guardaba el gusano verde. Retiró la bufanda para comprobar una vez más el estado del cautivo. Unos días antes, el gusano había hecho algo curioso: se había envuelto en una cubierta de hilos. Desde entonces, colgaba inmóvil de un tallo de col. Doon lo había estado observando cuidadosamente. O estaba muerto o estaba experimentando la transformación sobre la que había leído en un libro de la biblioteca y que casi no podía creer: pasar de ser una cosa que reptaba a ser una cosa que volaba. De momento, el gusano envuelto no había dado señales de vida.
Pero ahora pudo ver cómo se movía. El envoltorio, que tenía forma de pastilla vitamínica, se agitó de un lado a otro, y después hacia delante y hacia atrás. Había algo empujando en la punta, y un instante después Doon pudo ver cómo emergía un bulto peludo. Doon observó mientras contenía el aliento. Salieron dos patas que más bien parecían pelos y que se agarraron y tiraron del envoltorio de hilos. En unos minutos, la criatura había salido. «Instrucciones para la salida», pensó Doon, y sonrió. Al principio, las alas del animal estaban pegadas al cuerpo, pero enseguida se abrieron y Doon pudo comprobar en qué se había convertido: en una polilla con alas de color marrón claro. Levantó la caja y la acercó a la ventana. La polilla movió las antenas peludas y dio unos cuantos pasos por la hoja de col marchita. Durante varios minutos se quedó quieta y sus alas temblaron ligeramente. Entonces revoloteó por el aire, alzándose más y más alto, hasta que fue solamente un punto pálido en el cielo oscuro.
Doon se quedó mirando hasta que la polilla desapareció. Sabía que acababa de presenciar algo maravilloso. ¿Qué energía había hecho que el gusano se transformara en polilla? Esa energía era más grande que cualquiera que los Constructores pudieran poseer. La energía que hacía funcionar la ciudad de Las Ascuas era débil en comparación, y estaba a punto de agotarse.
Durante unos minutos se quedó mirando por la ventana, pensando en qué llevarse para el viaje. ¿Debería añadir clavos, alambre? ¿Necesitaría dinero? ¿Convendría que se llevara algo de jabón?
Soltó una carcajada y se dio una palmada en la frente. Se olvidaba una y otra vez de que toda la población de Las Ascuas lo acompañaría en el viaje. Si necesitaba algo que no tuviera, siempre se lo podría pedir a otra persona.
Así que hizo un nudo en la funda de la almohada. Estaba a punto de cerrar la ventana cuando vio a tres hombres con el uniforme rojo y marrón de los guardias de la ciudad que avanzaban por la plaza. Pararon y miraron a ambos lados durante unos instantes. Uno de ellos quedó situado frente a la vieja jorobada Nammy Proggs, que no se encontraba muy lejos de la entrada de la tienda de Artículos Pequeños. El guardia era mucho más alto, y ella tuvo que mover la cabeza hacia un lado para echarle una mirada. Doon pudo oír la voz del guardia con claridad.
—Estamos buscando a un chico llamado Harrow.
—¿Por qué? —preguntó Nammy.
—Está propagando rumores maliciosos —fue la respuesta—. ¿Sabe dónde está?
Por un momento, Nammy dudó. Acto seguido respondió:
—Se acaba de ir a las pilas de basura.
El guardia asintió de manera cortante, hizo una seña a sus compañeros y se fueron.
¡Propagando rumores maliciosos! Doon estaba tan anonadado que se quedó paralizado durante al menos un minuto. ¿A qué se podrían estar refiriendo? Solamente había una respuesta: tenía que tratarse de lo que él y Lina le habían dicho al guardia auxiliar sobre el alcalde. Pero ¿por qué lo llamaban rumor malicioso? ¡Era la verdad! No podía entenderlo.
Lo que sí comprendía era que Nammy Proggs le había hecho un favor. Ella debía de haberse dado cuenta de que los guardias no querían nada bueno. Le había protegido, al menos de momento, al mandar a los guardias al lugar equivocado.
Doon se obligó a sí mismo a tranquilizarse y pensar. ¿Por qué pensaban los guardias que Lina y él mentían? Evidentemente no habían inspeccionado la habitación del túnel 351. Si lo hubieran hecho, sabrían que ellos dos estaban en lo cierto.
Sólo podía pensar en otra posibilidad. Los guardias —al menos uno de ellos— ya sabían lo que hacía el alcalde. Lo sabían y querían que siguiera siendo un secreto. ¿Por qué? Estaba claro: porque ellos también recibían suministros de los almacenes.
Ésa debía de ser la respuesta. Por un momento, la rabia sustituyó al miedo que había sentido cuando vio a los guardias. Esa oleada de calor que ya le era familiar creció en su interior, y lo único que deseó fue tomar un puñado de clavos o de trozos de cerámica que tenía su padre y estrellarlos contra la pared. Pero de repente se dio cuenta de que si los guardias lo buscaban a él, también debían de estar buscando a Lina. Tenía que avisarle. Se precipitó escaleras abajo, usando su rabia como energía con la que salir corriendo.
* * *
Después de descubrir la habitación llena de barcas, Lina volvió a casa de la señora Murdo, con el rugido del río aún retumbando en sus oídos. Era como si se tratara de una voz potentísima muy poderosa, que bramaba con toda la fuerza de la que sus pulmones eran capaces. En su interior, Lina sintió que respondía, como si ella también tuviera una pizca de la misma energía. Iba a navegar por el río; casi no se lo podía creer. A lo mejor llegaría a la ciudad luminosa con la que había soñado. O a lo mejor se ahogaría. Todo lo que había imaginado antes —el camino liso, ligeramente curvado, que la llevaría fuera de Las Ascuas— ahora parecía algo infantil. ¿Cómo iba a ser tan fácil llegar a un mundo nuevo? Odiaba la idea de ir por el río, pero estaba lista para hacerlo. Deseaba marcharse.
Esa noche durmió en la hermosa habitación verde y azul, en una cama grande llena de bultos, junto a Poppy. Allí se sentía segura. La señora Murdo entró y la arropó. Se sentó en el borde de la cama y le cantó una cancioncilla extraña a Poppy, algo sobre un bebé que se balanceaba en las copas de los árboles.
—¿Qué son las copas de los árboles? —preguntó Lina.
La señora Murdo no lo sabía.
—Es una canción muy vieja —dijo—. Probablemente las palabras no tengan sentido.
Le dio las buenas noches y se fue al salón, desde donde Lina pudo oír cómo tarareaba mientras ordenaba. Era tan ordenada… Nunca dejaba las medias sobre el respaldo de las sillas ni la costura encima de la mesa. Lina cerró los ojos y esperó a que le entrara sueño.
Pero los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Iban a pasar tantas cosas al día siguiente… La ciudad sería un tumulto. La gente bajaría a las tuberías a ver las barcas. Estarían todos emocionados, gritarían, reirían y llorarían, empaquetarían sus cosas y saldrían a las calles. Si no podían meter todo en las barcas habría peleas; algunas personas podían resultar heridas; iba a ser un caos. Tendría que lograr que toda su familia permaneciera en torno a ella: Poppy, la señora Murdo y Doon. Quizá también el padre de Doon y Clary. En todo momento agarraría a Poppy bien fuerte, para que nadie pudiera hacerle daño.
Parecía que acababa de cerrar los ojos cuando sintió los pequeños talones de Poppy golpeando sus piernas.
—¡Hora de levantarse! ¡Levanta! —dijo Poppy con alegría.
Lina salió de la cama, se vistió y vistió a Poppy. En la cocina, la señora Murdo hacía puré de patatas para el desayuno. «Qué bonito que alguien te haga el desayuno», pensó Lina. Oír el hervor del agua, encontrar un cuenco y una cuchara en la mesa y las vitaminas alineadas ordenadamente junto a su taza de té de remolacha. «Podría vivir aquí para siempre», pensó Lina, antes de recordar que en un día o dos todos se habrían ido.
Súbitamente, oyó que alguien golpeaba la puerta. La señora Murdo se secó las manos y fue a contestar, pero antes de que hubiera dado tres pasos volvieron a golpear.
—Ya voy, ya voy —gritó la señora Murdo.
Abrió la puerta y vio a Doon.
Tenía la cara enrojecida y respiraba con dificultad. Llevaba una funda de almohada llena de cosas sobre el hombro.
Miró más allá de la señora Murdo y se dirigió a Lina.
—Tengo que hablar contigo. Ahora mismo, pero…
Lanzó una mirada de desconfianza a la señora Murdo. Lina se levantó de la mesa.
—Por aquí —le dijo, señalando la habitación azul y verde.
Cuando hubo cerrado la puerta, Doon le contó lo que había ocurrido.
—Vendrán a por ti en cualquier momento —explicó—. Tenemos que salir de aquí. Debemos escondernos.
Lina casi no podía entenderle cuando hablaba. ¿Estaban en peligro? Sus rodillas comenzaron a flaquear.
—¿Escondernos? —preguntó—. ¿Dónde?
—Podríamos ir a la escuela; hoy estará vacía. O a la biblioteca; casi siempre está abierta, incluso en vacaciones. —Saltó con impaciencia de un pie al otro—. Pero debemos irnos rápidamente, ahora mismo. ¡Han puesto carteles por toda la ciudad con nuestros nombres!
—¿Carteles?
—¡Diciéndole a la gente que nos denuncien si nos ven!
Lina sintió como si dentro de la cabeza tuviera una nube de insectos zumbando tan fuerte que no la dejaban pensar.
—¿Cuánto tiempo debemos estar escondidos? ¿Todo el día?
—No lo sé, no tenemos tiempo para pensarlo. Lina, podrían estar en esta puerta en cualquier momento.
El apremio de su voz la convenció. Cruzó el comedor, le dio a Poppy un beso rápido y gritó:
—¡Adiós, señora Murdo! Tenemos algo urgente que hacer. Si alguien viene a buscarme, dígale que volveré más tarde.
Se lanzaron escaleras abajo antes de que la señora Murdo pudiera hacer preguntas.
Una vez en la calle, corrieron.
—¿Adónde vamos? —interrogó Lina.
—A la escuela —respondió Doon.
Subieron por la calle Greystone y permanecieron a la sombra tanto tiempo como les fue posible. Al pasar por delante de la zapatería, Lina vio un pedazo de papel colgado del escaparate. Al mirar, le dio un salto el corazón. Su nombre y el de Doon aparecían escritos en grandes letras negras:
SE BUSCA A:
DOON HARROW Y LINA MAYFLEET
POR HABER ESPARCIDO RUMORES MALICIOSOS.
SI LOS VE, DENÚNCIELOS AL JEFE DE GUARDIAS
DEL ALCALDE.
NO CREA NADA DE LO QUE DICEN.
HAY RECOMPENSA.
Arrancó el papel de la ventana, lo arrugó hasta convertirlo en una bola y lo tiró a la papelera más cercana. En la manzana siguiente, arrancó dos más, y Doon hizo lo mismo con uno que había en una farola. Pero había demasiados como para sacarlos todos, y ellos no tenían tiempo que perder.
Corrieron más deprisa. En los días festivos, la gente solía dormir un poco más, las tiendas permanecían cerradas y las calles estaban prácticamente vacías. A pesar de todo, siguieron el trayecto más largo, donde se encontraban las colmenas, para evitar pasar por la plaza Sparkswallow, en la que podrían toparse con gente paseando y charlando. Corrieron a través de los invernaderos y siguieron por la calle Dedlock. Cuando cruzaban la calle Night, Lina miró a su izquierda. A dos manzanas, unos guardias atravesaban la plaza Greengate. Tocó a Doon en el hombro y señaló. En cuanto él se dio cuenta, comenzaron a correr más rápidamente. ¿Los habrían visto? Lina pensaba que no, porque de ser así, habrían pegado un grito.
Llegaron a la escuela y entraron por la puerta trasera. Los pasos de ambos resonaron en el suelo de madera de la gran entrada. Resultaba extraño volver allí solos, sin el parloteo y la algarabía de los otros niños. La entrada, con sus ocho puertas, le resultaba a Lina más pequeña de lo que le había parecido cuando era una estudiante, y en peor estado. Los tablones del suelo eran de un gris sucio y había montones de huellas de dedos en cada picaporte.
Entraron en la clase de la señorita Thorn y, por pura costumbre, se sentaron en sus pupitres.
—No creo que nos busquen aquí —dijo Doon—. Si lo hacen, podemos ir a gatas hasta el armario de los papeles.
Dejó el saco en el suelo, a su lado.
Permanecieron un rato recuperando el aliento. No habían encendido las luces, por lo que la habitación estaba poco iluminada. La única luz que había provenía de la calle, detrás de las persianas.
—Los carteles —dijo Lina, tras un rato.
—Sí. Los verá todo el mundo.
—¿Qué nos harán si nos encuentran?
—No lo sé. Lo que sea con tal de que no expliquemos lo que sabemos. Supongo que meternos en la prisión.
Lina pasó el dedo por la B tallada en la superficie de su escritorio. Sentía que había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había sentado allí.
—No nos podemos esconder aquí para siempre.
—No —dijo Doon—. Sólo hasta que llegue la hora de los cantos. Cuando todo el mundo se haya reunido en la plaza Harken, iremos y les explicaremos lo de las barcas y lo del alcalde, ¿no? No lo he pensado demasiado. No he tenido tiempo esta mañana para planearlo.
—Pero los guardias siempre están ahí el Día de los Cantos, junto al alcalde —dijo Lina—. Nos arrestarán en cuanto abramos la boca.
Las cejas de Doon se juntaron formando una línea oscura.
—Tienes razón. Entonces, ¿qué hacemos?
«Es como estar en un callejón sin salida», pensó Lina. No había escapatoria. Miró las cosas que le habían hecho compañía diariamente: el escritorio de la profesora; las pilas de papeles; El libro de la ciudad de Las Ascuas, en su estantería especial.
Las viejas palabras resonaron en su mente: «No hay ningún lugar más allá de Las Ascuas. Es la única luz en un mundo oscuro». Ahora sabía que eso no era cierto. Había otro lugar, al que los llevarían las barcas.
Era como si Doon le hubiera leído el pensamiento. Levantó la vista.
—Podríamos ir.
—¿Ir adónde? —preguntó ella, sabiendo perfectamente a qué se refería.
—A donde nos lleve el río —contestó él. Con un gesto, señaló su saco—. Lo hice esta mañana; estoy listo. Estoy seguro de que hay suficientes cosas para ti también.
El corazón de Lina se encogió un poco.
—¿Ir solos? ¿Sin decírselo a nadie?
—Se lo diremos —dijo Doon, ahora ya de pie. Fue al armario y sacó una hoja de papel—. Escribiremos una nota, explicándolo todo, y se la daremos a alguien en quien confiemos, alguien que nos crea.
—Pero yo no me puedo ir así —dijo Lina—. ¿Cómo voy a dejar a Poppy? Sin despedirme, sin saber adónde voy, ni si voy a regresar. ¿Cómo te vas a marchar sin despedirte de tu padre?
—Una vez que encuentren las barcas, el resto de Las Ascuas nos seguirá —dijo Doon—. No nos estamos yendo para siempre. —Caminó por la clase y hurgó en la mesa de la señorita Thorn—. ¿A quién le escribimos el mensaje?
Lina no estaba segura de que fuera una buena idea, pero no podía pensar en otra mejor. Así que dijo:
—Podríamos escribírsela a Clary. Ha visto las Instrucciones. Nos creerá. Y vive aquí cerca, junto a la plaza Torrick.
—De acuerdo —dijo Doon. Sacó un lápiz del cajón del escritorio—. En serio, es una gran idea. Podemos escaparnos de los guardias y dejar el mensaje. ¡Y seremos los primeros en llegar a la ciudad nueva! Además, deberíamos ser los primeros, ya que descubrimos la salida.
—Bueno, eso es verdad. —Lina pensó durante unos instantes—. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán los demás en encontrar las barcas y venir? Hace falta organizar a mucha gente. —Con los dedos, contó las cosas que tenían que suceder—. Clary tendrá que ir a ver al jefe de las tuberías para que baje con ella y ambos encuentren las barcas. Entonces tendrá que hacer el anuncio oficial a la ciudad. Después todo el mundo deberá hacer las maletas, bajar al río, sacar todas las barcas de la habitación grande y meterse dentro. Podría ser mucho jaleo, Doon. Poppy me necesitará.
Se imaginó a una multitud desenfrenada y a Poppy, pequeñita, perdida en medio.
—Poppy tiene a la señora Murdo —dijo Doon—. Estará bien, en serio. La señora Murdo es una persona muy ordenada.
Era cierto. La idea de llevarse a Poppy con ella por el río había cruzado por su mente, pero ahora salió disparada. «Estoy siendo una egoísta por querer llevármela —pensó—. Es demasiado peligroso. La señora Murdo la traerá en un día o dos.» Éste parecía ser el plan más inteligente, aunque la entristecía tanto que cubrió de sombras la emoción de aventurarse hasta la ciudad nueva.
—¿Y si algo saliera mal? —dijo.
—¡Nada va a salir mal! Es un buen plan, Lina. ¡Estaremos allí antes que los demás; podemos recibirlos cuando lleguen y enseñarles todo!
Doon parecía a punto de explotar de entusiasmo. Le brillaban los ojos y no paraba de saltar de un lado al otro.
—Bueno, de acuerdo —dijo Lina—. Escribamos ese mensaje.
Doon escribió durante largo rato. Cuando hubo terminado, enseñó el mensaje a Lina. Explicaba cómo llegar a la roca con la S, cómo bajar hasta la habitación de las barcas e incluso cómo usar las velas.
—Está bien —dijo Lina—. Ahora tenemos que entregarlo.
Hizo una pausa para ver si tenía algo de valor en su interior. Resultó que entre la tristeza, el miedo y la emoción, aún le quedaba valentía.
—Yo lo entregaré —dijo—. Al fin y al cabo, soy mensajera. Me conozco todos los atajos; nadie me buscará por allí. —De repente, tuvo una idea—. ¡Doon, a lo mejor Clary está en casa! Ella podría escondernos y ayudarnos a decir lo que sabemos para no tener que salir ahora mismo.
Doon negó con la cabeza rápidamente.
—Lo dudo. Probablemente estará con su grupo de cantos, preparándose. Simplemente desliza la nota por debajo de su puerta.
Lina pudo comprobar por el tono de su voz que Doon en realidad no quería que Clary estuviera en casa. Supuso que lo que más deseaba era que realizaran el recorrido por el río ellos solos. Doon miró el reloj de la pared de la clase y dijo:
—Son poco más de las dos. Los cantos comienzan a las tres. Después, todo el mundo se encontrará en la plaza Harken, y las calles estarán vacías. Creo que podremos entrar sin problemas en las tuberías. ¿Por qué no vamos a las tres y cuarto?
—¿Sigues teniendo la llave?
Doon asintió.
—Una vez entregue la nota a Clary, volveré aquí —le dijo Lina.
—Sí. Esperaremos hasta las tres y cuarto, y entonces nos iremos.
Lina se levantó del estrecho pupitre y fue a la ventana. Movió un poco la persiana y echó un vistazo hacia fuera. No había nadie en la calle. La clase, llena de polvo, estaba en silencio. Pensó en el padre de Doon, que se pondría frenético al ver el nombre de su hijo en los carteles y al comprobar después que había desaparecido. Pensó en la señora Murdo, que ya debía de haber visto los carteles; pensó en cómo se asustaría cuando los guardias fueran a buscarla, y cómo le aterrorizaría ver que Lina no volvía por la noche. Intentó no pensar en Poppy; no lo soportaba.
—Dame la nota —le dijo finalmente a Doon. Dobló el papel cuidadosamente y se lo metió en el bolsillo de los pantalones—. Enseguida vuelvo.
Salió de la sala y bajó por el pasillo hasta la puerta trasera de la escuela.
Doon fue hasta la ventana y la vio marchar. Apartó un poco la persiana, lo justo para poder ver la calle Pibb. Por allí iba, dando grandes zancadas con sus piernas largas, con el pelo al viento. Empezó a cruzar el callejón Stonegrit y, antes de que hubiera llegado a la otra acera, Doon dejó de respirar. Dos guardias giraban la esquina e iban directos hacia ella. Uno de ellos era el jefe de guardias, que dio un salto y gritó tan fuerte que Doon pudo oírlo a través del cristal sin dificultad:
—¡Ahí está! ¡Atrapadla!
Lina cambió de rumbo al momento. Corrió por la calle Pibb, giró por la calle de la Escuela hasta la plaza Bilbollio y Doon la perdió de vista. Los guardias corrían detrás de ella, gritando. Doon miró, muerto de miedo. «Es mucho más rápida que ellos, sabe dónde esconderse —pensó—. Los despistará. —Quedó paralizado junto a la ventana, casi sin respirar—. No la atraparán. Estoy seguro de que no la atraparán.»