LINA pasó todo el día en la casa de la señora Murdo, que era igual que la suya, pero más ordenada. Tenía un sofá, un sillón voluminoso cubierto de un material peludo a rayas y una mesa grande. La mesa, a diferencia de la suya, no se tambaleaba. Sobre la mesa había una cesta, dentro de la cual se hallaban tres nabos; todos eran de color lavanda en un extremo y blanco en el otro. Lina pensó que la señora Murdo los habría puesto allí no sólo porque se los iba a comer durante la cena, sino también porque eran bonitos.
Lina se sentó de lado en el sofá, con las piernas estiradas, y la señora Murdo la cubrió con una manta de color gris verdoso.
—Esto te mantendrá caliente —le dijo, poniéndola alrededor de las piernas de Lina.
Lina no tenía frío, pero sí estaba muy triste, lo que, de alguna manera, era similar. La manta la hacía sentir bien, como si alguien la estuviera sosteniendo. La señora Murdo le dio a Poppy una bufanda larga para que jugara y cocinó una sopa cremosa de champiñones. Lina se quedó allí todo el día, arrebujada en su manta. Pensó en su abuela, que había tenido una vida larga y en general feliz. Lloró un poco y se durmió. Luego se despertó y jugó con Poppy. El día fue extraño pero confortable, como si se tratara del final de una época y el principio de otra.
A la mañana siguiente, Lina se levantó y se preparó para ir a trabajar.
La señora Murdo le dio té de remolacha y espinacas salteadas para desayunar.
—Se acerca el Día de los Cantos —le indicó a Lina mientras comían—. ¿Te sabes tu parte?
—Sí —dijo Lina—. La recuerdo bastante bien del año pasado.
—Me gusta bastante el Día de los Cantos —dijo la señora Murdo.
—A mí me encanta —dijo Lina—. Creo que es mi día favorito del año.
Una vez al año, los ciudadanos se juntaban para cantar las tres mejores canciones de Las Ascuas. El solo hecho de pensar en ello hacía que Lina se sintiera mejor. Acabó su desayuno y se puso la chaqueta roja.
—No te preocupes por Poppy, yo la cuidaré —dijo la señora Murdo, mientras Lina se aproximaba a la puerta—. Cuando vuelvas esta noche hablaremos de cómo nos organizamos.
—¿Cómo nos organizamos? —dijo Lina.
—Bueno, vosotras dos no os las podéis arreglar solas, ¿a que no?
—¿No podemos?
—Por supuesto que no —dijo con dureza la señora Murdo—. ¿Quién va a cuidar de Poppy mientras tú vas a entregar mensajes? Os tenéis que mudar a vivir conmigo. Tengo una habitación libre, y es bastante bonita. Ven a verla.
Abrió la puerta y Lina echó un vistazo. Nunca había visto una habitación tan acogedora. Tenía una cama llena de bultos, cubierta con una manta de un azul desvaído, y una cabecera con cuatro almohadas mullidas. Junto a la cama había una mesita con cajones, y los pomos de los cajones tenían forma de lágrima y estaban cubiertos de espejos. Las alfombras eran de todas las gamas de verde y azul, y en la esquina había una mesa maciza y una silla con un respaldo que parecía una escalera.
—Ésta será vuestra habitación —dijo la señora Murdo—. Tuya y de Poppy. Tendréis que compartir la cama, pero es suficientemente grande.
—Es preciosa —dijo Lina—. Es usted muy amable, señora Murdo.
—Bueno —dijo rápidamente la señora Murdo—, es puro sentido común. Necesitáis un sitio para vivir. Yo lo tengo. Ahora vete, te veré esta tarde.
Habían pasado tres días desde que Doon y Lina habían visto al hombre en las tuberías, y todavía no se había producido ningún anuncio oficial, así que si el hombre había descubierto una salida de Las Ascuas, se la estaba guardando para sí mismo. Lina no podía entender por qué.
Mientras Lina corría por la ciudad con los mensajes de su primer día de vuelta al trabajo, le parecía que el humor de la gente era aún más sombrío que antes. Las colas en los mercados eran largas y silenciosas, y la gente se reunía en las plazas y hablaba en voz baja. Muchas tiendas —parecían ser más cada día que pasaba— colgaban carteles con la palabra «Cerrado» o «Abierto lunes y martes. Solamente». Cada tanto, las luces parpadeaban, y la gente se detenía y miraba hacia arriba con terror. Cuando el parpadeo cesaba y las luces permanecían encendidas, la gente simplemente tomaba aire y seguía caminando.
Lina siguió entregando los mensajes con normalidad, pero por dentro se sentía extraña. A cada lugar al que corría, oía en su interior las mismas palabras, como el son de un tambor: «Sola en el mundo, sola en el mundo». No era exactamente así. Tenía a Poppy. Tenía amigos. Tenía a la señora Murdo, que era una mezcla de amiga y familiar. Pero se sentía como si hubiera crecido de repente, en los últimos tres días. Ahora era una especie de madre. Lo que le ocurriera a Poppy dependía de ella en mayor o menor medida.
Mientras transcurría el día, dejó de pensar en la frase «sola en el mundo, sola en el mundo» y comenzó a plantearse su nueva vida en casa de la señora Murdo. Pensó en la habitación verde y azul y planeó dónde colocar sus dibujos en las paredes. El que había dibujado con el lápiz azul quedaría especialmente bien porque haría juego con las alfombras. Se llevaría las almohadas de su casa, para añadirlas a las que ya había en la cama: así tendrían seis. A lo mejor podría buscar algunos vestidos viejos o camisas de color azul y hacer fundas con ellos. La habitación verde y azul, el apartamento ordenado, las comidas preparadas y las mantas bien dispuestas por la noche le dieron una sensación de comodidad, de lujo, casi. Se sentía muy agradecida por la bondad de la señora Murdo. Pensó: «No estoy preparada para estar sola en el mundo».
Más tarde, Lina tuvo que dar un mensaje en la calle Lampling. Lo entregó y, mientras volvía, divisó a Lizzie saliendo del almacén de suministros. Su pelo anaranjado era inconfundible.
—¡Lizzie! —gritó.
Lizzie no parecía haberla oído, ya que seguía caminando. Lina volvió a gritar:
—¡Lizzie, espera! —Esta vez quedó claro que Lizzie la había oído, pero en vez de volverse, caminó más deprisa. «¿Qué le pasa?», se preguntó Lina. Corrió detrás de ella, y la agarró por la parte posterior del abrigo—. ¡Lizzie, soy yo!
Lizzie paró y se dio la vuelta.
—¡Oh! —dijo. Su cara estaba roja—. ¡Eres tú! ¡Hola! Pensé que era… no me di cuenta de que eras tú. —Sonrió ampliamente, pero tenía la mirada distraída—. Iba hacia mi casa —dijo, con los brazos abrazados a un saco.
—Te acompaño —dijo Lina.
—Ah. Bien —dijo Lizzie, aunque la idea no pareció gustarle demasiado.
—Lizzie, ha ocurrido algo triste —dijo Lina—. Mi abuela ha muerto.
Lizzie le lanzó una mirada de reojo, pero no dejó de caminar.
—Qué lástima —dijo, en tono ausente—. Pobrecita.
¿Qué le pasaba? Lizzie solía interesarse por los problemas de los demás. Además, podía simpatizar con ellos, siempre que no estuviera inmersa en sus propios problemas.
Lina cambió de tema.
—¿Qué hay en el saco? —preguntó.
—Tan sólo unas provisiones —dijo Lizzie—. Pasé por el mercado después del trabajo.
—Ah, ¿sí?
Lina estaba desconcertada. Acababa de ver salir a Lizzie de la oficina del almacén.
Lizzie no contestó. Comenzó a caminar y a hablar muy deprisa.
—Hoy ha sido un día muy atareado en el trabajo. Trabajar es muy duro, ¿verdad, Lina? Creo que trabajar es mucho más duro que ir a la escuela, y no es tan interesante. Haces lo mismo cada día. Me canso tanto… ¿Tú no te cansas, corriendo de aquí para allá todo el día?
Lina empezó a decir que le gustaba correr y que casi nunca se cansaba, pero Lizzie no esperó su respuesta.
—Bueno, al menos hay un par de cosas buenas. Adivina: tengo novio. Lo conocí en el trabajo. Le gusto mucho, dice que mi pelo es exactamente del mismo color que un hornillo al rojo vivo.
Lina rió.
—Es cierto, Lizzie —dijo—. Parece que tu cabeza esté ardiendo.
Lizzie también rió y levantó una mano para ahuecarse el pelo. Acto seguido, frunció los labios y batió las pestañas.
—Dice que soy tan guapa como un tomate rojo.
Ahora cruzaban la plaza Torrick, que estaba atestada de gente. La gente acababa de salir del trabajo y se alineaba frente a las tiendas, para después salir corriendo con paquetes. Un grupo de niños estaba sentado en el pavimento, jugando a algo.
—Y tu novio, ¿quién es? —preguntó Lina.
Justo en ese momento, Lizzie tropezó. Había estado pavoneándose de su belleza, sin prestar atención a por dónde iba, y su pie dio con una zona irregular de la calzada. Se tambaleó y cayó. A medida que caía, el saco se le escapó de las manos y chocó contra el suelo, abriéndose por un lado y dejando salir unas latas que rodaron en todas direcciones.
Lina buscó el brazo de Lizzie.
—¿Te has hecho daño? —preguntó.
Pero Lizzie salió disparada a recoger las latas, dejando claro que se encontraba bien. Queriendo ayudar, Lina fue en busca de las latas. Había dos debajo de un banco, y otra se dirigía hacia los niños, que miraban a Lizzie avanzar como una araña enloquecida. Lina recogió las latas de debajo del banco y por un segundo se le cortó la respiración. Una de ellas era una lata de melocotones. Decía MELOCOTONES y tenía un dibujo de un globo anaranjado. No conocía a nadie que hubiera visto una lata de melocotones en años. Miró la otra. Era igualmente increíble: MAÍZ A LA CREMA. Lina recordó haber probado el maíz a la crema cuando tenía cinco años, y había sido un lujo emocionante.
Alguien gritó. Levantó la mirada. Uno de los niños había recogido una lata.
—¡Mirad esto! —gritó. El resto de los niños se apiñaron en torno a él—. ¡Compota de manzana!
Los otros niños murmuraron: «Compota de manzana, compota de manzana», como si nunca hubieran oído esas palabras.
Lizzie permanecía de pie, con todas las latas, exceptuando las dos que habían caído en manos de Lina y la que había recogido el niño. Se quedó parada durante un momento, mirando alternativamente a Lina y al grupo de niños. De repente, esbozó una sonrisa, radiante y falsa.
—Gracias por ayudarme —dijo—. Las encontré en una estantería de la parte de atrás del mercado. Qué sorpresa, ¿verdad? Os las podéis quedar.
Saludó con la mano a los niños, volvió a saludar a Lina y se fue, agarrando el saco por la parte superior, de modo que le colgaba al lado y le golpeaba las piernas.
Lina no la siguió. Caminó en dirección a su casa, pensando en el saco lleno de latas. En las estanterías de los mercados no se encontraban latas de melocotones, compota de manzana y maíz a la crema. Lizzie mentía. Y si las latas no provenían del mercado, ¿de dónde venían? Sólo había una respuesta: de los almacenes. De alguna manera, Lizzie las había conseguido porque trabajaba en la oficina de los almacenes. ¿Había pagado por ellas? ¿Cuánto? ¿O se las había llevado sin pagar?
La señora Murdo había hecho un estofado de remolacha y judías para la cena de esa noche. Cuando Lina le mostró las dos latas, soltó un respingo, sorprendida.
—¿De dónde las has sacado? —preguntó.
—Me las dio una amiga —dijo Lina.
—¿Y de dónde las sacó tu amiga?
Lina se encogió de hombros.
—No lo sé.
La señora Murdo frunció el ceño ligeramente, pero no hizo más preguntas. Abrió las latas y se dieron un festín: maíz a la crema con el estofado y melocotones de postre. Era la mejor comida que Lina había probado en años, pero su disfrute quedó un tanto empañado por la pregunta acerca de la procedencia de las latas.
A la mañana siguiente, Lina se dirigió a la calle Broad. Antes de empezar a entregar los mensajes, iba a tener que hablar con Lizzie.
La espió desde la distancia, a media manzana de la oficina. Paseaba mientras miraba los escaparates y llevaba una bufanda verde alrededor del cuello. Lina corrió rápidamente y se situó detrás de ella.
—Lizzie —dijo.
Lizzie se volvió. Cuando vio a Lina, se estremeció. No dijo nada. En vez de eso, se dio la vuelta y siguió caminando. Lina agarró un extremo de la bufanda verde y detuvo a Lizzie con una sacudida.
—Lizzie —dijo—. ¡Para!
—¿Por qué? —dijo Lizzie—. Voy al trabajo.
Intentó escabullirse pero no llegó muy lejos, ya que Lina tenía firmemente aferrada la bufanda.
Lina habló en voz baja. Había gente a su alrededor —un par de ancianos apoyados contra una pared, un grupo de niños que parloteaba frente a ellas, trabajadores que iban en dirección a los almacenes— y no quería que las oyeran.
—Tienes que decirme cómo conseguiste esas latas —dijo.
—Ya te lo dije: las encontré en la parte de atrás del mercado, en una estantería. Suelta la bufanda.
Lizzie intentó arrancar la bufanda de la mano de Lina, pero ésta la tenía firmemente agarrada.
—No es cierto —dijo Lina—. En ningún mercado se dejarían olvidadas cosas como ésas. Dime la verdad.
Tiró fuertemente de la bufanda.
—¡Para!
Lizzie estiró la mano y agarró un mechón de pelo de Lina. Lina pegó un grito y tiró aún más fuerte de la bufanda. Las dos se enfrentaron, agarrándose de los pelos y los abrigos. Chocaron con una mujer que les habló con brusquedad y finalmente cayeron sobre el pavimento.
Lina fue la primera en reírse. Era igual que cuando se peleaban por diversión, persiguiéndose la una a la otra y riendo a gritos. Ahí estaban otra vez, casi dos chicas hechas y derechas, sentadas en el borde de la calzada.
Un momento más tarde, Lizzie también se echó a reír.
—Mira que eres taruga —dijo—. De acuerdo, te lo diré. De todas maneras, quería hacerlo. —Lizzie se adelantó, apoyándose en los codos, y bajó la voz—. La cosa es así —dijo—: hay un trabajador del almacén que se llama Looper. Es un porteador. ¿Le conoces? Iba dos clases por delante de nosotras. Looper Windly.
—Sé quién es —dijo Lina—. Llevé un mensaje al alcalde de su parte, en mi primer día. Alto, con el cuello larguirucho. Los dientes grandes. Pinta rara.
Lizzie pareció sentirse herida.
—Bueno, yo no le describiría de esa manera. Yo creo que es guapo.
Lina se encogió de hombros.
—Bueno. Continúa.
—Looper explora los almacenes. Entra en los que no tienen llave. Quiere saber cuál es la situación real, Lina. No es como la mayoría de los trabajadores, que van tirando, haciendo sus trabajos para después irse a casa. Quiere descubrir cosas.
—¿Y qué ha descubierto? —preguntó Lina.
—Que hay ciertas cosas, muy poco corrientes, que se han ido quedando en algunas salas. Ya sabes, Lina —dijo—, que hay un montón de habitaciones ahí abajo. Algunas, especialmente las de los extremos, están marcadas como vacías en el libro de contabilidad, así que nadie las visita nunca. Pero Looper ha descubierto que no todas están vacías.
—Y se ha estado llevando cosas.
—Solamente algunas. Y no muy a menudo.
—Y te da algunas.
—Sí. Porque le gusto.
Lizzie esbozó una pequeña sonrisa y se cruzó de brazos.
«Ya veo —pensó Lina—. Así es como se siente con respecto a Looper.»
—Pero Looper está robando —dijo Lina—. Y, Lizzie, no sólo está robando cosas para ti. ¡También tiene una tienda! ¡Roba cosas y las vende a precios altísimos!
—No es cierto —dijo, pero parecía preocupada.
—Sí lo es. Lo sé porque compré algo en su tienda hace unas semanas. Tiene una caja entera de lápices de colores.
Lizzie frunció el ceño.
—A mí nunca me dio lápices de colores.
—No te tendría que dar nada, ni vender esas cosas. ¿No crees que todo el mundo debería estar enterado de la comida que encontró?
—¡No! —gritó Lizzie—. Escucha: si sólo queda una lata de melocotones, sólo se la comerá una persona, ¿verdad? ¿Por qué tendría que estar enterado todo el mundo? Acabarían peleándose por ella. ¿Qué tendría eso de bueno? —Lizzie alargó una mano y la puso sobre la rodilla de Lina—. Escúchame: le pediré a Looper que te busque algunas cosas buenas. Sé que lo hará si yo se lo pido.
Antes de que tuviera tiempo para pensar, Lina se oyó a sí misma diciendo:
—¿Qué clase de cosas?
Los ojos de Lizzie brillaron.
—Me dijo que hay dos paquetes de papel de colores. Y algo de jarabe para la tos. Y tres pares de zapatos para chica.
Eso era un tesoro. ¡Papel de colores! Y jarabe para la tos y zapatos… Hacía casi dos años que Lina no conseguía zapatos nuevos. Su corazón se aceleró. Lo que Lizzie decía era verdad: si la gente supiera que había ese tipo de cosas maravillosas en los almacenes, se pelearían entre ellos para conseguirlas. Pero ¿y si nadie lo supiera? ¿Qué diferencia habría si ella se quedara los zapatos nuevos o el papel de colores? De repente, Lina deseó esas cosas con tanta fuerza que se sintió débil. Por su cabeza cruzó una imagen: las estanterías de la casa de la señora Murdo llenas de cosas buenas, y ellas tres más seguras y felices que los demás.
Lizzie se acercó y bajó la voz:
—Looper encontró una lata de piña. La iba a compartir con él, pero te daré un poco si no se lo cuentas a nadie.
¡Piña! Esa cosa exquisita, perdida hace tanto tiempo, de la que su abuela le había hablado. ¿Acaso había algo de malo en que comiera un poco, simplemente para saber a qué sabía?
—Ya he probado los melocotones, la compota de manzana y una cosa llamada macedonia —dijo Lizzie—. Y ciruelas, maíz en crema, salsa de arándanos y espárragos…
—¿Todo eso? —Lina estaba desconcertada—. Entonces, ¿todavía quedan muchas cosas como ésas?
—No —dijo Lizzie—. No queda casi nada. De hecho, nos hemos terminado todo eso.
—¿Tú y Looper?
Lizzie asintió con petulancia.
—Looper dice que se iba a acabar pronto de todas maneras, así que ¿por qué no hacerlo nosotros?
—Pero, Lizzie, ¿por qué vosotros? ¿Por qué vosotros y no otras personas?
—Porque nosotros lo encontramos y tenemos acceso a ello.
—No creo que sea justo —dijo Lina.
Lizzie le habló como si tratara con un niño no muy inteligente.
—Tú también puedes quedarte con algo. Por eso te lo estoy contando. Aún quedan algunas cosas valiosas.
Pero Lina no estaba pensando en ese tipo de injusticia. Se trataba de que dos personas se estaban quedando cosas que todo el mundo hubiera deseado. No era capaz de pensar de qué manera podía arreglarse. No se podía repartir un frasco de compota de manzana de manera equitativa entre todos los ciudadanos. Pese a todo, había algo inapropiado en coger cosas simplemente porque se podía. No sólo resultaba injusto para todos los demás, sino malo para aquel que lo cogía, de algún modo. Se acordó del ansia que había sentido cuando Looper le mostró los lápices de colores. No había sido una sensación agradable. No quería volver a desear cosas de aquella manera.
Se levantó.
—No quiero nada que provenga de Looper.
Lizzie se encogió de hombros.
—Vale —dijo, pero su cara pequeña y pálida tenía un aire de consternación—. Peor para ti.
—Gracias de todos modos —dijo Lina, y se alejó, cruzando la plaza Torrick.
Al principio caminó deprisa, y más adelante arrancó a correr.