Capítulo 10
Cielo azul y despedida

LINA no durmió bien aquella noche. Tuvo pesadillas en las que algo peligroso acechaba en la oscuridad. Cuando las luces se encendieron a la mañana siguiente y abrió los ojos, en lo primero que pensó fue en la puerta de las tuberías, pero inmediatamente quedó decepcionada al recordar que la puerta estaba cerrada y que era otra persona, y no ella, quien sabía lo que había detrás.

Entró a despertar a la abuela.

—Es hora de despertarse —dijo, pero la abuela no contestó.

Permanecía tumbada, con la boca medio abierta, y respiraba de una manera ronca y extraña.

—No me siento muy bien —dijo finalmente, con voz débil.

Lina le tocó la frente. Estaba caliente. En cambio, sus manos estaban muy frías. Corrió a buscar a la señora Murdo y después fue a la plaza Cloving, a decirle a la capitana Fleery que no iría a trabajar. Acto seguido, corrió a la calle Oliver, a la oficina de la doctora Tower, y golpeó la puerta hasta que la doctora le abrió.

La doctora Tower era una mujer delgada, con el pelo despeinado y sombras bajo los ojos. En cuanto vio a Lina, pareció que su cansancio aumentaba.

—Doctora Tower —dijo Lina—, mi abuela está enferma. ¿Vendrá a verla?

—Iré —dijo—. Pero no puedo prometer que sea capaz de ayudarla. No tengo muchos medicamentos.

—Venga a verla. A lo mejor no los necesita.

Lina condujo a la doctora hasta su casa, que estaba a unas pocas manzanas de distancia. Cuando vio a la abuela, la doctora suspiró.

—¿Cómo se encuentra, abuela Mayfleet? —preguntó.

La abuela la miró con ojos adormilados.

—Creo que estoy enferma —dijo.

La doctora Tower le puso una mano en la frente. Le pidió que sacara la lengua y escuchó su respiración y los latidos de su corazón.

—Tiene fiebre —le dijo a Lina—. Es necesario que te quedes con ella. Hazle una sopa y que beba agua. Ponle trapos húmedos sobre la frente. —Cogió la mano huesuda de la abuela entre las suyas, fuertes y rojizas—. Hoy, lo mejor para usted será dormir —dijo—. Su querida nieta la cuidará.

Y eso es lo que hizo Lina durante todo el día. Cocinó una sopa ligera de espinacas y cebollas, que le dio de comer a la abuela a cucharadas. Le acarició la frente, la tomó de la mano y le contó cosas que la animaran. Mantuvo a Poppy todo lo silenciosa que pudo. Pero mientras hacía todo eso, en el fondo de su mente permanecía el recuerdo de los días en que su padre había estado enfermo, cuando parecía apagarse como una bombilla que pierde energía y su respiración se asemejaba cada día más al agua que pasa a través de una tubería atascada. Aunque no quería, no pudo sino recordar la noche en que su padre exhaló aire y no volvió a tomar otra bocanada. Recordó otra mañana, unos meses después, cuando la doctora Tower salió de la habitación de su madre con un bebé que lloriqueaba y con la cara ensombrecida por las malas noticias.

Al caer la tarde, la abuela se hallaba inquieta. Se incorporó con el codo.

—¿Lo encontramos? —le preguntó a Lina—. ¿Lo encontramos, finalmente?

—¿Si encontramos qué, abuela?

—La cosa que se había perdido —dijo la abuela—. Esa cosa vieja que mi abuelo perdió…

—Sí —dijo Lina—. No te preocupes, abuela: lo encontramos. Ahora está a salvo.

—Bien. —La abuela se hundió de nuevo entre las almohadas y sonrió mirando el techo—. Qué alivio —dijo.

Tosió un par de veces, cerró los ojos y se durmió.

Lina también se quedó en casa al día siguiente. Fue un día largo. La abuela durmió la mayor parte del tiempo. Poppy estaba encantada de que Lina estuviera en casa y se le acercaba, tropezaba, le traía cosas que encontraba (cucharas, un zapato suelto) y las golpeaba contra las rodillas de Lina mientras decía:

—¡Juega gon ezto! ¡Juega gon ezto!

Lina jugó con ella a gusto durante un rato, pero se acabó cansando de golpear cucharas, tirar de los trapos y arrastrar zapatos.

—Hagamos otra cosa —le dijo a Poppy—. ¿Dibujamos?

La abuela se había acabado un tazón entero de sopa durante la cena y se estaba volviendo a quedar dormida, así que Lina sacó sus lápices de colores y dos etiquetas de latas que había estado reservando. Por la parte de atrás eran completamente blancas, y eran suficientemente buenas para dibujar, una vez hubieran sido alisadas. Con el cuchillo más afilado de la cocina, talló los extremos de los lápices hasta sacarles punta. Le dio a Poppy el lápiz verde y una etiqueta. Ella cogió el lápiz azul y alisó la otra etiqueta sobre la mesa.

¿Qué podía dibujar? En cuanto cogía un lápiz, era como si se abriera un grifo en el interior de su mente que dejara fluir la imaginación. Podía sentir cómo surgían las imágenes a presión, igual que el agua en una tubería. Siempre creía que acabaría dibujando algo maravilloso, pero al final lo que dibujaba no se acababa adecuando del todo a esa sensación. Era como cuando intentaba explicar un sueño: las palabras no transmitían todo lo que sentía.

Poppy agarró el lápiz con el puño y realizó un garabato alocado.

—Miiiira —gritó.

—Precioso —dijo Lina.

Entonces, sin tener una idea demasiado clara de lo que iba a hacer, empezó su dibujo. Comenzó en la parte izquierda de la etiqueta. Primero dibujó una caja alta y alargada: un edificio. Después siguió con otras cajas, que situó al lado: un conjunto de edificios. Acto seguido, dibujó algunas personas diminutas que caminaban por la calle, junto a los edificios. Dibujó lo que dibujaba casi siempre: la otra ciudad. Y cada vez que la dibujaba, tenía la misma sensación frustrante: había más cosas que dibujar. Había otras cosas en esa ciudad, cosas maravillosas, pero no se las podía imaginar. Todo lo que sabía es que esa ciudad brillaba de un modo diferente a Las Ascuas. Lo que no sabía era de dónde venía ese resplandor.

Dibujó más edificios y los llenó de puertas y ventanas. Puso farolas y añadió un invernadero. Dibujó todo tipo de edificios, de todos los tamaños, por toda la hoja. Todos los edificios eran blancos, porque ése era el color del papel.

Dejó el lápiz y contempló lo que había hecho. Era el momento de colorear el cielo. En los dibujos que había realizado anteriormente, el cielo era del color real: negro. Pero esta vez decidió hacerlo de color azul, porque estaba usando el lápiz azul. Metódicamente, mientras Poppy rayaba y garabateaba a su lado, Lina coloreó el espacio sobre los edificios con líneas cortas, hasta que el cielo quedó enteramente azul.

Echó la cabeza hacia atrás y miró el dibujo. Pensó: «¿No sería extraño tener un cielo azul?». Pero le gustaba cómo quedaba. Cielo azul. Sería hermoso.

Poppy había empezado a usar su lápiz para hacer agujeros en el papel. Lina dobló su dibujo y le quitó la hoja a Poppy.

—Hora de cenar —dijo.

* * *

En algún momento de la noche, Lina se despertó súbitamente y le pareció que había oído algo. ¿Había estado soñando? Permaneció tumbada, quieta, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad. El sonido volvió; era una llamada débil y temblorosa: «Lina…».

Se levantó y se dirigió hacia la habitación de la abuela. Aunque había vivido en la misma casa durante toda su vida, aún le resultaba difícil moverse en ella por la noche, cuando la oscuridad era absoluta. Parecía como si los muebles se hubieran movido ligeramente de sitio y las paredes se hubieran desplazado un poco. Lina permaneció cerca de las paredes, tanteando el camino. Allí estaba la puerta de su habitación. Allí la cocina y la mesa. Se estremeció al golpearse un dedo del pie contra una de las patas. Si seguía un poco más llegaría a la pared de enfrente, donde estaba la puerta de la habitación de la abuela. La voz de la abuela parecía una fina línea que atravesaba el aire oscuro.

—Lina… Ven y ayúdame… Necesito…

—Voy, abuela —gritó Lina.

Tropezó con algo —un zapato, quizá— y cayó sobre la cama.

—¡Aquí estoy, abuela! —dijo.

Buscó su mano, y la encontró muy fría.

—Me siento muy rara —dijo la abuela. Su voz era un susurro—. Soñé… soñé con un bebé… o el bebé de alguien…

Lina se sentó en la cama. Con cuidado, siguió la silueta de su abuela hasta llegar a los hombros. Sus dedos se enredaron en los mechones de la abuela. Presionó un dedo junto a su garganta, buscando el pulso, tal como le había enseñado la doctora. Era fuerte, como si se tratara de una polilla herida que da vueltas en círculos irregulares.

—¿Te traigo un poco de agua, abuela? —preguntó Lina. No sabía qué otra cosa hacer.

—Nada de agua —dijo la abuela—. Quédate un rato conmigo.

Lina puso un pie debajo de la abuela y la manta sobre su regazo. Le cogió la mano y la acarició suavemente con un dedo.

Ninguna de las dos dijo nada durante largo rato. Lina se quedó escuchando la respiración de su abuela. Inspiraba aire de manera profunda y temblorosa, y lo dejaba ir con un suspiro. A continuación había un silencio largo, antes de que ella volviera a empezar. Lina cerró los ojos. No tenía sentido mantenerlos abiertos: no había nada que ver, aparte de la oscuridad. Sentía únicamente la mano fría y delgada de su abuela, y el sonido de su respiración. Cada tanto, la abuela murmuraba unas palabras que Lina no lograba descifrar, a lo que Lina respondía acariciándole la cabeza y diciendo:

—No te preocupes, está bien. Casi es de día.

Sin embargo, no sabía si eso era cierto o no.

Tras un largo rato, la abuela se sacudió ligeramente y pareció que despertaba.

—Vete a la cama, querida —dijo—. Ya estoy bien. —Su voz era clara, pero muy débil—. Vete a dormir.

Lina se adelantó, hasta que su cabeza quedó apoyada en el hombro de la abuela. Su pelo le hacía cosquillas en la cara.

—De acuerdo —susurró—. Buenas noches, abuela.

Le apretó los hombros suavemente. Mientras se levantaba, le invadió una tremenda oleada de soledad. Quería ver el rostro de la abuela, pero la oscuridad lo ocultaba todo. Aún podía faltar mucho hasta la mañana siguiente; no tenía manera de saberlo. Anduvo a tientas hasta su propia cama y cayó en un profundo sueño. Horas después, cuando el reloj dio las seis y se encendieron las luces, Lina se acercó a la habitación de su abuela con temor. La encontró pálida y muy quieta, sin un atisbo de vida.