LA letra fue lo que despertó la curiosidad de Lina. No estaba escrito a mano, o si era así, estaba escrito en la letra más clara y limpia que jamás había visto. Se parecía más a las letras que se encontraban en las latas de comida o en el borde de los lápices. Esas palabras estaban escritas por algo que no era una mano, por algún tipo de máquina. Ésa era la letra de los Constructores. Así que ese papel debía de ser de los Constructores.
Lina recogió los trocitos de papel del suelo y abrió con delicadeza la boca y los puños de Poppy para extraer los pedacitos arrugados. Puso todo el contenido en la caja abollada y se la llevó a su habitación.
Aquella noche, a las ocho, mientras la abuela y Poppy dormían, Lina dispuso de una hora para examinar su descubrimiento. Sacó los pedazos de papel de la caja y los colocó en la mesa de la habitación. El papel era grueso, y de cada esquina rota salían unas fibras enmarañadas. Había muchos pedacitos sueltos y un trozo más grande con tantos agujeros que parecía un trozo de tela de encaje. Los pedazos que Poppy había masticado no se podían salvar: eran más bien una pasta compacta. Pero cuando Lina estiró el papel grande, vio que en uno de los bordes, que seguía intacto, había una columna de números. Juntó todos los trozos secos de papel y les dio vueltas durante un buen rato, intentando entender dónde encajaban dentro del pedazo más grande. Cuando los hubo ordenado lo mejor que pudo, esto fue lo que obtuvo:
Lina sólo entendió algunas palabras sueltas. De todas maneras, había algo en ese documento destrozado que resultaba emocionante. No se parecía a nada que Lina hubiera visto antes. Miró la primera palabra, en la parte superior de la hoja: «Instruc», y de repente supo a qué se debía referir. Ya había visto esa palabra muchas veces en la escuela. Tenía que ser el principio de «Instrucciones».
El corazón le comenzó a martillear en el pecho como si se tratara de un puño que golpeara una puerta. Había encontrado algo. Había encontrado algo extraño e importante: las instrucciones de algo. Pero ¿de qué? ¡Era terrible que Poppy lo hubiera encontrado primero y lo hubiera estropeado!
Lina pensó que quizá era eso a lo que su abuela se había estado refiriendo todo este tiempo. A lo mejor era eso lo que se había perdido. Pero, evidentemente, al no saber qué era lo que se había perdido, la abuela no habría reconocido la caja de haberla visto. La habría tirado fuera del armario como había hecho con el resto de las cosas. De alguna manera, no importaba si se trataba de eso o no. Era un misterio en sí mismo, fuera lo que fuera, y Lina estaba decidida a resolverlo.
El primer paso fue pegar los trozos sueltos, porque eran tan ligeros que un soplido podía hacerlos volar y desparramarlos. A Lina le quedaba un poco de pegamento en una botella vieja. Con mucho esfuerzo, puso una gota de pegamento en cada uno de los trocitos y los colocó en su lugar en una de las pocas hojas de papel enteras que le quedaban. Puso encima otra hoja de papel, y encima de ésta, la caja, para aplanarlo todo. Justo cuando había terminado, las luces se apagaron. Había olvidado echarle un vistazo al reloj que tenía junto a la repisa de la ventana. Se quitó la ropa y se metió en la cama en medio de la oscuridad.
Aquella noche estaba demasiado nerviosa para dormir bien. Su mente daba vueltas mientras ella intentaba descubrir a qué podía referirse el mensaje. Sabía que se trataba de algo que tenía que ver con salvar la ciudad. ¿Y si las instrucciones eran para arreglar la electricidad? ¿O para hacer una luz que se pudiera mover? Eso lo cambiaría todo.
Cuando las luces se encendieron a la mañana siguiente, dispuso de un rato antes de que Poppy se despertara para poder trabajar en el puzle. Pero ¡faltaban tantas palabras! ¿Cómo podría encontrarle sentido a todo ese revoltijo? Pensó en ello mientras se ponía la chaqueta roja y se ataba los zapatos con los cordones deshilachados y llenos de nudos. Si el papel era importante, no debería esconderlo. Pero ¿a quién se lo podía enseñar? Quizá a la capitana de mensajeros. Ella debía de saber sobre documentos oficiales y ese tipo de cosas.
—Capitana Fleery —dijo Lina cuando llegó al trabajo—, ¿podría venir después a mi casa? Sólo será un minuto. He encontrado algo que me gustaría enseñarle.
—¿Qué has encontrado? —preguntó la capitana Fleery.
—Un papel con algo escrito. Creo que puede ser algo importante.
La capitana Fleery levantó sus finas cejas y preguntó:
—¿Importante? ¿Qué quieres decir?
—Bueno, no estoy segura. A lo mejor no lo es. Pero ¿le importaría echarle un vistazo de todas maneras?
Así que esa tarde, la capitana Fleery fue a casa de Lina e inspeccionó los trocitos de papel. Prestó atención a la escritura:
—¿«Exp»? ¿«Edr»? ¿«Orill»? ¿Qué tipo de palabras son éstas?
—No lo sé —dijo Lina—. Todas las palabras están cortadas porque Poppy las masticó.
—Ya veo —dijo la capitana Fleery. Volvió a mirar el papel—. Parecen las instrucciones de algo —dijo—. Una receta, supongo. Dice: «instrucciones» y luego «sal», como la que se usa para cocinar.
—Pero ¿quién tiene una letra tan pequeña y perfecta?
—Así era como se escribía antiguamente —dijo la capitana Fleery—. Podría tratarse de una receta muy vieja.
—Pero ¿para qué la habrían guardado en una caja tan hermosa? —Le mostró la caja a la capitana Fleery—. Creo que el papel fue guardado aquí por alguna razón. Además, las cosas no se guardan bajo llave a menos que se trate de algo importante…
Pero la capitana Fleery no parecía haberla oído.
—También podría tratarse de un ejercicio de clase —continuó—. Los deberes que alguien no llegó a entregar.
—Pero ¿alguna vez había visto un papel como éste? ¿No le parece que proviene de otro sitio?
La capitana Fleery se enderezó, con expresión desconcertada.
—No hay otros sitios, aparte de éste —dijo. Acto seguido, puso las manos sobre los hombros de Lina—. Querida, creo que estás dejando volar la imaginación. ¿No estarás demasiado cansada? ¿Muchas preocupaciones? Podría acortarte la jornada laboral unos días.
—No —respondió Lina—, estoy bien. De veras. Pero no sé qué hacer con … —Señaló el papel.
—No importa —dijo la capitana Fleery—. No pienses en ello. Tíralo. Te preocupas demasiado. Ya lo sé, ya sé que todos nos preocupamos; hay mucho de qué preocuparse, pero no hay que dejar que eso nos afecte. —Miró a Lina detenidamente. Sus ojos tenían el color del agua sucia—. Nos van a ayudar.
—¿A ayudar?
—Sí, vendrán a salvarnos.
—¿Quiénes?
La capitana Fleery se agachó y bajó la voz, como si estuviera contándole un secreto:
—¿Quién creó nuestra ciudad, querida?
—Los Constructores —dijo Lina.
—Exacto. Los Constructores volverán y nos enseñarán el camino.
—¿Volverán?
—Muy pronto —dijo la capitana Fleery.
—¿Cómo lo sabe?
La capitana Fleery se enderezó de nuevo y se dio una palmadita sobre el corazón.
—Lo siento aquí —dijo—. Y lo he visto en sueños. Como todos, como el resto de los creyentes.
«Así que es eso en lo que creen —pensó Lina—. Y la capitana Fleery es una de ellos.» Se preguntó cómo podía estar tan segura, si sólo lo había visto en sueños. A lo mejor le pasaba lo mismo que a Lina con la ciudad iluminada: deseaba que fuera real.
La cara de la capitana se iluminó:
—Ya sé lo que debes hacer, querida. Ven a una de nuestras reuniones. Nuestros cantos te levantarán el ánimo.
—Oh, gracias —dijo Lina—, pero no creo que… a lo mejor…
Intentó ser educada, pero sabía que no iba a ir. No quería quedarse esperando a que aparecieran los Constructores. Tenía otras cosas que hacer.
La capitana Fleery le dio unas palmaditas en el hombro.
—No te sientas presionada, querida —dijo—. Si cambias de opinión, házmelo saber. Pero sigue mi consejo: olvídate de tu pequeño proyecto de puzzle. Túmbate y duerme una siesta; eso ayuda a aclarar la mente. —Su estrecho rostro irradiaba amabilidad hacia Lina—. Tómate el día libre mañana —dijo.
Alzó la mano a modo de despedida y bajó la escalera.
Lina aprovechó el día libre para ir al almacén de suministros y visitar a Lizzie Bisco. Lizzie era rápida y lista, y quizá podría darle buenas ideas.
En el almacén de suministros encontró una multitud de tenderos haciendo cola desordenadamente, en filas que salían por la puerta. Empujaban, se peleaban y discutían impacientemente. Lina se unió a ellos, pero parecían tan desesperados que se asustó un poco. «Ya deben de saber con seguridad que se acaban los suministros y están decididos a coger lo que puedan antes de que sea demasiado tarde», pensó Lina.
Cuando ya estaba cerca del principio de la fila, oyó la misma conversación varias veces:
—Lo siento —decía el empleado cuando un tendero pedía diez paquetes de agujas de coser, o una docena de vasos o veinte paquetes de bombillas—. Hay una gran escasez de ese producto. Sólo puede llevarse uno. —Otras veces decía—: Lo siento. Se nos ha acabado del todo.
—¿Para siempre?
—Para siempre.
Lina sabía que no siempre había sido así. Cuando Las Ascuas era una ciudad nueva, los almacenes habían estado llenos. Tenían todo lo que los ciudadanos podían querer. Había tantas cosas que parecía que los suministros nunca se iban a agotar.
La abuela de Lina le había contado que a los niños se los llevaba a hacer una visita guiada a los almacenes, como parte de su educación. Tomaban un ascensor desde la calle hasta un túnel largo y con muchas curvas, del que salían otros túneles. El guía los llevaba por los largos pasadizos, abriendo una puerta tras otra.
—Esta zona —decía— es la de los artículos enlatados. Ahora llegaremos a los suministros escolares. Detrás de esta curva se encuentran los artículos de cocina y después están los útiles de carpintería.
Los niños se apiñaban en cada puerta, para ver bien.
—En cada habitación había cosas distintas —le había contado la abuela a Lina—: cajas con pasta de dientes en una habitación; botellas llenas de aceite para cocinar; pastillas de jabón; cajas de píldoras… había veinte habitaciones llenas solamente de pastillas de vitaminas. Una habitación estaba llena de latas de frutas. Había algo llamado piña. Me acuerdo muy bien de eso.
—¿Qué era la piña? —preguntó Lina.
—Era algo amarillo y dulce —dijo la abuela con ojos soñadores—. La probé cuatro veces antes de que se agotara.
Pero esas visitas guiadas habían terminado muchos años antes de que Lina naciera. La gente decía que los almacenes ya no eran lugares agradables a la vista. La mayoría de sus polvorientas estanterías estaban vacías. Se rumoreaba que en algunas habitaciones ya no quedaba nada. Si los niños hubieran visto las habitaciones en las que antes se guardaba la leche en polvo, o las vendas, los alfileres, los cuadernos, o especialmente las docenas de habitaciones en las que había habido miles de bombillas, no habrían sentido, como las generaciones anteriores de niños, que Las Ascuas sería eternamente rica. Si los niños de ahora hubieran visitado los almacenes, más bien habrían sentido miedo.
Lina pensaba en ello mientras esperaba en la cola para llegar al puesto de Lizzie. Cuando fue su turno, se acercó al mostrador, apoyó los codos y le susurró:
—Lizzie, ¿podríamos quedar cuando termines de trabajar? Te espero a la salida.
Lizzie asintió con entusiasmo.
A las cuatro en punto, Lizzie atravesó la puerta de la oficina. Lina le dijo:
—¿Podrías venir a mi casa un momento? Quiero enseñarte algo.
—Claro —respondió Lizzie.
Mientras caminaban, Lizzie hablaba:
—La muñeca me ha estado doliendo todo el día. Para ahorrar papel tenemos que escribir con la letra más pequeña del mundo, así que he acabado con unos calambres horrorosos en la muñeca y los dedos. Y la gente es muy desagradable. Hoy ha sido peor que nunca. Le he dicho a un tipo: «No puedes llevarte quince latas de maíz; sólo te puedes llevar tres». Y el tipo me ha respondido: «No me puedes decir eso, porque ayer vi muchas latas en el mercado de la calle Potter». Y yo le he dicho: «Pues por eso no quedan muchas». Y él me ha contestado: «No te hagas la lista conmigo, cabeza de zanahoria». ¿Qué se supone que debo hacer? Yo no puedo fabricar latas de la nada.
Pasaron por la plaza Harken, junto al Salón de Reuniones, y bajaron por la calle Roving, donde tres de los focos estaban rotos, por lo que había una gran zona de oscuridad.
—Lizzie —dijo Lina, interrumpiendo el torrente de palabras de Lizzie—, ¿es cierto lo de las bombillas?
—¿Si es cierto el qué?
—Que no quedan muchas.
Lizzie se encogió de hombros.
—No lo sé. Casi nunca nos dejan bajar a los almacenes. Todo lo que llegamos a ver son los informes de los porteadores. La cantidad de tenedores que hay en la habitación 1146; los pomos de las puertas que hay en la 3291; los zapatos para niños que hay en la 2249…
—Pero ¿qué dice el informe de las bombillas?
—Nunca he podido ver ese informe —dijo Lizzie—. Ése y algunos otros, como el de las vitaminas, sólo los pueden ver algunas personas.
—¿Quiénes?
—Oh, el alcalde, y el viejo Cara Gorda, por supuesto. —Lina la miró de manera inquisitiva—. Ya sabes a quién me refiero: Farlo Batten, el jefe de los almacenes. Es tan cruel, Lina… tú le odiarías. Registra que hemos llegado tarde aunque entremos sólo dos minutos después de las ocho; nos vigila por encima del hombro cuando escribimos, lo cual es horrible, porque tiene mal aliento, y sigue lo que hemos escrito con el dedo y dice: «Esta palabra es ilegible, esta otra también es ilegible, esos números son ilegibles». Es su palabra preferida: ilegible.
Cuando llegaron a la calle de Lina, ésta metió la cabeza en la tienda de hilos y saludó a la abuela. Acto seguido, subieron la escalera hasta el apartamento. Lizzie siguió hablando de lo duro que resultaba permanecer de pie el día entero, de cómo le dolían las rodillas, de cómo se le clavaban los zapatos. Paró de hablar un momento para saludar a Eveleen Murdo, que estaba sentada junto a la ventana, con Poppy en el regazo, y continuó hablando mientras entraban en la habitación de Lina.
—Lina, ¿dónde estabas cuando el apagón? —preguntó, pero siguió hablando sin esperar respuesta—: Por suerte, yo estaba en casa. Pero dio miedo, ¿a que sí?
Lina asintió. No quería hablar de lo que había sucedido ese día.
—Odio esos apagones —continuó Lizzie—. La gente dice que va a haber cada vez más, y que algún día… —Paró, frunció el ceño y continuó—: Es igual, a mí no me pasó nada. Después de eso, me levanté y se me ocurrió otra manera de peinarme.
A Lina le parecía que Lizzie se asemejaba a un reloj al que se le hubiera dado demasiada cuerda y que iba demasiado rápido. Siempre había sido así, pero aquel día era especialmente evidente. Su mirada se dirigía de un lado a otro y sus dedos jugaban con el borde de la camisa. También parecía estar más pálida de lo habitual, y eso provocaba que sus pecas parecieran pequeñas manchas de barro sobre la nariz.
—Lizzie —dijo Lina, haciéndole señas para que se acercara a la mesa del rincón—. Te quiero enseñar…
Pero Lizzie no escuchaba.
—Tienes tanta suerte de ser mensajera, Lina —dijo—. ¿Es divertido? Ojalá hubiera podido ser mensajera. Hubiera sido una buena mensajera. Y mi trabajo es tan aburrido…
Lina se dio la vuelta y la miró.
—¿No hay nada que te guste?
Lizzie frunció los labios formando una pequeña sonrisa y miró a Lina de reojo.
—Hay una cosa —dijo.
—¿El qué?
—No te lo puedo decir. Es un secreto.
—Ah —repuso Lina, y pensó: «Pues entonces no tendrías que haber dicho nada».
—A lo mejor te lo explico algún día —dijo Lizzie—. No lo sé.
—Bueno, a mí me gusta mi trabajo —comentó Lina—, pero te quería hablar de una cosa que encontré ayer. Es esto.
Levantó la caja y sacó el papel que cubría el documento parcheado. Lizzie le echó un rápido vistazo.
—¿Es un mensaje que te dio alguien y que se rompió?
—No, estaba en nuestro armario. Poppy lo estaba masticando, por eso está roto. Pero mira la letra. ¿No es extraña?
—Aja —dijo Lizzie—. ¿Sabes quién tiene una letra preciosa? Myla Bone; trabaja conmigo. Deberías verla, las y y las g le salen enroscadas, y hace virutas en las mayúsculas. Por supuesto, a Cara Gorda no le gusta nada; dice que es ilegible…
Lina volvió a cubrir los trozos pegados entre sí con el papel protector. Se preguntó por qué había pensado que Lizzie se interesaría en su descubrimiento. Siempre se había divertido con Lizzie, pero solía ser una diversión relacionada con juegos: el escondite, el corre que te pillo, los juegos en los que hay que correr y saltar. A Lizzie nunca le había interesado nada que estuviera escrito en un papel.
Así que Lina guardó cuidadosamente el documento en su lugar y se sentó con Lizzie en el suelo. Escuchó y escuchó hasta que el cotorreo de Lizzie se acabó.
—Será mejor que me vaya —dijo Lizzie—. Ha sido divertido verte, Lina. Te echo de menos.
Se levantó y se ahuecó el pelo.
—¿Qué era lo que me querías enseñar? Ah, sí, esa letra tan elaborada. Muy bonita. Qué suerte has tenido al encontrarla. Ven a verme otra vez, pronto, ¿de acuerdo? Me aburro tanto en esa oficina…
Esa noche, Lina cocinó sopa de remolacha y Poppy volcó su plato, dejando un charco rojo sobre la mesa. La abuela miró fijamente dentro de su plato, dándole vueltas con la cuchara, pero no comió. Le dijo a Lina que no se encontraba muy bien; después de un rato, se fue a la cama. Lina limpió la cocina rápidamente. En cuanto hubiera terminado con sus tareas, podría volver a estudiar el documento. Lavó la ropa de Poppy y cosió los botones que se habían caído de su chaqueta de mensajera. Recogió los trapos, bolsas, cajas y sacos que la abuela había sacado del armario. Cuando hubo terminado con todo y acostó a Poppy, le quedaba casi media hora para dedicar a los trozos de papel.
Se sentó en el pupitre y destapó el documento. Con los codos clavados a ambos lados y la barbilla apoyada sobre las manos, lo estudió minuciosamente. Pese a que la capitana Fleery y Lizzie no le habían prestado atención, Lina seguía pensando que esa página rota debía de ser importante. Si no, ¿por qué iba a estar metida en una caja cerrada de manera tan ingeniosa? «A lo mejor se la tendría que enseñar al alcalde», pensó con cierta reticencia. No le gustaba el alcalde ni confiaba en él. Pero si ese documento era importante para el futuro de la ciudad, él era la persona que debía estar enterada. Por supuesto, no podía invitar al alcalde a su casa. Se lo imaginó resoplando escaleras arriba, entrando con dificultad por la puerta, mirando con desaprobación la casa atestada de cosas y huyendo de las manos pegajosas de Poppy. No, no podía ser.
Pero tampoco quería llevar el documento, que tanto esfuerzo le había costado pegar, al Salón de Reuniones. Era demasiado frágil. Decidió que lo mejor sería escribirle una nota al alcalde y se sentó a hacerlo.
Encontró media hoja de papel en bastante buen estado y, usando un lápiz corriente (no iba a malgastar uno de sus lápices de colores para el alcalde), escribió:
Querido alcalde Cole:
He descubierto un documento que estaba en el armario. Son las instrucciones de algo. Creo que es importante, porque están escritas en una letra muy antigua. Desgraciadamente, mi hermana lo masticó, así que no está completo. Pero todavía se pueden leer algunas partes como ésta:
marcado con S
encuentra puerta de
pequeñ pan acero
Le enseñaré el documento si quiere verlo.
Atentamente,
Lina Mayfleet, mensajera.
Plaza Quillium, 34
Dobló la nota por la mitad y escribió «Alcalde Cole» en la parte delantera. A la mañana siguiente, la llevó al Salón de Reuniones de camino al trabajo. No había nadie en la mesa del guardia, así que Lina dejó la nota allí, para que éste la encontrara cuando llegase. Después, sintiendo que había cumplido con su deber, se fue a su puesto.
Pasaron varios días. Los mensajes que llevaba Lina estaban llenos de miedo y preocupación: «¿Te queda algo de bebida para bebés? En la tienda no tenían»; «¿Has oído lo que dicen del generador?»; «No podemos ir esta noche. El abuelo B. no quiere salir de la cama».
Cada día, al volver del trabajo, Lina le preguntaba a la abuela: «¿Hay algún mensaje para mí?»; pero nunca había ninguno. A lo mejor el alcalde no había recibido su nota. A lo mejor la había recibido pero no le había dado importancia. Una semana más tarde, Lina decidió que se había cansado de esperar. Si al alcalde no le interesaba lo que había encontrado, peor para él. A ella sí le interesaba, así que lo resolvería sola.
Dos veces en esa semana tuvo algo de tiempo cuando Poppy y la abuela se fueron a dormir, así que lo aprovechó para hacer una copia del documento, por si al original le llegara a pasar algo, ya que éste era muy frágil. Esto le llevó mucho tiempo. Usó una de las pocas hojas de papel que le quedaban: una etiqueta vieja, un poco rota, de una lata de guisantes. Copió el papel lo más fielmente que pudo e indicó los pedazos que faltaban con guiones entre las letras. Después lo guardó debajo del colchón, para mayor seguridad.
Finalmente, un día tuvo toda la noche libre. Poppy y la abuela estaban dormidas, y el apartamento estaba en orden. Lina se sentó en su escritorio y destapó el documento original. Se recogió el pelo para que no le cayera sobre la cara constantemente y colocó una hoja de papel (en blanco, exceptuando unos garabatos de Poppy) a su lado, para anotar todo lo que fuera descifrando.
Empezó por el título. La primera palabra, ya la había adivinado. Tenía que ser «Instrucciones». A ésa le podría seguir un «para». Después venía «Sal». No sabía a qué se refería. A lo mejor se trataba del nombre de alguien. Sally. Salisbury. «Instrucciones para Salisbury». Decidió titularlo «Las Instrucciones», para abreviar.
Siguió con la primera línea. «Este doc ofici» probablemente quería decir «Este documento oficial». A lo mejor «Segur» quería decir «seguro» o «seguridad». Después venían las palabras «períod», «de» y «ños». Pero a continuación faltaba mucho papel.
Estudió la línea que tenía un 1 al lado. «Exp». Eso podía ser «Experto» o «Explotar» o muchas otras cosas. Siguió con «rí». Podía ser parte de una palabra como «habría» o «quería». ¿Y qué hay de «ub» y «ría»? ¿Qué acababa con «ub»? «Club», pensó Lina. ¿Y con «ría»? A Lina le vino inmediatamente a la mente «saltaría». «Clubaría.» «Clubtaría.» No podía pensar en nada que tuviera sentido.
¿Qué otra cosa acababa en «ría»? Lina comenzó con el alfabeto y enumeró todas las palabras que se le ocurrieron que acabaran en «ría». La mayoría no tenían sentido: cantaría, pasaría, saltaría… «Esto es una tontería», pensó Lina con amargura. «Tontería.» La palabra podía acabar en «ería».
¿Y cómo empezaría? ¿«Clubería»? A lo mejor no empezaba con «cl». ¿«Pubería»?
De repente, se dio cuenta. «Tubería.» ¡Las tuberías!
Eso era. ¡Algo en el mensaje se refería a las tuberías!
Lina volvió a mirar «Exp» y «rí». ¡«Rí»! ¡Podía ser «río»! Rápidamente descendió hasta encontrar la línea 3, donde vio «orill rí». Parecía tratarse de «orilla del río». La palabra «puerta» parecía saltar desde la línea 4, entera. ¡Una puerta! ¿Y si se tratara de la puerta que había estado anhelando, la que llevara a la otra ciudad? ¡A lo mejor, después de todo, la ciudad era real y ésas eran las instrucciones para encontrarla!
Quería saltar de la silla y ponerse a gritar. El mensaje decía algo del río, una puerta y las tuberías. Y ¿a quién conocía ella que supiera algo sobre las tuberías? A Doon, por supuesto.
Se imaginó la cara de Doon, seria, y sus ojos escrutadores enmarcados por las cejas oscuras. Se acordó de cómo se inclinaba sobre sus deberes en la escuela, agarrando fuertemente el lápiz, y cómo, en su tiempo libre, solía quedarse solo, en un rincón, estudiando una polilla, un gusano o un reloj desmontado. Al menos, ésa era una de las cosas que a Lina le gustaban de Doon: su curiosidad. Doon prestaba atención a las cosas.
Y las cosas le importaban. Se acordó de su actitud en el Día del Nombramiento, de cómo se había enfurecido con el alcalde y de lo dispuesto que había estado a intercambiar su trabajo con Lina para poder ayudar a salvar la ciudad. Y había llevado a Poppy al interior de la tienda de su padre cuando se produjo el apagón, para que no tuviera miedo.
¿Por qué habían dejado de ser amigos? Recordó vagamente el incidente del poste de luz. Ahora, después de tanto tiempo, parecía una tontería. Cuanto más pensaba en Doon, más le parecía que era la persona adecuada —la única persona— para interesarse por lo que ella había encontrado.
Dejó la hoja de papel en blanco sobre las Instrucciones y puso la caja encima. «Iré a buscar a Doon», pensó. El día siguiente era jueves: su día libre. Iría a buscarle y le pediría ayuda.