Capítulo 5
En la calle Night

LA mente de la abuela estaba cada vez más y más confusa. Al llegar a casa por las noches, Lina la encontraba revolviendo los cajones de la cocina, rodeada de latas y tarros abiertos, o tirando de los edredones, intentando levantar los colchones con sus brazos delgaduchos.

—Era una cosa importante —decía—. Lo que se perdió era importante.

—Pero si no sabes lo que era —respondía Lina—, ¿cómo sabrás que lo has encontrado?

La abuela no intentaba responder a esa pregunta. Simplemente agitaba los brazos delante de ella y le decía:

—No importa, no importa. —Y seguía buscando.

Durante esos días, la señora Murdo pasaba más tiempo mirando a través de la ventana de la casa de Lina que en la suya. Le decía a la abuela que solamente venía a hacerle compañía.

—No quiero que me haga compañía —se quejaba la abuela a Lina.

—A lo mejor se siente sola, abuela. Deja que venga —respondía Lina.

A Lina le gustaba que la señora Murdo pasara tiempo en casa: era como si hubiera una madre presente. No se parecía en nada a la madre de Lina, que había sido del tipo soñador, con la cabeza en las nubes. La señora Murdo era maternal, pero de otra manera. Se aseguraba de que tuvieran un buen desayuno por la mañana, que generalmente consistía en patatas con salsa de champiñones y té de remolacha. Alineaba las vitaminas junto al plato y se aseguraba de que se las tomaran. Cuando la señora Murdo estaba en casa, los zapatos se hallaban en su lugar, los líquidos que se habían derramado sobre los muebles se limpiaban y Poppy llevaba siempre ropa limpia. Lina se podía relajar cuando la señora Murdo aparecía, porque sabía que ella se ocuparía de las cosas.

Cada semana, Lina, como todos los trabajadores que tenían entre doce y quince años, disfrutaba del jueves libre. Uno de esos jueves, mientras hacía cola en el mercado de la plaza Garn con la esperanza de conseguir una bolsa de nabos para el estofado de la cena, oyó una conversación sorprendente entre dos personas que tenía detrás.

—Todo lo que yo quería —dijo una voz— era un poco de pintura para la puerta de mi casa. Lleva muchos años sin pintarse. Está gris y la pintura está desconchada, tiene un aspecto horrible. Oí que en una tienda de la calle Night había algo de pintura. Tenía la esperanza de encontrar algo de azul.

—Azul quedaría bonito —dijo la otra voz, con nostalgia.

—Pero cuando llegué —continuó la primera voz—, el hombre me dijo que no tenía pintura, que jamás había tenido. Era un tipo muy desagradable. Todo lo que tenía eran algunos lápices de colores.

¡Lápices de colores! Hacía años que Lina no veía lápices de colores en una tienda. Había tenido dos rojos, uno azul y uno marrón, que había usado para sus dibujos hasta que habían sido demasiado pequeños hasta para agarrarlos. Ahora sólo le quedaba un lápiz normal, y se estaba haciendo demasiado corto muy rápidamente. Deseaba tener lápices de colores para sus dibujos de la ciudad imaginaria. Tenía la idea de que se trataba de un lugar con muchos colores, aunque no sabía cuáles podrían ser. Había otras cosas en las que podría emplear mejor el dinero, por supuesto. El único abrigo de la abuela estaba muy agujereado y se deshacía por las costuras. «Pero la abuela apenas sale», se dijo Lina. Casi siempre estaba en casa o en la tienda de hilos. Realmente no necesitaba un abrigo, ¿verdad? Además, ¿cuánto podía costar un par de lápices? Seguramente podría comprar un abrigo para la abuela y algunos lápices.

Así que esa tarde salió en dirección a la calle Night y se llevó a Poppy con ella. Poppy había aprendido a ir montada a la espalda de Lina: rodeaba con las piernas su cintura y se sujetaba del cuello de Lina con sus dedos pequeños y fuertes.

En la calle Budloe, la gente se disponía en largas colas con sus fardos de ropa para hacer la colada frente a las lavanderías. Las lavanderas removían la ropa en las lavadoras con grandes palos. En otros tiempos, habían sido las máquinas las que hacían girar la ropa, pero ya no funcionaba ninguna.

Lina giró en la calle Hafter, donde las cuatro farolas seguían sin funcionar y un grupo de albañiles arreglaban parte de un techo que se había derrumbado. Orly Gordon la llamó desde la parte superior de una escalera, y Lina levantó la vista y la saludó. Más adelante pasó junto a una mujer que vendía trozos de cuerda y cordel, y un hombre que arrastraba un carro lleno de zanahorias y remolachas para las verdulerías. En una esquina, un grupo de niños jugaba con una pelota de trapo. Ese día las calles estaban vivas y llenas de gente. Lina se abría paso entre la multitud con rapidez.

Pero a medida que se adentraba por la calle Otterwill, vio algo que le hizo bajar el ritmo. Un hombre se hallaba en los escalones del Salón de Reuniones, gritando y aullando, y una multitud se había congregado en torno a él. Lina se acercó, y cuando vio de quién se trataba, su estómago se contrajo. Era Sadge Merrall. Agitaba los brazos de manera alocada y tenía los ojos desorbitados. Soltó un torrente de palabras con voz aguda y rápida.

—He estado en las Regiones Desconocidas —gritó—. Allí no hay nada. Nada. Nada. ¿Creéis que allí hay algo que nos pueda salvar? ¡Ja! ¡Sólo hay oscuridad y monstruos, oscuridad y terribles agujeros profundos, una oscuridad que no termina! ¡Las ratas son del tamaño de las casas! ¡Las rocas son tan afiladas como cuchillos! ¡Allí fuera no hay esperanza para nosotros! ¡No hay esperanza! ¡No hay esperanza!

Siguió durante unos minutos y después cayó al suelo. Las personas que le observaban se miraron entre sí y menearon la cabeza.

—Se ha vuelto loco —oyó decir Lina a alguien.

—Sí, totalmente —dijo otra persona.

De repente, Sadge se levantó, como movido por un resorte, y continuó con sus terribles gritos. La gente se echó hacia atrás. Algunas personas se alejaron rápidamente. Otros se acercaron a Sadge, hablando con voz calmada. Lo sostuvieron de los brazos y se lo llevaron, mientras él continuaba gritando, escaleras abajo.

—¿Quién é? ¿Quién é? —dijo Poppy con su vocecita aguda.

Lina se dio la vuelta para no contemplar el horrible espectáculo.

—Calla, Poppy —dijo—. Se trata de un pobre hombre que no se encuentra bien. No debemos quedarnos mirando.

Se dirigió a la calle Night, situada junto a la plaza Greengate. Allí sentado, con las piernas cruzadas, permanecía un hombre greñudo que tocaba una flauta hecha con el tubo de un desagüe. Cinco o seis creyentes le rodeaban, cantando y dando palmadas.

—Pronto, pronto… Llegará pronto… —cantaban.

«¿Qué llegará pronto?», se preguntaba Lina, pero no se paró a preguntarles a ellos. Dos manzanas más adelante, llegó a una tienda que no tenía ningún cartel en la entrada. «Debe de ser ésta», pensó. Al principio le pareció que estaba cerrada. El escaparate estaba oscuro. Pero la puerta se abrió cuando Lina la empujó, y sonó una campana que ésta tenía atada. Un chico de pelo negro, dientes grandes y cuello largo surgió desde la trastienda.

—¿Sí? —dijo.

Lina lo reconoció. Era el hombre joven que le había dado el mensaje para el alcalde en su primer día de trabajo. Su nombre era Hooper… No, era Looper, eso es.

—¿Venden lápices? —preguntó dubitativa.

Las estanterías de la tienda estaban vacías, si se exceptuaba una pila de papel usado.

Poppy se retorció en la espalda de Lina y lloriqueó un poco.

—A veces —dijo Looper.

Los lloriqueos de Poppy se convirtieron en aullidos.

—De acuerdo, baja —le dijo Lina.

La depositó en el suelo, donde Poppy trastabilló y avanzó con dificultad.

—Me gustaría ver los lápices de colores —continuó Lina—. Si es que los tiene.

—Tenemos algunos —dijo Looper—. Son un poco caros.

Sonrió, mostrando sus dientes agresivos.

—¿Podría verlos? —preguntó Lina.

Looper volvió a la trastienda y regresó un instante más tarde con una caja pequeña, que puso sobre el mostrador. Le quitó la tapa y Lina se adelantó para mirar.

En el interior de la caja había al menos una docena de lápices de colores: rojo, verde, azul, amarillo, lila, naranja. Nunca les habían sacado punta, por lo que los extremos eran planos. Tenían gomas de borrar. El corazón de Lina se aceleró.

—¿Cuánto cuestan? —preguntó.

—Probablemente demasiado para ti —dijo el muchacho.

—Probablemente no —respondió Lina—. Tengo trabajo.

—Bien, bien —dijo él, sonriendo otra vez—. No hay necesidad de ofenderse. —Levantó el lápiz amarillo y lo hizo girar entre sus dedos—. Cinco dólares el lápiz.

¡Cinco dólares! Por siete se podía comprar un abrigo. Un abrigo viejo y remendado, pero que abrigara, al fin y al cabo.

—Es demasiado —dijo Lina.

Él se encogió de hombros y comenzó a cerrar la caja.

—A lo mejor… —A Lina se le agolpaban los pensamientos en la cabeza—. Déjeme verlos otra vez.

El muchacho volvió a levantar la tapa y Lina se acercó a los lápices. Cogió uno. Estaba pintado de color azul claro, y en el extremo tenía el punto azul de la mina. La goma de borrar, de color rosa, se sostenía con una argolla de metal brillante. ¡Era tan hermoso! «Si pudiera comprar uno… —pensó Lina—. Entonces podría ahorrar un poco más y comprarle un abrigo a la abuela el mes que viene.»

—Decídete —dijo él—. Tengo otros clientes que están interesados, si tú no lo estás.

—De acuerdo. Me llevo uno. No, espere… —Lo que sentía se parecía al hambre. Era lo mismo que cuando la mano parecía adelantarse con voluntad propia, a coger comida. Era demasiado fuerte para resistirse—. Me llevo dos —dijo.

Al pensar en lo que estaba haciendo, la invadió una sensación de mareo.

—¿Cuáles? —preguntó él.

En esa caja de lápices había más colores que en toda Las Ascuas. Los colores de Las Ascuas eran todos parecidos: edificios grises, calles grises, cielo negro. Incluso la ropa de la gente se había descolorido por el uso. Era verde lodo, rojo ladrillo y azul grisáceo. Pero estos colores que ahora veía eran tan brillantes como las hojas y las flores del invernadero.

La mano de Lina se cernió sobre los lápices.

—El azul —dijo—. Y el amarillo… no, el… el…

El muchacho emitió un sonido de impaciencia desde el fondo de la garganta.

—El verde —dijo Lina—. Me llevo el azul y el verde.

Los sacó de la caja. Cogió el dinero del bolsillo del abrigo, se lo dio al muchacho y puso los lápices en el bolsillo. Ahora eran suyos; sintió una alegría feroz y desafiante. Se dio la vuelta para marcharse y fue entonces cuando se dio cuenta de que la niña ya no estaba en la tienda.

—¡Poppy! —gritó. Dio vueltas a su alrededor—. ¿Ha visto salir a mi hermana pequeña? —le preguntó al muchacho—. ¿Ha visto en qué dirección se fue?

Él se encogió de hombros.

—No me di cuenta —dijo.

Lina salió como una flecha a la calle y miró en ambas direcciones. Vio a mucha gente, incluso a algunos niños, pero no vio a Poppy. Paró a una anciana:

—¿Ha visto a una niña pequeña, a un bebé, caminando sola? Lleva una chaqueta verde, con una capucha. —La mujer la miró con ojos apagados y negó con la cabeza—. ¡Poppy! ¡Poppy! —llamó Lina.

Su voz se convirtió en un grito. «Una niña tan pequeña no puede haber ido muy lejos —pensó—. A lo mejor se fue hacia la plaza Greengate, donde hay más gente.» Comenzó a correr.

Entonces las luces parpadearon. Volvieron a parpadear, y se apagaron. La oscuridad se cerró ante ella como si fuera un muro. Lina tropezó; pudo sostenerse en pie y se quedó quieta. No veía absolutamente nada.

Los gritos de alarma llegaron de ambos lados de la calle. Después, el silencio. Lina estiró los brazos hacia delante. ¿Estaba situada frente a la calle o frente a un edificio? El terror la recorrió. «Debo quedarme quieta —pensó—. Las luces volverán enseguida, siempre lo hacen.» Pero entonces pensó en Poppy en medio de la oscuridad y las piernas le flaquearon. «Tengo que encontrarla.»

Dio un paso. Al no chocar con nada, dio otro paso. Los dedos de la mano derecha dieron con algo duro. «La pared de un edificio», pensó. Mantuvo la mano ahí y dio otro paso. De repente, su mano se enfrentó al vacío. Aquello debía de ser la calle Dedlock. ¿O había pasado ya la calle Dedlock? No podía dibujarse una imagen clara de las calles en su cabeza. La oscuridad parecía llenar no sólo la ciudad, sino también su cabeza.

Con el corazón martilleándole el pecho, esperó. «Luces, volved —rogó—. Por favor, volved.» Quería gritarle a Poppy que se quedara quieta, que no se preocupara, que iría a buscarla enseguida. Pero la oscuridad la oprimía y no podía hablar. Apenas podía respirar. Quería arrancar la oscuridad de sus ojos, como si se tratara de unas manos.

A su alrededor llegaban sonidos de varios sitios, de gimoteos y pasos. En la distancia, oyó un grito incoherente. ¿Cuántos minutos habían pasado? El apagón más largo jamás registrado había sido de tres minutos y catorce segundos. Seguro que éste era más largo.

Lina lo podría haber soportado si hubiera estado sola. Pero la idea de que Poppy se hubiera perdido no la podía soportar. Y se había perdido porque ella había estado prestando más atención a una caja de lápices. ¡Había sido tan egoísta y avariciosa! ¡Ahora lo sentía tanto! Se obligó a dar otro paso. Pero, de repente, pensó: «¿Y si lo que estoy haciendo es alejarme de Poppy?». Comenzó a temblar y sintió que algo en su interior se hundía y se disolvía: la sensación de que iba a llorar. Las piernas se le aflojaron como papel mojado y se desplomó hasta quedar sentada en la calle, con la cabeza entre las rodillas. Temblando, con la cabeza envuelta en un remolino de terror, esperó.

Pasó una eternidad. A la izquierda, alguien sollozó. Una puerta se cerró de golpe. Alguien avanzó y paró de repente. En la mente de Lina se formó el principio de la más terrible pregunta: «¿Y si las luces nunca…?». Puso los brazos entre las rodillas y detuvo la pregunta. «Volved, luces —se dijo—. Volved, volved, volved.»

Y de repente volvieron.

Lina se levantó de un salto. La calle estaba ahí, y la gente miraba hacia arriba con la boca abierta. A su alrededor, las personas comenzaron a llorar, a gemir y a sonreír en señal de alivio. Y de pronto, todos comenzaron a darse prisa, moviéndose con rapidez, para llegar a la seguridad de su hogar en caso de que volviera a ocurrir lo mismo.

Lina corrió hacia la plaza Greengate, parando a todo aquel que veía.

—¿Ha visto a una niña pequeña caminando sola antes de que se apagaran las luces? —preguntaba—. ¿Con una chaqueta verde con capucha? —Pero nadie quería escucharla.

En un lado de la calle Bee, junto a la plaza, había varias personas, hablando a la vez y moviendo los brazos. Lina se detuvo y les preguntó.

Ellos pararon de hablar y la miraron.

—¿Cómo quieres que viéramos nada? No había luz —dijo Nammy Proggs, una viejecita diminuta que tenía la espalda tan encorvada que para mirar hacia arriba tenía que girar la cabeza.

Lina dijo:

—No, se perdió antes de que las luces se apagaran. Se alejó de mi lado. Puede que haya venido en esta dirección.

—Hay que prestar atención a los bebés —la regañó Nammy Proggs.

—Los bebés necesitan que los vigilen —dijo una de las mujeres que había estado cantando con los creyentes.

—¿Una niña pequeña? ¿Con una chaqueta verde? —dijo otra persona. Se acercó a una tienda con la puerta abierta y gritó—: ¿Tienes a ese bebé ahí dentro?

Del interior salió alguien llevando a Poppy de la mano.

Lina corrió hacia ella y la levantó. Poppy comenzó a aullar.

—Ahora estás bien —dijo Lina, abrazándola con fuerza—. No te preocupes, cariño. Te perdiste un momento, pero ahora estás bien. Yo te cuido, no te preocupes.

Cuando levantó la vista para dar las gracias a la persona que la había encontrado, topó con una cara conocida. Se trataba de Doon. Tenía el mismo aspecto que la última vez que lo había visto, aunque su pelo tenía peor pinta. Llevaba la misma chaqueta holgada marrón de siempre.

—Iba caminando sola por la calle —dijo él—. Nadie sabía de quién era, así que la metí en la tienda de mi padre.

—Es mía —dijo Lina—. Es mi hermana. Me asusté tanto cuando pensé que la había perdido… Se me ocurrió que se podía haber caído y haberse hecho mucho daño, o que se podía haber golpeado, o… De todas maneras, muchísimas gracias por haberla rescatado.

—Cualquiera hubiera hecho lo mismo —dijo Doon.

Frunció el ceño y miró hacia el suelo.

Poppy se había calmado y estaba acurrucada contra el pecho de Lina, con el pulgar en la boca.

—Y ¿cómo va el trabajo? —preguntó Lina—. ¿Las tuberías?

Doon se encogió de hombros.

—Bien —dijo—. Es interesante.

Lina esperó, pero parecía que era lo único que él iba a decir.

—Bueno, gracias otra vez —dijo.

Encaramó a Poppy sobre su espalda.

—Has tenido suerte de que Doon Harrow estuviera cerca —dijo Nammy Proggs, que los había estado observando de reojo—. Es un chico con buen corazón. Me arregla todo lo que se estropea en casa. —Siguió a Lina, cojeando, mientras blandía un dedo—. Más vale que vigiles mejor a esa niña —gritó.

—No deberías dejarla sola —añadió el flautista.

—Lo sé —dijo Lina—. Tienen razón.

Cuando llegó a casa, acostó a Poppy en la cama, en el dormitorio que compartían. La abuela estaba durmiendo la siesta en el comedor cuando se había producido el apagón, así que no se había enterado de nada. Lina le dijo que las luces se habían ido durante unos minutos, pero no mencionó nada de la desaparición de Poppy.

Más tarde, en su habitación, mientras Poppy dormía, sacó los dos lápices de su bolsillo. Ya no eran tan hermosos como antes. Mientras los sostenía en la mano, recordó la necesidad tan poderosa que había sentido en esa tienda polvorienta. Ese sentimiento se mezcló con el miedo, la vergüenza y la oscuridad.