UN día, cuando ya hacía varias semanas que Lina ejercía de mensajera, al llegar a casa descubrió que la abuela había tirado al suelo todos los cojines del sofá, había desgarrado la funda y estaba sacando pedazos del relleno.
—¿Qué haces? —gritó Lina.
La abuela levantó la vista. Algunas hebras del relleno se le habían quedado pegadas al vestido, y otras le colgaban del cabello.
—Algo se ha perdido —dijo—. Creo que podría estar aquí.
—¿Qué es lo que se ha perdido, abuela?
—No me acuerdo muy bien —dijo la anciana—. Algo importante.
—Pero, abuela, estás destrozando el sofá. ¿Dónde nos vamos a sentar?
La abuela tiró un poco más de la funda y sacó otro pedazo más de relleno.
—No importa —dijo—. Lo volveré a colocar más tarde.
—Hagámoslo ahora —dijo Lina—. No creo que nada se haya perdido ahí dentro.
—Eso tú no lo sabes —dijo la abuela, misteriosamente.
Pero se volvió a sentar; parecía cansada.
Lina empezó a poner orden en el caos.
—¿Dónde está la niña? —preguntó.
La abuela miró a Lina sin comprender.
—¿La niña?
—¿Te has olvidado de la niña?
—Ah, sí. Está… creo que está abajo, en la tienda.
—¿Sola?
Lina se levantó y corrió escaleras abajo. Encontró a Poppy sentada en el suelo de la tienda, enredada en una maraña de hilo amarillo. En cuanto vio a Lina, comenzó a aullar.
Lina la levantó y desenredó el hilo, mientras le hablaba con voz suave, a pesar de que estaba tan nerviosa que le temblaban las manos. Que la abuela se hubiera olvidado de la niña era algo peligroso. Poppy se podría haber caído por la escalera y haberse hecho mucho daño. Podría haber salido a la calle y haberse perdido. Últimamente la abuela se había vuelto muy olvidadiza, pero ésta era la primera vez que se había olvidado completamente de Poppy.
Cuando subieron la escalera, la abuela estaba arrodillada, juntando hebras de relleno y metiéndolas de nuevo en el sofá por el agujero que había hecho.
—No está aquí —dijo, con tristeza.
—¿Qué es lo que no está?
—Se perdió hace mucho tiempo —repuso la abuela—. Mi padre me lo contó.
Lina suspiró con impaciencia. Cada vez con más frecuencia, la mente de su abuela parecía quedarse atrapada en el pasado. Podía explicar las reglas del juego de las habichuelas, al que había jugado por última vez cuando tenía ocho años, o contar qué había pasado durante el Día de los Cantos cuando tenía doce años, o con quién había bailado en el baile de la plaza Cloving cuando tenía dieciséis, pero se olvidaba por completo de lo que había hecho anteayer.
—Le oyeron hablar de ello cuando murió —le dijo a Lina.
—¿A quién le oyeron hablar?
—A mi abuelo. El séptimo alcalde.
—¿Y qué le oyeron decir?
—Ah —respondió su abuela, con la mirada perdida—. Ése es el misterio. Dijo que no podía encontrarlo. «Ahora se ha perdido», dijo.
—Pero ¿a qué se refería?
—No lo sé.
Lina se dio por vencida. De todas maneras, no importaba. Probablemente, el pobre señor habría perdido un cepillo o el calcetín izquierdo. Pero por alguna razón, la historia había echado raíces en la mente de la abuela.
A la mañana siguiente, de camino al trabajo, Lina se detuvo en la casa de su vecina, Eveleen Murdo. La señora Murdo era enérgica, de complexión delgada y recta como un clavo, pero, a su adusta manera, era muy buena. Hasta hacía unos años, había regentado una tienda que vendía papel y lápices; pero cuando el papel y los lápices comenzaron a escasear, su tienda cerró. Ahora pasaba los días sentada junto a la ventana superior de su casa, mirando a la gente con sus ojos penetrantes. Lina le habló a la señora Murdo de los olvidos de su abuela.
—¿Podría ir a verla de vez en cuando y comprobar que todo está bien? —le preguntó.
—Claro que sí, por supuesto —dijo la señora Murdo, asintiendo dos veces, con firmeza.
Lina se fue, sintiéndose mejor.
* * *
Ese día, Lina recibió un mensaje de parte de Arbin Swinn, el director del mercado de verduras de la calle Callay, para la amiga de Lina, Clary, la directora del invernadero. Lina se puso contenta de poder entregar ese mensaje, aunque la alegría estaba mezclada con algo de tristeza, puesto que su padre había trabajado en el invernadero. Le resultaba extraño no verle allí.
Los cinco invernaderos producían todos los alimentos frescos de Las Ascuas. Estaban situados más allá de la plaza Greengate, en el extremo este de la ciudad. Además de los invernaderos, allí no había otra cosa que montones de basura y colinas enmohecidas y malolientes ubicadas sobre un terreno rocoso, e iluminadas por algunos focos situados sobre postes.
Por aquel lugar no solía ir nadie que no fueran los recolectores de basura, que la tiraban allí. De vez en cuando iba algún grupo de niños a jugar. Hacían carreras por los lados de los montículos y se tiraban rodando por la pendiente.
Lina y Lizzie solían ir cuando eran pequeñas. De vez en cuando encontraban algún tesoro: una lata vacía, un sombrero viejo o un plato roto. Ahora ya no. Ahora había guardias apostados en los montículos de basura para asegurarse de que nadie husmeaba por allí. Cada día, un grupo de gente inspeccionaba metódicamente los montones de basura en busca de algo que pudiera resultar útil. Regresaban con patas de sillas rotas que podían servir para reparar marcos de ventana, clavos torcidos que podían convertirse en ganchos para la ropa, e incluso trapos asquerosos, llenos de suciedad, que podían limpiarse y usarse para tapar agujeros de cortinas o edredones. Lina nunca había pensado en los filtradores de basura, pero ahora se preguntó si estarían allí porque Las Ascuas se estaba quedando realmente sin nada.
Más allá de las montañas de basura, no había nada. Es decir, sólo las Regiones Desconocidas, donde la oscuridad era absoluta.
Desde el final de la calle Diggery, Lina pudo ver los invernaderos, largos y bajos. Parecían enormes latas, abiertas por la mitad y tendidas de lado. Su respiración se aceleró un poco. De alguna manera, los invernaderos eran su hogar. Sabía que seguramente encontraría a Clary en algún sitio cerca del invernadero 1, donde estaba la oficina, así que se dirigió primero hacia allí. Junto a la puerta había un pequeño cobertizo; Lina miró en su interior, pero sólo vio rastrillos y palas, así que abrió la puerta del invernadero. El aire cálido y con olor a tierra la invadió, y todo el amor que sentía por ese sitio regresó. Por costumbre, miró en dirección al techo, como si pudiera llegar a ver a su padre, subido a la escalera, haciendo pequeños ajustes al sistema de riego, los indicadores de temperatura y las luces.
La luz en el invernadero era más blanca que la luz amarillenta de las farolas de Las Ascuas. Provenía de unos tubos largos que recorrían el techo. En esa luz, las hojas de las plantas eran de un verde tan brillante que a Lina casi le dolían los ojos. En los días en los que había ido con su padre, había pasado horas vagando por los caminos de grava situados junto a los viveros de plantas, oliendo las hojas, metiendo los dedos en la tierra y aprendiendo a diferenciar las plantas por el aspecto y el olor. Estaban las judías y los guisantes, con sus zarcillos ensortijados, las espinacas, de color verde oscuro, las escarolas y las coles, pálidas y duras, algunas tan grandes como cabezas de bebés acabados de nacer. Lo que más le gustaba era frotar las hojas de las tomateras con los dedos y aspirar el olor acre, similar al polvo.
Había un camino recto y largo que llevaba de un extremo a otro del edificio. A mitad del camino estaba Clary, arrodillada junto a un vivero de zanahorias. Lina corrió hacia ella y Clary sonrió, se sacudió la tierra de las manos y se levantó.
Clary era alta y sólida, con manos grandes y nudillos huesudos. Tenía una mandíbula y unos hombros cuadrados, y el pelo castaño cortado de forma recta, muy corto. Por su aspecto podía dar la impresión de ser una persona huraña y antipática, pero su carácter era justamente el contrario. «Se siente mucho más cómoda con las plantas que con las personas», solía decir el padre de Lina. Era fuerte pero tímida, con muchos conocimientos pero pocas palabras. A Lina siempre le había gustado. Incluso cuando era pequeña, Clary no la había tratado como un bebé, sino que le había dado cosas que hacer, como tirar de las zanahorias o sacar los bichos de las coles. Después de la muerte de los padres de Lina, ésta había ido a ver a Clary muchas veces, para hablar con ella o simplemente para trabajar silenciosamente a su lado. Clary siempre era amable con Lina, y trabajar con las plantas la distraía de su dolor.
—Bueno —dijo Clary, sonriendo a Lina. Se limpió las manos en los pantalones, ya sucios, y volvió a sonreír. Finalmente dijo—: Eres mensajera.
—Sí —respondió Lina—, y tengo un mensaje para ti. Es de Arbin Swinn: «Por favor, añade cuatro cajas más al pedido: dos de patatas y dos de coles».
Clary frunció el ceño.
—No puedo hacer eso —dijo—. Le puedo mandar las coles, pero sólo le puedo enviar una caja pequeña de patatas.
—¿Por qué? —preguntó Lina.
—Parece que tenemos una especie de problema con las patatas.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Lina.
Clary tenía la costumbre de responder las preguntas de la manera más breve posible. Había que seguir preguntándole y preguntándole hasta que entendía que realmente uno quería saber qué pasaba y no estaba simplemente siendo educado. Entonces Clary empezaba a explicar, y uno podía ver cuántas cosas sabía en realidad y cuánto le gustaba su trabajo.
—Te lo enseñaré —le dijo. Guió a Lina hasta un vivero en el que las hojas verdes estaban moteadas de negro—. Es una plaga nueva. No la había visto antes. Cuando desentierras las patatas, supuran líquido, están blandas y apestan. Voy a tener que tirar todas las de este vivero. Sólo algunas macetas no están infectadas.
La mayoría de la gente de Las Ascuas consumía patatas con cada comida: hervidas, asadas, cocidas, en puré… También las habían comido fritas, antes de que se terminara el aceite para cocinar.
—Me daría mucha rabia si no pudiéramos comer más patatas —dijo Lina.
—A mí también —coincidió Clary.
Se sentaron en el borde del vivero de las patatas y charlaron durante un rato, sobre la abuela de Lina y la niña, sobre el problema que tenía Clary con las colmenas y sobre el sistema de riego del invernadero.
—No funciona bien desde… —Clary titubeó y miró de soslayo a Lina—. Hace mucho tiempo —dijo.
Lo que en realidad no quería decir era «desde que murió tu padre». Lina lo comprendió.
Se levantó.
—Debería irme. Tengo que llevarle la respuesta a Arbin Swinn.
—Espero que vuelvas —dijo Clary—. Puedes hacerlo siempre que quieras.
Lina le dio las gracias y se dio la vuelta para marcharse. Pero a la salida del invernadero, se oyeron pasos rápidos y unos sollozos altos y extraños. O más bien, lo que oyó fueron unos sollozos seguidos de unos gemidos, más sollozos, un grito y otra vez sollozos, esta vez más altos. Miró hacia el fondo de los invernaderos, donde había montones de basura.
—Clary —llamó—. Hay algo…
Clary salió y lo escuchó.
—¿Lo oyes?
—Sí —dijo Clary. Frunció el ceño—. Me temo que es… alguien que… —Miró detenidamente en dirección a los sollozos—. Sí, aquí viene. —Con una de sus fuertes manos agarró el hombro de Lina durante un instante—. Será mejor que te vayas —dijo—. Yo me encargo de esto.
—Pero ¿de qué se trata?
—No importa. Vete.
Pero Lina quería verlo. Una vez que Clary se hubo marchado, se escondió detrás del cobertizo y desde allí se puso a observar.
El sonido se acercó. Detrás de los montículos de basura apareció una figura. Se trataba de un hombre que corría y tropezaba con los brazos colgando a los lados. Parecía estar a punto de desplomarse, como si apenas se tuviera en pie. De hecho, cuando estuvo más cerca, se cayó. Tropezó con una manguera y cayó al suelo. Pareció como si sus huesos se hubieran desintegrado.
Clary se agachó y le dijo algo al oído, en una voz demasiado débil para que Lina pudiera oírlo.
El hombre resoplaba. Cuando se dio la vuelta y se sentó, Lina pudo ver que tenía la cara llena de rasguños y la mirada completamente desorbitada por el miedo. Sus sollozos se habían convertido en hipo. Lina lo reconoció: se trataba de Sadge Merrall, uno de los empleados del depósito de suministros. Era un hombre callado, de cara alargada, que siempre parecía estar preocupado.
Clary le ayudó a levantarse. Los dos caminaron lentamente hacia el invernadero y, a medida que se acercaban,
Lina pudo oír lo que decía el hombre. Hablaba muy deprisa, con voz débil y temblorosa, y apenas paraba para respirar.
—… estaba seguro de que podía hacerlo. Me dije a mí mismo: «Un paso tras otro, eso es todo, uno tras otro». Sabía que estaría oscuro. ¿Quién no sabe eso? Pero pensé: «La oscuridad no puede hacerme daño. Seguiré caminando».
Se tambaleó y se apoyó en Clary.
—Cuidado —dijo Clary.
Llegaron a la puerta del invernadero; Clary intentó abrirla, pero no podía. Sin pensarlo dos veces, Lina salió desde detrás del cobertizo y la abrió. Clary le echó una mirada rápida con el ceño fruncido, pero no dijo nada.
Sadge no dejó de hablar:
—… pero cuanto más lejos iba, más oscuro estaba, y no se puede caminar por la oscuridad total, ¿verdad? Es como tener una pared delante de ti. Seguía dándome la vuelta para mirar las luces de la ciudad, porque era todo lo que se podía ver, y me decía a mí mismo: «No mires atrás, sigue avanzando». Pero tropezaba y me caía todo el rato… El suelo es agreste por allí, y me raspé las manos.
Levantó una mano y miró los rasguños rojizos, de los que brotaban gotas de sangre.
Le llevaron al despacho de Clary y le sentaron en una silla. Él siguió divagando.
—«Sé valiente», me dije a mí mismo. Y seguí y seguí, hasta que de repente, pensé: «¡Aquí podría haber cualquier cosa! Podría haber un abismo de mil metros de profundidad delante de mí. Podría haber algo que muerda… he oído las historias… ratas enormes, grandes como cubos de basura…». Tenía que salir de allí. Así que me di la vuelta y corrí.
—No importa. Ahora estás bien. Lina, tráele un poco de agua.
Lina encontró una taza y la llenó en el fregadero del rincón. Sadge la cogió con las manos temblorosas y se la bebió de un trago.
—¿Qué estabas buscando? —preguntó Lina.
Sabía lo que ella buscaría si hubiera salido hacia allí. Lo había pensado infinidad de veces.
Sadge la miró. Parecía no poder entender la pregunta. Finalmente dijo:
—Estaba buscando algo que pudiera ayudarnos.
—¿Algo como qué?
—No lo sé. Una escalera que llevara a algún sitio. O un edificio lleno de… cosas útiles.
—¿Y no encontraste nada? ¿No viste nada? —preguntó Lina con decepción.
—¡Nada! ¡Nada! ¡Ahí fuera no hay nada! —Su voz se convirtió en un grito y su mirada volvió a ser de desesperación—. O, si hay algo, nunca lo encontraremos. ¡Nunca! Al menos, no sin luz. —Volvió a inspirar, de manera larga y temblorosa. Miró al suelo durante un rato y después se levantó—. Creo que ya estoy bien. Me voy.
Con pasos dubitativos, bajó el camino y salió por la puerta.
—Bueno —dijo Clary—. Siento que esto haya pasado mientras tú estabas aquí. Tenía miedo de que te asustaras, por eso te dije que te fueras.
Pero Lina no estaba llena de temor, sino de preguntas. Había oído historias de gente que había intentado adentrarse en las Regiones Desconocidas. Incluso ella misma se lo había planteado, y se había cuestionado las mismas cosas que Sadge. Se había imaginado aventurándose por la oscuridad hasta encontrar un muro, en el que habría una puerta que la conduciría por un túnel. Al final de ese túnel habría otra ciudad, la ciudad de la luz con la que Lina soñaba. Todo lo que le hacía falta era el valor para alejarse de Las Ascuas y adentrarse en la oscuridad, y seguir caminando.
Habría sido posible si se pudiera llevar una luz que le mostrara el camino. Pero en Las Ascuas no había luces que se pudieran transportar. Las luces exteriores estaban fijas a los postes o a los tejados de las casas, mientras que las interiores estaban adosadas al techo o tenían cables que había que enchufar. A lo largo de la historia de Las Ascuas, muchas personas inteligentes habían intentado inventar una luz portátil, pero todas habían fracasado. Un hombre había logrado prender un palo de madera tras mantenerlo pegado al hornillo eléctrico de su cocina. Corrió a través de la ciudad con el palo ardiendo, con la intención de usarlo como iluminación en su viaje. Pero para cuando hubo llegado a los montículos de basura, la antorcha se había apagado. Otras personas tomaron nota de esa idea. Una mujer que vivía en la calle Dedlock, muy cerca del límite de la ciudad, llegó a adentrarse en las Regiones Desconocidas con un palo ardiendo. Pero el palo se consumió enseguida, y antes de que llegara muy lejos, la llama le chamuscó las manos y tuvo que tirarlo. Todo aquel que se había aventurado en las Regiones Desconocidas había vuelto al cabo de unas horas, sin obtener ningún resultado.
Lina y Clary se quedaron junto a la puerta abierta del invernadero, mirando cómo Sadge arrastraba los pies en dirección a la ciudad. A medida que se acercaba a los montículos de basura, los dos guardias que habían estado sentados en el suelo se incorporaron. Se acercaron a Sadge y cada uno lo tomó de un brazo.
—Uy —exclamó Clary—. Esos guardias se pasan el día buscando problemas.
—Pero Sadge no ha quebrantado ninguna ley —dijo Lina.
—Eso no importa. Necesitan hacer algo. Se divertirán un rato asustándole. —Uno de los guardias agitaba el dedo frente a Sadge y le decía algo en una voz tan alta que Lina casi podía oírlo—. Pobre hombre —dijo Clary, suspirando—. Ya es el cuarto este año.
Ahora los guardias se llevaban a Sadge, custodiándolo uno a cada lado. Entre ellos, Sadge parecía pequeño, débil y sin fuerzas.
—¿Qué crees que hay en las Regiones Desconocidas, Clary?
Clary miró al suelo, donde la luz del invernadero proyectaba sombras largas y estiradas entre ellas.
—No lo sé. Nada, supongo.
—¿Y crees que las luces de Las Ascuas son las únicas que hay en un mundo oscuro?
Clary suspiró.
—No lo sé —dijo.
Miró a Lina durante largo rato. Lina pensó que sus ojos parecían un poco tristes. Eran de un castaño profundo, casi del mismo color que la tierra de las macetas.
Clary se metió la mano en el bolsillo y sacó algo.
—Mira —le dijo. En la palma de su mano había una judía blanca—. Hay algo en esta semilla que sabe cómo hacer una planta de judías. ¿Cómo lo sabe?
—No lo sé —repuso Lina, mirando la judía blanca y chata.
—Lo sabe porque tiene vida en su interior —dijo Clary—. Pero ¿de dónde viene esa vida? ¿Qué es la vida?
Lina veía que las palabras se estaban acumulando en el interior de Clary. Tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas.
—Piensa en una lámpara, por ejemplo. Cuando la enchufas, de alguna manera se llena de vida. Se enciende. Eso es porque está conectada a un cable que a su vez está conectado al generador, que produce la electricidad, aunque no me preguntes de qué manera. Pero una judía no está conectada a nada. Y la gente tampoco. No tenemos enchufes ni cables conectados a generadores. Lo que hace que los seres vivos funcionen está en su interior. —Sus cejas oscuras se unieron por encima de los ojos—. Lo que quiero decir —finalizó— es que hay algo que no acabamos de entender. Dicen que los Constructores hicieron la ciudad. Pero ¿quién hizo a los Constructores? ¿Quién nos hizo a nosotros? Creo que la respuesta debe de estar en algún lugar fuera de Las Ascuas.
—¿En las Regiones Desconocidas?
—Puede ser. Quizá no. No lo sé.
Se frotó las manos como diciendo «es hora de volver a trabajar».
—Clary —dijo Lina, con rapidez—. Esto es lo que yo creo. —Su corazón se aceleró. Nunca había hablado de eso—. En mi cabeza, yo veo otra ciudad. —Lina observó, para ver si Clary se reía o sonreía demasiado. Como no lo hizo, continuó—: No es como Las Ascuas; es blanca y reluce. Los edificios son altos y parece que brillan. Todo es luminoso, no solamente en su interior sino también por fuera; incluso el cielo brilla. Sé que está sólo en mi imaginación, pero la siento de manera muy real. Creo que es real.
—Mmm —dijo Clary—. Y ¿dónde estaría esa ciudad?
—Eso es lo que no sé. O no sé cómo llegar a ella. Se me ocurre que puede haber una puerta en algún sitio, quizá en las Regiones Desconocidas: una puerta que sale de Las Ascuas y, tras la puerta, una carretera.
Clary se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Tengo que volver al trabajo. Pero toma esto. —Le dio a Lina la semilla de judía, cogió una maceta de una estantería y metió un poco de tierra dentro. Le dio la maceta a Lina y le dijo—: Mete la judía aquí y échale agua cada día. Parece que no es nada, solamente una pequeña piedra blanca, pero aquí dentro hay vida. Eso debe de ser algún tipo de pista, ¿no crees? Si pudiéramos entender cómo funciona…
Lina cogió la semilla y la maceta.
—Gracias —dijo.
Quería darle un abrazo a Clary, pero no lo hizo, por si la avergonzaba. En vez de eso, le dijo adiós y volvió corriendo a la ciudad.