Capítulo 3
Bajo Las Ascuas

AQUELLA mañana, Doon había llegado a las tuberías lleno de expectativas. Éste era el mundo del trabajo serio, donde por fin tendría la oportunidad de hacer algo útil. Ahora podría aplicar todo lo que había aprendido en la escuela, lo que le había enseñado su padre y lo que había investigado por su cuenta.

Abrió las pesadas puertas de las tuberías y entró. El aire olía fuertemente a humedad y a goma enmohecida, y le resultaba un olor agradable e interesante. Caminó por un pasillo en cuyas paredes colgaban perchas con impermeables amarillos. Al final del pasillo encontró una habitación llena de gente. Algunas personas permanecían sentadas en los bancos, poniéndose unas botas de goma que les llegaban a las rodillas, mientras que otros se introducían penosamente en los impermeables o se abrochaban cinturones de herramientas. Un clamor estridente llenó la habitación. Doon observó todo desde la entrada, deseoso de participar pero sin saber muy bien qué hacer.

Un momento más tarde, un hombre emergió de entre la muchedumbre y le tendió la mano.

—Lister Munk, director de tuberías —dijo—. Tú eres el chico nuevo, ¿verdad? ¿Qué talla de pie calzas? ¿Grande, mediana o pequeña?

—Mediana —respondió Doon.

Lister le buscó un impermeable y un par de botas. Las botas eran tan viejas que la goma verde estaba agrietada por todas partes, como si estuviera cubierta de telarañas. También le dio un arnés de herramientas que contenía llaves inglesas, martillos, bobinas de alambre y cinta, y tubos llenos de una especie de pegote negro.

—Hoy estarás en el túnel 97 —dijo Lister—. Arlin Froll bajará contigo y te enseñará qué es lo que tienes que hacer. —Señaló a una chica bajita, de aspecto delicado, con una trenza de un rubio muy claro que descendía por su espalda—. Puede que no tenga la pinta de ser una experta, pero lo es.

Doon se abrochó el arnés en la cintura y se puso el impermeable. Éste, por alguna razón, olía a pies sudorosos.

—Por aquí —le dijo Arlin, sin saludar ni sonreír.

Zigzagueó a través de la multitud de trabajadores hasta llegar a una puerta con un cartel en el que se leía «ESCALERA» y la abrió.

Los escalones de piedra descendían a tal profundidad que Doon no podía ver el final. A cada lado se levantaban paredes de piedra rojiza, que brillaban por la humedad. No había pasamanos. Un alambre recorría el techo, del que colgaban, a intervalos, bombillas sueltas. El agua formaba charcos en los huecos, producto de años de erosión de la piedra por el paso de la gente.

Comenzaron a bajar. Doon se concentró en sus pies, ya que las aparatosas botas hacían que le fuera muy difícil no tambalearse. Mientras avanzaban hacia las profundidades, comenzó a oír un leve rugido, tan leve que le parecía escucharlo más con el estómago que con los oídos. El ruido aumentó y aumentó. ¿Sería, quizá, un aparato de algún tipo? ¿Sería el generador?

La escalera terminó frente a una puerta que indicaba «TÚNEL PRINCIPAL». Arlin la abrió, y mientras avanzaban, Doon se dio cuenta de que el sonido que había estado oyendo no era el de una máquina. Era el río.

Permaneció quieto, observando. Como la mayoría de la gente, nunca había estado del todo seguro de qué era un río. Sabía que se trataba de agua que, de algún modo, fluía sola. Había imaginado que se trataría de algo parecido a la pequeña corriente clara que salía del grifo de la cocina, sólo que más, grande y horizontal, en vez de vertical. Pero esto era enteramente distinto: no se trataba de una corriente de agua, sino de infinitas toneladas pasando ante él. El río, tan ancho como la calle más ancha de Las Ascuas, se arremolinaba, descendiendo y agitándose, y su superficie turbulenta se asemejaba a un cristal líquido negro, salpicado de motas de luz. Doon nunca había visto nada que se moviera tan rápido, y jamás había oído nada parecido a ese ruido atronador, que casi hacía que se le parara el corazón.

Estaban situados en un camino de dos metros de ancho, paralelo al río y que avanzaba en ambas direcciones, en un tramo del que Doon no podía ver el final. En la pared que seguía el camino había unas aberturas. «Deben de llevar a los túneles que se ramifican bajo la ciudad», pensó Doon. En el techo arqueado había una serie de bombillas similares a las del pasillo.

Doon sabía que estaba situado bajo la zona norte de Las Ascuas. En el colegio les enseñaban a recordar las direcciones de la siguiente manera: el norte era la dirección del río; el sur era la dirección de los invernaderos; el este era la dirección de la escuela, y el oeste la dirección que quedaba, porque hacia allí no había nada de interés. Todos los túneles de las tuberías eran ramificaciones del túnel principal, que se dirigía en dirección sur, hacia la ciudad.

Arlin se acercó a Doon y le gritó al oído:

—Primero iremos al inicio del río.

Lo llevó por el túnel principal durante un largo rato. Pasaron a otras personas vestidas con impermeable amarillo, que saludaron a Arlin con un gesto y observaron a Doon con curiosidad. Tras unos quince minutos, llegaron al límite este de las tuberías. El río brotaba de un abismo profundo, situado en el suelo, y se arremolinaba tan violentamente que el agua oscura se tornaba blanca y llenaba el aire con un rocío que mojaba la cara de Doon.

En la pared situada a su derecha había una ancha puerta doble.

—¿Ves esa puerta? —gritó Arlin, mientras señalaba.

—Sí —respondió Doon con otro grito.

—Ésa es la sala del generador.

—¿Podemos entrar?

—¡Claro que no! —dijo Arlin—. Necesitas un permiso especial. —Señaló el túnel principal—. Ahora iremos al final del río —dijo.

Lo condujo de vuelta, pasando la puerta de la escalera, hasta el extremo oeste de las tuberías. Allí el río iba a parar a una abertura enorme en la pared y se desvanecía en la oscuridad.

—¿Adónde va? —preguntó Doon.

Arlin se encogió de hombros.

—De vuelta al suelo, supongo. Ahora vayamos al túnel 97 y pongámonos a trabajar. —Sacó un papel doblado de su bolsillo—. Éste es el mapa —dijo—. También tienes uno en tu bolsillo. Tienes que usar el mapa para poder situarte.

A Doon, el mapa le recordaba a un enorme ciempiés: el río se arqueaba al principio de la página como el cuerpo del ciempiés, mientras que los túneles colgaban de él como si se trataran de cientos de patas muy largas que se enredaban entre sí.

Para llegar al túnel 97 siguieron una ruta complicada a través de pasajes en los que se alineaban tuberías cuarteadas y herrumbrosas, que transportaban el agua a los edificios de Las Ascuas. El suelo del túnel estaba plagado de charcos y el agua marrón goteaba por las paredes. El techo, como el del túnel principal, estaba iluminado mediante una serie de bombillas acordonadas que daban una luz tenue. Doon ocupó la mente calculando a cuánta profundidad estaría de la superficie. «Desde el río al techo del túnel principal debe de haber unos nueve metros», pensó. Encima se situaban los almacenes, que debían de medir al menos seis metros de altura. Eso implicaba que estaba a quince metros bajo tierra y que por encima de él había toneladas de roca y edificios. La idea hacía que sus hombros se pusieran rígidos. Alzó la vista rápidamente, como si el peso pudiera desplomarse sobre su cabeza.

—Aquí estamos —dijo Arlin. Estaba junto a una ranura que escupía agua directamente de la pared—. Debemos cerrar la válvula de apertura, sacar la tubería, poner un conector nuevo y volver a empalmar la tubería.

Usando las llaves inglesas, los martillos, las arandelas y el pegote negro, lograron llevar a cabo la tarea, pero acabaron empapados y les llevó toda la mañana. Doon comprobó que el estado de la ciudad era peor de lo que había sospechado. No sólo las luces se averiaban y los suministros estaban a punto de acabarse, sino que el sistema de agua corriente se estaba viniendo abajo. La ciudad entera se desmoronaba y ¿qué hacía la gente al respecto?

Pero Doon se puso manos a la obra en cuanto Arlin desapareció. Usando el mapa, encontró el camino de vuelta al túnel principal y se dirigió rápidamente al límite este. No iba a esperar a que le dieran un permiso especial para ver el generador. Estaba bastante seguro de que podría encontrar una manera de entrar por su cuenta, y así fue. Simplemente permaneció junto a la puerta esperando a que alguien saliera. Muy pronto la puerta se abrió y apareció una mujer robusta que llevaba una bolsa de comida y que se alejó caminando, sin percatarse de su presencia. Antes de que la puerta se volviera a cerrar, Doon se deslizó en el interior.

Le recibió un estruendo tan espantoso, que tuvo que retroceder unos pasos. El ruido era como un gruñido ensordecedor, chirriante y muy agudo, que se mezclaba con un sonido ronco y un profundo resoplido, muy hondo. Doon se llevó las manos a las orejas y se adelantó un poco. Frente a él se encontraba una gigantesca máquina negra, de dos pisos de altura. Vibraba con tal intensidad, que parecía que fuera a explotar en cualquier momento. A su alrededor, se ajetreaban varias personas con orejeras protectoras. Nadie le vio entrar.

Doon dio un toquecito en el hombro a una de ellas, que se dio la vuelta sobresaltada. Vio que se trataba de un hombre mayor, con una cara morena marcada por las arrugas.

—¡Quiero aprender cosas del generador! —gritó Doon, pese a que más le hubiera valido ahorrarse el esfuerzo.

Nadie le podía oír con aquel tumulto. El viejo lo miró, le hizo un gesto con la mano para que se fuera y volvió al trabajo.

Doon permaneció de pie, observando durante un rato. Junto a la enorme máquina había escaleras, con ruedas en la base. Los trabajadores las empujaban de un lado al otro y se subían a ellas para poder alcanzar las partes altas. Esparcidas por el suelo había latas y herramientas grasientas. Apoyados en las paredes había grandes cubos llenos de tornillos, tuercas, engranajes, palancas y tubos, apilados y ennegrecidos por el uso. Los trabajadores correteaban de los cubos al generador, o simplemente se quedaban parados, mirando temblar el aparato.

Tras unos minutos, Doon se marchó, horrorizado. Durante toda su vida se había dedicado a estudiar el funcionamiento de las cosas. Era una de sus ocupaciones favoritas. Podía desarmar un viejo reloj y recomponerlo hasta que quedara exactamente de la misma manera. Comprendía el funcionamiento de los grifos del lavabo. Había arreglado el váter muchas veces. Había construido un carro con ruedas a partir de una vieja butaca. Incluso tenía una ligera idea de cómo funcionaba la nevera. Se enorgullecía de su talento con la mecánica. Solamente había una cosa de la que no entendía nada: la electricidad. ¿Qué era esa energía que corría por los cables y llegaba a las bombillas? ¿De dónde venía? Había pensado que si pudiera echarle un vistazo al generador, tendría la pista que necesitaba. Desde allí, podría empezar a trabajar en una solución que mantendría vivas las luces de Las Ascuas.

Pero haber visto el generador le mostró lo iluso que era. Había esperado ver en funcionamiento algo que él entendiera: una rueda girando, una chispa que se encendía, algún cable que fuera de un sitio a otro. Pero ese monstruo estruendoso… Se preguntó si habría alguien que entendiera cómo funcionaba. Daba la impresión de que todo lo que hacían era intentar que no estallara.

Y resultó que tenía razón. Al terminar el día, cuando Doon estaba arriba, quitándose las botas y el impermeable, vio al viejo de la sala del generador y fue a hablar con él.

—¿Me puede explicar cosas del generador? ¿Cómo funciona? —le preguntó.

El viejo simplemente suspiró.

—Todo lo que sé es que el río lo hace funcionar.

—Pero ¿cómo?

El hombre se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Nuestro trabajo consiste en impedir que se averíe. Si una pieza se rompe, tenemos que reemplazarla por una nueva. Si una pieza se congela, la lubricamos.

Se pasó una mano por la frente con un gesto de cansancio, dejando una marca de grasa negra.

—Llevo veinte años trabajando en el generador. Siempre ha logrado seguir adelante, pero este año… No sé. Esta cosa parece averiarse a cada rato. —Esbozó una sonrisa irónica—. Aunque he oído que quizá se nos acaben las bombillas antes, así que no importará si el generador funciona o no.

Falta de bombillas, energía, tiempo… el desastre total estaba a la vuelta de la esquina. Eso era en lo que pensaba Doon cuando se detuvo frente al Salón de Reuniones y vio a Lina en el tejado. Se la veía tan libre y feliz allí arriba… Él no sabía qué hacía en el tejado, pero no le sorprendió. Era el tipo de cosas que hacía Lina, aparecer en los lugares más insospechados, y ahora que era mensajera, podía ir a todas partes. Pero ¿cómo podía estar de tan buen humor si todo se caía a pedazos?

Se dirigió a casa. Doon vivía con su padre en un apartamento de dos habitaciones situado encima de su tienda, en la plaza Greengate. La tienda, Artículos Pequeños, vendía todo tipo de cosas: clavos, alfileres, clips, resortes, tapas, picaportes, pedazos de alambre, fragmentos de vidrio, trozos de madera y otras cosas pequeñas que pudieran resultar de utilidad. La tienda de Artículos Pequeños parecía haber invadido el apartamento. En la sala, donde otra gente habría colocado una bonita tetera, unas calabazas o unos tomates en las repisas, había cubos, cajas y cestas llenos de artículos para la tienda que el padre de Doon había recogido pero aún no había organizado para la venta. A menudo, las cosas se caían y desparramaban por el suelo. Era fácil tropezar en el apartamento, y no resultaba una buena idea caminar descalzo.

Ese día Doon no se detuvo en la tienda para ver a su padre antes de subir la escalera. No estaba de humor para charlar. Apartó del sofá dos cubos llenos de cosas —tenían pinta de contener, en su mayoría, tacones para zapatos— y se dejó caer en los almohadones. Había sido un estúpido al pensar que entendería el funcionamiento del generador con sólo echarle un vistazo, cuando había gente que llevaba trabajando en él toda su vida. Debía admitir que lo cierto era que siempre se creía más inteligente que los demás. Había estado seguro de que podría aprender sobre electricidad y ayudar así a salvar la ciudad. Quería ser él quien lo hiciera. Había imaginado muchas veces una ceremonia en la plaza Harken, organizada para agradecerle haber salvado a Las Ascuas, con toda la población de la ciudad al completo y su padre, radiante, en primera fila. A lo largo de toda su vida, su padre le había dicho:

—Eres un buen chico, y eres listo. Algún día harás grandes cosas. Sé que las harás.

Pero hasta la fecha, Doon no había hecho demasiadas cosas grandiosas. Suspiraba por hacer algo realmente importante, como encontrar el secreto de la electricidad y ser recompensado por su descubrimiento ante la atenta mirada de su padre. El tipo de recompensa no importaba: bastaría con un pequeño certificado, o quizá una insignia que coser a su chaqueta.

Ahora estaba atrapado en la suciedad de las tuberías, remendando pedazos de éstas que perdían y se volvían a romper en cuestión de días. Era incluso más inútil y aburrido que ser mensajero. La idea le enfureció. Se incorporó, agarró un tacón de zapato de uno de los cubos que tenía a los pies y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia la puerta justo cuando ésta se abría. Doon oyó un golpe sordo y, al mismo tiempo, un fuerte «¡Ay!». Entonces vio aparecer por la puerta el rostro alargado y cansado de su padre.

La rabia de Doon se desvaneció.

—Padre, te he dado. Lo siento.

El padre de Doon se frotó la cabeza. Era un hombre alto, calvo como una patata pelada, con una frente amplia y una barbilla alargada. Sus ojos grises tenían una expresión amable, aunque un tanto desconcertada.

—Me has dado en la oreja —dijo—. ¿Qué ha sido eso?

—Me he enfadado durante un segundo —dijo Doon—. He tirado uno de esos viejos tacones.

—Ya lo veo —dijo su padre. Apartó unos tapones de botella que había sobre una silla y se sentó—. Hijo, ¿tiene esto algo que ver con tu primer día de trabajo?

—Sí —contestó Doon.

Su padre asintió.

—¿Por qué no me lo cuentas? —le dijo.

Doon se lo explicó. Cuando hubo terminado, su padre se pasó la mano por la calva, como si pretendiera alisar los cabellos que no tenía. Suspiró.

—Bueno —dijo—, suena mal, debo admitirlo. Especialmente lo del generador: eso sí que son malas noticias. Pero lo de las tuberías, bueno, es la tarea que te ha sido asignada y no hay nada que hacer. Lo que toca es lo que toca. Lo que hagas con lo que te toca, en cambio… es quizá la cuestión verdaderamente importante, ¿no crees?

Miró a Doon y sonrió, con algo de tristeza.

—Supongo —dijo Doon—. Pero ¿qué puedo hacer?

—No sé —dijo su padre—. Pero ya se te ocurrirá algo. Eres un chico listo. Lo principal es prestar atención. Fíjate en todo, incluso en aquello en lo que los demás no se fijan. Así sabrás lo que nadie más sabe, y eso siempre es de utilidad.

Se quitó el abrigo y lo colgó de un gancho en la pared.

—¿Cómo está el gusano? —preguntó.

—Todavía no he ido a verlo —respondió Doon.

Fue a su habitación y regresó con una pequeña caja de madera cubierta con una vieja bufanda. Puso la caja sobre la mesa, retiró la bufanda y él y su padre se acercaron para mirar en el interior.

En el fondo de la caja había un par de hojas de col mustias. Sobre una de ellas se encontraba un gusano de unos tres centímetros de largo. Unos días antes de que acabaran las clases, Doon había encontrado el gusano en el interior de una col que estaba cortando para la cena. Era de un color verde pálido, de tacto aterciopelado, muy suave, con diminutas patas regordetas.

A Doon siempre le habían fascinado los bichos. Había anotado sus observaciones sobre ellos en un libro que había titulado Cosas que reptan y vuelan. Cada una de las páginas estaba dividida en dos columnas. En la de la izquierda hacía los dibujos, con un lápiz tan afilado que la punta parecía una aguja. Dibujaba las alas de las polillas, con las ramificaciones de las venas; las patas de las arañas, que tenían pelos diminutos y pequeños piececitos a modo de garras; escarabajos, con sus antenas y armaduras relucientes. En la columna de la derecha escribía todo lo que observaba de cada criatura. Anotaba lo que comía, dónde dormía, dónde ponía los huevos y, si lo sabía, cuánto tiempo vivía.

Esto resultaba difícil con los animales que se movían muy rápidamente, como las arañas y las polillas. Para aprender sobre ellos, debía aprovechar cada momento del que disponía, ya que vivían en el exterior. Si los encerraba en una caja, se arrastraban durante unos días y luego morían.

Sin embargo, este gusano era distinto. Parecía totalmente feliz viviendo en la caja que Doon le había hecho. Hasta el momento, sólo había hecho tres cosas: comer, dormir (parecía dormir, aunque Doon no sabía realmente si el gusano cerraba los ojos… ni siquiera sabía si tenía ojos) y expulsar diminutas bolas de caca negra. Eso era todo.

—Hace cinco días que lo tengo —dijo Doon—. Ya es el doble de grande que cuando lo encontré. Se ha comido cinco centímetros cuadrados de hoja de col.

—¿Anotas todo eso?

Doon asintió.

—Quizá —dijo su padre— encuentres otros bichos interesantes en las tuberías.

—Quizá —respondió Doon.

Pero se dijo a sí mismo: «No, eso no es suficiente. No me puedo pasar el día vagando por las tuberías, frenando las pérdidas de agua, buscando bichos y pretendiendo que no hay una urgencia real. Tengo que encontrar algo importante que hacer ahí abajo, algo que sirva de ayuda. Tengo que hacerlo. Simplemente tengo que hacerlo».