LINA solía tomar diferentes rutas para realizar el trayecto entre el colegio y su casa. A veces, simplemente para cambiar, rodeaba toda la plaza Sparkswallow o pasaba por delante del taller de zapatos de la calle Liverie. Hoy, en cambio, tomó el camino más corto, ya que estaba deseosa de llegar a casa y explicar las novedades.
Corrió rápidamente y con facilidad a través de las calles de Las Ascuas. Cada esquina, cada callejón, cada edificio le eran familiares. Pese a que las calles eran todas muy parecidas, siempre sabía dónde se encontraba. Todas estaban delimitadas por viejos edificios de piedra de dos plantas, y las puertas y ventanas de madera llevaban años sin pintar. La planta baja solía estar ocupada por una tienda, mientras que la gente vivía en las plantas superiores. La parte alta de cada edificio, donde la pared se unía con el techo, estaba equipada con una hilera de focos, unas luces en forma de cono que emitían un fuerte haz amarillento.
Lina corrió junto a las paredes de piedra, las ventanas iluminadas y las sombras apagadas y desiguales. Sentía las piernas delgadas increíblemente fuertes, como la madera de un arco que se dobla y salta. Se escabullía de los obstáculos: muebles rotos apilados que quedaban como desechos o para ser recogidos por vagabundos, hornos y neveras que ya no tenían esperanza de ser reparados, y vendedores ambulantes sentados en el pavimento con sus mercancías desparramadas a su alrededor. Saltaba por encima de grietas y baches.
Cuando llegó a la calle Hafter, frenó un poco la marcha. Esta calle estaba inmersa en la oscuridad. Cuatro de las farolas se habían fundido y no habían sido reparadas. Por un segundo, Lina se acordó del rumor que corría sobre las bombillas, que decía que ciertas clases se habían agotado definitivamente. Estaba acostumbrada a la escasez de algunas cosas, como todo el mundo, pero ¡no a la de las bombillas! Si las bombillas de las farolas se terminaban, las únicas luces que quedarían serían las de los edificios. Y ¿qué pasaría entonces? ¿Cómo podría orientarse la gente en la oscuridad de las calles?
En algún lugar de su interior se agitó un gusano negro de terror. Pensó en el arrebato de furia de Doon en clase. ¿Podían estar las cosas tan mal como él decía? No quería creerlo. Apartó ese pensamiento de su mente.
Mientras giraba hacia la calle Budloe, volvió a acelerar. Adelantó a una cola de clientes que esperaban para entrar en el mercado de verduras, con las bolsas colgando del brazo. En la esquina de la calle Oliver, esquivó a un grupo de personas que acarreaban penosamente unos sacos para hacer la colada y a algunos trabajadores de mudanzas que se llevaban una mesa rota. Pasó junto a un barrendero que apartaba el polvo con su escoba. Y pensó: «Tengo tanta suerte de tener el trabajo que quiero. Y gracias a Doon Harrow, quién lo iba a decir».
Cuando eran más jóvenes, Lina y Doon habían sido amigos. Juntos habían explorado los callejones y los extremos mal iluminados de la ciudad. Pero en su cuarto año en la escuela, habían comenzado a distanciarse. Todo empezó un día a la hora del patio, cuando los niños de su clase jugaban en la escalera de la entrada de la escuela.
—Yo puedo bajar tres escalones de una vez —alardeaba alguien.
—¡Yo puedo bajar a la pata coja! —respondía otro.
Y los demás intervenían:
—¡Yo puedo hacer la vertical contra la columna!
—¡Yo puedo saltar al potro sobre el cubo de basura!
Cuando alguno de los alumnos hada algo, el resto lo repetía para demostrar que era capaz.
Lina lograba superar todos los retos, incluso cuando se volvieron más audaces. Ella gritó el más peligroso:
—¡Yo puedo subir al poste eléctrico!
Durante un segundo, todo el mundo la observó. Pero Lina atravesó la calle, se quitó los zapatos y los calcetines, y se abrazó al frío metal del poste. Empujándose con los pies descalzos, ascendió lentamente. Al poco de comenzar, perdió el equilibrio y volvió a quedar en el suelo. Los otros niños se rieron, y Lina también rió con ellos.
—No dije que subiría hasta el final —explicó—. Sólo dije que subiría.
Los otros niños se apiñaron para intentarlo también. Lizzie no se quería quitar los calcetines, decía que tenía demasiado frío en los pies, así que inevitablemente resbaló. Fordy Penn no era lo suficientemente fuerte para levantarse más de un palmo del suelo. Y el siguiente fue Doon. Se quitó los zapatos y los calcetines, y los dispuso cuidadosamente junto al poste. Acto seguido, anunció en su estilo serio:
—Subo hasta el final.
Se aferró al poste y comenzó a ascender, ayudándose de los pies, con las rodillas sobresaliéndole a los lados. Se impulsó hacia arriba y volvió a empujar, llegando más alto de lo que había conseguido Lina. Pero de repente, sus manos resbalaron y cayó en picado, aterrizando sobre el trasero, con las piernas disparadas hacia los lados. Lina se echó a reír. No debería haberlo hecho, ya que Doon podría haberse hecho daño. Pero su estado era tan cómico que no pudo evitarlo.
No estaba herido. Podría haberse levantado de un salto, sonreír y alejarse. Pero Doon no se tomaba las cosas a la ligera. Cuando oyó reír a Lina y los demás, su rostro se ensombreció, y comenzó a hervir de rabia.
—No te atrevas a reírte de mí —le espetó a Lina—. ¡Lo he hecho mejor que tú! Además, era una idea estúpida. Trepar al poste, menuda idiotez…
Mientras gritaba con la cara enrojecida, su profesora, la señorita Polster, se acercó a la escalera y lo vio. Lo agarró del cuello de la camisa y se lo llevó al despacho del director, donde recibió una reprimenda que no creía merecer.
Tras ese día, Lina y Doon apenas se miraban cuando se cruzaban por los pasillos. Al principio, porque estaban enfadados por lo que había pasado. A Doon no le gustaba que se rieran de él, y a Lina no le gustaba que le gritaran. Después de un tiempo, olvidaron el incidente del poste eléctrico, pero ya se habían desacostumbrado a ser amigos. Para cuando cumplieron los doce años, ya sólo eran compañeros de clase. Lina era amiga de Vindie Chance, Orly Gordon y, por encima de todo, de la pelirroja Lizzie Bisco, que podía correr casi tan rápido como Lina y hablar tres veces más deprisa.
Ahora, mientras Lina corría hacia su casa, se sintió tremendamente agradecida con Doon, y deseó que no le pasara nada en las tuberías. A lo mejor podrían volver a ser amigos. Le gustaría poder preguntarle sobre las tuberías. Sentía curiosidad.
Cuando llegó a la calle Greystone, pasó junto a Clary Laine, que probablemente se dirigía a los invernaderos. Clary le hizo señas y gritó:
—¿Qué trabajo?
A lo que Lina respondió:
—¡Mensajera!
Y siguió corriendo.
Lina vivía en la plaza Quillium, encima de la tienda de hilos que regentaba su abuela. Cuando llegó a la tienda, irrumpió por la puerta y exclamó:
—¡Abuela! ¡Soy mensajera!
La tienda de la abuela había sido en algún momento un sitio ordenado, donde cada carrete de hilo tenía su cubículo en la pared. Todos los hilos y carretes provenían de ropa vieja, por lo que ahora estaban demasiado gastados para que los usaran. La abuela deshacía jerséis y deshilachaba vestidos, chaquetas y pantalones; acto seguido hacía bolas con la lana y carretes con los hilos, que la gente compraba para confeccionar nuevas piezas de ropa.
En aquel entonces, la tienda era un caos. De los cubículos salían grandes lazos y hebras de hilos, y se mezclaban marrones, grises y púrpura con tonos en ocre, verde aceituna y azul oscuro. A menudo, los clientes de la abuela tenían que pasar media hora desenredando el hilo de color rojo herrumbre del hilo color marrón barro, o intentando encontrar la punta de un hilo en una maraña. La abuela no era de mucha ayuda. La mayor parte del tiempo lo pasaba tras el mostrador, en su mecedora.
Ahí estaba precisamente cuando irrumpió Lina con sus novedades. Lina se percató de que esa mañana la abuela se había olvidado de recogerse el pelo, por lo que tenía una mata blanca encrespada que saltaba en todas las direcciones.
La abuela se levantó con expresión desconcertada y dijo:
—Tú no eres mensajera, querida. Tú eres una estudiante.
—Pero, abuela, hoy era el Día del Nombramiento. Tengo trabajo. ¡Soy mensajera!
Los ojos de la abuela se iluminaron, y dio una palmada sobre el mostrador.
—¡Ya me acuerdo! —exclamó—. ¡Mensajera! ¡Un excelente trabajo! Serás una buena mensajera.
La hermana pequeña de Lina apareció tambaleándose por detrás del mostrador, dando sus primeros pasos. Tenía una cara redonda y unos redondos ojos castaños. En la parte superior de la cabeza le sobresalía un mechón de cabello castaño, atado con un retazo de hilo rojo. Se agarró a las rodillas de Lina y dijo:
—¡Güina! ¡Güina!
Lina se agachó y tomó las manos de la niña.
—¡Poppy! ¡Tu hermana mayor ha conseguido un buen trabajo! ¿Estás contenta, Poppy? ¿Estás orgullosa de mí?
Poppy dijo algo que sonó a «¡Tenta-tenta-tenta!». Lina rió, la levantó y bailó con ella por toda la tienda.
Lina quería tanto a su hermana pequeña que a veces sentía un dolor bajo las costillas. Ahora, la niña y la abuela eran toda su familia. Dos años atrás, cuando la enfermedad de la tos asoló otra vez la ciudad, su padre había muerto. Unos meses después, también murió su madre, al dar a luz a Poppy. Lina echaba tanto de menos a sus padres que sentía el mismo dolor bajo las costillas, con la diferencia de que en vez de ser un sentimiento de plenitud, era un dolor hueco.
—¿Cuándo empiezas? —preguntó la abuela.
—Mañana —respondió Lina—. Tengo que presentarme en la oficina de mensajeros a las ocho en punto.
—Serás una mensajera famosa —dijo la abuela—. Rápida y famosa.
Lina se llevó a Poppy de la tienda y subió la escalera hasta el apartamento. Era un lugar pequeño, de cuatro habitaciones, pero con suficientes cosas como para llenar veinte. Tenían objetos que habían pertenecido a los padres de Lina, a sus abuelos e incluso a sus tatarabuelos. Eran cosas rotas, viejas y astilladas que se habían remendado y reparado docenas y hasta centenares de veces. La gente de Las Ascuas rara vez tiraba nada. Solían buscarle un uso a todo lo que tenían.
En el apartamento de Lina, el suelo estaba cubierto de alfombras y mantas gastadas, por lo que caminar se convertía en una tarea agradable pero inestable. Apoyado contra una pared había un sofá hundido que tenía por patas unas bolas de madera. Sobre él se desparramaba un montón de mantas y almohadas; tantas, que había que dejar algunas en el suelo si lo que se quería era sentarse. En la pared opuesta había dos mesas que se tambaleaban, con un caos de platos, botellas, tazas y cuencos, tenedores y cucharas de varios juegos, pequeños montones de pedazos de papel, trozos de hilo enmarañados y algunos lápices pequeños y gruesos. Había cuatro lámparas: dos eran altas y estaban en el suelo, y las dos más pequeñas descansaban sobre las mesas. En hileras desiguales cercanas al techo se podían encontrar ganchos de los que colgaban abrigos, chales, jerséis y camisones; estanterías llenas de cacharros, tarros con etiquetas ilegibles y cajas con botones, alfileres y tachuelas.
Las zonas de las paredes libres de estantes habían sido decoradas con cosas bonitas: una etiqueta de una lata de melocotones, algunas flores amarillas de calabaza secas, una tira de tela lila gastada pero agradable. También había dibujos, que eran obra de la imaginación de Lina. Mostraban una ciudad parecida a Las Ascuas, pero con edificios más altos, iluminados y con más ventanas.
Uno de los dibujos había caído al suelo. Lina lo recogió y lo volvió a colgar. Permaneció de pie un minuto, contemplándolos todos. Había dibujado la misma ciudad una y otra vez. A veces la dibujaba como si la estuviera viendo desde lejos, mientras que otras veces había elegido uno de los edificios y lo había representado detalladamente. Dibujaba escaleras, farolas y carros. A veces intentaba dibujar a la gente que vivía en la ciudad, aunque no le salían bien las personas: eran demasiado difíciles de dibujar; siempre les quedaba la cabeza demasiado pequeña, y las manos parecían arañas. Uno de los dibujos representaba una escena en la que la gente de la ciudad la recibía cuando llegaba, porque era la primera persona que venía de otro lugar. Todos discutían para ver quién sería el primero que la invitaría a su casa.
Lina podía ver la ciudad con tanta claridad en su mente, que casi creía que era real; aunque sabía que eso no era posible. El libro de la ciudad de Las Ascuas, que todo alumno estudiaba en la escuela, explicaba que no podía ser. «Hace muchos años que los Constructores construyeron la ciudad de Las Ascuas para nosotros —decía el libro—. Es la única luz en un mundo oscuro. Más allá de Las Ascuas, la oscuridad continúa indefinidamente en todas direcciones.»
Lina había estado en la frontera exterior de Las Ascuas. Había permanecido parada en el límite, junto a los montones de basura, mirando fijamente hacia la oscuridad, más allá de la ciudad, hacia las Regiones Desconocidas. Nadie se había aventurado mucho en las Regiones Desconocidas, o al menos nadie que se hubiera adentrado mucho había regresado. Y tampoco nadie había llegado a Las Ascuas desde las Regiones Desconocidas. Por lo que se sabía, la oscuridad era infinita. Aun así, Lina quería que la otra ciudad existiera. En su imaginación, era tan hermosa y parecía tan real… A veces quería llegar a ella y llevarse a todos los ciudadanos de Las Ascuas consigo.
Pero ahora no pensaba en la otra ciudad. Hoy estaba contenta de estar donde estaba. Sentó a Poppy en el sofá.
—Quédate aquí —le dijo.
Fue hacia la cocina, donde había un hornillo eléctrico y una nevera estropeada en la que guardaban vasos y platos para que Poppy no pudiera acceder a ellos. Sobre la nevera había más estantes llenos de cacharros, cucharas, cuchillos, latas y un reloj al que la abuela siempre se olvidaba de dar cuerda. Lina intentaba mantener las latas en orden alfabético para poder encontrar lo que buscaba rápidamente, pero la abuela siempre las acababa mezclando. Lina se percató de que las alubias estaban al final y los tomates al principio. Cogió una lata cuya etiqueta rezaba BEBIDA PARA BEBÉS y un frasco de zanahorias hervidas. Tras abrirlos, puso el líquido en un tazón y las zanahorias en un platito, y se los llevó al sofá.
A Poppy le chorreó la bebida para bebés por la barbilla. Comió algunas de las zanahorias y escondió las otras entre los cojines del sofá. Por el momento, Lina se sintió absolutamente feliz. No había por qué pensar en el futuro de la ciudad. ¡Mañana sería mensajera! Le quitó a Poppy los pegotes de zanahoria de la barbilla.
—No te preocupes —dijo—. Todo va a salir bien.
* * *
La oficina central de mensajería estaba situada en la calle Cloving, no muy alejada de la parte trasera del Salón de Reuniones. Al día siguiente, cuando Lina llegó, fue recibida por la capitana mensajera Allis Fleery, una mujer huesuda con ojos pálidos y el pelo del color de la tierra.
—Nuestra chica nueva —dijo la capitana Fleery al resto de los mensajeros, un grupo de nueve personas que sonreían y saludaban a Lina con la cabeza—. Tengo tu chaqueta aquí mismo —volvió a decir la capitana.
Le dio a Lina una chaqueta roja como la que usaban todos los mensajeros. Le iba algo grande.
Un tañido profundo surgió desde la torre del reloj del Salón de Reuniones.
—¡Las ocho en punto! —gritó la capitana Fleery. Alargó un brazo e hizo señas.
—¡Id a vuestros puestos!
Mientras la campana del reloj sonaba siete veces más, los mensajeros se dispersaron en todas direcciones. La capitana se volvió hacia Lina y le dijo:
—Tu puesto es la plaza Garn.
Lina asintió y se dispuso a marchar, pero la capitana la tomó del cuello.
—No te he explicado las reglas —dijo. Alzó un dedo huesudo—. Número uno: cuando un cliente te da un mensaje, debes repetirlo, para asegurarte de que lo has entendido bien. Número dos: lleva siempre la chaqueta roja, para que la gente pueda reconocerte. Número tres: circula lo más rápido que te sea posible. Los clientes te pagan veinte centavos por mensaje, sin importar lo lejos que esté el destinatario.
Lina asintió.
—Siempre soy rápida —dijo.
—Número cuatro —continuó la capitana—: el mensaje siempre se da a la persona a quien está destinado, y a nadie más.
Lina volvió a asentir. Se balanceó un poco sobre la punta de los pies, impaciente por empezar.
La capitana Fleery sonrió.
—Ve —le dijo, y Lina salió.
Se sentía fuerte, veloz y segura. Mientras corría, echó un vistazo a su reflejo en el escaparate de una tienda de reparación de muebles. Le gustó ver la imagen de su largo pelo oscuro flotando tras de sí, sus largas piernas enfundadas en los calcetines negros y la chaqueta roja, agitándose. Su rostro, que nunca había sido nada especial, resultaba casi hermoso, porque era feliz.
En cuanto llegó a la plaza Garn, una voz gritó:
—¡Mensajera!
¡Su primer cliente! Era el viejo Natty Prine, llamándola desde el banco en el que siempre se sentaba.
—Es para Ravenet Parsons, en la plaza Selverton, número 18 —dijo—. Agáchate.
Ella se agachó para acercar la oreja a aquella boca bigotuda.
El viejo dijo, con voz lenta y ronca:
—«Mi horno está roto, no vengas a cenar.» Repite.
Lina repitió el mensaje.
—Bien —dijo Natty Prine.
Le dio a Lina veinte centavos, y ella atravesó la ciudad corriendo hasta la plaza Selverton. Allí encontró a Ravenet Parsons, sentado también en un banco, y le recitó el mensaje.
—Viejo cabeza de chorlito —gruñó—. Viejo holgazán cara de pulga. Lo que pasa es que no le apetece cocinar. No hay respuesta.
Lina corrió de vuelta a la plaza Garn y por el camino dejó atrás a un grupo de creyentes que, situados en círculo, se daban las manos y cantaban una de sus alegres canciones. A Lina le parecía que en la actualidad había más creyentes que nunca. No sabía en qué creían exactamente, pero parecía hacerlos felices, porque siempre sonreían.
Su siguiente cliente resultó ser la señora Polster, la profesora de cuarto curso. En la clase de la señora Polster cada semana se memorizaban pasajes de El libro de la ciudad de Las Ascuas. La señora Polster tenía tablas en las paredes, con los nombres de todos los alumnos. Cuando alguien hacía algo bien, marcaba un punto verde al lado del nombre de la persona en cuestión. Si hacía algo mal, anotaba un punto rojo.
—Lo que debéis aprender, niños —decía siempre, con su voz resonante y precisa—, es la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal, en cada una de las áreas de la vida. Y cuando aprendáis la diferencia…
En ese momento, hacía una pausa y señalaba a la clase, y los alumnos acababan la frase:
—Debéis elegir lo que está bien.
La señora Polster siempre sabía cuál era la opción correcta.
Y aquí estaba de nuevo la señora Polster, alzándose frente a Lina y pronunciando su mensaje:
—A Annisette Lafrond, calle Humm número 39, lo siguiente: «Mi confianza en ti ha disminuido seriamente desde que me enteré de las actividades vergonzosas a las que te entregaste el jueves pasado». Por favor, repite.
Lina tuvo que repetir tres veces el mensaje antes de formularlo correctamente.
—Oh, póngame un punto rojo —bromeó.
A la señora Polster no pareció hacerle mucha gracia.
Esa mañana, Lina tuvo diecinueve clientes. Algunos de ellos con mensajes corrientes: «No puedo ir el jueves»; «Compra medio kilo de patatas de camino a casa»; «Por favor, venga a arreglarme la puerta de la entrada». Otros no tenían ningún sentido en absoluto, como el de la señora Polster. Pero no importaba. Lo mejor de ser mensajera no eran los mensajes en sí, sino los lugares que visitaba. Podía entrar en las casas de gente que no conocía de nada, y explorar callejones escondidos y las partes traseras de los almacenes de las tiendas. En unas pocas horas había descubierto un montón de cosas interesantes y extrañas.
Por ejemplo: la señora Sample, la remendona, tenía que dormir en el sofá porque su habitación estaba llena, casi hasta el techo, de pilas de ropa que debía remendar. La doctora Felinia Tower tenía el esqueleto de una persona colgado en la pared de la sala de estar, con los huesos atados con cuerdas negras.
—Lo estudio —dijo, cuando vio que Lina lo miraba fijamente—. Tengo que saber cómo están montados los seres humanos.
Lina entregó un mensaje en una casa de la calle Calloo a un hombre con cara de preocupación, cuya sala de estar permanecía completamente a oscuras.
—Me ahorro las bombillas —dijo el hombre.
Y cuando Lina llevó un mensaje al Can Café, se enteró de que algunos días la parte de atrás se usaba como lugar de encuentro de gente a la que le gustaba charlar sobre grandes temas.
—¿Crees que hay una presencia invisible que nos mira siempre? —oyó preguntar a alguien.
—A lo mejor —respondió otra persona. Hubo un largo silencio—. O a lo mejor no.
Todo resultaba interesante. Le encantaba enterarse de cosas, y le encantaba correr. Ni siquiera al final de la jornada estaba cansada. Correr la hacía sentir fuerte y generosa, y le hacía amar los lugares por los que corría y a la gente a la que entregaba los mensajes. Le hubiera gustado darles a todos las buenas noticias que tan desesperadamente querían oír.
A última hora de la tarde, se le acercó un hombre joven que se tambaleaba hacia un lado. Era una persona de aspecto extraño, con un cuello muy largo y un bulto en el medio, y unos dientes tan grandes que parecían querer escapar de su boca. El pelo negro encrespado le brotaba de la cabeza en mechones desaliñados.
—Tengo un mensaje para el alcalde, que está en el Salón de Reuniones —le dijo. Hizo una pausa, para que se comprendiera la importancia de este hecho—. Para el alcalde —repitió—. ¿Lo has entendido?
—Sí —respondió Lina.
—De acuerdo. Escucha atentamente. Dile: «Entrega a las ocho. De Looper». Repítemelo.
—Entrega a las ocho. De Looper —repitió Lina.
Era un mensaje sencillo.
—Muy bien. No requiero respuesta.
Le dio los veinte centavos y ella echó a correr.
El Salón de Reuniones ocupaba toda una sección de la plaza Harken, la plaza mayor de la ciudad. La explanada estaba pavimentada con piedras y contaba con algunos bancos atornillados al suelo y un par de quioscos en los que se exhibían avisos oficiales. Unos amplios escalones llevaban al Salón de Reuniones, cuya puerta principal estaba flanqueada por sólidas columnas. El despacho del alcalde estaba situado en el Salón, junto con las oficinas de los empleados que llevaban la cuenta de los edificios que tenían ventanas rotas, de las farolas con necesidad de ser reparadas y del número total de habitantes de la ciudad. También ahí estaba situado el despacho del cronometrador, que se encargaba del reloj de la ciudad, y las oficinas de los guardias, que tenían como tarea hacer cumplir las leyes de Las Ascuas. De vez en cuando atrapaban a los carteristas o a la gente que se metía en peleas, y los encerraban en la prisión, una pequeña estructura de una planta con un tejado en declive que sobresalía por un lado del edificio.
Lina subió la escalera y atravesó la puerta hasta llegar a la amplia sala. A la izquierda se situaba un mostrador, donde se encontraba un guardia que ostentaba una placa con la leyenda: «BARTON SNODE, GUARDIA AUXILIAR». Se trataba de un hombre fornido, con hombros poderosos, brazos musculosos y cuello ancho, pero cuya cabeza no parecía pertenecer a su cuerpo. Era pequeña, redonda, y estaba coronada por un pelo extremadamente corto. La parte inferior de su mandíbula sobresalía y se movía ligeramente de un lado a otro, como si estuviera mascando algo.
Cuando vio a Lina, la mandíbula dejó de moverse durante un momento y los labios se curvaron hacia arriba, formando una pequeñísima sonrisa.
—Buenos días —dijo—. ¿Qué la trae por aquí?
—Tengo un mensaje para el alcalde.
—Muy bien, muy bien. —Barton Snode se levantó haciendo un gran esfuerzo—. Pase por aquí.
Condujo a Lina a través del pasillo y abrió una puerta con un letrero que ponía «RECEPCIÓN».
—Espere aquí —dijo—. El alcalde se encuentra en la oficina del sótano, en una reunión privada, pero subirá enseguida.
Lina entró.
—Notificaré al alcalde su presencia —dijo Barton Snode—. Por favor, tome asiento. El alcalde estará aquí enseguida. O dentro de un rato.
Se fue, cerrando la puerta tras de sí. Un segundo después, la puerta volvió a abrirse y reapareció la pequeña cabeza peluda del guardia.
—¿Cuál es el mensaje? —preguntó.
—Tengo que dárselo al alcalde en persona —dijo Lina.
—Claro, claro —dijo el guardia.
La puerta volvió a cerrarse.
«No parece estar muy seguro de nada —pensó Lina—. A lo mejor es nuevo en su trabajo.»
La recepción estaba destartalada, pero Lina podía darse cuenta de que había sido una sala imponente. Las paredes eran de color rojo oscuro, con manchas marrones en las zonas en las que la pintura comenzaba a desconcharse. En la pared situada a la derecha había una puerta cerrada. El suelo estaba cubierto con una fea alfombra marrón, sobre la que yacía un sofá grande, tapizado con una tela roja que tenía pinta de picar, y varias sillas más pequeñas. Sobre una mesa pequeña había una tetera y algunas tazas, y en otra mesa, de mayor tamaño, se exponía una copia de El libro de la ciudad de Las Ascuas, que permanecía abierto, como esperando que alguien fuera a leerlo. En las paredes colgaban retratos de todos los alcaldes de la ciudad desde el principio de los tiempos, y los rostros miraban solemnemente desde detrás de los cristales.
Lina se sentó en el sofá y esperó. Nadie vino. Se levantó y paseó por la habitación. Se inclinó sobre El libro de la ciudad de Las Ascuas y leyó algunas frases:
Los ciudadanos de Las Ascuas pueden carecer de lujos, pero la previsión de los Constructores, que llenaron los almacenes al principio de los tiempos, ha asegurado que éstos siempre tendrán suficientes provisiones. Y suficiente es todo lo que necesita una persona prudente.
Pasó unas páginas y leyó:
El reloj del Salón de Reuniones marca las horas del día y de la noche. No se debe dejar sin cuerda. Sin él, ¿cómo sabríamos cuándo ir a trabajar y cuándo ir al colegio? ¿Cómo sabría el director de las luces cuándo debe encenderlas y cuándo apagarlas? El trabajo del cronometrador es dar cuerda al reloj cada semana y colocar el cartel con la fecha del día en la plaza Harken a diario. El cronometrador debe realizar estas tareas incondicionalmente.
Lina sabía que no todos los cronometradores eran tan incondicionales como deberían. Había oído hablar de uno que unos años atrás había olvidado cambiar el cartel con la fecha, así que es posible que hubiera aparecido MIÉRCOLES, SEMANA 38, AÑO 227 durante varios días seguidos. También hubo cronometradores que se olvidaron de darle cuerda al reloj, por lo que éste se quedó marcando el mediodía o la medianoche durante horas, causando así un día muy largo o una noche muy larga. El resultado era que ya nadie sabía exactamente qué día de la semana era, o cuántos años hacía desde la construcción de la ciudad. Se decía que estaban en el año 241, pero podría tratarse del 245, o el 239 o el 250. Mientras el profundo estruendo del reloj sonara cada hora y las luces se encendieran y apagaran más o menos regularmente, eso no parecía importar demasiado.
Lina dejó el libro y examinó los cuadros de los alcaldes. El séptimo alcalde, Podd Morethwart, era su tatarabuelo (o su tataratatarabuelo; no sabía muy bien cuántos «tatara» hacían falta). «Tenía pinta de estar aburrido», pensó Lina. Tenía las mejillas alargadas y huecas, y las comisuras de los labios torcidas hacia abajo, y poseía una mirada perdida. El cuadro que más le gustaba era el de la cuarta alcaldesa, Jane Larket, que tenía una sonrisa serena y una cabellera negra encrespada.
Seguía sin aparecer nadie. No se oía ningún sonido que proviniera de la sala. Quizá se habían olvidado de ella.
Lina se acercó a la puerta cerrada situada en la pared derecha. La abrió y vio una escalera que ascendía. Quizá podría ver adónde conducía mientras esperaba. Comenzó a subirla. Al final del primer tramo encontró una puerta cerrada. La abrió cuidadosamente y encontró otro pasillo y más puertas cerradas. Cerró la puerta y continuó caminando. Sus pasos resonaban en el suelo de madera, y Lina temió que alguien pudiera oírla y viniera a reñirla. No cabía duda de que no hubiera debido estar ahí. Pero no vino nadie y ella siguió subiendo, pasando por otra puerta cerrada.
El Salón de Reuniones era el único edificio de tres plantas de Las Ascuas. Lina siempre había querido subir hasta el tejado y echar un vistazo a la ciudad. Quizá desde allí podría ver más allá de los límites, hacia las Regiones Desconocidas. Si la ciudad iluminada de sus dibujos existía realmente, tenía que estar en algún lugar.
Al final de la escalera encontró una puerta con un letrero que indicaba «TEJADO», y la abrió de par en par. El aire frío le rozó la piel. Estaba en el exterior. Frente a ella había una superficie plana de grava, y a unos diez pasos pudo ver la pared alta de la torre del reloj.
Se acercó al borde del tejado. Desde allí podía ver la totalidad de Las Ascuas. Justo debajo de ella se encontraba la plaza Harken, donde la gente se movía en todas direcciones. Todos parecían, desde esa perspectiva, más achatados que altos. Más allá de la plaza Harken, las ventanas iluminadas de los edificios proyectaban líneas que formaban cuadrados, amarillos y azules, en filas interminables y en todas direcciones. Intentó ver más allá, a través de las Regiones Desconocidas, pero no pudo. En los límites de la ciudad, las luces estaban tan lejos que se convertían en una especie de bruma. Más allá, Lina no podía ver otra cosa que la oscuridad.
Oyó un grito proveniente de la plaza.
—¡Mira! —dijo un hilo de voz agudo—. ¡Hay alguien en el tejado!
Vio cómo algunas personas se detenían y miraban hacia arriba.
—¿Quién es? ¿Qué hace ahí arriba? —gritó alguien.
Más gente se acercó a la escalera del Salón de Reuniones, hasta formar una multitud. «¡Me ven!», pensó Lina, y la idea la hizo reír. Saludó a la muchedumbre y realizó algunos pasos del baile del correteo del ciempiés, que había aprendido el Día del Baile en la plaza Cloving. La gente rió y gritó un rato más.
De repente la puerta se abrió de par en par detrás de Lina, y un enorme guardia con una espesa barba negra corrió hacia ella.
—¡Alto! —gritó, pese a que Lina no se movía. La agarró del brazo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Tenía curiosidad —dijo Lina, con su tono de voz más inocente—. Quería ver la ciudad desde el tejado.
Leyó el nombre del guarda en su placa. Decía «REDGE STABMARCK, JEFE DE GUARDIAS».
—La curiosidad trae problemas —dijo Redge Stabmarck. Bajó la vista hacia la multitud—. Has causado un gran escándalo.
La empujó hacia la puerta y la arrastró precipitadamente tres pisos abajo.
Cuando llegaron a la sala de espera, Barton Snode estaba allí, nervioso y con la mandíbula moviéndose de un lado a otro. Junto a él se encontraba el alcalde.
—Se trata de una niña que está causando un alboroto, alcalde Cole —dijo el jefe de guardias.
El alcalde la observó.
—Recuerdo su cara del Día del Nombramiento. ¡Qué vergüenza! ¡Desacreditándose en su nuevo trabajo!
—No quería causar problemas —dijo Lina—. Le estaba buscando para darle un mensaje.
—¿La metemos en la prisión durante un día o dos? —preguntó el jefe de guardias.
El alcalde frunció el ceño. Consideró la situación durante un momento.
—¿Cuál es el mensaje? —preguntó.
Se acercó a Lina, para que ella pudiera susurrarle al oído. Ella se percató de que el alcalde olía ligeramente como los nabos demasiado cocidos.
—Entrega a las ocho —susurró Lina—. De Looper.
El alcalde esbozó una pequeña sonrisa. Se volvió hacia el guardia.
—Son sólo juegos de niños —dijo—. Por esta vez, lo dejaremos pasar. A partir de ahora, compórtese —le dijo a Lina.
—Sí, señor alcalde —dijo Lina.
—Y usted —dijo el alcalde, dirigiéndose al guardia auxiliar, apuntándole con un dedo grueso y tembloroso—, vigile a los visitantes más cuidadosamente.
Barton Snode pestañeó y asintió.
Lina corrió hacia la puerta. Fuera, la multitud seguía en los escalones. Algunas personas la vitorearon cuando apareció. Otras fruncieron el ceño y murmuraron cosas como «travesuras», «tontería» y «fanfarronería». De repente, Lina sintió vergüenza. No había querido ser fanfarrona. Se apresuró a llegar a la calle Otterwill y comenzó a correr.
No vio a Doon, que estaba entre la gente que la observaba. Estaba volviendo de su primer día en las tuberías cuando se había encontrado con el grupo que miraba hacia el tejado del Salón de Reuniones y se reía. Estaba cansado y tenía frío. Las perneras de sus pantalones estaban mojadas, y el barro se le pegaba a los zapatos y le manchaba las manos. Cuando levantó la mirada y vio la pequeña figura junto a la torre del reloj, se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de Lina. La vio levantando los brazos y brincando de un lado a otro, y durante un segundo se preguntó cómo sería estar ahí arriba, observando toda la ciudad, riendo y saludando. Cuando Lina bajó, le hubiera gustado hablar con ella. Pero sabía que su pinta era asquerosa y que ella le haría preguntas que él no querría responder. Así que se dio la vuelta y caminó deprisa, en dirección a casa.