Capítulo 1
El Día del Nombramiento

EN la ciudad de Las Ascuas el cielo siempre estaba oscuro. La única luz provenía de enormes focos dispuestos sobre los edificios o situados encima de postes que se alzaban en el centro de las plazas más grandes. Cuando las luces estaban encendidas, emitían un resplandor amarillento sobre las calles, y la gente que pasaba proyectaba sombras que se alargaban y acortaban, para estirarse nuevamente. Cuando las luces se apagaban, como pasaba siempre entre las nueve de la noche y las seis de la mañana, la ciudad se quedaba tan a oscuras que era como si la gente llevara una venda sobre los ojos.

A veces, la oscuridad llegaba en mitad del día. La ciudad de Las Ascuas era vieja y todo en ella necesitaba un arreglo, incluidos los cables eléctricos. Así que, de vez en cuando, las luces parpadeaban y había apagones. Esos momentos eran espantosos para los habitantes de Las Ascuas, que quedaban detenidos en medio de la calle o inmovilizados en sus casas, temiendo hacer cualquier tipo de movimiento en la oscuridad total, mientras recordaban algo en lo que preferían no pensar: que algún día, las luces de la ciudad podían apagarse para no volver a encenderse nunca.

Pero durante la mayor parte del tiempo, la vida seguía su curso de la manera que lo había hecho siempre. Los adultos hacían su trabajo y los más jóvenes iban al colegio hasta que cumplían los doce años. En el último día de clase del último año, llamado el Día del Nombramiento, se les daba un trabajo.

Los estudiantes que se graduaban ocupaban el aula 8 de la Escuela de Las Ascuas. El Día del Nombramiento del año 241, el aula, normalmente muy ruidosa a primera hora de la mañana, permanecía en completo silencio. Los veinticuatro estudiantes estaban sentados muy tiesos y quietos, frente a pupitres que ya les quedaban pequeños. Esperaban.

Los pupitres estaban dispuestos en cuatro filas de seis, una detrás de la otra. En la última fila estaba sentada una niña delgada llamada Lina Mayfleet, que enroscaba un mechón de su largo pelo oscuro alrededor de su dedo. Lo enroscaba y lo desenroscaba una y otra vez. A ratos tiraba de alguna hebra de su capa andrajosa o se agachaba para estirarse los calcetines, que le iban flojos y tendían a quedarle por los tobillos. Uno de sus pies daba suaves golpecitos contra el suelo.

En la segunda fila había un chico llamado Doon Harrow. Estaba sentado con los hombros encogidos y mantenía los ojos fuertemente cerrados, en un acto de gran concentración, y las manos bien estrechadas entre sí. Su pelo tenía un aspecto descuidado, como si no se hubiera peinado en mucho tiempo. Sus cejas gruesas y oscuras le hacían parecer serio en sus mejores momentos, pero cuando se ponía nervioso o se enfadaba tendían a formar una línea recta en la frente. Su chaqueta de pana marrón era tan vieja que las líneas se habían alisado.

Tanto el chico como la chica formulaban deseos de manera apremiante. El deseo de Doon era muy específico. Lo repetía una y otra vez, moviendo un poco los labios, como si por el hecho de reiterarlo un millón de veces fuera a hacerse realidad. Lina imaginaba su deseo en imágenes, más que en palabras. En su cabeza, se veía a sí misma corriendo a través de las calles de la ciudad con una chaqueta roja. Intentaba representarse esta imagen todo lo luminosa y real de lo que era capaz.

Lina levantó la vista y miró el aula a su alrededor. Se despidió en silencio de todo lo que le había resultado familiar durante tanto tiempo. Dijo adiós al mapa de la ciudad de Las Ascuas, a su dañado marco de madera y al armario que contenía en sus estanterías El libro de los Números, El libro de las Letras y El libro de la ciudad de Las Ascuas. Dijo adiós a los cajones que indicaban su contenido con unas etiquetas donde se leía PAPEL NUEVO y PAPEL VIEJO. Dijo adiós a las tres luces del techo que siempre parecían proyectar la sombra de las cabezas sobre el papel en el que se escribía, sin importar dónde se estuviera sentado. Y se despidió de su profesora, la señorita Thorn, que había terminado su discurso del Último Día de Clase deseándoles buena suerte en la nueva vida que iban a comenzar. Ahora, ya sin saber qué más decir, permanecía de pie frente a su pupitre, con su chai raído firmemente dispuesto sobre los hombros. Y el alcalde, el invitado de honor, seguía sin aparecer.

Alguien arrastró los pies hacia delante y hacia atrás contra el suelo. La señorita Thorn suspiró. En ese momento la puerta se abrió de golpe y entró el alcalde. Parecía enfadado, como si fueran ellos los que hubieran llegado tarde.

—Bienvenido, alcalde Cole —dijo la señorita Thorn, extendiéndole la mano.

El alcalde esbozó una sonrisa.

—Señorita Thorn —dijo, estrechándole la mano—. Saludos. Otro año más.

El alcalde era un hombre inmenso, muy grueso, tan voluminoso que sus brazos parecían colgar empequeñecidos a los costados. Con una mano sostenía una pequeña bolsa de tela.

Avanzó pesadamente hasta la parte delantera de la sala y se volvió hacia los alumnos. Su cara grisácea y flácida parecía estar cubierta de un material distinto de la piel normal. Casi nunca se movía, menos cuando esbozaba una sonrisa como la que tenía en ese momento.

—Jóvenes de la clase superior —comenzó el alcalde.

Se detuvo y escrutó el aula durante un momento. Sus ojos parecían mirar a lo lejos desde las profundidades del interior de su cabeza. Asintió lentamente.

—El Día del Nombramiento, ¿no es así? Sí. Primero nos formamos. Después servimos a nuestra ciudad.

Sus ojos se movieron a través de las filas de estudiantes y volvió a asentir, como si alguien hubiera confirmado lo que acababa de decir. Depositó la bolsita sobre el pupitre de la señorita Thorn y puso sus manos encima.

—¿Qué servicio será ése? Se lo deben de estar preguntando.

La sonrisa volvió a aparecer y las gruesas mejillas se replegaron.

Las manos de Lina estaban frías. Se envolvió con la capa y resguardó las manos entre las rodillas. «Por favor, dese prisa, señor alcalde —se dijo en voz baja—. Por favor, déjenos elegir y acabemos con esto.» Doon repetía lo mismo en su cabeza, pero sin incluir el por favor.

—Tienen que recordar una cosa —dijo el alcalde, alzando un dedo—. El trabajo que les toque hoy, durará tres años. Entonces, llegará la evaluación. Si son buenos en su trabajo, podrán seguir en él. Si no les gusta o son más necesarios en otro puesto, se les asignará otra tarea. Es extremadamente importante —dijo, apuntando a la clase con el dedo— que todo… el trabajo… de Las Ascuas… se realice… de manera correcta.

Cogió la bolsita y tiró de la cuerda para abrirla.

—Bien. Empecemos. El procedimiento es sencillo: se acercan de uno en uno, meten la mano en la bolsita, cogen un pedacito de papel y lo leen en voz alta.

Sonrió y asintió. La carne bajo la barbilla le sobresalía.

—¿Quién quiere ser el primero?

Nadie se movió. Lina miró la superficie de su pupitre. Hubo un largo silencio. Entonces Lizzie Bisco, una de las mejores amigas de Lina, se puso en pie de un salto.

—Me gustaría ser la primera —dijo con su voz entrecortada y aguda.

—Bien. Acérquese.

Lizzie se aproximó y quedó frente al alcalde. Junto a él, y con su pelo anaranjado, parecía una chispa brillante.

—Ahora elija.

El alcalde le tendió la bolsita con una mano, mientras ocultaba la otra tras su espalda, como queriendo mostrar que no interferiría.

Lizzie metió la mano dentro de la bolsita y sacó un papel, esmeradamente doblado, que abrió con cuidado. Lina no podía ver la expresión de Lizzie, pero sí pudo oír la decepción en su voz cuando leyó en voz alta: «Empleado en el almacén de suministros».

—Muy bien —dijo el alcalde—. Un trabajo crucial.

Lizzie volvió penosamente a su asiento. Lina le sonrió, pero la cara de Lizzie era de amargura. El trabajo de empleada en el almacén de suministros no era malo, pero sin duda era aburrido. Los empleados del almacén de suministros se sentaban tras un largo mostrador, anotaban los pedidos de los tenderos de Las Ascuas y enviaban a los transportistas a buscar todo lo necesario en la amplia red de depósitos subterráneos situada bajo las calles de la ciudad. Los depósitos tenían suministros de todo tipo: comida enlatada, ropa, muebles, mantas, bombillas, medicamentos, sartenes y ollas, resmas de papel, jabón, más bombillas… En definitiva, todo lo que los ciudadanos de Las Ascuas pudieran necesitar. Los empleados permanecían sentados frente a sus libros de contabilidad, anotando todas las órdenes que entraban y los pedidos que salían. A Lizzie no le gustaba estar sentada. «Hubiera estado mejor en otro empleo», pensó Lina. De mensajera, quizá, el trabajo que quería para sí misma. Los mensajeros corrían por la ciudad durante todo el día. Iban a todas partes y lo veían todo.

—Siguiente —dijo el alcalde.

Esta vez se levantaron dos personas al mismo tiempo: Orly Gordon y Chet Noam. Orly se volvió a sentar con rapidez, mientras que Chet se acercó al alcalde.

—Elija, joven —dijo el alcalde.

Chet eligió. Desplegó su pedacito de papel y leyó:

—Ayudante de electricista.

Su cara ancha desplegó una sonrisa. Lina oyó cómo alguien tomaba aire rápidamente. Inspeccionó la clase y llegó a ver a Doon tapándose la boca con una mano.

Cada año se desconocían los trabajos que se ofrecerían. A veces había varios oficios buenos como el de ayudante de invernadero, asistente de cronometrador o mensajero, e incluso ningún trabajo malo. Otros años se colaban algunos como peón de tuberías, seleccionador de basura o arrancador de moho. Pero siempre había una o dos plazas de ayudante de electricista. La reparación del sistema eléctrico era el trabajo más importante de Las Ascuas, y en este sector trabajaba más gente que en ningún otro.

Orly Gordon fue la siguiente. Se le asignó el trabajo de asistente de restauración de edificios, un buen trabajo para Orly. Era una chica fuerte y le gustaba trabajar duro. Vindie Chance fue nombrada ayudante de invernadero. Mientras volvía a su pupitre, le dedicó a Lina una amplia sonrisa. «Trabajará con Clary», pensó Lina. Qué suerte. De momento a nadie se le había asignado un trabajo muy malo. A lo mejor en esta ocasión no había ninguno.

La idea le dio valor. Además, estaba ya en un momento en el que el suspense le provocaba dolor de estómago. Así que cuando Vindie se sentó —e incluso antes de que el alcalde pudiera decir «siguiente»—, se levantó y dio un paso al frente.

La pequeña bolsa estaba hecha de un material verde gastado, fruncido en la parte superior por una cuerda negra. Lina dudó un instante, metió la mano en la bolsita y manoseó los pedacitos de papel. Mientras sentía como si se precipitara de un edificio muy alto, escogió uno.

Lo desplegó. Las palabras estaban cuidadosamente escritas en letra pequeña, con tinta negra: PEÓN DE TUBERÍAS, decían. Las miró.

—En voz alta, por favor —dijo el alcalde.

—Peón de tuberías —musitó Lina en un susurro entrecortado.

—Más alto —pidió el alcalde.

—Peón de tuberías —repitió Lina, esta vez en voz alta y ronca.

La clase entera soltó un respingo, solidarizándose. Con los ojos fijos en el suelo, Lina volvió a su pupitre y se sentó.

Los peones de tuberías trabajaban por debajo de los depósitos subterráneos, en el profundo laberinto de túneles que contenían las tuberías de aguas y alcantarillas. Pasaban sus días atajando fugas y reemplazando empalmes de tuberías. Era un trabajo duro y húmedo; incluso podía llegar a ser peligroso. Un río subterráneo recorría velozmente las tuberías y de vez en cuando alguien se caía en él y se perdía. En ocasiones, había gente que también se había perdido en los túneles al alejarse demasiado.

Lina contempló con abatimiento una letra B que alguien había marcado en su pupitre mucho tiempo antes. Casi cualquier cosa hubiera sido mejor que peón de tuberías. Ayudante de invernadero había sido su segunda opción, ya que podría haber trabajado con Clary, la gerente del invernadero, a quien conocía de toda la vida. Habría estado contenta como asistente médico, curando heridas y huesos. Incluso barrendero de calles o arrastrador de carretillas hubiera sido mejor. Como mínimo así habría seguido estando en la superficie, con espacio y gente a su alrededor. Se le ocurrió que descender a las tuberías era como ser enterrada viva.

Uno a uno, el resto de los estudiantes eligió su trabajo. Ninguno obtuvo un trabajo tan espantoso como el suyo. Finalmente, la última persona se levantó de su silla y dio un paso al frente. Era Doon. Sus cejas oscuras se juntaron, frunciéndose en un gesto de concentración. Lina observó que sus manos permanecían cerradas en un puño a ambos lados de su cuerpo.

Doon metió la mano en la bolsita y sacó el último pedacito de papel. Hizo una pausa de un minuto, mientras apretaba el papel fuertemente con la mano.

—Adelante —dijo el alcalde—. Lea.

Doon desplegó el papel y leyó:

—Mensajero.

Frunció el ceño, arrugó el papel y lo arrojó al suelo.

Lina ahogó un grito. La clase entera murmuró sorprendida. ¿Cómo podía enfadarse alguien al obtener el trabajo de mensajero?

—¡Mal comportamiento! —exclamó el alcalde. Los ojos se le salieron de las órbitas y se le ensombreció el rostro—. Vuelva a su asiento inmediatamente.

Doon le dio una patada al papel arrugado, lanzándolo hacia un rincón. Después se fue sin mediar palabra hacia su pupitre y se dejó caer sobre él con pesadez.

El alcalde soltó un pequeño respingo y parpadeó furiosamente.

—Qué vergüenza —dijo, fulminando a Doon con la mirada—. ¡Una pataleta tremendamente infantil! Los estudiantes deberían estar contentos de trabajar para su ciudad. Las Ascuas será próspera si todos… los ciudadanos… hacen todo lo posible para conseguirlo.

Mientras hablaba, levantó un dedo con severidad y desplazó sus ojos por cada uno de los rostros que tenía ante sí. De repente, Doon gritó:

—Pero ¡Las Ascuas no es próspera! ¡Todo empeora!

—¡Silencio! —chilló el alcalde.

—¡Los apagones! —gritó Doon, y se levantó del asiento—. ¡Las luces ahora se apagan todo el rato! ¡Y la escasez! ¡Falta de todo! ¡Si nadie hace nada, pasará algo terrible!

A medida que Lina escuchaba, el corazón comenzó a martillearle el pecho. ¿Qué le pasaba a Doon? ¿Por qué estaba tan enfadado? Se lo estaba tomando todo demasiado en serio, como siempre.

La señorita Thorn se acercó a Doon con grandes zancadas y le puso una mano sobre el hombro.

—Ahora siéntate —le dijo con tranquilidad. Pero Doon siguió de pie.

El alcalde lo miró furiosamente. Por unos instantes, no dijo nada. Después sonrió, mostrando una hilera de dientes grisáceos.

—Señorita Thorn —dijo—. ¿Quién es este joven?

—Me llamo Doon Harrow —respondió Doon.

—Me acordaré de usted —dijo el alcalde. Le dirigió una larga mirada a Doon, y después se volvió hacia la clase y esbozó de nuevo su sonrisa—. Felicidades a todos —dijo—. Bienvenidos a la población activa de Las Ascuas. Señorita Thorn. Alumnos. Gracias.

El alcalde estrechó la mano de la señorita Thorn y se fue. Los alumnos cogieron sus abrigos y gorras y salieron del aula. Lina atravesó el Gran Vestíbulo con Lizzie, que le dijo:

—¡Pobre! Yo que pensaba que había elegido uno malo, pero a ti te ha tocado el peor. Comparada contigo, me parece que he tenido suerte.

Una vez estuvieron fuera, Lizzie se despidió y salió disparada, como si la mala suerte de Lina fuera una enfermedad contagiosa que le diera miedo contraer.

Lina permaneció de pie en los escalones durante un momento y contempló la plaza Harken, donde la gente caminaba con energía, arrebujada cómodamente en sus abrigos y bufandas, o charlaba en los charcos de luz que proyectaban las grandes farolas. Un chico que llevaba la chaqueta roja de mensajero corría hacia el Salón de Reuniones. En la calle Otterwill, un hombre empujaba un carro lleno de sacos de patatas. Y en los edificios que rodeaban la plaza, hileras de ventanas iluminadas relucían, emitiendo tonalidades de amarillo brillante y oro profundo.

Lina suspiró. Allí era donde ella quería estar, en la superficie, donde pasaba todo, y no bajo tierra.

Alguien le dio un golpecito en el hombro. Sobresaltada, se dio la vuelta y vio a Doon detrás de ella. Su cara delgada parecía estar pálida.

—¿Intercambiamos? —le preguntó.

—¿Intercambiamos qué?

—Los trabajos. No quiero perder el tiempo siendo mensajero. Quiero ayudar a salvar la ciudad, y no correr de aquí para allá llevando chismorreos.

Lina lo miró boquiabierta.

—¿Prefieres estar en las tuberías?

—Yo quería ser ayudante de electricista. Pero Chet no me lo quiere cambiar, claro. El segundo mejor puesto está en las tuberías.

—¿Por qué?

—Porque el generador está en las tuberías —dijo Doon.

Lina sabía de la existencia del generador, claro está. De alguna misteriosa manera, convertía el cauce del río en energía para la ciudad. Si te situabas en la plaza Plummer, podías escuchar el murmullo que producía.

—Necesito ver el generador —dijo Doon—. Tengo… tengo algunas ideas. —Se metió las manos en los bolsillos—. Bueno —espetó—, ¿intercambiamos?

—¡Sí! —gritó Lina—. ¡El trabajo de mensajero es el que más quiero!

Y, en su opinión, no era inútil. No se podía esperar de la gente que recorriera media ciudad cada vez que se quisiera comunicar con alguien. Los mensajeros comunicaban a todo el mundo con los demás. En fin, tanto si era importante como si no, el trabajo de mensajero era perfecto para Lina. Le encantaba correr. Podría estar corriendo todo el día. Y le encantaba explorar cada escondrijo de la ciudad, y eso era precisamente lo que hacía un mensajero.

—De acuerdo —dijo Doon.

Le entregó su papel arrugado, que debía de haber recuperado del suelo.

Lina metió la mano en el bolsillo, sacó su papelito y se lo dio.

—Gracias —dijo él.

—De nada —respondió Lina.

La felicidad brotó en su interior, y la felicidad siempre le hacía tener ganas de correr. Bajó los escalones de tres en tres y aceleró por la calle Broad hacia su casa.