Epílogo

Raxaul, India, sábado 20 de octubre de 2007, 23.30 h

El ambiente dentro del Toyota Land Cruiser había variado a lo largo del trayecto. Al principio, por la mañana, en Nueva Delhi, la urgencia por salir cuanto antes casi consiguió que cundiera el pánico. Santana, sumamente nerviosa, exhortó con voz tensa a los demás que se dieran prisa. Su mayor preocupación había sido no despertar a ningún enfermero salvo a Samira, que había dormido con Durell.

Después de las tres primeras horas en el coche, todos se habían calmado bastante, incluida Santana. Cal incluso empezó a preguntarse si no se lo habían tomado demasiado a la tremenda, pues creía que Veena no iba a autoinculparse.

—Prefiero sentarme en Katmandú y darme cuenta de que me lo he tomado a la tremenda a sentarme en Nueva Delhi y descubrir que me lo he tomado a la ligera —había dicho Petra.

Habían parado en Lucknow a comer y a intentar enterarse de si aquella mañana había habido noticias relacionadas con Nurses International. Pero no oyeron nada. La ausencia de noticias les llevó a hacer conjeturas sobre adonde habría ido Veena, si se habría marchado con Hernández después de liberarla o habría huido sola. Hablaron incluso de lo que Hernández sabía y podía contar a las autoridades. No podía saber con seguridad dónde la habían tenido encerrada, pues había escapado en plena noche, a menos que Veena se lo hubiera explicado. Samira dudaba que lo hubiera hecho, y recalcó que Veena era parte del equipo.

Finalmente llegaron a la conclusión de que habían hecho bien en salir de la ciudad y de la India hasta que las aguas volvieran a su cauce, y hasta que pudieran llevar a cabo una evaluación racional de los daños que podría ocasionales la huida de Veena y Hernández.

—Esa chica siempre me preocupó —admitió Cal desde su asiento en la tercera fila—. Supongo que, visto con la perspectiva de ahora, deberíamos haber prescindido de ella cuando supimos su historia. Caray, vivir dieciséis años de esa manera tiene que soltarte unos cuantos tornillos.

—Si Nurses International se ha acabado, ¿qué crees que dirán la corporación sanitaria Superior Care y el presidente Raymond Housman? —preguntó Petra desde el asiento del conductor.

—Creo que van a estar muy decepcionados —aventuró Cal—. El programa ha tenido un impacto excelente en el turismo médico esta semana. Para ellos será una tragedia no poder seguir ordeñando la vaca. Por desgracia, hemos quemado demasiado dinero para llegar donde estamos.

—Menos mal que organizaste este plan por si las cosas se ponían mal, Durell —dijo Santana—, si no aún estaríamos en Nueva Delhi.

—Fue idea de Cal —confesó Durell.

—Pero el trabajo lo hiciste tú —le corrigió Cal.

—Estamos llegando a Raxaul —avisó Santana.

Durell se puso las manos a los lados de la cara y las apretó contra la ventanilla.

—Esto es llano y tropical, y también lo contrario de lo que suponía cuando decidí que podríamos cruzar la frontera por aquí.

—¿Qué posibilidades creéis que hay de que nos metamos en problemas aquí? —preguntó Petra.

Era la pregunta que todos ellos habían evitado hacerse, a sí mismos o al grupo, pero ahora que llegaban a la ciudad cada vez era más difícil no pensar en ello.

—Mínimas —dijo por fin Cal—. Esta es una ciudad de mala muerte, aquí ni siquiera necesitas visado para entrar y salir del país. ¿No era eso lo que dijiste, Durell?

—Es un paso fronterizo, sobre todo para camiones —expuso Durell.

—¿Cuánto tiempo calculáis que nos quedaremos en Katmandú? —preguntó Petra.

—Depende de cómo nos sentimos —dijo Cal.

—Oficialmente ya estamos en Raxaul —informó Santana.

Señaló un letrero que enseguida dejaron atrás.

El silencio se instaló en el enorme todoterreno. Petra redujo gradualmente la velocidad. Había muchísimas señales de tráfico. Por todas partes había camiones aparcados. La ciudad parecía destartalada y sucia. Las únicas personas que caminaban por sus oscuras calles parecían prostitutas.

—Un sitio precioso —comentó Durell para romper el silencio.

—Nos acercamos a la aduana —informó Santana.

En el centro de la carretera, delante de ellos, había un edificio anodino con, a ambos lados, zonas para que se detuvieran los vehículos. Unos pocos oficiales de aduanas uniformados se hallaban sentados en cabinas vacías bajo una bombilla desnuda. Había solo un policía y estaba sentado aparte. Ni siquiera llevaba el fusil en las manos; lo había dejado apoyado contra el edificio. A casi cien metros del edificio de aduanas había un gran arco que cruzaba la carretera y marcaba la frontera. Media docena de personas caminaban en una u otra dirección sin que nadie les molestara.

Cuando el Land Cruiser se acercó, uno de los oficiales uniformados se levantó y alzó una mano para que Petra detuviera el vehículo. Petra bajó la ventanilla.

—Documentos del coche y pasaportes —dijo el oficial con voz aburrida.

Todos pasaron sus pasaportes a Petra. Santana sacó los papeles del vehículo de la guantera. Petra tendió los documentos al oficial.

Sin decir una palabra, el oficial entró en el edificio. Pasó un minuto, y luego otro. A los cinco minutos Santana habló:

—¿Creéis que va todo bien?

Nadie habló. La tensión crecía por momentos. Su optimismo inicial por cruzar la frontera fácilmente se estaba erosionando con rapidez.

Petra fue la primera en ver los Jeep de la policía por el retrovisor. Eran cuatro, y llegaban a toda velocidad. En un abrir y cerrar de ojos habían rodeado el Toyota. Cuatro policías saltaron de cada coche. Todos menos dos habían desenfundado las pistolas. Los otros dos llevaban fusiles de asalto.

—¡Salgan del vehículo! —gritó el que sin duda era el comandante. Tenía la parte izquierda del pecho cubierta de insignias—. ¡Manos arriba! Están todos detenidos.

Nueva York, jueves 1 de noviembre de 2007, 6.15 h

Para Laurie, lo peor de toda aquella pesadilla del tratamiento para la fertilidad eran las esperas. Durante la primera parte del ciclo estuvo ocupada tomando las pastillas, poniéndose las inyecciones y comprobando los progresos en las ecografías. De una manera o de otra, todas aquellas tareas le dejaban poco tiempo para obsesionarse. Pero en la segunda mitad del ciclo todo cambiaba. Todo lo que podía hacer era preguntarse: «¿Me quedaré embarazada en este ciclo o estoy destinada a ser infecunda para siempre?». Y la palabra «infecunda» la perturbaba, como si algo en ella no funcionara, como si le faltara algo.

Laurie se despertó aquella mañana de principios de noviembre con el golpeteo de la lluvia contra la ventana y se preguntó si estaba encinta. Tenía muchas esperanzas, igual que en los aproximadamente diez ciclos anteriores. Las inyecciones de hormonas que se había puesto aquel mes habían dado una excelente cosecha de folículos de buen tamaño.

Al mismo tiempo Laurie se sintió deprimida. En los ciclos anteriores, considerados igualmente prometedores, no se había quedado embarazada. ¿Por qué este iba ser diferente? ¿Acaso no sería mejor reducir la esperanza y las expectativas? El mes anterior, cuando finalmente le vino el período, estuvo a punto de tirar la toalla. Temía que, sencillamente, la cuarentona Laurie Montgomery-Stapleton no estaba destinada a quedarse embarazada.

Tumbada en la calidez de su cama, Laurie oyó a Jack cantando en la ducha. Su despreocupación le hacía las cosas mucho más difíciles.

—A tomar por saco —dijo finalmente Laurie en voz alta.

Se había resignado. Apartó las mantas y trotó hacia el cuarto de baño, cálido y lleno de vapor. Intentó mantener la mente en blanco y desprovista de esperanzas mientras sacaba una de sus odiadas pruebas de embarazo. Se sentó con las piernas separadas en el retrete y mojó el palillo como recomendaban las instrucciones. Conectó la alarma del reloj y dejó la prueba sobre la superficie cerámica de la cisterna.

Fue a la cocina, encendió la cafetera, metió varios bollos ingleses en la tostadora y regresó al cuarto de baño. Cogió el palillo pero se obligó a no mirarlo para centrar su atención en desactivar el irritante zumbido del reloj.

Convencida de que sería negativo, se permitió un vistazo rápido al lector de resultados, pero tuvo que volver a él cuando su cerebro le avisó de que había salido positivo. Por primera vez había una segunda franja, perfectamente clara y visible. Soltó un grito de alegría. Sabía por instinto cuándo había tenido lugar la concepción. En la India, justo después de la feliz aparición de Jennifer en el hotel, Laurie y Jack habían hecho el amor y, aunque después también habían llevado a cabo la inseminación intrauterina, ella sabía que el responsable del feliz desenlace era el método natural.

Laurie dio media vuelta, agarró la percha para las toallas sujeta a la puerta de la ducha y abrió con fuerza. Se metió dentro, con pijama y todo, y se reunió con un Jack, que no podía estar más sorprendido.

—¡Lo hemos conseguido! —Gritó Laurie—. ¡Estoy embarazada!

Los Ángeles, jueves 20 de marzo de 2008, 11.45 h

Jennifer cogió el sobre y resistió el fuerte impulso de rasgarlo allí mismo. Al fin y al cabo, lo que contenía influiría en el resto de su vida. En la parte delantera podía leerse «Jennifer M. Hernández, Facultad de Medicina David Geffen, UCLA». Dentro estaba el resultado del proceso que correlacionaba los deseos de los estudiantes de cuarto de medicina y los de las instituciones médicas académicas para proporcionar el máximo grado de satisfacción a ambas partes. El resultado era crucial para los estudiantes porque el lugar donde completaran su formación determinaba en buena medida dónde desarrollarían su vida profesional.

Algunos amigos de Jennifer que ya sabían adónde los habían destinado insistieron en que abriera el sobre, pero ella se negó. Resistió a todos los intentos de persuasión, salió del grupo, mayoritariamente contento, y abandonó el auditorio. Creía que compartir aquel momento con su mejor amigo, Neil McCulgan, le daría suerte.

La relación que mantenían había florecido después de volver de la India. Aunque Jennifer tenía poco tiempo libre, debido a los estudios de medicina y a los trabajos remunerados que realizaba en diversos centros médicos, quería pasar el poco que tenía con Neil, suponiendo que no estuviera haciendo surf en algún lugar exótico.

Salió en dirección a la sala de urgencias con el sobre ardiéndole en la mano. Una vez allí, buscó a Neil hasta encontrarlo en una cabina donde trabajaba con algunos estudiantes, practicando la intubación a un paciente de urgencias recientemente fallecido. Estaba concentrado en sus estudiantes, por lo que no la vio enseguida pero, cuando por fin lo hizo, ella levantó el sobre y lo movió con timidez. Neil supo al instante qué era y sintió una punzada de pena. Estaba disfrutando de su creciente amistad, aunque el reino de lo físico seguía siendo un trabajo en proceso. Sabía que las cosas tenían que cambiar y evolucionar, pero no le hacía ninguna ilusión que Jennifer regresara a la costa Este, donde sabía que deseaba trabajar desde su primer año en Los Ángeles.

Se le había ocurrido probar él en la costa Este, pero se resistía a la idea. Por mucho que a Jennifer le gustara Nueva York, a él le encantaba Los Ángeles, sobre todo debido a su pasión por el surf. Sabía que Jennifer lograría lo que deseaba. Era demasiado buena estudiante, y las prácticas de cirugía que había completado al regresar de la India le habían ido especialmente bien.

Se llevó una mano a la mejilla y articuló en silencio pero claramente: «Ve a mi despacho».

Jennifer indicó que había captado el mensaje. Salió de la cabina y fue hacia el despacho de su amigo. Se sentó en la silla que había a un lado y levantó el sobre a la luz del techo por si podía leer el papel que había dentro. Sabía que era como hacerse trampas a sí misma, pero no pudo evitarlo.

Neil apareció a los pocos minutos.

—¿Qué, te han dado Columbia? —preguntó.

—Aún no lo he abierto. Soy supersticiosa. Quería hacerlo contigo.

—¡Serás boba! Si seguro que te han dado lo que querías.

—Ojalá lo tuviera igual de claro que tú.

—Bueno, ¡ábrelo!

Jennifer respiró profundamente y rasgó el sobre, sacó bruscamente su contenido, lo desdobló y luego dio un grito de alegría. Lanzó el papel al aire y dejó que revoloteara hasta el suelo.

—¿Lo ves? —Dijo Neil—. Menuda suerte tiene Columbia de que vayas.

Se agachó para recoger el papel y lo miró. Echó atrás la cabeza, sorprendido. La nota decía «Centro Médico de UCLA, Departamento de Cirugía».

Neil, confuso, desplazó su mirada del documento a los ojos de Jennifer.

—¿Qué es esto? —logró decir.

—Ah, es verdad, se me había olvidado decírtelo. Al final cambié el orden de preferencia. Me di cuenta de que ahora que empezábamos a conocernos no quería irme, pero no te preocupes, no te sientas presionado.

Neil estiró los brazos, la abrazó con todas sus fuerzas e inclinó la cintura hacia atrás para levantarla del suelo.

—Estoy contentísimo —dijo—. ¿Sabes? Nunca te arrepentirás.

Los Ángeles, miércoles 5 de agosto de 2008,18.20 h

Jennifer Hernández estaba tan emocionada que le costaba estarse quieta. Paseando a un lado y a otro en la zona de llegadas del aeropuerto internacional de Los Ángeles. En pocos minutos vería la culminación de sus meses de esfuerzo y de la ayuda que le habían brindado algunas personas.

—Cuesta creer que Veena Chandra esté a punto de salir por esa puerta —comentó Neil McCulgan. Había llevado a Jennifer en coche al aeropuerto.

—Sí, he pensado tantas veces que sería imposible… —coincidió Jennifer.

Casi el mismo día de su regreso de la India, Jennifer había emprendido una cruzada para convencer a UCLA de que concediera a Veena una beca en la facultad de medicina y al gobierno de Estados Unidos para que le emitiera un visado de estudiante. No había sido fácil; al principio ambas instituciones incluso rechazaron admitir su solicitud a trámite.

El mayor obstáculo había sido la implicación de Veena en el juicio criminal a Nurses International, pero se resolvió cuando Veena y los demás enfermeros obtuvieron la inmunidad a cambio de testificar contra Cal Morgan, Durell Williams, Santana Ramos y Petra Danderoff.

Después tuvo que organizar las cosas para que Veena pudiera presentarse al examen de admisión a la facultad de medicina Resultó que el esfuerzo había valido la pena, ya que Veena bordó las pruebas. Su alta puntuación apoyó su causa en buena medida y, cuando la universidad empezó a mostrarse más predispuesta hacia su solicitud, el gobierno comenzó a cambiar de cantilena.

Y por último, pero no menos importante, Jennifer tuvo que reunir el dinero suficiente para pagar el vuelo y los otros gastos. Por increíble que pareciera, había hecho casi todo eso mientras estaba inmersa en su programa de residencia en cirugía.

—¡Ahí está! —gritó Neil, emocionado, mientras señalaba el lugar por donde Veena había salido.

Llevaba todas sus posesiones en dos bolsas pequeñas de tela. Vestía unos vaqueros demasiado grandes y una sencilla camiseta de algodón. Aun así, estaba radiante.

Jennifer movió los brazos como una loca para llamar su atención. Veena le devolvió el saludo y fue hacia ellos. Mientras la miraba acercarse con una sonrisa de oreja a oreja, Jennifer trató de imaginar qué le estaría pasando por la cabeza. Se había librado de su egoísta, repulsivo y vicioso padre, se enfrentaba a la espléndida oportunidad de estudiar medicina, carrera que su padre le había negado, y al mismo tiempo aceptaba vivir en una cultura totalmente distinta y poco compasiva, abandonando todo lo que había conocido desde su infancia.

Aunque aquello guardaba un ligero parecido con lo que supuso para Jennifer cambiar Nueva York por la costa Oeste, que en aquel momento le pareció otra cultura, si no otro país, la experiencia de Veena iba a ser un paso de gigante en lo referente a desafíos. Esta abandonaba una fuerte cultura grupal por una cultura basada principalmente en el individuo. Jennifer no había tenido que afrontar algo así y probablemente en eso no podría serle de mucha ayuda. En lo que sí podría ayudarle era en todo lo relacionado con sus similares y horribles historias de abusos. Jennifer conocía demasiado bien la clase de desventajas que resultaban de semejante experiencia, y esperaba ser capaz de enseñar a Veena algunas estrategias que ella había aprendido por el método de prueba y error.

Jennifer confiaba en que Veena se mostrara receptiva a su ayuda. Al fin y al cabo, ella le había enseñado algunas cosas cruciales para su vida, y ahora quería devolverle el favor. Aunque el coste había sido astronómico, había aprendido de Veena qué eran realmente la redención y el perdón.