Nueva Delhi, martes 16 de octubre de 2007, 23.02 h
Las ruedas del avión de amplio fuselaje toparon con fuerza contra el asfalto del Aeropuerto Internacional Indira Gandhi y Jennifer se despertó asustada. Veinte minutos antes una azafata la había despertado para pedirle que enderezara el respaldo de su asiento porque iban a iniciar el descenso, pero volvió a quedarse dormida. La cruel ironía era que durante la última etapa del vuelo no había conseguido pegar ojo hasta la última hora.
Pegó la nariz contra la ventanilla e intentó captar sus primeras imágenes de la India. Aunque pudo ver algo más que las centelleantes luces de la pista pasando como un rayo mientras los potentes motores invertían su empuje. Para su sorpresa, había una especie de niebla densa que oscurecía la vista hacia la terminal. Lo único que veía vagamente eran las colas iluminadas de los aviones elevándose por encima de la penumbra general. La terminal era un mero punto difuminado de luz. Miró hacia arriba y vio una luna casi llena en un cielo gris y sin estrellas.
Jennifer empezó a organizar sus cosas. Por suerte para ella, el asiento contiguo al suyo estaba vacío, y lo había aprovechado para dejar su libro de cirugía, la guía turística de la India y la novela que se había llevado para leer durante el vuelo… o, más exactamente, los tres vuelos. Su itinerario incluía dos paradas, y la verdad es que las había agradecido porque pudo estirar las piernas y caminar, pero solo un cambio de avión.
Cuando el gran aeroplano alcanzó la plataforma de terminal y el indicador de los cinturones se apagó, Jennifer ya tenía el equipaje de mano guardado en la maleta con ruedas, pero tuvo que esperar hasta que los pasajeros más cercanos a la puerta salieran lentamente. Todo el mundo parecía exactamente igual a como ella se sentía: exhausta; sin embargo, el hecho de haber aterrizado en un país extraño y exótico la estimulaba para sacar fuerzas de flaqueza. Llegaba a la India para ocuparse de la muerte de su querida abuela, pero no podía evitar sentir cierta emoción y cierto nerviosismo.
Los vuelos, aunque muy largos, habían sido soportables. Al principio le había preocupado que durante el viaje tuviera demasiado tiempo libre para obsesionarse con la pérdida de su mejor amiga, pero el efecto parecía haber sido el contrario. Hasta cierto punto, la soledad le había permitido hacer las paces con la pérdida recordando una de las lecciones que había aprendido durante sus estudios de medicina: que la muerte es parte indisoluble de la vida y una de las razones que hacen que la vida sea algo tan especial. Jennifer nunca dejaría de echar de menos a su abuela, pero no iba a quedarse estancada por su pérdida.
Una vez fuera del avión Jennifer caminó por el edificio deslucido y algo deteriorado de la terminal y tomó conciencia por fin de que realmente había llegado a la India. Todos los pasajeros del avión vestían ropa occidental. A partir de entonces empezó a ver saris de brillantes colores y otros atuendos femeninos igualmente coloridos; más adelante aprendería que se llamaban salwar kameez. Los hombres vestían largas túnicas llamadas dhoti por encima de aparatosos lungi o pijamas, que eran unos pantalones muy sueltos ceñidos por los tobillos.
Con cierta preocupación por si se topaba con problemas, Jennifer se dirigió hacia el primer posible obstáculo: el control de pasaportes. Vio las largas colas de gente que avanzaban lentamente hacia las pocas cabinas, para nacionales y extranjeros, ocupadas por los policías. Sin embargo, delante de la cabina destinada a los diplomáticos no había nadie. Sus ocupantes estaban charlando o leyendo el periódico. Con lo poco que confiaba en la burocracia en general, y en la burocracia india en particular —gracias a lo que había leído recientemente en la guía de viaje—, Jennifer temía que el hecho de no llevar visado le trajera problemas aun si la compañía aérea ya estaba informada de ello. Todo dependía de la señorita Kashmira Varini, de si había hecho la llamada que le había prometido y de si había hablado con las personas apropiadas.
—Disculpe —dijo Jennifer desde la ventanilla de la cabina para llamar la atención de los empleados.
Las conversaciones cesaron y los periódicos cayeron. El grupo que atendía el puesto para los diplomáticos, numeroso en comparación con otras cabinas, ocupadas por un solo agente, miró a Jennifer con ojos inexpresivos, como si les sorprendiera tener trabajo. Llevaban holgados uniformes de color marrón y, aunque la ropa no tenía manchas visibles, todos daban una impresión de cierto desaliño.
Jennifer entregó el pasaporte a un agente y empezó a explicar la situación cuando el funcionario le devolvió el documento y le indicó con un gesto que se dirigiera a una de las otras filas.
—Me dijeron explícitamente que viniera a la ventanilla del cuerpo diplomático —explicó Jennifer. Tenía el corazón en un puño: después de semejante viaje, tal vez no lograra entrar en el país. Se apresuró a explicar que le habían dicho que el visado estaría esperándole en esa ventanilla y no en otra.
El agente de aduanas, sin dirigir una palabra a Jennifer, levantó el teléfono. Desde donde ella estaba podía oír los gritos procedentes del otro lado de la línea. Un minuto después, Jennifer vio que el funcionario abría un cajón de debajo del mostrador y sacaba unos papeles. Luego pidió por gestos a Jennifer que volviera a dejarle el pasaporte, cosa que ella hizo de mil amores. El agente pegó en el pasaporte lo que ella supuso que sería el visado, escribió sus iniciales en él y lo selló. A continuación se lo devolvió y le dio a entender que podía pasar. Jennifer, aliviada de poder entrar en el país después de temerse lo peor y sorprendida de que no le hubieran hecho pagar por el visado, cogió su maleta y avanzó con rapidez, no fuera a ser que cambiaran de opinión. Le pareció curioso que toda aquella escena hubiera transcurrido sin que el funcionario le dirigiera ni una sola palabra, y eso le recordó por qué no le gustaba la burocracia.
El siguiente paso era la zona de recogida de equipajes, que sorprendentemente funcionaba con mayor eficiencia que la del Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. Cuando Jennifer encontró la cinta correcta, su maleta había dado ya varias vueltas.
Los funcionarios de aduanas parecían más desaliñados y menos ocupados que la gente del pasaporte. Estaban sentados en las esquinas de los largos mostradores destinados a la apertura y el examen de equipajes, aunque nadie estaba haciendo ninguna de las dos cosas. Jennifer redujo el paso, como era su obligación, pero se limitaron a mover la mano para que avanzara.
Jennifer empujó las puertas de seguridad de la sala de aduanas y entró en la zona de llegadas de la terminal. Inmediatamente tomó conciencia de una de las principales características de la India: su superpoblación. El lugar estaba a rebosar. Habían llegado muchos vuelos internacionales casi al mismo tiempo, por lo que la zona de llegadas estaba abarrotada. Sin embargo, no era nada en comparación con el resto de la terminal. Justo al otro lado de las puertas había una rampa ascendente de nueve metros de ancho y veinticinco de largo, provista de barandillas metálicas. Multitud de personas esperaban ahí apretadas contra las barandillas como sardinas en lata, muchas de ellas con toscos letreros en las manos. Aproximadamente la mitad de ellas vestían al estilo occidental, y había bastante gente con uniformes vistosos y gorros con viseras que lucían insignias de hoteles.
Jennifer, desconcertada ante el nuevo dilema, se quedó plantada al pie de la rampa. Le habían dicho que la recogería un empleado del hotel Amal Palace que llevaría un cartel con su nombre, y ella no se había preocupado más por aquella parte del viaje. Estaba claro que no había sido buena idea. Le parecía que allí podía haber miles de letreros e incluso muchas más personas.
Jamás le había gustado ser el centro de atención, pero intentó hacerse notar mientras subía poco a poco. Buscaba su nombre, por lo que no pudo evitar cruzar la mirada con extraños, cada uno con aspecto más extranjero y exótico que el anterior. Para una mujer joven y sola que no tenía ninguna experiencia en viajes, aquella situación resultaba intimidante, incluso le daba un poco de miedo, sobre todo porque no había policía ni ninguna otra autoridad a la vista.
«No te pongas nerviosa», se dijo en silencio con la esperanza de que en cualquier momento alguien gritara su nombre por encima del barullo. Por desgracia o por suerte, al culminar la rampa Jennifer no estaba segura de si la había abordado alguien. Sin ningunas ganas de abrirse paso entre la multitud, dio media vuelta y, tan despacio como había subido, volvió a bajar. Cuando llegó otra vez a las puertas de salida nadie había gritado su nombre, o si lo habían hecho, ella no lo había oído.
Mientras Jennifer consideraba si regresar al interior para ver si había alguna información sobre hoteles, las puertas de abrieron bruscamente y salió un joven vestido con un uniforme de portero de hotel bastante menos pulcro que los que llevaban los funcionarios de aduanas. Tenía más aspecto de estudiante que de portero profesional, y el uniforme, además de estar hecho jirones, le quedaba muy grande. Empujaba un carro de cuatro ruedas cargado con maletas. Al cruzar las puertas había cogido carrerilla para enfilar la pendiente y a punto estuvo de atropellar a Jennifer.
—¡Le ruego que me disculpe! —exclamó el portero mientras intentaba detener el carro.
Jennifer se hizo a un lado.
—Ha sido culpa mía. No debería haber intentado entrar por una puerta de salida. ¿Podría decirme si hay algún puesto de información por aquí? Se suponía que tenía que recogerme alguien de mi hotel, pero no sé exactamente dónde.
—¿Qué hotel?
—El Amal Palace.
El portero silbó.
—Si la tenía que recoger alguien del Amal, estará aquí.
—Pero ¿dónde?
—Suba la rampa y luego gire a la derecha. Seguro que en esa zona verá a algunos de ellos. Todos llevan un uniforme de color azul oscuro.
Jennifer le dio las gracias y volvió a subir la rampa. Aunque seguía sin hacerle ninguna gracia abrirse paso entre la multitud, lo hizo; tal como el portero le había dicho, enseguida vio a los conserjes del Amal con su ceñidísimo y elegante uniforme. Estaba pensando que era extraño que no se molestaran en hacerse notar cuando se encontró frente al hombre que llevaba una pizarra con su nombre escrito en ella. El conserje se presentó como Nitin y cogió las dos maletas de Jennifer. Llamó por el móvil a Rajiv, que iba a ser su chófer, y guio a Jennifer hacia la salida de la terminal. Mientras caminaban, Nitin no dejó de bromear.
Cuando ambos salieron y se detuvieron en la acera para esperar a que Rajiv llegara con el coche, Jennifer se fijó de nuevo en la densa bruma, parecida a la niebla, que cubría la zona y creaba gruesos halos alrededor de las farolas del aeropuerto y los faros de los coches. Era exactamente igual a lo que había visto desde el avión, aunque con el añadido de un olor acre.
—¿Esta neblina es normal? —preguntó a Nitin, arrugando la nariz.
—Oh, sí —respondió el hombre—. Al menos durante esta época del año.
—¿Y en qué época del año no hay?
—Durante el monzón.
—¿Y a qué se debe?
—Me temo que al polvo y la contaminación. En Delhi vivimos oficialmente alrededor de once millones y medio de personas, y cada día llega más gente de fuera que la que nace aquí. Extraoficialmente, yo diría que la cifra está más cerca de los catorce millones. Hay una migración masiva desde el campo que dificulta mucho las cosas y hace que el tráfico crezca sin medida. La neblina es producto de los tubos de escape y el polvo de las calles, en su mayoría, pero las fábricas que hay en las afueras también tienen mucho que ver.
A Jennifer aquello le horrorizó, pero no dijo nada. Ella pensaba que Los Ángeles estaba mal en septiembre, pero Delhi hacía que Los Ángeles pareciera como la primavera en los Alpes.
—Ahí está Rajiv —dijo Nitin mientras un Ford Explorer negro y muy brillante, con las ventanillas ahumadas, se detenía junto a la acera.
Rajiv se apeó del asiento del conductor, dio la vuelta al coche y saludó a Jennifer a la manera hindú: unió las palmas de las manos, se inclinó y dijo Namasté. Llevaba un espléndido uniforme blanco, inmaculado, recién planchado y complementado con guantes blancos y una gorra del mismo color. Mientras abría la puerta trasera para que Jennifer entrara, Nitin cargó su equipaje en el maletero. Un momento después, ella y Rajiv se dirigían hacia Nueva Delhi.
El primer coche que pasó en sentido contrario cogió a Jennifer totalmente por sorpresa. El volante del Explorer estaba en el lado derecho, pero ella no cayó en la cuenta de lo que aquello implicaba. Cuando vio en el frente los faros del otro vehículo, Jennifer dio por hecho que pasaría a su derecha, pero a medida que los dos coches se acercaban, el otro automóvil no se movió hacia la derecha de Jennifer. Al contrario: parecía que se desviaba a la izquierda. En el momento en que se cruzaron, Jennifer, creyendo que estaban a punto de chocar, ahogó un grito. Entonces lo entendió. En la India, como en Gran Bretaña, los vehículos circulaban por la izquierda y se cruzaban a la derecha.
Jennifer se reclinó en su asiento con el corazón desbocado. La avergonzaba su falta de experiencia en cuestión de viajes. Para calmarse, se secó la frente con la toallita fresca que le había dado Rajiv y bebió un sorbo de la botella de agua helada que también le había proporcionado. Mientras lo hacía, miraba llena de asombro cuanto veía a través de la ventanilla.
Cuando dejaron la vía de acceso al aeropuerto y se incorporaron a la autopista, avanzaron muy lentamente. Era más de medianoche y sin embargo la carretera estaba congestionada en ambos sentidos, llena de vehículos de todo tipo, en su mayoría camiones cargados hasta los topes. Una capa asfixiante de polvo y humo de los tubos de escape se añadía al estruendo de los motores sin silenciador y al claxon de absolutamente todos los vehículos sonando cada pocos segundos sin más razón que el mero capricho de los conductores.
Jennifer movía la cabeza sin dar crédito a lo que veía. Era como un sueño absurdo. Si a medianoche había aquel tráfico, era incapaz de imaginar cómo sería de día.
El chófer hablaba un inglés pasable y se mostró más que dispuesto a hacer de guía turístico mientras se adentraban en la ciudad. Ella lo bombardeó a preguntas, sobre todo cuando salieron de la carretera principal y entraron en el sector residencial de Chanakyapuri. Al menos allí no había camiones ni autobuses y el tráfico avanzaba con mayor libertad. Jennifer vio la sucesión de mansiones de estilo relativamente similar; parecían algo descuidadas pero seguían siendo impresionantes. Preguntó sobre ellas al conductor.
—Son bungalows de la época imperial británica —dijo él—. Los construyeron para los diplomáticos ingleses, y algunos todavía los utilizan.
Poco después el chófer le señaló las distintas embajadas extranjeras; parecía sentirse orgulloso. Le indicó cuál era la embajada estadounidense, que a Jennifer le pareció más bien fea comparada con las de otros muchos países. Su rasgo distintivo consistía en lo grande que era. Se giró a su izquierda para verla bien al pasar por delante; probablemente tendría que ir allí a solicitar ayuda para encargarse del cuerpo de su abuela.
Lo siguiente que señaló el conductor fueron los edificios gubernamentales de la India, esplendorosos e impresionantes. Le explicó que los había diseñado un famoso arquitecto inglés de quien Jennifer no había oído hablar. Pocos minutos después llegaron al hotel y enfilaron el camino de acceso a la entrada principal. Al principio se llevó una decepción. Era un edificio alto, de muchas plantas, de estilo moderno, que podría haber estado en cualquier otra parte del mundo. Esperaba algo más típico de la India.
Pero por dentro era otra historia. Para su sorpresa, en las zonas de acceso público había una actividad febril a pesar de la hora, y Jennifer tuvo que guardar cola para registrarse. En realidad no tuvo que esperar su turno de pie, pues la sentaron en un sillón y le ofrecieron refrescos y la oportunidad de inspeccionar el vestíbulo. Comprendió al instante la reacción del portero con el que se había cruzado en el aeropuerto cuando le dijo dónde iba a hospedarse. Jennifer no había estado en muchos hoteles y ciertamente en ninguno como el Amal Palace. Era, en palabras de Jennifer, lujoso, decadente incluso.
Veinte minutos después, el botones formalmente ataviado que la había acompañado a su habitación del noveno piso se retiró y cerró tras él la puerta. De camino le había descrito las instalaciones y los servicios del hotel, que incluían un gimnasio abierto las veinticuatro horas y un balneario con una piscina exterior de tamaño olímpico. Jennifer decidió que haría un esfuerzo por disfrutar su estancia al menos un poco, como Neil le había sugerido. Pensar en él la ponía de los nervios, así que se lo sacó de la cabeza.
Tras echar el cierre de seguridad a la puerta, Jennifer abrió las maletas, las vació y se dio una ducha larga y cálida. Al terminar se preguntó qué haría a continuación. Aunque sabía que tenía que estar exhausta, la emoción de la llegada y el hecho de que en Los Ángeles fuera mediodía le daba renovadas fuerzas. Sabía que si intentaba dormir empezaría a dar vueltas en la cama y acabaría harta. Así que se puso una de las lujosas batas turcas que colgaban tras la puerta del baño, dobló el edredón de la amplia cama de matrimonio, apiló unos cuantos almohadones de plumas, apoyó la espalda en ellos y encendió con el mando a distancia el impresionante televisor de pantalla plana. No tenía la menor idea de lo que habría, pero tampoco le importaba. Su intención era relajarse y engañar al cuerpo para que creyese que era hora de dormir.
Lo que encontró fueron muchos más canales en inglés que los que ella esperaba, así que cambiar de canal fue bastante entretenido. Cuando dio con la BBC, casi se detuvo para ver las noticias, pero le costó concentrarse, siguió cambiando y pronto dio con la CNN. Extrañada de encontrar una cadena estadounidense por cable, la vio durante un rato; no reconocía a los presentadores. Quince minutos después, cuando estaba a punto de cambiar de canal, la presentadora dio paso a una noticia sobre turismo médico parecida a la que Jennifer había visto mientras esperaba en la sala de cirugía del centro médico de UCLA. Se preguntó si volverían a mencionar a su abuela y escuchó con atención. Pero María no formaba parte de la noticia. El nombre del paciente era otro, pero el hospital era el mismo: el Queen Victoria.
Sin poder apartar la vista, Jennifer enderezó la espalda mientras la presentadora seguía hablando:
«La afirmación por parte del gobierno indio de que sus resultados en cirugía son tan buenos o mejores que los de cualquier hospital occidental recibió anoche un nuevo revés cuando, como les decíamos, Herbert Benfatti, de Baltimore, Maryland, falleció de un ataque al corazón poco después de las nueve de la noche, hora de Nueva Delhi. El trágico suceso tuvo lugar aproximadamente doce horas después de que el paciente se sometiera a una operación de reemplazo de rodilla. Aunque el señor Benfatti había sufrido episodios de arritmia, gozaba de buena salud; el mes anterior, como preparación para la intervención quirúrgica, incluso le habían practicado un angiograma que había dado resultados normales. Según afirman nuestras fuentes, estos desenlaces no son inusuales en los hospitales privados de la India, pero las autoridades han logrado evitar que se filtren informaciones de este tipo. Nuestras fuentes se han comprometido a continuar informando sobre los fallecimientos, pasados o futuros, de los que tengan conocimiento, con el fin de que los pacientes dispongan de la información necesaria para decidir con conocimiento de causa si desean afrontar semejante riesgo solo por ahorrarse unos dólares. La CNN, por supuesto, les ofrecerá dicha información tan pronto como disponga de ella. Y ahora pasemos a…».
La primera reacción de Jennifer fue compadecerse de la familia Benfatti y desear que no se hubieran enterado de la trágica noticia por la televisión, como le pasó a ella. También pensó en el hospital. Dos muertes inesperadas tras dos operaciones quirúrgicas programadas en dos noches seguidas era sin duda excesivo; seguramente podían haberse evitado, y por eso mismo resultaba más doloroso. También se preguntó si el señor Benfatti estaría casado y, en caso positivo, si la señora Benfatti estaría en la India, tal vez en su mismo hotel. Se le ocurrió que, si existía una señora Benfatti, sería un detalle darle el pésame en persona, si lograba reunir el valor. Lo último que deseaba era molestar a quienquiera que fuese el pariente más cercano, aunque dado lo que ella misma estaba pasando con la muerte de su abuela, decidió que nadie podía acompañarle en el sentimiento mejor que ella.