Nueva Delhi, martes 16 de octubre de 2007,19.45 h
En un acto reflejo, Samira Patel dedicó una sonrisa coqueta a los dos corpulentos porteros sij del acceso principal del hospital Queen Victoria. Llevaba puesto el uniforme de enfermera, como Veena la noche anterior. Ellos no le devolvieron el flirteo, pero sin duda la habían reconocido. Ambos alargaron un brazo en silencio, tiraron de las puertas para abrirlas y, con una inclinación, le permitieron el paso.
Aquella tarde, antes de que partiese a cumplir su misión, Durell dedicó unas cuantas horas a preparar a Samira; la sesión había incluido consejos sobre qué debía hacer una vez estuviera dentro del hospital. A pesar de lo nerviosa que estaba siguió sus indicaciones al pie de la letra. Avanzó por el vestíbulo a paso rápido y evitando cruzar la mirada con nadie. Utilizó la escalera y no el ascensor para acceder al segundo piso, donde estaba la biblioteca. Después de encender las luces, sacó varios libros sobre ortopedia de las estanterías y los dispersó sobre una mesa. Tuvo incluso el detalle de abrir uno por la sección de artroplastias de rodilla, que era la intervención a la que su paciente, Herbert Benfatti, se había sometido por la mañana. Todo aquello había sido idea de Durell. Quería que Samira tuviera una prueba clara y demostrable para explicar su presencia en el hospital fuera de su horario si cualquier supervisor de enfermería le hacía preguntas.
Cuando terminó de preparar la biblioteca a su gusto y descargó el registro de Benfatti desde el terminal que había allí a su dispositivo de almacenamiento USB, Samira volvió a la escalera y subió hasta el quinto piso, donde estaba la zona de quirófanos. Para entonces, su nerviosismo se había convertido en auténtica ansiedad, más de la que había imaginado, y llegó a preguntarse por qué había puesto tanto empeño en presentarse voluntaria. Pero sabía de sobra cuál era la razón. Veena Chandra había sido su mejor amiga desde que se conocieron en tercero de primaria, pero Samira siempre se había sentido inferior. El problema era que ella envidiaba la belleza de Veena, contra la que sabía que no era rival, y de ahí su deseo por competir en todos los demás aspectos. Samira estaba convencida de que el pelo de Veena era más oscuro y brillante que el suyo, de que su piel era más dorada, de que su nariz era más pequeña y bonita.
Sin embargo, a pesar de esa rivalidad —de la que Veena no tenía ni idea—, habían desarrollado una viva amistad basada en su sueño común de emigrar a Estados Unidos algún día. Como sus otras amigas del colegio, las dos tuvieron acceso a internet a una edad muy temprana; Samira le sacó mucho más partido que Veena, pero aquella herramienta se convirtió para ambas en un ojo de buey por el que mirar a Occidente e introdujo en ellas el concepto de la libertad personal. Cuando llegaron a la adolescencia, eran inseparables y compartían todos los secretos, que en el caso de Veena incluían los abusos de su padre, algo que no había revelado a nadie más por miedo a avergonzar a su familia. El secreto de Samira era muy diferente del de Veena: a ella le fascinaban las páginas web de pornografía y, por consiguiente, el sexo. Y, como para ella era un tema prohibido, a duras penas conseguía pensar en nada más. Se moría de ganas de hacerlo, y se sentía como un animal enjaulado, coartada sobre todo por su estricta educación musulmana. En el fondo, lo que reforzó la amistad entre las dos muchachas fue que ambas estaban dispuestas a mentir por la otra. Cada una decía a sus padres que se quedaba a dormir en casa de la otra y en realidad se iban a discotecas de estilo occidental y se pasaban despiertas toda la noche. En lugar de abrazar los tradicionales valores kármicos indios de obediencia pasiva y aceptación de las dificultades de la vida con la esperanza de recibir la recompensa en la próxima, Samira y Veena se inclinaban cada vez más a buscar las recompensas en esta vida, no en la siguiente.
El día anterior, cuando Samira se enteró de que Veena había sido seleccionada como primera enfermera que pondría en práctica la nueva estrategia, sufrió un ataque inmediato de celos. Por eso se había presentado voluntaria para la siguiente misión y había afirmado que ella lo haría mejor y sin titubeos. La razón de tanta confianza era que había un campo en el que Samira había hecho mayores progresos que su amiga, y ese campo era su grado de abandono de la antigua cultura india y su adaptación a la nueva cultura occidental. La prueba de ello era su relación con Durell.
Samira empujó con mano temblorosa la puerta que conectaba la escalera con el quinto piso. Estaba relativamente oscuro. Durante unos segundos se limitó a escuchar. No oyó nada salvo el constante y omnipresente zumbido grave de los climatizadores. Salió al pasillo y la puerta se cerró tras ella.
Segura de que estaba sola, se encaminó hacia la zona de cirugía mientras intentaba minimizar el sonido de sus tacones contra el suelo de hormigón armado. La iluminación era débil pero apropiada. Al cruzar las puertas exteriores dobles, se aseguró de que no hubiera nadie en la sala de cirugía. Sabía que en ocasiones la utilizaban por las tardes, y que los empleados del turno de noche la usaban para los ratos de descanso y mirar un poco la televisión, aunque en teoría no les estaba permitido. Se acercó a las puertas dobles que daban propiamente a la zona de cirugía y las abrió. Desafortunadamente, las bisagras protestaron con un chirrido que la hizo encogerse. Notaba cómo le latía el corazón en el pecho y le retumbaba en los oídos. Se detuvo unos segundos por si el ruido de las puertas provocaba alguna reacción, y a continuación se adentró en la zona de cirugía. Se encogió de nuevo cuando las puertas emitieron el mismo chirrido al cerrarse. Pero el silencio anterior, propio de un mausoleo, cayó inmediatamente sobre ella como una pesada manta.
Samira estaba deseando acabar con aquella parte de su tarea. Podía notar el sudor de su cara a pesar del frío que reinaba en los quirófanos debido al aire acondicionado. No le gustaba sentir ansiedad, y mucho menos sabiendo cuántas veces se había sentido así durante la doble vida que había llevado continuamente de cara a sus padres en la adolescencia.
Una vez dentro del quirófano y segura de estar sola, Samira se apresuró a llenar la jeringuilla con succinilcolina. Con las prisas, casi se le cayó el frasco que contenía el medicamento paralizante. Si se hubiera roto al impactar contra el duro suelo, habría sido un desastre porque habría dudado en limpiarlo. Cualquier esquirla de cristal se habría convertido en el equivalente a un dardo envenenado con curare en las selvas de Perú. No se le escapó la ironía de que la hubieran encontrado muerta en el quirófano por la mañana.
Samira volvió sobre sus pasos, aliviada, hasta llegar a la escalera. Con aquella parte de la tarea terminada, supuso que lo demás sería coser y cantar; bien poco se esperaba lo que vendría.
Descendió dos pisos y miró la hora. Eran poco más de las ocho. En aquel momento su única preocupación era la señora Benfatti, a la que había conocido aquella tarde. ¿Estaría todavía de visita? La parte positiva era que el señor Benfatti se había sometido a la operación aquella misma mañana, y lo más probable era que aún estuviera bajo los efectos de la anestesia, por lo que seguramente estaría somnoliento o dormiría profundamente. La única forma de averiguarlo era mirar.
Abriendo la puerta que daba al tercer piso, Samira miró a ambos lados del pasillo. Vio a dos personas en el bien iluminado control de enfermería, lo que significaba que los otros dos enfermeros estaban en la habitación de algún paciente o tomándose un descanso. No había forma de saberlo.
Samira sintió que la ansiedad se apoderaba de ella de nuevo y se dijo que entonces o nunca. Respiró profundamente y salió al pasillo en dirección al cuarto del señor Benfatti. Todo fue bien hasta que llegó a la puerta de la habitación, que estaba entreabierta unos quince centímetros. Impaciente ya por zanjar el asunto, levantó el brazo para llamar a la puerta y se quedó con la mano suspendida en el aire. Vio estupefacta que la puerta se abría en el mismo instante en que ella esperaba hacer contacto con su superficie. Se le escapó un grito de sorpresa cuando se encontró inesperadamente frente a una de las enfermeras del turno de tarde. Solo la conocía por su nombre de pila. Era la notablemente obesa y arisca Charu, y llenaba por completo el umbral.
En contraste con la reacción de sorpresa de Samira, Charu parecía enfadada porque le cerrara el paso. Miró a Samira de arriba abajo, como si la estuviera evaluando, y dijo en tono poco amistoso:
—¿Qué haces aquí? Tú haces el turno de día.
Charu y Samira solo se conocían de los informes durante el cambio de turno, cuando los enfermeros de la mañana comunicaban a los de la tarde el estado de cada paciente y sus necesidades específicas.
—Quería ver cómo está mi paciente —dijo Samira; su voz sonó más vacilante de lo que habría querido—. Estaba en la biblioteca estudiando las artroplastias de rodilla.
—¿De verdad? —preguntó Charu, con un tono de duda en su voz.
—De verdad —repitió Samira intentando sonar convincente.
Charu la miró con incredulidad.
—La señora Benfatti está dentro —dijo.
—¿Se marchará pronto? Quería hacerle algunas preguntas al señor Benfatti sobre sus síntomas.
Por toda respuesta, Charu se encogió de hombros, apartó a Samira y salió.
Samira la observó dirigirse hacia el mostrador. Estaba en un dilema: ¿qué debía hacer? No podía quedarse fuera esperando a que la señora Benfatti se marchase, pero si regresaba a la biblioteca, cuando la señora Benfatti se fuera, ella no se enteraría. También se preguntó si cruzarse con Charu significaba que debía cancelar el plan. El problema de cancelarlo era que podría pasar una semana hasta que tuviera otro paciente estadounidense con algún problema cardíaco en su historial que lo convirtiera en un blanco adecuado. Para entonces, sus esfuerzos en la competición con Veena posiblemente ya no le servirían de nada.
Samira seguía sin decidirse cuando volvieron a sorprenderla. Esta vez fue la señora Lucinda Benfatti, una mujer moderadamente alta y corpulenta en la mitad de la cincuentena y con una permanente muy marcada. Había conocido a Samira aquel mismo día, así que la reconoció de inmediato.
—Caramba, sí que le echas horas…
—A veces —balbuceó Samira. El objetivo de pasar desapercibida durante su misión se estaba convirtiendo en un chiste malo.
—¿Hasta qué hora trabajas?
—Depende —mintió Samira—. Pero enseguida me iré a casa. ¿Cómo le va al paciente? Quería saber cómo estaba.
—¡Eres un encanto! Dentro de lo que cabe, está bastante bien, pero tolera mal el dolor y le está doliendo mucho. La enfermera que acaba de irse le ha inyectado más calmante, espero que funcione. ¿Por qué no entras a saludarle? Seguro que se alegrará de verte.
—Si acaban de ponerle un calmante, quizá no sea un buen momento. No quiero molestar.
—No será ninguna molestia. ¡Pasa!
La señora Benfatti la cogió del codo y la hizo pasar a la habitación de su marido. Las luces estaban bajas, pero la iluminación general de la estancia era suficiente porque el gran televisor con pantalla plana estaba encendido, con la BBC sintonizada. El señor Benfatti estaba semisentado. Tenía la pierna izquierda en un aparato que, lenta pero constantemente, le hacía flexionar la rodilla treinta grados varias veces por minuto.
—Herbert, cariño —gritó la señora Benfatti para imponerse al sonido del televisor—. Mira quién ha venido.
El señor Benfatti bajó el volumen con el mando a distancia y miró a Samira. La reconoció y, como su mujer, hizo un comentario sobre su larguísima jornada laboral.
Antes de que Samira pudiera responder, la señora Benfatti intervino de nuevo:
—No sé vosotros, pero yo estoy agotada. Me vuelto al hotel a descansar. Buenas noches otra vez, cariño —le dijo a su marido; le dio un beso en la frente y añadió—: Que duermas bien.
La mano derecha del señor Benfatti se movió con debilidad. La izquierda —en el brazo izquierdo tenía la vía intravenosa— se quedó quieta. La señora Benfatti se despidió de Samira y salió del cuarto.
Samira se vio en un incómodo aprieto. No le apetecía implicarse en una conversación con aquel hombre si quería llevar a cabo su plan, pero tampoco podía quedarse allí plantada. Además, se había cruzado con la señora Benfatti. ¿No era esa una razón más para retirarse? Lo único seguro era que algo que parecía simple estaba resultando ser todo menos eso. Bloqueada, incapaz de decidirse, Samira parecía estar echando raíces en la habitación.
Al cabo de un rato el señor Benfatti le preguntó:
—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Bajo corriendo a la cocina y te traigo algo para picar? —Se rio de su propia broma.
—¿Qué tal la rodilla? —preguntó Samira mientras intentaba poner orden en su cabeza.
—De maravilla —dijo el señor Benfatti con sorna—. Listo para echarme una carrerita.
Sin ella ser consciente, la mano de Samira se había metido en el bolsillo y sus dedos encontraron la jeringuilla llena. Con un respingo, recordó lo que la había llevado allí.
Mientras el señor Benfatti explicaba con detalles el dolor que sufría, Samira se preguntaba qué debía hacer. Se dio cuenta de que no había ninguna forma racional de tomar una decisión, aparte de la bola de cristal que no tenía, así que optó por admitir su impetuosidad y limitarse a seguir según lo planeado. El factor decisivo fue el hecho de caer en la cuenta de que pasarían horas hasta que alguien volviera a ver al señor Benfatti, ya que la esposa acababa de irse y la enfermera le había puesto una inyección hacía poco. Samira estaría lejos de la escena del crimen cuando se descubriera. Sacó la jeringuilla de su escondrijo. Utilizó los dientes para quitarle el capuchón y alcanzó el punto de inyección por debajo del filtro miliporo.
El señor Benfatti, consciente del repentino avance de Samira hacia su cama, entrevió la jeringuilla e interrumpió su diatriba sobre el dolor.
—¿Qué es eso? —preguntó. Cuando Samira no le hizo caso y levantó la aguja hacia el punto de inyección, el señor Benfatti estiró el brazo derecho y capturó la muñeca derecha de Samira. Un instante después, sus miradas se cruzaron—. ¿Qué me vas a poner?
—Es una cosa para el dolor —improvisó Samira, nerviosa.
La aterrorizaba que el señor Benfatti estuviera agarrándola. Durante un segundo, la embargó el absurdo temor de que lo que estaba a punto de suministrar al señor Benfatti pasara a ella por contacto.
—Me han inyectado calmantes hace un momento. ¿No nos estaremos pasando?
—Instrucciones del doctor. Esta lleva más concentración, para que pueda dormir más tiempo.
—¿De verdad?
—De verdad —repitió Samira, lo que le recordó la desagradable conversación que había mantenido con Charu.
Bajó la mirada al brazo del señor Benfatti, que seguía apretándole la muñeca. El hombre tenía fuerza y, aunque Samira no sentía dolor, poco le faltaba. Le estaba restringiendo el flujo sanguíneo.
—¿El médico está aquí?
—No, ya ha terminado por hoy. Acaba de llamar con las instrucciones.
El señor Benfatti siguió agarrándola durante unos segundos más y luego la soltó de repente.
Samira dejó escapar un silencioso suspiro de alivio. Habían empezado a cosquillearle las puntas de los dedos. Sin desperdiciar tiempo, introdujo la aguja poniendo especial cuidado en no pincharse. Tratándose de succinilcolina, incluso una pequeña dosis le traería problemas. Samira vació la jeringuilla entera sin más dilación. Un segundo más tarde se inició un grito en los labios del señor Benfatti y Samira presionó su mano libre contra la boca del hombre.
El señor Benfatti buscó a tientas el botón de llamada a los enfermeros, que estaba enganchado en el extremo de la almohada, pero Samira consiguió apartarlo de un tirón con la mano que sostenía la jeringuilla. Casi de inmediato, la resistencia que notaba en la mano con la que le tapaba la boca se disipó. Al apartar la mano, percibió una especie de serpenteo por debajo de la piel del señor Benfatti, como si su cara hubiera sufrido una repentina infiltración de gusanos. Simultáneamente sus brazos y su pierna libre empezaron a sufrir convulsiones breves e incontrolables. Los espasmos cesaron enseguida. Los reemplazó un oscurecimiento de la piel que resaltaba especialmente debido a la luz blanca que emanaba del televisor. Aunque al principio el cambio de color fue lento, enseguida se aceleró hasta que toda la piel visible del señor Benfatti estuvo teñida de un siniestro violeta oscuro.
Samira había evitado mirar los ojos del hombre mientras atravesaba esos rápidos dolores agónicos, pero entonces lo hizo. Tenía los párpados semiabiertos y la mirada perdida. Samira se retiró hacia la puerta, chocó con una silla y la agarró para evitar que cayera. Lo último que quería era que apareciera alguien para ver a qué se debía el ruido. Echó una última mirada al señor Benfatti desde la puerta y por un momento se quedó como hipnotizada: su pierna mantenía el ritmo mecánico de flexión y extensión como si el hombre siguiera vivo.
Se dio la vuelta y huyó de la habitación, pero al momento se obligó a reducir el paso para evitar llamar la atención. Sin apartar la mirada del control de enfermería, donde vio a los cuatro enfermeros, Samira llegó a la escalera. Solo cuando salió del pasillo se permitió respirar de nuevo, sorprendida de haber estado conteniendo la respiración. Ni siquiera se había dado cuenta.
Recogió los libros de la biblioteca y apagó la luz. A continuación descendió al vestíbulo. Se alegró de encontrarlo vacío, pero se alegró más aún de que los porteros hubieran terminado su turno. Ya en la calle, tomó una mototaxi y, mientras se alejaba, se giró para echar un último vistazo al hospital Queen Victoria. Le pareció un edificio oscuro, lleno de sombras y, lo más importante, tranquilo.
Durante el trayecto hacia la casa, pensar en que había completado la tarea hizo que se sintiera poco a poco mejor, y el miedo, la ansiedad y la indecisión que había experimentado se diluyeron y pasaron a segundo plano. Cuando la mototaxi llegó al camino de entrada del bungalow, le pareció que todos aquellos problemas eran meros pitidos en la pantalla del radar.
—Debo dejarla aquí —dijo el conductor en hindi, mientras detenía el vehículo.
—No quiero bajarme aquí. ¡Llévame hasta la puerta!
Los ojos del conductor brillaron nerviosos en la oscuridad cuando se giró hacia Samira. Era evidente que estaba asustado.
—Pero el propietario de esa casa se enfadaría, y llamaría a la policía, y la policía me pediría dinero.
—Yo vivo aquí —replicó Samira bruscamente, y acompañó la frase con unas cuantas expresiones malsonantes aprendidas en internet—. Si no me llevas, no te pagaré.
—Prefiero no cobrar. La policía me pedirá diez veces la misma cantidad.
Tras unas pocas palabras más que consideró apropiadas, Samira salió del ciclomotor con tres ruedas y, sin mirar atrás, enfiló el camino de acceso. Oyó una sarta de tacos parecidos a los suyos y luego la mototaxi aceleró ruidosamente y se zambulló en la noche. Mientras caminaba, pensó en cómo describiría el desarrollo de su misión. No le llevó más que un minuto decidir que se saltaría las preocupaciones secundarias y se centraría en su éxito: se había encargado del señor Benfatti, eso era lo importante. Lo que no iba a hacer era quejarse como había hecho Veena.
Cuando entró en la casa, los cuatro directores y los once enfermeros estaban en la sala de estar viendo un antiguo DVD llamado Desmadre a la americana. Tan pronto como Samira entró en el salón, Cal detuvo la película. Todos la miraron expectantes.
—¿Y bien? —preguntó Cal.
Samira disfrutó haciendo sufrir al grupo. Cogió una manzana y se sentó, como si se dispusiera a ver la película y pasara de dar su informe.
—¿Y bien qué? —dijo, prolongando su ardid.
—¡No nos obligues a suplicarte! —amenazó Durell.
—Ah, supongo que te refieres a lo que le ha pasado al señor Benfatti…
—Samira… —advirtió Durell en tono juguetón.
—Todo ha ido bien, exactamente como tú dijiste; no esperaba otra cosa.
—¿No te has asustado? —Preguntó Raj—. Veena dijo que se asustó.
Raj era el único enfermero varón. Tenía aspecto de culturista, pero su voz era suave, casi femenina.
—Ni lo más mínimo —dijo Samira, aunque mientras hablaba recordó cómo se había sentido cuando Benfatti le agarró la mano lo bastante fuerte como para interrumpir el flujo sanguíneo.
—Raj se ha presentado voluntario para mañana por la noche —le explicó Cal—. Tiene un paciente perfecto con una operación programada por la mañana.
Samira se giró hacia Raj. Era un hombre muy bien parecido. Por las noches se ponía camisetas una talla más pequeña para resaltar su impresionante físico.
—No te preocupes, te irá bien —le aseguró Samira—. La succinilcolina hace efecto literalmente en segundos.
—Veena dijo que su paciente sufrió muchísimas contracciones en la cara —comentó Raj con aire preocupado—. Dijo que fue horrible.
—Tuvo algunos espasmos, pero terminaron casi antes de que empezaran.
—Veena dijo que su paciente se puso de color violeta.
—El mío también, pero no hace falta que te quedes allí admirando tu trabajito.
Algunas enfermeras se rieron. Cal, Petra y Santa estaban serios.
—¿Tienes el registro médico informático de Benfatti? —preguntó Santana. Como Samira aún no lo había mencionado, temía que se le hubiera olvidado. Necesitaba el historial para que la noticia que transmitieran por la televisión fuera más personal.
Samira apoyó la espalda contra el respaldo del sofá y estiró el cuerpo para poder sacar del bolsillo el USB, parecido al que Veena había entregado a Cal la noche anterior. Lo lanzó en dirección a Santana.
La psicóloga capturó el dispositivo en pleno vuelo, como un portero de hockey, lo sopesó como si eso fuera a permitirle saber si contenía los datos o no, y se levantó.
—Quiero mandar esta historia a la CNN. Ya les he dado un adelanto y están esperándola con ansia. Mi contacto me ha asegurado que saldrá directamente.
La gente que estaba sentada a su lado levantó las piernas para dejarla pasar por detrás de la mesita baja y dirigirse a su despacho.
—Tengo una sugerencia —dijo Samira cuando Santana se marchó—. Creo que deberíamos conseguir nuestra propia succinilcolina. Colarse en la zona de quirófanos es el eslabón más débil del plan. Es el único lugar del hospital donde no pintamos nada, y si pescaran a cualquiera de nosotros allí, no tendríamos forma de explicarlo.
—¿Sería difícil conseguirla? —consultó Durell.
—Con dinero, en la India es fácil conseguir cualquier droga —dijo Samira.
—Pues entonces no hay que darle más vueltas —dijo Petra a Cal.
Ese asintió y miró a Durell.
—A ver qué puedes hacer.
—Ningún problema —respondió el afroamericano.
Cal no podía estar más satisfecho. La nueva estrategia estaba funcionando, todos la habían aceptado, e incluso ofrecían sugerencias. No pudo evitar decirse que iniciar la trama con Veena había sido una gran idea, a pesar del susto del intento de suicidio. Hacía solo unos pocos días le daba miedo hablar con Raymond Housman, en cambio en ese momento estaba deseando ponerse en contacto con él. Le alegraba muchísimo que Nurses International estuviera empezando a compensar el esfuerzo, aunque no fuera de la forma que él había previsto. Pero qué más daba, pensó. Lo importante eran los resultados, no el método.
—Bueno, ¿quién quiere terminar de ver la película? —dijo en voz alta, moviendo el mando a distancia por encima de su cabeza.