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Nueva Delhi, martes 16 de octubre de 2007, 6.30 h

Cal Morgan tenía el sueño muy profundo y necesitaba un despertador potente para abrir los ojos. Empleaba a tal efecto un reloj con radio y reproductor de CD en el que siempre había un disco de música militar. A tres cuartas partes de su volumen máximo, el aparato hacía vibrar la mesilla de noche hasta moverla y, con ella, los objetos que la cubrían. Incluso Petra, que ocupaba la suite de habitaciones contigua, lo oía como si sonara junto a su cama. Así que, cuando sonaba, Cal hacía el esfuerzo de apagarlo tan pronto como alcanzaba un estado apropiado de consciencia. Y aun así, en ocasiones volvía a quedarse profundamente dormido.

Pero eso no iba a ocurrir aquella mañana. Estaba demasiado nervioso por los acontecimientos de la noche anterior para seguir durmiendo. Se quedó mirando el alto techo y reflexionó sobre todo lo que había ocurrido la noche antes.

Lo que le preocupaba era lo cerca que el intento de suicidio de Veena había estado de hundir el proyecto. Si no hubiera ido a verla cuando lo hizo, Veena habría muerto y, sin duda, su muerte habría resultado en una investigación, y una investigación significaría el desastre. Cerrarían Nurses International y, como mínimo, el progreso de Cal hacia su objetivo final de hacerse rico de verdad como presidente de la corporación sanitaria Superior Care se ralentizaría.

Cal nunca había sentido ningún interés por la sanidad, y el cuidado de los pacientes o, ya puestos, de los enfermeros, seguía sin preocuparle. Lo que le gustaba era el dinero que movía esa industria: dos billones de dólares todos los años solo en Estados Unidos y la mejor marca del estadio en crecimiento sostenido. Durante la enseñanza secundaria escogió dedicarse profesionalmente a la publicidad, y para ello se matriculó en la Universidad de California-Los Ángeles y la Escuela de Diseño de Rhode Island. Pero el poco tiempo que trabajó en publicidad le llevó a tomar conciencia de las grandes limitaciones de ese campo, en especial de las financieras. Renunció a la publicidad, aunque no a su poder embaucador, y pasó a la Escuela de Negocios de Harvard, donde se percató de la inconcebible cantidad de dinero que movía el negocio sanitario. Cuando acabó el posgrado en la Escuela de Negocios, buscó y consiguió un puesto de bajo nivel en la corporación sanitaria Superior Care, una de las más importantes en el sector. La empresa poseía hospitales, clínicas que les derivaban pacientes y planes sanitarios en casi todos los estados y ciudades importantes de Estados Unidos.

Intentando sacar partido a su vena creativa, Cal entró en el departamento de relaciones públicas, donde vio las mejores oportunidades de que se reconociera su trabajo y, por tanto, de llamar la atención de los directivos de la compañía. En su primer día de trabajo fanfarroneó diciendo que al cabo de diez años estaría dirigiendo la empresa, y cuando habían pasado dos daba la impresión de que su profecía no era descabellada. Entonces codirigía ya el departamento completo, junto a una mujer llamada Petra Danderoff que le sacaba cinco años y dos centímetros de altura —Cal medía uno ochenta— y que también trabajaba en relaciones públicas cuando él entró. El ascenso fue el resultado de una serie de campañas publicitarias de mucho éxito, ideadas entre los dos, que casi habían logrado duplicar la afiliación a varios de los planes sanitarios de la empresa.

Su meteórico ascenso sorprendió a bastante gente, pero no a Cal. Estaba acostumbrado al éxito desde muy joven; la confianza en sí mismo y la competitividad formaban parte de su código genético, y su padre, igualmente competitivo, había afinado esos rasgos hasta convertirlos en una obsesión. Cuando era un crío quería ganar siempre a todo, especialmente si sus rivales eran sus dos hermanos mayores. Desde los juegos de mesa como el Monopoly hasta las notas escolares, desde los deportes hasta los regalos que hacía a sus padres en Navidad, Cal se empeñaba siempre en ser el número uno con una obstinación que muy pocos podían igualar. Y el éxito no hacía más que reforzar su apetito por tener más éxito, hasta tal punto que con los años había perdido la necesidad de guiarse por unos principios morales. Desde su punto de vista, hacer trampas —que él no llamaba así— y desoír las razones éticas —que él consideraba simples limitaciones para los miedicas— no eran más que herramientas para sacar adelante su proyecto.

Los cargos directivos de Superior Care no conocían estos detalles del pasado y la personalidad de Cal. Pero sí conocían, y mucho, sus contribuciones a la compañía, y estaban deseosos de recompensarle, sobre todo el presidente, Raymond Housman. Fue una coincidencia que ese reconocimiento se materializara más o menos por el mismo tiempo en que el presidente se enteró por boca de su director financiero, Clyde English, de un problema económico que iba en aumento. Para horror general de todo el cuadro directivo, el informe del departamento de contabilidad revelaba que la compañía había sufrido en 2006 una disminución de alrededor de veintisiete millones de dólares en su resultado anual. La causa era el crecimiento de la industria del turismo médico en la India, por la que un número alarmante de pacientes estadounidenses rehuían los hospitales de Superior Care y volaban al subcontinente asiático para operarse.

Raymond Housman conectó esos dos asuntos y citó a Cal para mantener una reunión secreta en su despacho. Le explicó el asunto del turismo médico… y la necesidad de revertido de alguna manera. Y entonces le ofreció una oportunidad única. Le dijo que Superior Care estaba dispuesta a financiar con generosidad, a través de un discreto banco situado en Lugano, Suiza, a otra compañía cuyo único objetivo sería disminuir considerablemente la demanda de los servicios quirúrgicos en la India, siempre que Cal aceptase fundarla. Raymond dejó muy claro que Superior Care no deseaba tener ninguna conexión visible con esa compañía, que negaría enérgicamente la existencia de tal conexión en caso de que alguien preguntara, y que no quería saber qué métodos empleaba esa compañía para lograr sus objetivos. Lo que Raymond no dijo, y sin embargo Cal oyó perfectamente, fue que su cese en Superior Care solo sería temporal: en caso de tener éxito en su nueva empresa, la corporación le recibiría de nuevo en su regazo con los brazos abiertos y un puesto de altísimo nivel, lo que en esencia supondría saltarse de golpe varios escalones.

Aunque Cal no tenía ni idea de cómo se las ingeniaría para afrontar los retos de su nueva empresa, aceptó de inmediato; su única condición fue que Petra Danderoff, por entonces su codirectora en el departamento de relaciones públicas, estuviera incluida en el trato. Al principio Housman se mostró reacio, ya que entonces no quedaría nadie para timonear el departamento de relaciones públicas de Superior Care, pero bastó que Cal le recordara la gravedad del problema del turismo médico para que cediera.

Dos semanas después, Cal había vuelto con Petra a su ciudad natal, Los Ángeles, e ideaban el modus operandi de su empresa en ciernes. Cada uno de ellos contrató a un amigo con talento para que les ayudara: Cal escogió a Durell Williams, un afroamericano con quien había hecho migas en UCLA y que se había especializado en seguridad informática, y Petra llamó a Santana Ramos; doctorada en psicología, había de entrar en la CNN tras seis años de trabajo en su consulta privada.

Lo más importante era que los cuatro eran igualmente competitivos, despreciaban en igual medida la ética por considerarla una debilidad limitadora y estaban convencidos de que el desafío de socavar el turismo médico en favor de una compañía listada entre las quinientas más productivas por la revista Fortune era la oportunidad de su vida. Todos se comprometieron a hacer cuanto estuviera en sus manos para desacreditar el turismo médico. El grupo acordó con bastante celeridad un plan de negocio consistente en despertar el miedo en los pacientes para así reducir la demanda. Antes de que se desarrollara una propaganda justamente con el objetivo contrario, cualquier persona que debía someterse a una operación quirúrgica consideraba con grandes reservas la posibilidad de desplazarse a la India —o a cualquier otro país en vías de desarrollo—, y ello debido a una serie de razones muy comprensibles. En primer lugar, les preocupaba la suciedad general del país, que despertaba fantasmas de heridas infectadas y de posibles contagios por cualquier enfermedad infecciosa presente en la India. A continuación llegaba la pregunta obvia de si los cirujanos y demás personal sanitario, enfermeros incluidos, estarían bien cualificados. A ese interrogante se sumaban las dudas sobre la calidad de los hospitales y de si contaban con el necesario equipo médico de alta tecnología. Y por último cabía preguntarse si en general las operaciones se completaban con éxito.

Cuando el equipo examinó la propaganda que la Oficina de Turismo de la India estaba difundiendo, descubrieron que abordaba clara y específicamente esas mismas cuestiones. Como consecuencia, decidieron que la nueva empresa de Cal se dedicaría a crear campañas publicitarias en el sentido opuesto utilizando el miedo de la gente. Todos estaban convencidos de que el plan funcionaría, ya que las campañas publicitarias siempre son más fáciles cuando buscan reforzar las creencias y los prejuicios que la gente ya tiene de antemano.

Por desgracia, tan pronto como acordaron una estrategia y empezaron a intercambiar ideas toparon con un grave problema. Se dieron cuenta de que, si la India estaba invirtiendo gran cantidad de dinero y esfuerzo en la promoción del turismo médico, sin duda el gobierno indio abriría una investigación cuando alguien empezara a hacer lo contrario, y cualquier investigación provocaría complicaciones a menos que todo cuanto afirmaran los anuncios fuera demostrable.

Se dieron cuenta enseguida de que necesitaban datos reales sobre los hospitales privados indios, en particular sobre resultados, mortalidad y complicaciones, que debían incluir estadísticas sobre las tasas de infección. Pero esos datos no estaban disponibles. Buscaron en internet, en revistas de medicina e incluso en el Ministerio de Sanidad indio, que, como descubrieron enseguida, estaba totalmente en contra de poner información de ese tipo en manos del público e incluso se negaba a admitir su existencia. En sus anuncios, el Ministerio no usaba datos de ninguna clase; se limitaba a afirmar que sus hospitales tenían unos resultados igual de buenos o mejores que los de Occidente.

Varados durante un tiempo, de repente el grupo se dio cuenta de que necesitaban infiltrar quintacolumnistas en los hospitales privados indios que estuvieran participando en la provechosa y creciente industria del turismo médico. Introducir topos en los departamentos de contabilidad habría sido lo ideal, pero la viabilidad de tal proyecto parecía cuestionable. Se les ocurrió la idea de utilizar enfermeros, inspirada por algo que Santana sabía y los demás no: que el negocio de la enfermería era global. En Occidente faltaban enfermeros. Los países orientales, en particular Filipinas e India, tenían excedentes: muchos enfermeros jóvenes ansiaban emigrar a Estados Unidos por motivos económicos y culturales pero se enfrentaban a obstáculos importantes, casi insalvables.

Tras un largo período de investigación y debate, Cal y los demás decidieron entrar en el negocio de la enfermería y fundar una empresa llamada Nurses International. El plan que finalmente llevaron a cabo fue contratar a una docena de enfermeros indios recién graduados, jóvenes, vulnerables, atractivos e impresionables, pagarles sueldos equivalentes a los de sus colegas estadounidenses y llevarlos con visados de turista a Estados Unidos, en concreto a California, para ofrecerles sesiones gratuitas de formación durante un mes, con lo que se sentirían en deuda con ellos y por tanto serían fácilmente manipulables para poder convertirlos en espías. Una vez llegados a California, mimaron al equipo de enfermeros para maximizar su manejabilidad y explotar su deseo de emigrar. Como actividad paralela, por la mañana los instruían en el manejo de ordenadores, centrándose en las técnicas de piratería informática. Por la tarde les hacían trabajar unas horas en un hospital de Superior Care para que mejoraran su inglés americano y conocieran las expectativas de los pacientes de Estados Unidos. Daban por hecho que todo aquello facilitaría la tarea de subcontratados más adelante a hospitales indios privados.

Todo salió milagrosamente según el plan, y en ese momento tenían equipos de dos enfermeros en seis hospitales indios de turismo médico. En cuanto al alojamiento, exigieron que todos los empleados vivieran juntos en una mansión alquilada por Nurses International en la zona diplomática de Nueva Delhi, lo cual disgustó al principio a sus familiares. Pero el dinero que les enviaban los enfermeros seguía llegando, y finalmente las protestas familiares cesaron.

Tras la primera semana de trabajo, durante la cual todos los enfermeros se quejaron de que querían volver a California antes de los seis meses que se les exigía pasar en la India, les ordenaron que empezaran a extraer datos sobre resultados médicos de los ordenadores de sus respectivos hospitales. El objetivo era calcular tasas de infección, índices de resultados adversos y promedios de defunciones para utilizarlos en sus futuras campañas publicitarias. Para sorpresa de Cal y los demás, ningún enfermero puso pegas a esta actividad y todos demostraron una eficiencia tremenda. Pero entonces se toparon con el desastre. Ocurrió algo que ninguno de ellos había previsto. Resultó que las estadísticas eran bastante buenas, en algunos de los centros eran incluso excelentes.

Cal y Petra pasaron unos cuantos días deprimidos y sin saber qué hacer. Habían invertido mucho dinero en organizar su elaborado sistema de espionaje y empezaban a presionarles exigiendo resultados. Es más, una semana antes Raymond Housman había enviado en secreto a un representante para que se informara de en qué momento cabía esperar que ocurriera algo. Al parecer, los beneficios seguían menguando a causa del turismo médico a un ritmo alarmante. Cal le había prometido que los resultados se notarían muy pronto, ya que durante la visita del representante de Superior Care apenas habían empezado a recibir datos.

Pero entonces Cal explotó su creatividad y su necesidad de ganar y concibió un segundo plan. Si no había malas estadísticas en las que basar su destructiva campaña publicitaria, ¿por qué no utilizar la quinta columna que ya tenían posicionada para crear sus propias historias de resultados adversos y pasárselas a la prensa en tiempo real? Tras conocer la opinión de un anestesiólogo y patólogo que había conocido en Charlotte, Carolina del Norte, cuando trabajaba en la oficina de Superior Care, se decidió por la succinilcolina entre los medicamentos que podían causar una muerte súbita. Su nuevo plan consistía en buscar pacientes con un historial que incluyera algún tipo de enfermedad cardíaca y en cuya anestesia formara parte la succinilcolina, e inyectarles un bolo, adicional del paralizante muscular la tarde siguiente a la operación. Le habían asegurado que el medicamento sería indetectable y, en caso contrario, se daría por hecho que provenía de la anestesia aplicada al paciente. Y lo mejor de todo: gracias al historial, el diagnóstico de infarto de miocardio sería inmediato.

Cal y Petra pulieron los detalles del plan y se lo presentaron a Durell y Santana. El primero aceptó el plan sin dudarlo, pero Santana al principio se mostró reacia. Para ella, una cosa era robar datos privados y otra, totalmente distinta, matar a pacientes. Pero finalmente dio su brazo a torcer; en parte por el entusiasmo que mostraban los demás; en parte por lo comprometidos que estaban todos —ella también— en el éxito de la empresa; en parte porque la convencieron de que el plan era imposible de desenmascarar, y en parte porque habría muy pocas víctimas. Pero la principal razón fue que todos consideraban que aquella era la única forma de salvar del desastre a Nurses International; al parecer, aquel centro era clave para sus respectivas carreras y para obtener la riqueza que creían merecer. Una razón menor para su cambio de opinión estaba relacionada con el intenso estudio del hinduismo que había emprendido al llegar al país. Intelectualmente le atraía el concepto punarjanma, la fe hindú en el renacimiento: la muerte no era el final, sino una mera puerta hacia una nueva vida que sería mejor que la actual si el individuo había atendido sus responsabilidades kármicas. Y por último estaba el hecho de que Santana, como los demás, se había comprometido a hacer cuanto fuese necesario para desprestigiar el turismo médico.

Una vez aceptada la nueva estrategia, el problema era cómo reaccionarían los enfermeros y si estarían dispuestos a colaborar. El grupo había asimilado la cultura estadounidense durante el mes que habían pasado en Los Ángeles, se había vuelto adicto al dinero que cobraban y al bien que hacía a sus familias, y tenían tantas ganas de emigrar que probablemente harían todo lo que se les pidiera, pero aun así Cal, Petra y Durell no las tenían todas consigo. Santana, por su parte, creía que los enfermeros no tendrían ningún problema pues se apoyarían en la fe en el samsara y sobre todo en la creencia de que la organización y el grupo eran más importantes que el individuo. Santana afirmó a continuación que la pieza crucial era Veena; que debían convencerla de que «poner a dormir» a un paciente estadounidense era su karma. Sabía que si ella, la líder de facto, estaba dispuesta a hacerlo, los demás la imitarían sin condiciones.

Pero no tenían la seguridad de que Veena cooperase. Todos coincidían en que era la enfermera más comprometida con el equipo y la que abrazaba mayores deseos de emigrar, pero todos habían observado también una incoherencia entre, por una parte, su aguda inteligencia, su capacidad de liderazgo innata y su belleza excepcional y, por otra, la mala imagen que tenía de sí misma y su falta de autoestima. Con todo ello en mente, Santana había emitido una opinión profesional: Veena cargaba con un severo lastre psicológico de algún tipo y estaba firmemente enraizada a la cultura india tradicional y a su religiosidad. Apuntó también que para obtener su colaboración sería muy útil averiguar cuál era el problema y, fuera cual fuese, ofrecerle ayuda para solucionarlo.

En aquel momento todos miraron a Durell. A nadie se le escapaba que había intimado con una de las enfermeras, Samira Patel. Aunque Petra y Santana habían desaprobado el romance, de repente aquello se convirtió en una herramienta útil. Samira era la compañera de cuarto de Veena y su mejor amiga, así que pensaron que si Veena había confiado su secreto a alguien, sería a ella. Como consecuencia, pidieron a Durell que averiguara qué ocurría; él convenció a Samira de que Nurses International necesitaba ayudar a Veena y de que, si no eran capaces de hacerlo por no saber qué la atormentaba, entonces todo el programa, incluida la ayuda para que los enfermeros emigraran a Estados Unidos, estaría en peligro.

Samira se creyó la historia de cabo a rabo y, a pesar de que había jurado guardar el secreto, narró a Durell la dolorosa historia familiar de Veena. Finalmente, Cal, armado con esa información, abordó a Veena para ofrecerle el cese de los abusos a cambio de su cooperación y liderazgo en la nueva estrategia. Al principio Veena se resistió, pero la promesa de que su padre no sería una amenaza tampoco para sus hermanas y su madre la hizo cambiar de idea. Esa había sido siempre su mayor preocupación, el principal obstáculo para decidirse a emigrar.

Cal Morgan suspiró. Después de repasar mentalmente la historia, tuvo que reconocer que el plan de acobardar a los estadounidenses para que no acudieran a la India para operarse no estaba siendo el camino de rosas que había imaginado. Movió la cabeza y se preguntó qué más iba a ocurrir. Llegó a la conclusión de que no había forma de anticipar lo imprevisto, y decidió que necesitaba una estrategia de retirada. Si la sangre llegaba al río, le hacía falta un plan y los recursos suficientes para salir de la India, por lo menos él y los otros tres directores. Se propuso hablar del asunto aquella misma mañana, en la reunión que tenían programada a las ocho en punto.

Cal rodó en la cama para mirar el despertador. Eran las siete menos cuarto de la mañana, la hora de levantarse si quería correr un poco antes del desayuno y pasarse a ver si Veena estaba en forma y dispuesta a ir al trabajo. Los médicos le habían hecho un lavado de estómago la noche anterior en la sala de urgencias y suponían que no había absorbido más que una dosis mínima de Ambien gracias a la rápida actuación de Cal, pero prefería asegurarse. Si alguien tenía cualquier razón para dudar de que la muerte de la señora Hernández fuera natural, la ausencia de la enfermera en el hospital al día siguiente llamaría la atención. También le preocupaba la posibilidad de que en el hospital hubieran visto a Veena mucho después del final de su turno.

Vestido con el equipo de hacer footing, Cal se dirigió hacia el ala de los invitados. Al girar en la última esquina vio que la puerta de Veena estaba entreabierta y lo interpretó como una buena señal. Cuando llegó al umbral, golpeó con los nudillos en el quicio, dijo «hola» y asomó la cabeza, todo al mismo tiempo. Veena estaba sentada en la cama, ataviada con una bata. Salvo por el leve color rojizo en el blanco de los ojos, tenía un aspecto normal, estaba tan hermosa como de costumbre. No se hallaba sola: Santana estaba sentada en la cama de Samira, enfrente de Veena.

—Me alegra decirte que la paciente se encuentra bien —dijo Santana.

La psicóloga era cinco años mayor que Cal. También iba vestida con ropa de deporte, pero a diferencia de la de Cal, la de ella tenía estilo: pantalones negros, brillantes y ajustadísimos, y camiseta de manga corta igualmente negra y ceñida, todo elaborado con tejido sintético. Llevaba el pelo tupido y espeso, recogido en una coleta apretada contra la nuca.

—¡Genial! —Dijo Cal con sinceridad—. Irás al trabajo, ¿verdad? —preguntó a Veena.

—Desde luego —respondió ella. Su voz reflejó que todavía estaba bajo los efectos de los medicamentos que había tomado.

—Hemos estado hablando de lo que ocurrió anoche —dijo Santana sin más preámbulos.

—Genial —volvió a decir Cal, aunque sin el mismo entusiasmo. Le incomodaba hablar de un tema que le resultaría embarazoso de haber sido él el protagonista.

—Me ha prometido que no volverá a intentarlo.

—Me alegro —dijo Cal mientras pensaba: «Más nos vale, maldita sea».

—Me ha dicho que lo hizo porque le pareció que los dioses lo aprobarían: algo así como una vida por otra. Pero ahora, como los dioses la han salvado, piensa que desean que siga con vida. En realidad, cree que todo el episodio forma parte de su karma.

«Sí, seguro que fueron ellos quienes la salvaron», pensó Cal.

—Me alegro muchísimo —dijo en cambio—, porque la necesitamos de verdad.

Cal escudriñó la cara de Veena y se preguntó si le habría hablado a Santana del agresivo encuentro sexual que habían tenido o de los inquietantes estertores agónicos de la paciente, pero la cara de la joven tenía un aspecto tan sereno e inescrutable como de costumbre. Cal no había mencionado el tema a los otros directores cuando habló con ellos la noche anterior, cuando regresó de urgencias. No sabría decir exactamente por qué. Supuso que le daba vergüenza admitir que Veena se había aprovechado sexualmente de él. Cal estaba acostumbrado a manipular a las mujeres, no a lo contrario. En cuanto al tipo de muerte que la succinilcolina parecía haber provocado, totalmente distinta a la pacífica parálisis que le habían descrito y que él había transmitido a los demás, temía que cualquier discusión al respecto apagara el entusiasmo general hacia el plan.

Cal se excusó y se marchó, aunque le inquietaba en cierta medida que las mujeres aprovecharan la ocasión para hablar de él. No obstante, no se preocupó durante mucho tiempo. Salió del bungalow, cruzó al trote el portón frontal y empezó a hacer footing. Chanakyapuri era una de las pocas zonas de la ciudad, aparte del bosque protegido en las colinas, donde se podía disfrutar corriendo. Era una lástima que se le hubiera hecho tarde, porque el tráfico era denso y crecía a cada minuto. El polvo y la contaminación casi alcanzaban ya los niveles de mediodía. Cal abandonó la calle principal y se internó en las secundarias. Allí el aire era mejor, pero no lejos de la atestada carretera se encontró con un grupo numeroso de monos; siempre le habían dado miedo. Los monos de Delhi eran muy atrevidos, al menos según la experiencia de Cal. No le preocupaba que pudieran atacarle en grupo, sino que fueran portadores de alguna enfermedad exótica que pudiera contraer, en especial si alguno le mordía. Aquella mañana, como si percibieran su intranquilidad, los animales le persiguieron, enseñando sus dientes amarillentos, parloteando y chillando como si hubieran enloquecido.

Con tanto mono y contaminación, Cal decidió que esa mañana la carrera estaba resultando un fiasco, cambió bruscamente de dirección y los monos huyeron aterrados. Volvió a la mansión como un caballo empeñado en regresar al establo. No había estado fuera ni media hora, pero cuando entró se alegró, y más todavía cuando se metió en la ducha. Mientras se enjabonaba el cuerpo y se afeitaba, dio la mañana por positiva incluso a pesar de la desastrosa sesión de footing. La breve conversación con Santana había disipado en buena medida sus preocupaciones respecto a Veena. El intento suicida le había asustado, y temía que la joven pudiera volver a intentarlo hasta que la psicóloga le aseguró lo contrario. Ahora confiaba en que no ocurriría; por otra parte, al entrar en juego el concepto del karma, ahora Veena consideraba que lo que había hecho a la señora Hernández era parte de su destino, y eso influiría en la cooperación de los demás enfermeros.

Desayunó unos huevos con jamón preparados por el cocinero del bungalow y se dirigió a la galería acristalada que había en la parte de atrás. Cuando se mudaron a la propiedad, en esa habitación solo había sillas, pero Nurses International había añadido una mesa redonda y por la mañana utilizaba el espacio como sala de reuniones.

Cuando Cal entró los demás ya estaban sentados y su animada conversación se extinguió. Cogió su silla de siempre, encarada directamente hacia el jardín, con la mansión a su espalda. Los otros también ocupaban sus sitios habituales, lo cual indicaba que eran personas de costumbres. Santana estaba a la derecha de Cal, Petra a su izquierda, y Durell enfrente. La postura de cada uno reflejaba, en mayor o menor grado, su personalidad. Durell estaba encorvado, apoyaba la barbilla en una mano y el codo en el reposabrazos. Tenía una constitución impactante, era musculoso, tenía la piel de color caoba y una fina perilla oscura y bigote. Petra estaba sentada con la espalda recta en el borde de la silla, como si con su atención pretendiera impresionar a un profesor de lengua. Era una mujer atractiva, muy alta, de tez sonrojada y rasgos vivos. Santana, apoyada cómodamente en el respaldo, tenía las manos juntas sobre su regazo, como la psicóloga profesional que era a la espera de que el paciente empezara a hablar. Siempre transmitía una sensación de calma, con las emociones bajo control.

Cal abrió la reunión con el intento de suicidio de Veena, para asegurarse de que todo el mundo estaba bien informado. Pidió a Santana que narrase lo que había averiguado aquella misma mañana en su conversación con la enfermera, centrándose en la promesa de no volver a intentarlo y las razones que la respaldaban. Cal admitió que el episodio le había asustado hasta el punto de que creía que necesitaban preparar una estrategia de retirada rápida por si acaso la necesitaban.

—Si hubiera conseguido matarse —añadió Cal—, nos habríamos visto sometidos a investigaciones y auditorías; cualquier tipo de averiguación significaría un problema enorme para Nurses International.

—¿A qué te refieres exactamente con «estrategia de retirada»? —preguntó Petra.

—Exactamente a lo que implican esas palabras —explicó Cal—. No estoy hablando metafóricamente. Hablo literalmente. En el peor de los casos, que sería tener que abandonar la India sin previo aviso, deberíamos tener organizados todos los detalles. No deberíamos dejar nada a la improvisación, porque podría ser que no tuviéramos tiempo suficiente.

Petra y Santana asintieron. Durell enarcó las cejas con gesto de duda.

—¿Por tierra, mar o aire? —preguntó.

—Acepto sugerencias —respondió Cal. Miró a los demás uno por uno y se quedó en Petra, que era muy puntillosa para aquel tipo de detalles.

—Por aire sería demasiado complicado —dijo ella—. Los de control de pasaportes del Gandhi International están muy curtidos. Tendríamos que sobornar a demasiada gente, ya que no sabemos en qué momento del día podríamos necesitarles. Si lo que queremos es escapar en secreto, tendrá que ser por tierra.

—Estoy de acuerdo —terció Durell. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y empezó a frotarse las manos—. Creo que deberíamos considerar dirigirnos hacia el nordeste en un coche o un todoterreno adquirido expresamente para eso, y con el depósito lleno de gasolina, equipado con lo que podamos necesitar y listo para salir. Podríamos cruzar la frontera con Nepal por el lugar que decidamos de antemano que es el mejor, aunque lo cierto es que no tenemos mucha elección. Y por último habría que guardar en el coche una buena cantidad en efectivo para sobornos. Eso es crucial.

—O sea que deberíamos comprar un vehículo, prepararlo y tenerlo escondido —resumió Cal.

—Exacto —dijo Durell—. Arrancar el motor de vez en cuando, pero meterlo en ese garaje grande que hay en el terreno y dejarlo allí.

Cal se encogió de hombros. Miró a las dos mujeres para intentar saber qué pensaban. Nadie habló. Cal devolvió su atención a Durell.

—¿Puedo ponerte al cargo de la organización de todo lo que has sugerido?

—Ningún problema —dijo Durell.

—Pues entonces pasemos a nuestra nueva estrategia. ¿Ha habido alguna reacción?

—Ya lo creo que sí —dijo Santana—. Mi contacto en la CNN me llamó cuando no habían pasado ni dos horas. Lo echaron adelante y la noticia salió al aire justo después de que la recibieran, como yo quería. La respuesta fue enorme, mucho mayor de lo que esperaban; les inundaron de emails desde el momento en que la emitieron. Más de los que habían recibido en toda la semana con cualquier otra noticia, aparte de las elecciones primarias presidenciales. Se mueren por saber más del tema.

Cal se reclinó en su asiento y permitió que se le colara una sonrisa en la cara. Aquella era la primera noticia positiva generada por sus esfuerzos colectivos en ese proyecto.

—Esta mañana, cuando me he levantado, tenía otro mensaje de Rosalyn Beekman, mi contacto en la CNN. Dice que los tres noticiarios de la cadena han utilizado la historia para componer reportajes sobre el turismo médico en general. Al final de cada uno, los presentadores cuestionaron duramente la seguridad de las operaciones quirúrgicas en la India.

—¡Genial! —Exclamó Cal, golpeando suavemente la superficie de la mesa varias veces con el puño—. Eso es música para mis oídos. Y me lleva a preguntarme cuándo deberíamos hacerlo otra vez. Si la CNN se muere por tener más material, como dice Santana, me parece que no tendríamos que negárselo.

—Estoy de acuerdo —dijo Durell—. No hay duda. Si los peces pican, es el momento de pescar. Y tíos, os aseguro que Samira está preparada. Se sintió herida cuando seleccionamos a Veena para que fuera la primera. Dice que tiene un paciente con algún problema cardíaco en su historial y al que operan esta mañana; sería perfecto.

Cal soltó una risita.

—Y yo que creía que nos costaría convencer a los enfermeros para que colaboraran, y resulta que se ofrecen espontáneamente como voluntarios… —Cal posó la primera mirada en Petra y luego en Santana—. ¿Qué opináis vosotras, chicas? ¿Lo hacemos otra vez? Cuando anoche me encontré a Veena con sobredosis, lo último que imaginaba es que ahora os estaría preguntando esto, pero aquí me tenéis.

—Rosalyn ha insistido mucho en conseguir más material —dijo Santana, mirando a Petra—. Sabemos que tenemos garantizada la emisión inmediata de las noticias, así que yo voto que sí.

—¿Qué probabilidad hay de que Samira reaccione como Veena? —Preguntó Petra devolviendo la mirada a Santana—. No queremos otro intento de suicidio.

—Samira no será ningún problema —dijo Durell con seguridad—. Vale que tiene la misma edad que Veena, es su compañera de habitación y su mejor amiga, pero en cuanto a personalidad son totalmente distintas. En parte tal vez por eso están tan unidas, o al menos lo estaban. Ayer por la tarde, antes de marcharse a hacer lo suyo, Veena echó la bronca a Samira por irse de la lengua con sus secretos familiares.

—¿Estás de acuerdo, Santana? —preguntó Petra.

—Sí —dijo Santana—. Samira es muy competitiva, pero no es ninguna líder. Lo que nos interesa es que es más egocéntrica y menos reprimida.

—Pues entonces yo también estoy de acuerdo —zanjó Petra.

—¿Y qué pasa con actuar en el mismo hospital dos días seguidos? —Preguntó Durell—. ¿A nadie le parece un problema?

—Buena pregunta —dijo Petra.

Todos los ojos se pasaron a Cal. Él se encogió de hombros.

—No creo que tenga importancia. Me han asegurado que es imposible de descubrir por varias razones. Además, los responsables del hospital y quienes lo financian se darán toda la prisa que puedan para enterrar las muertes, disculpad el chiste, y así evitar la publicidad negativa en la medida de lo posible. En la India no hay un sistema forense, pero si por alguna casualidad remotamente improbable alguien se oliera el juego sucio, y si por otra casualidad remotamente improbable se les ocurriera especular con la succinilcolina, la droga llevaría mucho tiempo desaparecida y cualquier residuo, o como se llame, estaría justificado por la anestesia que les pusieron antes de operarles.

—En realidad —dijo Santana—, dos muertes en dos días es una noticia aún más gorda. Pienso que ayudaría mucho a nuestra causa.

Cal asintió y miró a Petra y a Durell. Ambos asintieron.

—Excelente —dijo Cal con una sonrisa, colocando las manos sobre la mesa—. Es magnífico que haya unanimidad. Pongámoslo en marcha. —A continuación, mirando a Durell, añadió—: Dale tú la buena noticia a Samira cuando vuelva del trabajo.

—Será un placer —respondió Durell.