Los Ángeles, lunes 15 de octubre de 2007,10.45 h
(En el mismo momento en que Rajish Bhurgava sale del hospital Queen Victoria)
Jennifer recorría el camino de vuelta entre la facultad de medicina y el edificio principal del centro médico de UCLA; le asombraba todo lo que había sido capaz de hacer pese a su neblina emocional. En cuanto la conversación con la gerente médica del hospital Queen Victoria terminó, hacía poco más de una hora, fue a hablar con su nuevo instructor, luego salió disparada hacia su casa, llamó a la India para darles su número de pasaporte, llegó a la facultad de medicina, obtuvo el permiso del decano para ausentarse una semana, encontró un sustituto para su empleo remunerado en el banco de sangre y en ese momento albergaba la esperanza de resolver sus miedos emocionales, sus preocupaciones económicas y el problema con la profilaxis de la malaria. Aunque había retirado los casi cuatrocientos dólares que tenía ahorrados, le preocupaba que no fueran suficientes, ni siquiera contando con su tarjeta de crédito y con que la empresa Foreign Medical Solutions pagara los principales gastos. Jennifer jamás había visitado la India, y mucho menos para ocuparse de un cadáver. La posibilidad de que necesitara una cantidad elevada de dinero no era ni mucho menos descabellada, en especial si no podía cargar la incineración o el embalsamamiento en la tarjeta.
Estar tan ocupada durante más de una hora le había ayudado a no obsesionarse con el hecho real de que su abuela había muerto. Incluso el tiempo estaba echándole una mano, ya que hacía un día tan magnífico como había presagiado el amanecer. Aún podía ver las montañas en la lejanía, aunque ya no con la asombrosa claridad de antes. Pero en ese momento en que casi había completado sus tareas, la realidad cobró protagonismo.
Jennifer iba a echar muchísimo de menos a María. Era la persona más cercana a ella, y había ocupado ese lugar desde que Jennifer tenía tres años. Aparte de sus dos hermanos, con los que podía pasar meses sin cruzar palabra, sus únicos familiares conocidos residían en Colombia, y solo los había visto una vez, cuando su abuela la llevó allí con ese propósito. La familia de su madre era un completo misterio. Y por lo que respectaba a Jennifer, su padre, Juan, no contaba.
El edificio principal del centro médico estaba construido con ladrillos rojos. Justo después de que Jennifer cruzara la puerta giratoria, sonó su teléfono móvil. Un vistazo a la pantalla le reveló que, de nuevo, la llamada procedía de la India. Jennifer contestó mientras volvía a salir a la luz del sol.
—Tengo buenas noticias —dijo Kashmira—. He terminado todas las gestiones. ¿Tiene bolígrafo y papel a mano?
—Sí —respondió Jennifer. Sacó un cuadernillo de tapa dura de su bolso y sostuvo el teléfono en la curva del cuello para poder tomar nota de los detalles del vuelo. Cuando supo que saldría aquella tarde pero no llegaría hasta bien avanzada la madrugada del miércoles se llevó un disgusto—. No imaginaba que fueran tantas horas.
—Es un vuelo muy largo —coincidió Kashmira—, al fin y al cabo estamos al otro lado del mundo. Bien, cuando aterrice en Nueva Delhi y llegue al control de pasaportes, diríjase a la cola del cuerpo diplomático. Su visado la estará esperando allí. Después, una vez tenga su equipaje y pase por la aduana, verá a un representante del hotel Amal Palace con un letrero. Él se encargará de su equipaje y la llevará hasta su chófer.
—Parece bastante sencillo —dijo Jennifer mientras intentaba calcular cuánto tiempo pasaría en el aire a partir de las horas de salida y llegada. Enseguida se dio cuenta de que no podría hacerlo sin tener en cuenta los husos horarios. Además, la confundía tener que cruzar la línea internacional de cambio de fecha.
—Enviaremos un coche para que la recoja en el hotel el miércoles por la mañana, a las ocho. ¿Le parece bien?
—Supongo que sí —respondió Jennifer, preguntándose cómo se sentiría después de pasar cien horas en un avión y sin tener idea de cuánto tiempo podría dormir.
—Estamos deseando conocerla.
—Gracias.
—Y ahora me gustaría preguntarle una vez más si se ha decidido por la incineración o el embalsamamiento.
Jennifer notó que la abrumaba una oleada de irritación justo cuando la gerente empezaba a caerle bien. ¿Es que aquella mujer no tenía intuición?, se preguntó anonadada.
—¿Por qué iba a cambiar de idea en las dos horas escasas que han pasado? —preguntó, crispada.
—La administración del hospital me ha comunicado con gran claridad que lo mejor para todos, incluso para el cuerpo de su abuela, sería que siguiéramos adelante.
—Bueno, pues lo siento. Mis sentimientos no han cambiado, sobre todo porque he estado tan ocupada que no he tenido tiempo de pensar en nada. Es más, preferiría no sacar la conclusión de que me están atosigando. Voy para allá tan pronto como me es posible.
—Por favor, no estamos atosigándola. Nos limitamos a recomendarle lo que es mejor para todo el mundo.
—Yo no considero que sea lo mejor para mí. Espero que me haya entendido, porque si llego allí y el cuerpo de mi abuela ha sido profanado sin mi consentimiento, pienso armar un buen jaleo. Le hablo muy en serio. No puedo creer que en una situación como esta sus leyes sean tan distintas a las nuestras. El cuerpo me pertenece a mí, que soy la pariente más cercana.
—Por supuesto, nunca haríamos nada sin su aprobación expresa.
—Bien —dijo Jennifer, recuperada en cierto modo aunque sorprendida por la vehemencia de su propia respuesta.
No se le escapaba que aquella gran carga emocional la estaba llevando a culpar al hospital e incluso a María. No solo estaba triste por su abuela, además estaba furiosa. Era una injusticia que María no le hubiera confiado su plan de viajar a la India, se hubiera sometido a una operación y hubiera muerto.
Tras finalizar la llamada, Jennifer se quedó de pie donde estaba; sabía que seguramente le costaría tiempo y esfuerzo poner orden en su mente. Pero entonces se dio cuenta de la hora que era y de que no faltaba mucho para su vuelo. Con todo ello en mente, volvió a cruzar a toda prisa la puerta giratoria y se dirigió al departamento de urgencias.
Como de costumbre, la sala de urgencias era una olla de grillos. Buscaba al doctor Neil McCulgan, que había ascendido con rapidez de jefe residente de urgencias a su puesto actual como director adjunto de la sala de urgencias a cargo de la programación de horarios. Jennifer lo había conocido durante el primer curso, cuando todavía era un residente. En la costa Este no había personajes como Neil, y a Jennifer le parecía único e intrigante. Neil era el perfecto estereotipo de «colega surfista» del sur de California, salvo que no tenía el pelo rubio sino de un castaño anodino. Para Jennifer, lo que le diferenciaba era su actitud, relajada y amistosa, en contraste con el hecho de que era un intelectual y un estudioso compulsivo con una memoria casi fotográfica. Cuando lo conoció, le costó creer que de verdad se sintiera atraído por una especialidad de tanta tensión y tan exigente como la medicina de urgencias.
Aunque Jennifer era muy consciente de que no compartía sus dotes sociales, sí compartía su interés general por el conocimiento en sí mismo y sus hábitos de estudio y halló en Neil una rica fuente de información de todo tipo. Durante el primer curso, Neil se convirtió en el primer hombre con el que Jennifer podía realmente conversar, y no solo sobre medicina. Como consecuencia, se hicieron íntimos amigos. De hecho, Neil fue su primer novio de verdad. Ella creía que había tenido otros novios antes, pero cuando conoció a Neil se dio cuenta de que no era cierto del todo. Había sido la primera persona en la que Jennifer había estado dispuesta a volcar sus secretos más íntimos.
—¡Disculpe! —Jennifer se dirigió a uno de los atareados enfermeros que recorrían la caótica central de urgencias. El enfermero acababa de gritar algo a un colega que asomaba la cabeza por una puerta, varias habitaciones pasillo abajo—. ¿Podría decirme dónde está el doctor McCulgan?
—No tengo ni idea —dijo el hombre. Por alguna razón llevaba dos estetoscopios, no uno, colgados del cuello—. ¿Ha mirado en su despacho?
Jennifer le hizo caso y se apresuró hacia la zona de triaje, donde estaba el despacho. Echó un vistazo al interior y se sintió afortunada: Neil estaba sentado a su mesa, de espaldas a ella, vestido con una bata blanca almidonada que dejaba ver sus pantalones verdes de hospital. Jennifer se dejó caer en la silla aprisionada entre la mesa y la pared. Sorprendido, Neil levantó la mirada al instante.
—¿Ocupado? —logró decir Jennifer con voz entrecortada.
Su pregunta le arrancó una risita de sorna, pero volvió de inmediato a centrar su atención en el monumental horario de urgencias para el mes de noviembre que estaba analizando.
Neil tenía rasgos agradables, ojos inteligentes y una ligera llovizna de gris prematuro alrededor de las sienes. Tenía amplios hombros y la cintura excepcionalmente estrecha propia de un surfista. Calzaba unos zuecos de cuero blanco con la suela de madera.
—¿Puedo hablar contigo un momento? —preguntó Jennifer. Tuvo que contener las lágrimas mientras hablaba.
—Si es rápido, sí —dijo él con una sonrisa—. Dentro de una hora debo tener este horario listo para imprimirlo. —Volvió a alzar la mirada y solo entonces comprendió que Jennifer estaba luchando por controlar sus emociones—. ¿Qué ocurre? —Su voz sonó súbitamente preocupada. Dejó el bolígrafo en la mesa y se inclinó hacia ella.
—Esta mañana me han dado una noticia horrible.
—Lo lamento muchísimo —dijo él, posando la mano en su brazo. No preguntó de qué se trataba: la conocía lo bastante para saber que, por mucho que él insistiera, Jennifer solo se lo diría si realmente quería.
—Gracias. Era sobre mi abuela. —Jennifer liberó su brazo para coger un pañuelo de papel de la mesa de Neil.
—Ya recuerdo. María, ¿verdad?
—Sí. Ha muerto hace unas pocas horas. Lo creas o no, hasta ha salido en las noticias de la CNN.
—¡Oh, no! Vaya, de verdad que lo siento. Sé lo que significaba para ti. ¿Qué ha ocurrido?
—Me han dicho que ha tenido un ataque al corazón, lo cual me sorprende muchísimo.
—Te entiendo. ¿No le hizo nuestro departamento médico un examen que salió increíblemente limpio?
—Exacto. Le hicieron hasta una prueba de esfuerzo.
—¿Vas a ir a tu casa o sería un problema? Lo digo porque empezabas hoy la pasantía quirúrgica, ¿verdad?
—No y sí —respondió Jennifer—. La situación es un poco más complicada.
Pasó entonces a relatarle la historia completa: le habló de la India, de que la presionaron para que se decidiera a incinerar o embalsamar, de que había conseguido que el decano le diera una semana libre, de que una compañía médica le pagaba los gastos y de que se marcharía dentro de unas horas.
—Vaya —dijo Neil—. Menuda mañanita has tenido… Qué lástima que tengas que ir a la India por un motivo tan triste. Ya te dije en mayo, cuando volví de ahí, que es un país fascinante y de contrastes increíbles. Pero imagino que este no va a ser un viaje de placer.
Neil había estado en la India hacía cinco meses para dar una charla en un congreso de medicina que tuvo lugar en Nueva Delhi.
—No creo que en este viaje haya nada agradable, y eso me lleva al asunto de la malaria. ¿Qué piensas que debería hacer?
—¡Ay! —Dijo Neil, haciendo una mueca de dolor—. Lamento decirte que deberías haber empezado el tratamiento hace una semana.
—Bueno, no había forma de prever todo esto. Estoy al día en todo lo demás, incluida la tifoidea, por aquel susto del año pasado con mi paciente de medicina interna.
Neil sacó del cajón un talonario de recetas y rellenó una con rapidez. Se la pasó a Jennifer, que le echó un vistazo.
—¿Doxiciclina? —leyó en voz alta.
—No es la mejor elección, pero la cobertura empieza de inmediato. De todas formas, lo más probable es que no te haga falta. Donde la malaria es un problema de verdad es en el sur de la India. —Jennifer asintió y se guardó la prescripción en el bolso mientras Neil preguntaba—: ¿Por qué tu abuela fue a operarse a la India?
—Me imagino que por el precio. No tenía seguro médico. Y no me cabe duda de que el cabronazo de mi padre la animó a base de bien.
—He leído cosas sobre el turismo médico en la India, pero no he conocido nunca a nadie que lo haya hecho.
—Yo ni siquiera sabía que existía.
—¿Dónde te alojarás?
—En un hotel llamado Amal Palace.
—¡Caramba! —Exclamó Neil—. Se supone que es un cinco estrellas. —Soltó una risita y añadió—: Ten cuidado, no vaya a ser que estén intentando comprarte. Es broma, por supuesto. No necesitan comprarte. Uno de los inconvenientes del turismo médico es que no tienes maneras de recurrir. No existe la figura legal de negligencia médica. Aunque hagan una cagada de las gordas, en plan sacar el ojo que no es o matar a alguien por error o incompetencia, no puedes hacer nada.
—Me imagino que tienen algún tipo de acuerdo con el Amal Palace. Supongo que siempre alojan allí a la gente. Me refiero a que no están dándome ningún trato especial. Por lo visto siempre pagan las tarifas aéreas y el hotel para un familiar. Por eso me regalan el viaje. El perezoso de mi padre ha dicho que él no podía ir.
—Bueno, ojalá salga algo positivo de este viaje —dijo Neil al tiempo que le daba un último apretón amistoso en la muñeca—. Y tenme informado, por favor. Llámame a cualquier hora: mañana, tarde o noche. Siento muchísimo lo de tu abuela.
Cogió el bolígrafo de la mesa, señal de que debía volver al trabajo.
—Quiero pedirte un par de cosas —dijo Jennifer, sin moverse del asiento.
—Claro. ¿Qué te preocupa?
—¿Considerarías la idea de venir conmigo? Creo que te necesito. Me refiero a que voy a estar totalmente fuera de mi ambiente. Quitando el viaje a Colombia que hice a los nueve años, nunca he salido del país, y mucho menos para ir a un sitio tan exótico como la India. Tú acabas de estar allí, así que ya tienes el visado. No te imaginas lo mucho más segura que me sentiría si vinieras. Ya sé que es mucho pedir, pero me siento tan pueblerina… ¡Si hasta cuando iba a New Jersey me ponía nerviosa! Exagero, pero no soy una persona viajera, qué va. Y sé que una ventaja de la medicina de urgencias es que puedes tomarte días libres, sobre todo porque hace un par de semanas le hiciste unos turnos a Clarence y te los debe.
Con un suspiro, Neil negó con la cabeza. Lo último que quería era largarse a la India, aunque pudiera tomarse tiempo libre. En realidad, el tiempo libre había sido parte de su motivación inicial para dedicarse a la especialidad, y había fijado un horario comprimido para sí mismo, de forma que si su semana laboral comenzaba a las siete de la mañana del lunes, básicamente había terminado a las siete de la tarde del jueves, a menos que quisiera hacer horas extra. Los otros cuatro días de la semana quedaban disponibles para dedicarlos a su auténtico amor: el surf. En aquellos momentos tenía planeado viajar a San Diego el siguiente fin de semana para un encuentro de surfistas. Era cierto que su amigo, colega y compañero del surf Clarence Hodges le debía turnos por una excursión que había hecho a Hawái. Pero nada de aquello importaba. Neil no quería ir a la India por una abuela muerta. Si hubiera sido la madre de Jennifer quien hubiera fallecido, tal vez, pero no por su abuela.
—No puedo —dijo Neil tras una pausa, como si de verdad hubiera dedicado tiempo a considerarlo—. Lo lamento, pero no puedo. Ahora mismo no. Si pudieras esperar una semana, quizá podría, pero este no es un buen momento.
Movió las manos con torpeza sobre el horario en el que estaba trabajando, como si ese fuera el problema.
Jennifer quedó sorprendida y decepcionada. Le había dado mil vueltas a si pedírselo o no y a si de verdad lo necesitaba. Lo que finalmente había decantado la balanza fue su duda de que realmente fuera capaz de manejar la situación cuando llegara a la India. Tenía claro que, tras el impacto inicial de la noticia de la muerte de María, había erigido unas defensas formidables, que incluían las prisas por ir de un lado a otro, los planes para el viaje y lo que los psiquiatras llamaban «bloqueo». Hasta el momento aquello había funcionado bastante bien, y así seguía siendo. Pero su abuela había sido una persona tan cercana para Jennifer, que temía que los problemas llegaran en cuanto tomara conciencia de la realidad de su pérdida. Temía de verdad llegar a la India con los nervios destrozados.
Jennifer apuñaló a Neil con la mirada. La sorpresa y la decepción se metamorfosearon al instante en rabia. Había confiado plenamente en que, si se lo pedía sin ambages y admitía que lo necesitaba como había hecho, Neil accedería, movido por la confianza que habían compartido. El hecho de que la hubiera rechazado tan rápido y con una excusa tan ridícula y floja —algo que en la situación inversa ella jamás haría— solo podía significar que su relación no era la que ella pensaba. En pocas palabras, como solía ocurrir con los hombres, para Jennifer aquella era la demostración de que no se podía contar con él.
Se levantó bruscamente y, sin mediar palabra, salió del pequeño despacho hacia la abarrotada sala de urgencias. Oyó que Neil la llamaba, pero no se detuvo ni respondió. La atormentaba haberse dado cuenta de que había sido un error confiar en él.
Y en cuanto a pedirle dinero prestado, en aquel momento ni siquiera lo consideraba.