Delhi, lunes 15 de octubre de 2007, 23.40 h
(En el mismo momento en que Jennifer se extraña de que la CNN haya anunciado la muerte de su abuela)
Kashmira Varini era una mujer delgada, pálida y sensata, rara vez sonreía y su tono de piel contrastaba siempre con los saris que vestía sin excepción. Incluso a esas horas de la noche, cuando la llamaron del hospital para que regresara urgentemente debido a la muerte de la señora Hernández, Kashmira se tomó la molestia de ponerse un sari recién planchado de ricos tonos en rojo y oro. Aunque tenía un aspecto apagado y no destacaba por su amabilidad, era buena en su trabajo: inspiraba en sus pacientes una intensa y tranquilizadora sensación de eficiencia, competencia y compromiso, reforzada por su magnífico dominio del inglés de Inglaterra. Los pacientes que llegaban del extranjero para operarse estaban, sin excepción, asustados y nerviosos, pero en cuanto entraban en el hospital, ella los tranquilizaba.
—¿Ha oído lo suficiente de mi parte de la conversación para suponer lo que ha dicho la señorita Hernández? —preguntó.
Estaba sentada ante el escritorio del despacho del presidente el hospital. Él estaba enfrente. En contraste con el elegante estilo étnico de Kashmira, Rajish Bhurgava, de formas redondas y con cierto sobrepeso, vestía a lo cowboy, pantalones vaqueros que no le sentaban bien y camisa de franela con botones de presión. Tenía las piernas cruzadas y sus botas tejanas apoyadas en precario equilibrio en la esquina de la mesa.
—He entendido que no has sido capaz de conseguir que te diera permiso para embalsamar o incinerar el cuerpo, que era el principal objetivo de la llamada. Y eso es un desastre.
—Lo he hecho lo mejor que he podido —se defendió Kashmira—, pero la nieta es muy pertinaz, sobre todo comparada con el hijo. Tal vez deberíamos haber seguido adelante e incinerar el cuerpo sin preguntarle.
—No creo que hubiéramos podido asumir ese riesgo. Ramesh Srivastava ha sido muy claro cuando me ha llamado para decirme que quería que este caso desapareciera. En concreto dijo que no deseaba seguir atrayendo la atención de los medios de comunicación, y si la nieta es una cabezota, como sospechas, incinerar el cuerpo sin su permiso podría explotarnos en las narices.
—Mencionó a Ramesh Srivastava cuando me llamó para comunicarme la muerte de la señora Hernández y decirme que teníamos que ocuparnos de ello esta misma noche. ¿Quién es? No había oído nunca ese nombre.
—Lo siento, creí que lo sabías. Es un cuadro alto que ha sido puesto al mando del departamento de turismo médico del Ministerio de Sanidad.
—¿Le llamó él para hablar de la muerte de esa paciente?
—El mismo, lo cual es sorprendente. No conozco a ese hombre, pero es un tipo importante. Su nombramiento demuestra que el gobierno cree que el turismo médico está convirtiéndose en un tema de primer orden.
—¿Cómo es que se enteró del fallecimiento antes que nosotros?
—Buena pregunta. Uno de sus subordinados lo vio en el canal internacional de la CNN y, considerando el efecto que podría tener en la campaña de relaciones públicas que patrocinan conjuntamente el Ministerio de Turismo y la Federación Sanitaria India, le pareció un tema lo bastante serio para informar de inmediato a Srivastava a pesar de la hora. Para mí lo más chocante es que Srivastava me llamara él mismo, en lugar de delegar la tarea en algún subordinado. Eso demuestra lo serio que le parece el asunto, por eso quiere que el caso desaparezca, y esa es, por supuesto, la razón de que quiera que dispongamos rápidamente del cuerpo. Me ha dicho que haría unas llamadas para que se firmara el certificado de defunción sin retraso, y así ha sido. También ha ordenado que ningún empleado del hospital hable con los medios de comunicación, bajo ningún pretexto. Ha dicho que había pistas sobre alguna especie de investigación en el aire. No quiere investigaciones de ninguna clase.
—Ese mensaje me ha llegado alto y claro, igual que a todos los demás.
—Pues entonces —dijo Rajish, dejando que sus piernas cayeran al suelo y dando una palmada en la mesa para enfatizar sus palabras—, consigamos el permiso para incinerar o embalsamar el cuerpo y saquémoslo de aquí.
Kashmira empujó hacia atrás su silla, y las patas rechinaron contra el suelo en protesta.
—Iniciaré el proceso de inmediato arreglando el viaje de la señorita Hernández. ¿Tiene pensado hablar otra vez con el señor Srivastava esta noche?
—Me ha pedido que le llame a casa para ponerle al día. Así que hablaré con él, sí.
—Coméntele que podríamos necesitar su apoyo para conseguirle un visado médico de emergencia a la señorita Hernández.
—Así lo haré —respondió Rajish, garabateando una nota rápida para recordarlo.
Miró a Kashmira mientras ella salía por la puerta. Después devolvió su atención al teléfono que la gerente médica había utilizado para llamar a Jennifer y, tras sacar un papel en el que tenía anotado el teléfono del secretario adjunto Srivastava hizo la llamada. Se sintió orgulloso de estar llamando a alguien que ocupaba una posición tan elevada en la burocracia sanitaria, sobre todo a una hora tan poco ortodoxa.
Después de contestar a la primera señal, lo cual sugería que el secretario estaba esperando junto al teléfono, Ramesh Srivastava no perdió el tiempo en formalidades. Preguntó si se habían encargado ya del cuerpo como había exigido.
—No del todo —tuvo que admitir Rajish. Pasó a explicarle que habían pedido permiso al hijo de la difunta, pero que el hijo había designado como responsable a la nieta y la nieta había puesto objeciones—. La buena noticia es que la nieta estará camino de Delhi en unas pocas horas —dijo a continuación— y, tan pronto como llegue, la presionaremos para que tome una decisión.
—¿Qué hay de los medios de comunicación? —preguntó Ramesh—. ¿Hay algún periodista rondando el hospital?
—Ninguno en absoluto.
—Eso me sorprende y me anima. También me lleva a preguntarme cómo es que los medios se enteraron del fallecimiento. Tal como emitieron la noticia, da la impresión de que debe de haber sido algún estudiante de izquierdas que está en contra de la rápida proliferación de hospitales privados en la India. ¿Tiene usted constancia de alguna persona o personas de esas características en el hospital Queen Victoria?
—Ni por asomo. Estoy seguro de que en caso de emplear a alguien así en la administración estaríamos enterados.
—Téngalo en mente. Con el presupuesto para hospitales públicos congelado, en particular para el control de enfermedades infecciosas, hay gente que se está tomando el asunto bastante a pecho.
—Lo tendré en mente, por supuesto —respondió Rajish.
La idea de que alguien de su equipo médico pudiera ser un traidor le preocupó, y decidió que lo primero que haría por la mañana sería hablar del tema con el jefe del personal médico.