Nueva Delhi, sábado 20 de octubre de 2007, 3.00 h
A las tres de la madrugada el bungalow quedó por fin en silencio. Una hora antes Veena aún oía el televisor de pantalla plana de la sala de estar, lo que le indicaba que había alguien que no podía dormir. Pero quien fuera lo había apagado y había vuelto a su habitación.
Sin encender las luces, Veena buscó a tientas la funda de almohada llena de ropa que había dejado en la mesilla de noche antes de apagar la luz a medianoche. Cuando la palpó, la cogió y fue hacia la puerta de su cuarto. Por suerte, Samira dormía con Durell aquella noche. Veena había pasado tres horas despierta en la cama, preocupada cada vez que oía un ruido por si Samira regresaba a pasar el resto de la noche en su cama, al lado de la de Veena.
Otra preocupación era la llave. Si no estaba donde ella esperaba que estuviera, todo habría terminado.
Veena abrió la puerta una rendija. La casa estaba en silencio, y notablemente bien iluminada por la luna casi llena de otoño. En silencio, con los zapatos en una mano y la funda de almohada en la otra, avanzó desde el ala de los invitados donde dormían los enfermeros hasta la zona principal de la casa. Procuró permanecer en las sombras. Cuando se acercó a la sala de estar redujo el paso y miró el interior con cautela. Sabía de sobra que viviendo con dieciséis personas y cinco empleados domésticos, podía toparse con alguien en los espacios comunes a cualquier hora del día o de la noche.
La sala de estar estaba desierta. Más animada, Veena atravesó corriendo la alfombra de la sala en dirección a la biblioteca. Al igual que el salón, la biblioteca estaba vacía y a oscuras. Sin perder un segundo, Veena se encaminó hacia la chimenea. Dejó en el suelo la funda y los zapatos y cogió la caja artesanal india de papel maché. La tapa estaba tan ajustada que le costó varios minutos separarla lo suficiente para poder introducir las uñas en la apertura. Cuando por fin se abrió, emitió un «plop». Durante unos minutos permaneció a la escucha. Todo seguía normal.
Levantó la tapa del todo y la colocó en la repisa. Contuvo la respiración mientras metía la mano en la caja. Para su alivio, sus dedos tocaron de inmediato la enorme llave; Veena recitó una pequeña plegaria a Vishnu. Se metió la llave en el bolsillo y a continuación volvió a cerrar la caja y la dejó donde la había encontrado.
De nuevo con los zapatos y la funda de almohada en las manos, Veena salió de la biblioteca y atravesó a toda prisa la sala de estar, pero esta vez se dirigió hacia la galería. Fue entonces cuando oyó cerrarse la puerta de la nevera. Sin pensarlo, se agachó entre las sombras y se quedó inmóvil. Y menos mal que lo hizo, pues segundos después Cal entró en el salón con una cerveza Kingfisher fresca en la mano. Pasó andando cerca de Veena y fue hacia el ala de invitados.
Se había librado por tan poco, que Veena se asustó. Aunque durante toda la tarde había intentado actuar con normalidad, sabía que Cal sospechaba algo. Incluso le había preguntado varias veces si se encontraba bien. Más tarde, cuando Veena dijo que se iba a la cama, él hasta se pasó por su dormitorio con una excusa tonta. Y si en ese momento Cal iba en aquella dirección, Veena supuso que de nuevo pretendía echar un vistazo en su habitación.
Tan pronto como Cal desapareció de su vista, Veena se puso en movimiento. Tenía poco tiempo. Salió al jardín desde la galería y se puso los zapatos para atravesar el césped a la carrera. Cogió el camino antes de que se internara en los árboles y, una vez allí, la oscuridad le obligó a reducir el paso. Unos minutos más tarde se encontraba ante el garaje.
Abrió la puerta y la dejó abierta para aprovechar la luz de la luna que se filtraba por la arboleda cuando la brisa nocturna alborotaba sus hojas. La oscuridad era casi total al pie de la escalera, la luz de la luna apenas llegaba hasta allí cuando Veena se giró hacia la puerta de arriba.
Golpeó la puerta con la llave.
—Señorita Hernández —llamó—. Soy la enfermera Chandra. —Solo después de aquel aviso intentó abrirla. La puerta se deslizó hacia la oscuridad que reinaba en el interior—. Señorita Hernández, he venido a sacarla de aquí. No es ninguna trampa, pero debemos darnos prisa. Le he traído ropa y zapatos.
Una mano le tocó el pecho.
—¿Dónde están los zapatos? —preguntó Jennifer, aún recelosa aunque Veena hubiera dicho que no era una trampa.
—He traído los zapatos y la ropa dentro de una funda de almohada. Vamos arriba; con la luz de la luna por lo menos veremos algo.
—Vale —accedió Jennifer.
Veena dio media vuelta y subió los escalones hacia la tenue y parpadeante luz gris plateada. Oía que Jennifer, descalza, la seguía. Veena salió a la fría noche y echó un vistazo a la casa.
—¡Oh, no! —exclamó.
A través de los árboles podía ver que había luces encendidas. Un segundo después oyó algo que le heló la sangre. Era la voz de Cal gritando su nombre en la noche.
Jennifer salió de la escalera; ya estaba quitándose el albornoz para ponerse la ropa que Veena le había traído.
—No hay tiempo para la camisa y los pantalones —espetó Veena—, pero más vale que se calce.
Rebuscó en la funda las zapatillas de tenis y se las tendió. Jennifer volvió a cerrarse el albornoz y le arrancó las zapatillas de las manos.
—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó sin perder tiempo.
—Cal Morgan, el jefe, se ha dado cuenta de que no estoy en la casa. No tardará mucho en deducir que llevo toda la tarde planeando liberarla, si es que no se le ha ocurrido ya.
Jennifer se puso las zapatillas.
—¿Adónde vamos?
—Detrás de los árboles, lejos de la casa. Hay una verja, pero en un tramo se ha hundido. Debemos encontrarla y alejarnos de aquí o terminaremos las dos en ese sótano.
—Vamos —dijo Jennifer mientras se ceñía el cinturón del albornoz.
Las dos mujeres se adentraron en la densa arboleda. Les resultaba difícil avanzar. Con las manos alzadas delante de la cara, recorrieron quince metros guiándose únicamente por el tacto. Su principal temor era el ruido. Hacían tanto como un par de elefantes atravesando la maleza.
—¡Veena, vuelve! ¡Hemos de hablar! —El húmedo aire de la noche llevó hasta ellas esas palabras. En la oscuridad bailaban los haces de linterna proyectados sobre el césped desde el bungalow.
Las mujeres apretaron el paso y por fin chocaron con una cerca rematada con alambre de espino oxidado.
—¿Por dónde? —preguntó Jennifer con un susurro ahogado.
—Ni idea —respondió Veena.
Los haces de la linterna se adentraban ya en el bosquecillo.
Jennifer se decidió con rapidez y, recorriendo la valla con la mano, giró a la derecha. Oyó los pasos de Veena tras ella; hacían más ruido del que querían. La valla seguía firme. Justo cuando Jennifer empezaba a desesperarse pensando que la parte dañada estaba en la otra dirección, su mano perdió contacto. Se agachó y comprobó que ahí la cerca estaba tendida en el suelo. Había caído hacia fuera.
—Aquí está —susurró Jennifer con energía.
Pisó la valla y eso la asentó más en el suelo. Avanzó con timidez y llegó hasta el alambre de espino. No podía ver, pero se arriesgó a saltar. Por fortuna, consiguió salvar el alambre, y así se lo dijo a Veena. Al momento la enfermera estaba a su lado. Siguieron adelante. Pocos minutos después dejaron atrás el último árbol y salieron a una de las amplias pero desiertas avenidas de Chanakyapuri.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Veena, turbada—. Llegarán en cualquier momento con alguno de los coches. Tienen cuatro.
Acababa de decirlo cuando un coche giró la esquina. Las mujeres regresaron a los arbustos y se tiraron al suelo. El coche redujo la velocidad hasta la de una persona andando. Veena y Jennifer no se movieron hasta que se perdió de vista en la siguiente esquina. En ese mismo instante ya estaban de pie y corriendo en la dirección desde donde había llegado el coche. En la siguiente manzana cruzaron la ancha avenida y tomaron una calle menor que las alejaba del bungalow.
—Ese era uno de sus vehículos —dijo Veena entre jadeos—. Han salido a buscarnos.
Un segundo después unos focos aparecieron tras ellas, que se agacharon detrás del murete del camino de entrada a una casa. De nuevo se tiraron al suelo. Era el mismo coche y avanzaba a la misma velocidad.
El juego del gato y el ratón continuó hasta que Jennifer y Veena encontraron un extenso asentamiento de chabolas junto a una carretera relativamente transitada. Estaba levantado a base de cartón, chapa ondulada, lonas y retales. La tierra entre los precarios hogares estaba pisoteada y desnuda de vegetación. Al parecer, aquel asentamiento existía desde hacía bastante tiempo.
—¡Aquí! —dijo Veena, sin aliento. Llevaban más de una hora corriendo—. Aquí estaremos a salvo.
Entró con decisión, caminando entre los sencillos refugios e internándose en las profundidades de la colonia. Salvo por el ocasional llanto de algún niño, reinaba el silencio. El llanto nunca duraba demasiado. Cuando se hubieron alejado unos treinta metros de la carretera se encontraron con una mujer que volvía del lecho casi seco de un arroyo que, a juzgar por el olor, hacía las veces de retrete. Veena conversó en hindi con ella y la mujer señaló con el dedo. Después de unas pocas preguntas más, Veena dio las gracias a la mujer.
—Tenemos suerte —dijo cuando la mujer se hubo marchado—. Una de estas chabolas está deshabitada. El problema es que se halla cerca de la letrina. Pero estaremos seguras.
—Pues vamos —dijo Jennifer—. Creo que no puedo seguir corriendo.
Cinco minutos más tarde estaban sentadas en una chabola levantada con un cordel atado a dos árboles del que pendía una tela con motivos indios estampada en tonos vivos y sujeta al suelo mediante piedras grandes. En el interior, el suelo era un puzle de retales de alfombra. Veena estaba sentada con la espalda apoyada en un árbol; Jennifer, en el otro. A pesar del hedor que les llegaba del cercano cauce contaminado, se sentían seguras, sin duda más seguras que si hubieran intentado parar un camión o algún otro vehículo en la carretera.
—Nunca había agradecido tanto sentarme —comentó Jennifer. Apenas podían verse a la escasa luz de la luna—. Veo que has cargado con la ropa.
Veena levantó la funda de almohada como si le sorprendiera verla. Se la tiró. Jennifer la abrió y sacó una camisa y unos pantalones. Palpó el tejido.
—¿Esto son vaqueros?
—Vaqueros, sí —asintió Veena—. Los compré en Santa Mónica.
—O sea que has vivido en Santa Mónica —comentó Jennifer.
Salió del refugio, se quitó, el albornoz y las zapatillas y, una vez desnuda, se puso los vaqueros y la camisa.
Hizo una bola con el albornoz, pensando en que lo utilizaría para recostarse en él, y regresó a la enclenque cabaña. Echó un breve vistazo a Veena; estaba inmóvil y tenía los ojos cerrados. Jennifer se puso tan cómoda como pudo y volvió a mirarla. Se sobresaltó al ver que sus ojos, abiertos como platos, brillaban como diamantes.
—Por un momento he pensado que estabas dormida comentó Jennifer.
—Tenemos que hablar —dijo Veena.
—Como tú quieras —respondió Jennifer—. Estoy en deuda contigo. Te agradezco de todo corazón que me hayas rescatado. Pero el rescate me obliga a preguntarte qué narices hacías tú con esa gente.
—Es una larga historia —dijo Veena—. Te la contaré encantada, pero primero debo explicarte algo sobre mí misma y mi familia para que lo que vendrá después tenga algún sentido.
—Tienes toda mi atención.
—Lo que voy a decirte traerá la vergüenza a mi familia, pero ya no es un secreto. Mi padre abusó de mí durante toda mi infancia y yo no hice nada por impedirlo.
Jennifer se sacudió como si Veena le hubiera dado una bofetada. La enfermera siguió hablando.
—Puede que te preguntes por qué. El problema es que yo vivo en dos mundos diferentes, pero principalmente en el viejo. La antigua India me obliga a respetar a mi padre y obedecerle en todo. Mi vida no es para mí. Es para mi familia, y no debo hablar de nada que pueda avergonzarnos, como por ejemplo revelar su mal comportamiento. Además, mi padre me dijo que si no obedecía la tomaría con una de mis hermanas.
Veena pasó a contarle el relato completo de la turbia empresa Nurses International y la promesa de llevarla a Estados Unidos. Le dijo que habían robado datos sobre los pacientes y que habían resultado ser demasiado buenos.
—Fue entonces cuando Cal Morgan decidió cambiar las tareas encomendadas a los enfermeros —siguió explicando Veena—. Dijo que me garantizaba que mi padre no volvería a portarse mal conmigo, ni con mis hermanas ni con mi madre, y que me llevaría a América, donde podría tener una nueva vida, si yo hacía una cosa especial por él.
Veena hizo una pausa y clavó la mirada en Jennifer. La pausa se prolongó mientras Veena buscaba el valor para continuar.
—¿Qué quería ese Cal Morgan que hicieras a cambio de librarte de las garras de tu padre? —la urgió Jennifer. Se sentía más furiosa con cada minuto que pasaba. Empezaba a temerse lo que Veena iba a revelarle.
—Quería que matara a María Hernández. Yo maté a tu abuela.
Jennifer se sacudió por segunda vez, aunque esta vez fue un relámpago de pura rabia. Durante un nanosegundo ansió levantarse de un salto y estrangular a la mujer que tenía enfrente. Sus suposiciones sobre la muerte de su abuela eran ciertas, y tenía a la culpable al alcance de la mano. Pero unos pensamientos más serenos se colaron entonces en su conciencia. Tenía delante a una mujer cautiva en la que tal vez era la peor trampa psicológica que Jennifer podía imaginar, sobre todo porque hasta cierto punto ella había pasado por lo mismo, pero sin ninguna esperanza en el horizonte.
Jennifer respiró profundamente varias veces para mantener el control.
—¿Por qué me has salvado esta noche? ¿Te sentías culpable?
—En cierta medida —admitió Veena—. Me arrepentí de lo que le hice a tu abuela. Incluso intenté suicidarme, pero Cal Morgan me salvó.
—¿Un intento real o una manera de llamar la atención? —preguntó Jennifer, poco comprensiva y algo escéptica.
—Muy real —dijo Veena—. Pero cuando me salvé, creí que los dioses estaban contentos. Aun así, seguí sintiéndome culpable e intenté que pararan. Y hoy, cuando he estado cara a cara contigo y he comprendido que probablemente planeaban librarse de ti, ha sido demasiado. Esa gente no tiene moral. No matan con sus propias manos, pero no se lo piensan dos veces antes de encargárselo a otros. No piensan en otra cosa que en alcanzar el éxito.
—Ya que me has contado tu secreto, te voy a contar el mío —dijo Jennifer de pronto—. Mi padre también abusó de mí. Todo empezó a los seis años. Yo estaba muy confundida.
—A mí me pasó lo mismo —respondió Veena—. Siempre ha hecho que me sintiera culpable. A veces pensaba que me lo había buscado yo.
—Como yo —dijo Jennifer—. Pero luego, a los nueve años más o menos, me di cuenta de golpe de que todo aquello estaba mal y saqué a mi padre de mi vida. Supongo que tuve suerte. No sufría ninguna presión cultural que me obligara a respetarlo hiciera lo que hiciese. Y tampoco tenía hermanas de las que preocuparme, claro. No puedo ni imaginar tu situación. Tiene que haber sido horrible. Peor que horrible. Ni siquiera puedo concebirlo.
—Fue horrible, sí —confirmó Veena—. Cuando era una adolescente intenté suicidarme, pero entonces sí fue un gesto más que otra cosa. Quise llamar la atención, pero no funcionó.
—Pobrecilla —dijo Jennifer con sinceridad—. Yo me compadecía de mí misma porque pensaba que mi padre me había arruinado la vida y ya nadie me querría, pero nunca se me pasó por la cabeza suicidarme.
Poco más de una hora después el cielo empezó a iluminarse por el este, pero no fueron conscientes de ello hasta que el sol asomó de verdad. Ambas se dieron cuenta al mismo tiempo de que se podían ver. Llevaban dos horas hablando sin parar.
Salieron del refugio, se miraron a la cara y, pese a la amenaza de Cal y compañía, rieron. Tenían un aspecto desastroso, con el pelo enredado y mugre en la cara, como si fueran comandos.
—Parece que vengas de una guerra —dijo Jennifer; la ropa de Veena estaba tan sucia como su cara.
Jennifer metió el brazo en la cabaña y sacó el albornoz. Cuando lo vio se dio cuenta de que tenía el mismo aspecto que la ropa de Veena.
Mientras atravesaban el asentamiento, alguna gente salía ya de sus desvencijados refugios provisionales. Madres con bebés, padres con chiquillos, niños y ancianos.
—¿No te pone triste ver esto? —preguntó Jennifer.
—No —respondió Veena—. Es su karma.
Jennifer asintió como si lo comprendiera, pero no lo entendía.
A medida que se aproximaban a la carretera, ajetreada ya con el tráfico matutino, sus temores volvieron. Aunque dudaban de que a aquellas horas la gente de Nurses International siguiera patrullando en su busca, quedaba esa posibilidad. Pensando que más valía prevenir que curar, permanecieron detrás de los árboles mientras miraban a un lado y a otro de la carretera, llena de coches pero también de gente que iba a la ciudad a pie o que pasaba el rato al sol de la mañana.
—¿Qué te parece? —preguntó Jennifer.
—Diría que tenemos vía libre.
—¿Qué vas a hacer? —volvió a preguntarle ella—. ¿Adónde vas a ir?
—No lo sé —admitió Veena.
—Pues entonces te lo diré yo. Te vienes conmigo y te quedas en mi habitación hasta que se nos ocurra algo. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —dijo Veena.
Les llevó un tiempo conseguir un taxi, pero por fin pararon a uno que iba a la ciudad para empezar la jornada. Ya en el hotel Amal Palace, Jennifer le pidió al conductor que esperara mientras iba a buscar dinero, pero Veena pagó la carrera.
Cuando entraron, Sumit, el jefe de los conserjes, vio a Jennifer y no cupo en sí de gozo.
—¡Bienvenida, señorita Hernández! —exclamó, impaciente—. Acaban de llegar sus amigos.
Salió a toda prisa del mostrador y corrió hacia los ascensores con los faldones aleteando detrás de él. Un momento después reapareció con una expresión de triunfo en el rostro y con Laurie y Jack a su espalda. Les había pillado antes de que cogieran el ascensor.
Laurie echó a correr en cuanto vio a Jennifer. Sonreía de oreja a oreja.
—¡Jennifer, Dios mío! —gritó mientras la envolvía en un largo abrazo. Jack hizo lo mismo.
Jennifer presentó a Veena como su salvadora.
—Vamos a ducharnos y luego bajaremos para tomar un desayuno enorme —añadió—. ¿Os apuntáis?
—Encantadísimos —dijo Laurie, aún sorprendida pero feliz por la inesperada llegada de su amiga—. Estoy segura de que a Neil también le apetecerá.
Los cuatro se encaminaron hacia los ascensores.
—Diría que tienes una buena historia que contar —contestó Laurie.
—Gracias a Veena, sí —dijo Jennifer.
Subieron, y el ascensorista marcó el siete para la pareja y el nueve para Jennifer. Tenía una memoria impresionante.
—Esta mañana, de camino hacia aquí en el taxi, he aprendido un nuevo término legal indio —dijo Jennifer—. Es «prestar probatoria».
—Tiene un sonido curioso —comentó Laurie—. ¿Qué significa?
—Significa testificar, y eso es exactamente lo que va a hacer Veena.