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Benarés, viernes 19 de octubre de 2007,19.14 h

—Es innegable que Benarés es una ciudad interesante —comentó Laurie—, pero eso es lo más que puedo decir.

Ella, Jack y Arun acababan de llegar al ghat Dasashvamedha, junto al río Ganges. Habían tenido que recorrer a pie lo que a Laurie le parecieron dos kilómetros por una horrible y atestada calle peatonal llena de tiendas para turistas, cerrada al tráfico excepto para los vehículos oficiales. El vuelo desde Nueva Delhi había sido razonablemente agradable, aunque salió con más de media hora de retraso. El avión iba muy lleno. Habían tardado casi lo mismo en llegar desde el aeropuerto hasta el hotel que desde Nueva Delhi hasta Benarés, aunque Jack y Laurie estuvieron todo el camino embelesados por lo que veían a través de las ventanillas del coche: un desfile de pequeñas tiendas, elementales, atestadas, cada una de ellas dedicada a la venta de cualquier género imaginable, y cuanto más se acercaba al centro de la ciudad, más raquíticas eran. A los dos patólogos les costó creer que en la India vivían mil millones de personas, viendo semejante densidad de población, y quinientos millones de animales sueltos. El registro en el hotel no planteó ningún problema; el encargado general, Pradeep Bajpai, era un conocido del doctor Ram Pradeep, además, les puso en contacto con un profesor de la Universidad Hindú de Benarés, llamado Jawahar Krislina, que se mostró dispuesto a hacerles de guía. Jawahar llegó al hotel enseguida, mientras el grupo cenaba a una hora temprana. Suponían que no volverían al hotel hasta bien avanzada la noche y que más les valía comer algo entonces, ya que podían.

—Cuesta acostumbrarse a esta ciudad —dijo Jawahar en el ghat, comprendiendo a qué se refería Laurie. Era un hombre de cuarenta y tantos o cincuenta y pocos años, de cara amplia, ojos brillantes y pelo gris rizado. Con la ropa occidental que vestía y su perfecto inglés podría haber pasado por un profesor de la prestigiosa Ivy League estadounidense. Resultó que había estudiado varios años en la Universidad de Columbia.

—Por un lado me impresiona la religiosidad que se respira aquí y por otro me asquea tanta suciedad —siguió Laurie—. Sobre todo los excrementos, sean humanos o no.

Habían pasado junto a numerosas vacas, perros callejeros e incluso algunas cabras que vagaban entre la gente, los desperdicios y todo tipo de basura.

—Para eso no hay justificación —dijo Jawahar—. Me temo que ha sido así desde hace tres milenios y que así seguirá en el próximo.

Jawahar también se había mostrado dispuesto a ayudarles en el motivo que les había llevado a Benarés: encontrar los cadáveres de Benfatti y Lucas. Como erudito del shivaísmo, Jawahar era amigo personal de uno de los principales sacerdotes brahmanes del ghat Manikarnika, el mayor crematorio de los ghats de Benarés y el lugar donde sin duda habrían enviado a Benfatti y Lucas. Jawahar había accedido a ejercer de intermediario entre la pareja y su amigo, a quien pidió que les llamara al móvil cuando llegaran los cadáveres de los estadounidenses y que les permitiera acceder a ellos el tiempo suficiente para tomar las muestras. Eso les costaría diez mil rupias, poco más de doscientos dólares. Jack había intentado que Jawahar averiguara cuánto habían pagado los hospitales, pero el brahmán, lo supiera o no, no quiso hablar.

—Bueno, ¿dónde estamos ahora? —preguntó Jack, mirando los escalones que bajaban al río.

El sol se había puesto tras ellos. Bajo aquella luz vacilante el río fluía como un cuerpo extenso y suave, más parecido al petróleo que al agua. Al final de la escalera había entre quince y veinte personas bañándose. Gran variedad de barcas pequeñas se arracimaban en la orilla. El desplazamiento a cámara lenta de los residuos evidenciaba el suave discurrir del agua.

—¡Dios mío! ¿Eso que han tirado al agua es un cadáver humano? ¿Y lo que flota ahí son los despojos de una vaca muerta?

Jawahar miró hacia donde Jack estaba apuntando. Ambos elementos flotaban a casi doscientos metros de la orilla.

—Eso parece —dijo—. No es muy inusual. A determinadas personas no se les concede la incineración. Deben conformarse con que lancen su cuerpo al agua.

—¿A quién, por ejemplo? —preguntó Laurie con expresión disgustada.

—Niños de menos de cierta edad, mujeres embarazadas, leprosos, personas que han muerto por la mordedura de una serpiente, sadhus y…

—¿Qué son los sadhus? —preguntó Laurie.

Jawahar se giró y señaló a una hilera de ancianos con barba y rastas recogidas en moños que estaban sentados con las piernas cruzadas a lo largo del paseo que llevaba al ghat. Había algunos también alrededor del ghat. Unos llevaban túnicas; otros estaban prácticamente desnudos, salvo por el taparrabos.

—Se consideran a sí mismos monjes hindúes —explicó Jawahar—. Antes de convertirse en sadhus, algunos eran respetables hombres de negocios.

—¿Y qué hacen? —consultó Laurie.

—Nada. Vagan sin rumbo, toman mucho hhang, que es marihuana con yogur, y meditan. No tienen más posesiones que las que llevan consigo, y viven de las limosnas.

—Contra gustos… —dijo Jack—. Pero volvamos a mi pregunta. ¿Dónde estamos?

—Este es el ghat principal, el más conocido y el más visitado —explicó Jawahar—. También es el centro de la actividad religiosa en Benarés; mirad todos esos sacerdotes hindúes llevando a cabo sus particulares ritos religiosos.

Hacia la mitad de la escalera de piedra había una serie de plataformas dispuestas en paralelo al curso del agua. Sobre cada una de ellas había un sacerdote, con una túnica naranja, que realizaba complicados movimientos con velas, campanas y farolillos. Los cánticos, amplificados por una serie de altavoces colgados a lo ancho del ghat, envolvían el lugar. Miles de personas deambulaban por allí, sacerdotes hindúes, sadhus, comerciantes, artistas de la estafa, niños, aspirantes a guía, familias, peregrinos procedentes de toda la India y turistas.

—Propongo que alquilemos una barca —dijo Jawahar—. El brahmán tardará en darnos noticias, tenemos tiempo, e incluso si nos llamara antes de lo que preveo, con la barca podríamos amarrar cerca del lugar de incineración.

—¿Será en ese ghat de allí? —preguntó Laurie, señalando al norte. Se veía un leve fulgor y lo que parecía humo culebreando hacia el cada vez más oscuro color caballa.

—En efecto —asintió Jawahar—. Desde el agua lo veremos. Iré a conseguir una barca; cuando la tenga les haré una señal.

Jawahar descendió los escalones hacia el río.

—¿Qué os parece Benarés? —les preguntó Arun.

—Interesante, como decía —dijo Laurie—. Pero abrumador para mi sensibilidad occidental.

—Es como estar en diferentes siglos al mismo tiempo —comentó Jack. Miró a un indio cerca de ellos que estaba abriendo su teléfono móvil.

El recorrido en barca resultó una buena idea. Mientras caía la noche, durante horas, trazaron ochos arriba y abajo, de una orilla a otra. El ajetreo que reinaba en todos los ghats los tenía hipnotizados, pero, en particular el Mánikarnika, donde había diez o doce piras funerarias. Perfilados contra el resplandor, varios hombres avivaban los fuegos, que lanzaban chispas y humo al cielo nocturno. En la orilla había enormes pilas de leña, en ocasiones de la excepcional madera de sándalo.

La fosa donde se alzaban las piras estaba un poco más elevada que la leña. Por encima de ella los escalones llevaban a una escarpada pared de mampostería coronada por una terraza en voladizo que, formaba parte de un gran complejo religioso de torres cónicas. Junto al templo había un sórdido palacete coronado por un reloj que no funcionaba. Las hogueras y la actividad frenética creaban una escena propia del Apocalipsis.

Pasaban treinta y cinco minutos de las diez cuando sonó el móvil de Laurie. Miró la hora antes de pasarle el teléfono a Jawahar. Había visto que llamaban desde un número de la India. Jawahar habló brevemente en hindi y le devolvió el teléfono.

—Los cuerpos han llegado —informó—. El brahmán los tiene en un pequeño templo que se halla cerca de esa terraza que veis ahí. Ha dicho que vayamos enseguida.

—Pues vamos —dijo Laurie.

Mientras el barquero remaba hacia la orilla, Jawahar les explicó que desembarcarían en el ghat Scindia porque las mujeres tenían prohibido el acceso al Manikarnika y al nivel de las piras funerarias.

—¿Y por qué narices no podemos? —preguntó Laurie.

—Para evitar que las esposas salten en las piras de sus maridos —respondió Jawahar—. En la India más tradicional la vida no era fácil para las viudas.

Cuando desembarcaron, Jack y Laurie se quedaron fascinados ante el enorme templo de Shiva, inclinado y semisumergido en el Ganges. Mientras Jawahar arreglaba las cuentas con el barquero, caminaron con Arun hacia el templo, para verlo de cerca.

Para llegar del ghat Scindia al ghat Manikarnika tuvieron que internarse en la parte antigua de la ciudad, que lindaba con los ghats a lo largo de sus seis kilómetros y medio de extensión. Cuando se alejaron de los muelles, la ciudad, formada por oscuros, claustrofóbicos, retorcidos y adoquinados callejones que no superaban el metro de anchura, parecía sacada de la Edad Media. En contraste con el suave frescor de la ribera del Ganges, los envolvía un calor fétido y el hedor de la orina rancia y las boñigas de vaca. Los callejones estaban repletos de gente, vacas y perros. Laurie hubiera querido poder replegarse sobre sí misma como un caracol para evitar tocar cualquier cosa. El olor era tal que deseaba respirar por la boca, pero el miedo a las enfermedades infecciosas la obligaba a hacerlo por la nariz. Pocas veces se había sentido tan incómoda como siguiendo a Jawahar mientras intentaba desesperadamente no pisar los excrementos.

Aquel ambiente claustrofóbico se relajaba de repente cuando se acercaban a un restaurante iluminado, una tienda abierta o un puesto de bhang con una bombilla desnuda. Pero durante la mayor parte del recorrido les acompañó el calor, la oscuridad y el hedor.

—Muy bien, aquí está la escalera —dijo Jawahar; se paró tan de repente que Laurie, en la oscuridad, chocó con él. Se disculpó y él le quitó importancia—. Estos escalones terminan en aquella terraza grande. Les recomiendo que permanezcamos juntos. No quiero que nadie se pierda.

Laurie no entendía que a Jawahar se le pasara por la cabeza que a alguien pudiera apetecerle deambular por su cuenta.

—Ahí arriba hay varios hostales —continuó Jawahar—. Cada uno de ellos lo regenta un brahmán distinto. Están reservados a los moribundos. No entren en ellos. Nos encontraremos con unas pocas velas, pero por lo demás estará oscuro. He traído una linterna, pero no la usaremos hasta que vayan a extraer la muestra. ¿Está claro?

Jack y Arun dijeron que sí. Laurie se quedó callada. Se le habían secado la boca y la garganta.

—¿Estás bien, Laurie? —preguntó Jack. A duras penas podían verse.

—Creo que sí —consiguió decir ella, intentando llevar un poco de saliva hacia sus labios para humedecerlos.

—¿Tiene el dinero? —preguntó Jawahar a Jack.

—Aquí está —respondió este, dándose una palmada en el bolsillo de la cadera.

—Una cosa más —dijo Jawahar—. No hablen con los Dom.

—¿Quiénes son los Dom? —preguntó Laurie.

—Los Intocables que, desde tiempos inmemoriales, trabajan en los crematorios y preparan a los muertos. Viven aquí, en el templo, junto al fuego eterno de Shiva. Visten una túnica blanca y llevan la cabeza afeitada. No hablen con ellos. Se toman su trabajo muy en serio.

«No te preocupes —pensó Laurie—. No pienso hablar con nadie».

Jawahar se volvió y empezó a subir la escalera; giraba a la izquierda y parecía interminable. Salieron a una terraza con una rudimentaria verja. La terraza daba a la vasta extensión del río; una luna casi llena se alzaba sobre él. Abajo, las atroces llamas de las piras funerarias llenaban el aire de chispas, ceniza, calor seco y humo. Vieron a los Dom: figuras negras que blandían largos palos con los que atizaban los fuegos para crear infiernos en miniatura. En cada hoguera se veía claramente un cuerpo ardiendo. Sobre la superficie de la terraza había unos treinta cuerpos envueltos en blancas mortajas de muselina. La parte trasera de la terraza tenía forma cóncava; allí se hallaban las oscuras entradas de varios templos. En el centro brillaba el fuego eterno de Shiva.

—Permita que sea yo quien lleve el dinero —pidió Jawahar, tendiendo la mano a la luz de la luna. Jack accedió—. No se muevan de aquí. Volveré enseguida.

—Madre mía —dijo Laurie en tono quejumbroso—. Esto es horrible.

—Entonces, ¿de verdad la gente acude aquí y se queda en estas cuevas hasta que muere? —preguntó Jack a Arun.

—Eso tengo entendido —contestó este.

Jawahar volvió. Había entrado en una de las dos cúpulas de estilo indio que había en las esquinas.

—Los cadáveres de los dos estadounidenses se encuentran en ese diminuto templo que está junto a la escalera por la que hemos subido —dijo—. El brahmán me ha dicho que seamos rápidos y no llamemos la atención. El problema es que los Dom consideran que una de sus funciones principales es la protección de los cuerpos.

—Justo lo que necesitábamos —murmuró Laurie mientras volvían hacia el lugar de donde venían. Notó que empezaba a temblar.

Cuando llegaron al templo, entraron en fila. Esperaron hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Además de la puerta, había una ventana sin barnizar. La luz de la luna les permitió ver los dos cuerpos, uno junto al otro. También estaban envueltos en una blanca mortaja de muselina.

—¿Tienes las jeringuillas? —preguntó Jack a Laurie. Laurie las levantó a la altura de su cabeza, pues ya las había sacado del bolso. Jack cogió una—. Yo me encargo de uno y tú del otro. No creo que necesitemos la linterna.

Desataron los cordeles que mantenían cerrados lo que resultaron ser sacos de muselina. Arun ayudó a Laurie y Jawahar a Jack a retirar los sacos hacia abajo y dejar al descubierto la zona suprapúbica. Dirigieron las agujas hacia abajo, justo sobre el pubis, y las dos jeringuillas se llenaron de orina.

—Ha sido pan comido —sonrió Jack.

Tras poner el capuchón de seguridad a las dos jeringuillas, Laurie las guardó en su bolso. Luego los cuatro se agacharon para acometer la tarea más difícil de volver a meter los cuerpos en las mortajas. Cuando estaban a punto de terminar, la luz de la luna se atenuó súbitamente. Levantando la mirada, el grupo se dio cuenta de que dos Dom, bloqueaban la puerta.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó uno de ellos.

Jack fue el primero en reaccionar; se levantó y avanzó para que los Dom se alejaran un poco del umbral.

—Ya terminábamos. Somos médicos. Queríamos asegurarnos de que estos dos estaban muertos de verdad. Pero ya hemos acabado.

Jawahar, Laurie y Arun salieron del templo pegados a la espalda de Jack.

La afirmación de Jack confundió al Dom durante un momento, pero no duró mucho.

—¡Ladrones de cuerpos! —gritó, e intentó agarrar la camisa de Jack.

—¡Corred! —gritó Jack.

Laurie no necesitó que se lo dijeran dos veces. Bajaba la escalera casi sin poner los pies en el suelo, Jawahar le iba a la zaga, seguido de Arun.

Jack golpeó como un karateka los brazos del primer Dow, que intentaban agarrarle, pero el segundo lo aferró por el lado. Jack recurrió entonces al puño cerrado y asestó al segundo un directo a la cara. Al fondo, vio que se acercaban otros Dom más. Jack asestó otro puñetazo al abdomen del primero, que se dobló sobre sí mismo. Un momento después Jack estaba ya en la escalera.

Cuando llegó al estrecho callejón que había al final de la escalera, le costó un instante divisar a Arun, que había permanecido a la vista para indicarle la dirección con el brazo alzado. Jawahar los estaba guiando en la dirección opuesta por donde habían llegado. Jack corrió hacia Arun, quien a su vez reemprendió la carrera. Por detrás de ellos se oían los gritos de los Dom que bajaban la escalera.

Jack estaba en excelente forma física, por lo que enseguida pasó a Arun, pero entonces los dos tropezaron con Laurie y Jawahar, atascados en el tráfico peatonal. El callejón, oscuro, vacío y muy angosto, había desembocado en otro más amplio pero también más concurrido; había incluso una vaca tumbada en el suelo rumiando su bolo alimenticio. Con las prisas, a Laurie le faltó poco para caerse encima del animal.

Durante cinco minutos el grupo se abrió paso a empujones y codazos para aumentar la distancia entre ellos y los furiosos Dom. Solo se detuvieron cuando estuvieron seguros de que ya no les perseguían. Tres de ellos jadeaban por el esfuerzo, todos menos Jack. Se miraron y, debido en parte a la ansiedad que les había provocado aquel episodio, se echaron a reír.

Cuando recuperaron el aliento, Jawahar les guio por enrevesadas callejuelas hasta el gali Vishwanath, la calle comercial que habían tomado al principio para llegar al ghat Dasashvamedha. Allí, Jawahar paró dos rickshaws que les llevaron al hotel Taj Ganges.

—Lo que más me apetece ahora mismo es darme una buena ducha —dijo Laurie mientras se acercaban al mostrador principal para coger sus llaves.

—¿Es usted la doctora Laurie Montgomery? —le preguntó el recepcionista antes de que ella tuviera tiempo de decir nada. Su tono exigente la sorprendió.

—Sí, soy yo —respondió Laurie con preocupación.

—Han llegado varios mensajes urgentes para usted. Le han llamado tres veces por teléfono y me han dicho que le pida que llame inmediatamente.

Laurie cogió los mensajes alarmada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jack, igual de intranquilo. Miró por encima del hombro de ella.

—Es Neil —contestó Laurie. Miró a Jack—. ¿Crees que podría ser sobre Jennifer?

Laurie sacó el teléfono de su bolso mientras el grupo se dirigía a una zona de descanso con vistas a los extensos terrenos del hotel. Laurie no tenía el número del móvil de Neil, por lo que tuvo que llamar al hotel Amal Palace y pedir que le pasaran con su habitación.

Neil descolgó al primer tono, como si estuviera esperando junto al teléfono.

—Han secuestrado a Jennifer —dijo de golpe, antes incluso de saber que era Laurie la que llamaba.

—¡Oh, no! —gritó ella.

Repitió la noticia a Jack de inmediato.

—Tiene que haber sido esta mañana, mientras yo estaba con vosotros —dijo Neil—. Cuando he vuelto he pensado que seguía durmiendo. No me he enterado de que no estaba en el hotel hasta casi las seis de la tarde. Estoy tan cabreado conmigo que podría morirme.

Neil relató la historia completa, incluido el hecho de que su única pista era la desaparición de la cadena de seguridad. Aquello, y que en su habitación no faltaba nada.

—¿Había alguna nota? ¿Han hecho algo? —preguntó Laurie.

—Nada —respondió Neil—. Eso es lo que más me asusta.

—¿La policía lo sabe?

Neil rio con sorna.

—Lo sabe, pero no es como para echar las campanas al vuelo.

—¿Por qué lo dices?

—Se niegan a rellenar el primer parte informativo de las primeras veinticuatro horas. Y no mueven un dedo hasta que han rellenado el FIR. Es como un círculo vicioso al estilo indio.

—¿Por qué no quieren hacer el FIR?

—Vas a alucinar. No quieren porque lo normal, especialmente con los estadounidenses, es que la persona desaparecida, ya sea por secuestro o por sí misma, acabe apareciendo, y entonces todo el esfuerzo de rellenar el FIR no sirve de nada. Esos cabrones perezosos están dispuestos a regalar veinticuatro horas a los secuestradores porque hacer el papeleo es muy cansado. Me dan asco.

—¿Qué dicen en el hotel?

—El hotel se ha portado de maravilla. Están tan enfadados como yo y han puesto un equipo privado a trabajar en el caso. También están revisando las cintas de seguridad que tienen del vestíbulo y la entrada principal.

—Bueno, por Dios, espero que encuentren algo y pronto —dijo Laurie—. Ojalá estuviéramos allí.

—Sí, ojalá. Estoy hecho polvo.

—Al menos hemos conseguido las muestras de orina —dijo Laurie.

—Espero que no te moleste demasiado si te digo que en estos momentos las muestras de orina me importan una mierda.

—Lo entiendo perfectamente —replicó Laurie—. Yo opino igual. Solo te lo decía porque volveremos a Nueva Delhi a primerísima hora de la mañana, y entonces veremos si podemos ayudarte a que la policía local colabore más. Espera, Jack quiere hablar contigo.

—Escucha, Neil —dijo Jack cuando cogió el teléfono—. Lo que haremos mañana es acercarnos a la embajada de Estados Unidos y hablar con algún agente consular, que nos pondrá en contacto con un oficial regional de seguridad. Ellos saben tratar con la policía local. La persona con quien tú has hablado posiblemente no es más que un comisario. Conseguiremos que inviten al FBI a colaborar. El FBI tiene las manos atadas hasta que les piden que participen en un caso.

—¿A qué hora llegaréis?

—Lo he mirado mientras hablabas con Laurie. El primer vuelo sale a las cinco y cuarenta y cinco. Llegaremos al hotel antes de que te hayas despertado.

—No cuentes con ello. No creo que pueda dormir.

Jack devolvió el teléfono a Laurie.

—Te he oído —dijo esta—. Tienes que dormir. Llegaremos al fondo de todo esto, no te preocupes.

Laurie se despidió y colgó. Miró a Jack.

—Esto es un desastre de los gordos.

—Eso me temo —dijo Jack.