Nueva Delhi, viernes 19 de octubre de 2007,16.02 h
En lugar de ir directamente a su habitación después de entrar en el bungalow, Veena fue derecha a la biblioteca. Se sentía nerviosa, necesitaba calmarse, y solo se le ocurría una persona capaz de lograrlo: Cal Morgan. Ya lo había hecho en otras ocasiones relacionadas con el mismo asunto, y Veena esperaba que funcionara, aunque esta vez la cosa le parecía más grave.
La puerta estaba abierta; cuando entró, la tranquilizó ver a Cal haciendo papeleo en la mesa de la biblioteca. Tardó en darse cuenta de que Durell se hallaba tumbado en el sofá, con un libro en el pecho y una bolsa de hielo en la frente. Cal se dio cuenta entonces de su presencia y levantó la mirada. Los dos hablaron al mismo tiempo y ninguno entendió lo que dijo el otro.
—Lo siento —se disculpó Veena, nerviosa, llevándose una mano temblorosa a la cara.
—No, es culpa mía —respondió Cal, que dejó el lápiz e hizo una mueca de dolor. Él tenía una bolsa de hielo en el hombro izquierdo.
Hubo un momento incómodo cuando los dos se lanzaron a hablar simultáneamente por segunda vez. Cal rio.
—Tú primero —dijo.
—Esta mañana ha ocurrido una cosa que me preocupa —dijo Veena—. Me ha alterado bastante.
Durell giró las piernas y se sentó. Se frotó los ojos; hasta ese momento estaba dormido.
—¡Dinos qué pasa! —le urgió Cal.
—El cuerpo de María Hernández ha desaparecido a finales de la mañana. El hospital está seguro de que se lo han llevado los dos patólogos forenses que Jennifer Hernández consiguió que vinieran a la India. Seguro que quieren hacerle la autopsia, si no se la han hecho ya. ¿Y si descubren que murió por la succinilcolina?
—Ya hemos hablado de esto otras veces —respondió Cal, agobiado—. Ha pasado mucho tiempo. Me han garantizado que el cuerpo humano elimina rápidamente la succinilcolina descomponiéndola.
—Además —intervino Durell—, acuérdate de que aunque den con el agente desencadenante, no importa. A esa mujer le pusieron succinilcolina antes de operarla.
—He buscado la succinilcolina en Google —insistió Veena—. Se han dado casos en que han condenado a gente por matar a sus esposas con succinilcolina, y los forenses pudieron demostrar su presencia en el cuerpo.
—Yo también he leído sobre esos casos —dijo Cal—. Uno de ellos inyectó la droga y la encontraron en el lugar del pinchazo. Nosotros hemos usado una vía intravenosa que ya estaba puesta. En el otro hallaron la droga en poder del gilipollas que la había administrado. ¡Vamos, Veena, déjate de paranoias! Durell y yo nos hemos informado. Tal como lo estamos haciendo, no puede haber fallos. Además, he leído hace poco que aislar esa droga no es nada fácil. Hoy en día hay mucha gente que cuestiona los métodos del toxicólogo que llevó el caso de la inyección intramuscular.
—¿Estáis completamente seguros de que estos forenses neoyorquinos no van a encontrarla? —imploró Veena. Quería creérselo, pero su mente culpable no dejaba de sembrarle dudas.
—Estoy seguro —dijo Cal, repasando las sílabas en un staccato. Estaba harto del tema.
—Pues claro, hombre, es imposible —corroboró Durell.
Veena dejó escapar un largo y ruidoso suspiro, como si estuviera desinflándose, y se dejó caer en una silla. La ansiedad la había dejado agotada.
—Oye, hemos de pedirte un favor —le dijo Cal—. Necesitamos que nos ayudes.
—Tal como me siento, no sé en qué podría ayudar a nadie.
—Nosotros opinamos que sí —insistió Cal—. De hecho, creemos que eres la única que puede hacerlo.
—¿Qué necesitáis? —preguntó Veena con tono de cansancio.
—Esta mañana la misma gente que enviamos a hablar con tu padre nos ha traído a Jennifer Hernández —dijo Cal sin más preámbulos. Hizo una pausa para que Veena asimilara la información.
—¿Que Jennifer Hernández está aquí, en el bungalow? —preguntó Veena con cautela, como si le asustara que la chica pudiera invadir su refugio.
—En la habitación de debajo del garaje —explicó Durell.
—¿Por qué? —preguntó Veena, algo frenética. Irguió la espalda.
—Llegamos a la conclusión de que teníamos que saber de qué sospechaba —dijo Cal—. Tú eres la que más molestias ha sufrido por su culpa. Querías que hiciéramos algo respecto a ella desde el principio.
—Pero no que la trajerais aquí. Lo que quería era que consiguierais que se fuera de la India.
—Bueno, tenemos que saber de qué sospecha para poder cambiarlo —dijo Cal—. No queremos más sospechas. Caray, ¡mira cómo te está afectando a ti! Estás hecha polvo. Necesitamos que hables con Hernández porque ya hablaste con ella una vez. Creemos que contigo hablará, o al menos que tienes más probabilidades, porque a nosotros no nos dice ni pío.
—No —sentenció Veena—. No quiero hablar con ella. La otra vez me sentí fatal. Una conversación con ella me recuerda lo que le hice a su abuela. ¡No me obliguéis a hacerlo!
—No tenemos elección —dijo Durell—. Debes hacerlo. Además, Cal opina que te ayudará a calmarte.
—Es cierto, Veena —coincidió Cal—. Y además, supongo que no quieres que retiremos a los amigos que están presionando a tu padre para que se porte bien y os deje en paz a ti y a tus hermanas.
—¡No es justo! —Chilló Veena; el color afluyó a sus mejillas—. Me prometiste que sería para siempre.
—¿Qué es para siempre? —Preguntó Cal—. Va, Veena. Tampoco es que te pidamos algo tan difícil. Maldita sea, si puede que ni siquiera te lo diga. Si ocurre eso, pues bueno. Pero tenemos que intentarlo. Nosotros confiamos en que tú lo lograrás.
—Y si me lo dice, ¿qué? —Quiso saber Veena—. ¿Qué le ocurrirá a ella?
Cal y Durell intercambiaron una mirada.
—Llamaremos a las personas que la han traído para que se la lleven.
—¿A su hotel? —preguntó Veena.
—Exacto. A su hotel —afirmó Durell.
—Muy bien. Hablaré con ella —dijo Veena, decidida de repente—. Pero no os prometo nada.
—Ni tampoco te lo exigimos —dijo Cal—. Y ya sabemos que para ti es un poco difícil porque te recuerda a su abuela. Es normal. Pero también es normal que no queramos encontrarnos otros baches como este en la carretera, sobre todo ahora que todo nos va tan bien.
—¿Cuándo queréis que lo intente?
Los hombres se miraron de nuevo. No habían decidido nada al respecto. Cal alzó los hombros.
—¿Cuándo mejor que ahora?
—Quiero quitarme el uniforme y ducharme. ¿Dentro de media hora?
—Dentro de media hora —asintió Cal.
Veena se levantó de la silla y fue hacia la puerta. Justo antes de llegar oyó que Cal le decía:
—Gracias, Veena. Una vez más, nos estás salvando la vida.
—De nada —respondió ella—. Necesitamos saber qué la hizo sospechar. No quiero volver a pasar por todo esto otra vez.
—Muy bien, os explico cómo quiero que lo hagamos —dijo Cal. Él, Veena y Durell habían llegado al garaje desde la casa—. Primero colocaré los fusibles eléctricos. Luego bajaremos la escalera, yo delante. Abriré la puerta y entonces tú, Veena, entrarás y la llamarás. Si no te contesta, como nos ha pasado antes, dile que volverás cuando le apetezca hablar. Discúlpate por tener que volver a quitar la luz, pero dile que los hombres malos se empeñan en hacerlo. Y luego te marchas. Es posible que tengamos que repetirlo unas cuantas veces. Creemos que esa mujer tiene una vena violenta.
Cal miró brevemente a Durell, quien se limitó a alzar las cejas y asintió.
Todo fue según el plan. Cuando Cal hubo abierto la puerta, Veena entró y estaba a punto de decir en voz alta el nombre de Jennifer cuando la vio sentada en el sofá. Veena agarró la puerta y la cerró en las narices de Cal. A continuación se encaminó hacia Jennifer y se sentó junto a ella.
Ninguna de las dos habló; se limitaron a mirarse con cautela. Jennifer, a pesar de tener los ojos entrecerrados, dejó entrever su sorpresa en cuanto Veena puso un pie en la estancia.
—Creo que comprende que hay algo en concreto que necesitamos saber —comenzó Veena. Se la veía tensa, contenida.
—Entiendo que hay algo que os gustaría averiguar —dijo Jennifer—. Llevadme a mi hotel y os lo diré.
—El trato es que volverá a su hotel después de hablar. De lo contrario, no tendría ningún motivo para cooperar.
—Pues lo siento. Tendréis que confiar en mí.
—Creo que le conviene más tratar conmigo que con los dos hombres que están al mando.
—Seguramente tengas razón, pero yo lo único que sé es que no os conozco a ninguno. ¿Sabes? Me sorprende que tú estés metida en esto.
—Así que esa es su postura. Se niega a decirme qué le hizo sospechar que la muerte de su abuela podría no haber sido natural.
—No es que me niegue. Ya me he ofrecido a decírtelo, pero en terreno neutral. No me gusta nada estar encerrada en este búnker.
Veena se levantó.
—Entonces supongo que tendrá que esperar hasta mañana. Estoy segura de que si lo piensa durante la noche, verá las ventajas de tratar conmigo en vez de con los otros.
—Yo no contaría con ello, enfermera Chandra —dijo Jennifer sin moverse.
Veena se dirigió hacia la puerta y la abrió de un tirón.
A Cal, que tenía la cabeza apoyada contra la puerta, le faltó poco para caerse dentro de la habitación.
—Creo que necesita un poco más de oscuridad —dijo Veena.
Apartó a los dos hombres y empezó a subir la escalera.
Cal cogió el picaporte de la pesada puerta y, tras echar un breve vistazo a Jennifer, tiró de ella y cerró. Luego siguió a Durell escalera arriba. Después de cerrar la otra puerta se acercó a donde Durell y Veena estaban hablando.
—Ha sido rapidísimo —comentó—. ¿No has intentado convencerla?
—No demasiado, la verdad. ¿No nos oías?
—No muy bien.
—Se mantiene firme. De momento es una pérdida de tiempo intentar convencerla de nada. Me da la impresión de que mañana verá las cosas de otro modo, y así se lo he dicho. Quince o dieciséis horas aislada y a oscuras pueden hacer maravillas. Mañana es sábado y no tengo que ir al hospital. Le he explicado las condiciones y le he dicho que volvería.
Los dos hombres se miraron y asintieron.
—No suena mal —dijo Cal, aunque por su tono no parecía que estuviera seguro.
Regresaron al bungalow.
—¿Esta noche veremos alguna película? —preguntó Veena.
—Sí, tenemos una buena —respondió Durell—. Clint Eastwood, Sin perdón.
—Necesito distraerme —dijo Veena—. Todavía estoy algo tensa por lo de la autopsia de María Hernández. No me lo quito de la cabeza.
Cuando llegaron al bungalow, Veena se fue a su cuarto.
—Nos vemos en la cena.
Cal y Durell la miraron mientras se alejaba.
—Esa chica es muy lista —comentó Durell—. Creo que está en lo cierto en cuanto a Hernández.
—Sí que es lista, pero me preocupa verla de repente tan insensible. Cuando se tomó la sobredosis estaba igual. Deberíamos pasarnos por su habitación cada dos horas y asegurarnos de que está bien. Y el primero de los dos que vea a Petra o a Santana, que les diga que hagan lo mismo.