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Nueva Delhi, viernes 19 de octubre de 2007, 9.45 h

El inspector Naresh Prasad estaba aburrido e incómodo. Se había terminado el té y había leído el periódico de cabo a rabo. Llevaba casi tres horas sentado en el asiento del conductor de su Ambassador, sin señales de Jennifer Hernández y sin recibir ni una palabra del mostrador de conserjería. Estaba seguro de que se la tropezaría en cuanto saliera del coche, pero aun así lo hizo; dejó la puerta abierta.

Se estiró y a continuación se agachó hasta casi tocarse los pies. Era lo mejor que podía hacer. Los porteros sij le saludaron con la mano y sonrieron. Naresh también les saludó. Ni rastro de la señorita Hernández. Volvió la mirada hacia el coche. Sabía que debería cargarse de paciencia y regresar al vehículo, pero fue incapaz. El sol estaba pegando fuerte y en el coche hacía demasiado calor.

Observó el hotel. ¿Qué estaba haciendo aquella mujer? ¿Por qué no había bajado? Pero entonces cayó en la cuenta de que estaba dando por hecho que si Jennifer hubiera bajado, Sumit se lo habría notificado para cumplir su oferta de mantenerle informado. Decidió que era hora de averiguar si la habían visto.

Cerró el coche y atravesó el pórtico, siempre al acecho de la señorita Hernández. Entró en el hotel y, con la misma prudencia, se acercó al mostrador de conserjería.

—Buenos días, inspector —dijo Lakshay.

Sumit estaba ocupado con un cliente.

—¿No ha aparecido? —preguntó Naresh con malos modos, como si los conserjes tuvieran la culpa de algo.

—No que yo sepa. Deje que le pregunte a mi compañero.

Lakshay dio un golpecito a Sumit en el brazo para llamar su atención y luego le susurró algo discretamente.

—No, mi colega coincide conmigo. Hoy no hemos visto a la señorita Hernández.

—¿Se os ocurre alguna excusa para llamarla a su habitación? —preguntó Naresh con voz malhumorada—. Quiero saber si está ahí.

—A mí no —dijo Lakshay.

—Dame el teléfono —exigió Naresh—. ¿Cómo se habla con el operador?

Después de contactar con él, Naresh pidió hablar con Jennifer Hernández. Sonaron unos pocos tonos y una voz somnolienta respondió.

—Lo siento —se disculpó Naresh—, creo que me he equivocado de número.

—No pasa nada —dijo Jennifer, y colgó.

Naresh hizo lo mismo. Ella estaba durmiendo en su habitación y él se preguntó qué debía hacer.

Sachin Gupta y su conductor, Suresh, entraron por el acceso de los empleados. Había una verja y una caseta de vigilancia. Sachin bajó la ventanilla del copiloto. Se dio cuenta de que al guardia le había impresionado aquel Mercedes negro y limpio como una patena.

—Venimos a ver a Bhupen Chaturvedi, de mantenimiento —dijo Sachin—. Esta mañana olvidó su medicina y se la hemos traído.

El guardia cerró la puerta de la caseta. Sachin vio que hacía una llamada. Al poco el guardia volvió a salir.

—Pueden aparcar ahí, contra esa pared —dijo—. Bhupen se reunirá con ustedes en el muelle de carga.

Sachin le dio las gracias pero ordenó a Suresh que fuera directamente hasta el muelle. Cuando llegaron, Bhupen les estaba esperando. Les indicó que entraran el coche marcha atrás en un garaje colindante reservado para mantenimiento. Lanzó sobre el salpicadero la tarjeta de identificación que llevaba en la mano. Bhupen era supervisor de mantenimiento; vestía un uniforme almidonado de color azul oscuro que incluía una gorra con visera. Era un hombre de complexión media; tenía un cuello muy ancho. Sachin y él se hicieron amigos durante el instituto.

—¿Te parece bien este asunto? —Preguntó Sachin—. Dará que hablar y habrá una investigación: ¡una turista estadounidense secuestrada de un hotel de cinco estrellas!

—Lo que quiero saber es si habéis traído el dinero —replicó Bhupen. Sachin sacó un buen fajo de rupias enrolladas y se lo lanzó al de mantenimiento, que se lo metió en el bolsillo sin dilación—. Yo diría que los que tenéis que preocuparos sois vosotros. Venir aquí en ese coche tan lujoso…

—En Delhi hay miles de Mercedes Clase E negros como este, y la matrícula es falsa. Por cierto, ¿qué medicina se supone que te he traído?

—Mi inhalador para el asma.

—Vale. ¿Qué sabes de la chica? ¿Está en el hotel?

—Lo he comprobado después de que me llamaras esta mañana. No ha salido de su habitación. La cadena de seguridad seguía en su sitio. Los efectos del jet lag, supongo.

—Mejor para nosotros. Entonces creo que lo haremos igual que la última vez.

—Me parece bien. He dejado en su piso la carretilla con la caja grande de las herramientas. Su habitación está cerca de los ascensores de servicio. ¿Habéis traído cinta americana?

Sachin alzó un rollo nuevo de cinta. También sacó guantes de vinilo y se los tendió a sus dos subordinados. Bhupen tenía sus propios guantes.

—¿Listos? —preguntó Bhupen.

—Vamos —dijo Sachin.

Utilizaron el ascensor de servicio. Ninguno de los cuatro habló: estaban inquietos, con los nervios a flor de piel. Se detuvieron en el noveno piso y descubrieron que no estaban solos. Un grupo de cuatro huéspedes esperaba el ascensor reservado para los clientes, pero cuando Sachin y los demás llegaron a la puerta de la habitación 912 ya se habían ido. Bhupen había arrastrado la carretilla desde la salida del ascensor de servicio.

Cuando estuvieron seguros de que el pasillo estaba desierto, Bhupen pegó la oreja a la puerta.

—Por el sonido, diría que está en la ducha. Eso sería perfecto.

Sacó su tarjeta llave maestra y, tras echar otro vistazo al pasillo, abrió la puerta. Casi de inmediato, la cadena de seguridad limitó el ángulo de apertura. Todos oyeron el inconfundible sonido del agua de la ducha.

—Perfecto —susurró Bhupen.

Apoyó un hombro contra la puerta, se echó hacia atrás para coger impulso y arremetió contra ella con fuerza. Los cuatro tornillos que sujetaban la cadena de seguridad al ribete del marco salieron limpiamente. Un segundo después los cuatro hombres estaban apretujados en el diminuto recibidor y la puerta volvía a estar cerrada.

El cuarto de baño quedaba a su izquierda. La puerta estaba abierta unos ocho centímetros; el vapor se escapaba por ahí. Sachin indicó a Suresh, el gigante, que le cambiara el sitio. Quería que este fuera el primero que entrara en el cuarto de baño. Le seguiría Sachin, y luego Subrata.

Suresh puso su manaza en el canto de la puerta y, de repente, la abrió con ímpetu y se precipitó en el baño. Dentro había mucho más vapor; Suresh intentó apartárselo de la cara mientras el impulso que se había dado lo arrastró hasta el centro del cuarto. Pero no había prisa. La ducha estaba al fondo y, gracias al ruidoso torrente de agua y a la densidad del vapor, Jennifer aún no era consciente de su presencia.

Sachin adelantó a Suresh y abrió de un tirón la puerta de la ducha. Suresh metió la mano entre los chorros de agua y el vapor y agarró lo primero que encontró, que resultó ser un brazo. Levantó y tiró con todas sus fuerzas y Jennifer acabó tirada en el suelo del cuarto de baño. Gritó, pero su grito quedó ahogado cuando los tres hombres se echaron sobre ella y una mano le tapó la boca.

Intentó retorcerse, pero fue en vano. Trató de morder pero no logró llevarse nada a la boca, donde enseguida le embutieron un trapo. El rollo de cinta americana dio varias vueltas alrededor de su cabeza para mantener el trapo en su sitio. La cinta adhesiva le ciñó el torso, las muñecas y varios puntos de las piernas. Pocos segundos después los tres hombres se levantaron y contemplaron su obra.

En el suelo del baño había una mujer desnuda y mojada, con las manos a la espalda y atadas a los pies, y cuyos ojos aterrados pasaban rápidamente de uno a otro de sus tres asaltantes. Todo había ocurrido en un instante.

—Es toda una belleza —dijo Sachin—. Vaya desperdicio.

Fuera oyeron que Bhupen maniobraba con la carretilla en el interior de la habitación.

—Muy bien —continuó Sachin—, metámosla en la caja y larguémonos de aquí.

Los tres hombres agarraron a Jennifer por diferentes partes del cuerpo, la levantaron y la sacaron con ciertas dificultades del cuarto de baño. Ella intentó resistirse, pero fue inútil. En la habitación, Bhupen había abierto la tapa de la gran caja de herramientas.

—Bajadla —ordenó Sachin.

Miró el interior de la caja. Luego regresó al cuarto de baño y salió con dos gruesos albornoces turcos. Bhupen cogió uno y recubrió con él el interior de la caja.

—Perfecto —dijo Sachin.

Señaló a Jennifer y entre los tres volvieron a levantarla del suelo. La joven hizo un nuevo intento por zafarse. Aterrorizada, intentaba evitar que la metieran en la caja doblando la cintura, pero su esfuerzo no obtuvo recompensa. También trató de gritar, pero la mordaza apagaba sus gritos y los convertía en gruñidos sordos. Bhupen cerró la tapa.

—Dejadme que compruebe el pasillo —dijo. Regresó de inmediato—. No hay nadie.

Mientras sacaban la carretilla al pasillo, Suresh volvió al cuarto de baño para cerrar el grifo de la ducha. A continuación cerró la puerta de la habitación y se reunió con los demás. Bhupen empujaba la carretilla con la caja encima.

—Estaría muy bien tener la seguridad de que podemos bajar hasta el sótano en un ascensor para nosotros solos —dijo Sachin.

—Podemos —respondió Bhupen. Sacó una llave de ascensor y se la mostró—. Basta con que el que llegue esté vacío.

El ascensor estaba vacío. Tras meter la carretilla, Bhupen utilizó su llave para que el ascensor descendiera hasta el sótano sin detenerse. Jennifer dio unos cuantos golpes pero no duró mucho. Llegaron al sótano y llevaron la gran caja de herramientas al garaje de mantenimiento. Solo tardaron unos minutos en sacar a Jennifer y los albornoces de la caja y meterlos en el maletero del Mercedes. De nuevo intentó resistirse, pero fue solo un instante.

Cuando salieron del aparcamiento de los empleados, el guardia ni siquiera apartó la vista del periódico.

—Yo diría que ha sido uno de nuestros trabajos más eficientes —se jactó Sachin.

—Impecable —asintió Subrata.

Sachin marcó el número de Cal Morgan en su teléfono móvil.

—Ya tenemos a su invitada —anunció cuando Cal descolgó—. Vamos de camino. Es un poco antes de lo que teníamos previsto. Espero que tenga preparado el dinero. No es un encargo barato.

—Genial —dijo Cal—. No se preocupe. Su dinero le está esperando.

Veintisiete minutos después, Cal estaba de pie en el camino de entrada cuando llegó el Mercedes. Sachin levantó una mano y Suresh frenó justo a su lado.

—La señorita Hernández se quedará en el garaje que hay en el jardín trasero. ¿Puedo subir al coche para indicarles dónde está?

—Claro que sí —dijo Sachin desde el asiento del copiloto—. Suba detrás.

Cal se metió en el coche.

—Vaya al otro lado de la casa —le ordenó a Suresh, señalando con el dedo hacia el parabrisas. Mientras el conductor aceleraba, añadió—: Debo felicitarles. Ha sido mucho más rápido de lo que esperaba. Creía que podrían tardar varios días.

—Hemos tenido mucha suerte. Nos ha hecho el favor de que se le pegaran las sábanas. Y como regalo especial de la casa, se la traemos bien limpita.

—¿A qué se refiere?

—Lo verá en un minuto. ¿Izquierda o derecha?

—A la izquierda —contestó Cal—. El garaje está en el centro de esa arboleda.

Pocos minutos más tarde, Suresh detuvo el coche junto a un garaje de piedra, con cuatro plazas para coche y buhardillas en el segundo piso. El lugar estaba cerrado a cal y canto.

—Parece que no se ha usado en años —comentó Sachin. Entre los adoquines, frente a las puertas del garaje, había hierbajos de un palmo de alto.

—Estoy seguro de que no —confirmó Cal. Blandió una llave enorme—. El sótano parece una mazmorra propia de la Edad Media. Aquí está la llave.

—Muy apropiada. ¿Cuánto tiempo desea que permanezca aquí su invitada?

—No estoy seguro. En realidad depende de ella. Ya les llamaré.

—Será mucho más fácil de noche.

—Ya se me había ocurrido —dijo Cal.

Todos salieron del coche. Cal se acercó a una sólida puerta lateral. Abrió con la llave. Enfrente descendía una escalera de piedra. Junto a la puerta había un antiguo interruptor eléctrico de pomo rotatorio. Cal lo giró y la luz iluminó los escalones.

—Esperen a que encienda también las luces que hay abajo —ordenó.

Bajó deprisa. La escalera terminaba en otra puerta robusta, idéntica a la primera. Se abría con la misma llave; Cal la abrió y encendió las luces del interior. Sachin bajó.

—¿Para qué se usaba esto en la época colonial? —preguntó.

—Ni idea —admitió Cal mientras se acercaba a la pileta para comprobar que había agua.

Había humedad, hacía fresco y olía a bodega para vegetales. Algunas telarañas pendían del techo. Había una habitación grande con una pileta, y dos dormitorios más pequeños con catres cubiertos por colchones finos y desnudos. Había también un baño pequeño con un retrete antiguo que tenía la cisterna a dos metros del suelo. Los muebles eran de madera, sin acabados ni embellecimientos.

—Vale —dijo Cal—. Vamos a bajarla.

—Hay un pequeño problema. No tiene ropa, excepto un par de albornoces.

—¿Y eso?

—Estaba en la ducha cuando la invitamos a venir.

Durante un momento se preguntó cómo podía conseguir ropa para Jennifer, pero terminó decidiendo que no hacía falta.

—Tendrá que conformarse con los albornoces —dijo.

Volvieron al coche y Sachin ordenó a Subrata que abriera el maletero. Cuando se alzó la tapa, Jennifer bizqueó ante la luz del sol. Sus ojos reflejaban una combinación de rabia y terror. Sachin ordenó a Suresh y Subrata que la levantaran y, ya fuera del maletero, cargaran con ella, escalera abajo. Sachin y Cal les siguieron. Cal llevaba los albornoces.

—¿Dónde la ponemos? —preguntó Sachin.

—En el sofá —respondió Cal, señalándolo—. Y quítenle la cinta adhesiva.

Les llevó más tiempo retirar la cinta americana que lo que les había costado ponérsela; a Jennifer le dolió, pero no se quejó hasta que le quitaron la mordaza.

—¡Malditos cabrones! —Gruñó en cuanto pudo hablar—. ¿Quién demonios sois?

—Esa actitud no es un buen presagio para su visita —dijo Sachin a Cal.

—Ya se calmará —dijo Cal, seguro de sí mismo.

—¡Y una mierda me calmaré! —escupió Jennifer.

Cuando Suresh le quitó el último fragmento de cinta de las piernas, Jennifer se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la escalera. Suresh logró agarrarla de un brazo, y ella se giró y le arañó. Suresh le propinó un salvaje revés que la tiró al suelo. Cuando consiguió sentarse no había duda de que estaba mareada: se balanceaba un poco y no pudo incorporarse de inmediato. Durante un momento su rostro no expresó nada, pero se recuperó enseguida.

—Tal vez no sea una invitada demasiado agradable —comentó Sachin.

Cal le puso un albornoz sobre los hombros.

—En realidad no tendrás que estar aquí mucho tiempo —dijo a Jennifer—. Solo queremos hablar contigo; después podrás marcharte. Te diré ya lo que nos interesa. No sé cómo, pero tú sospechas de las tres muertes que tuvieron lugar las noches del lunes, el martes y el miércoles. Algo te ha hecho desconfiar de los tres diagnósticos. Queremos saber qué es. Nada más. —Cal separó las manos del cuerpo y alzó las cejas—. Eso es todo lo que queremos de ti. En cuanto nos lo digas, te llevaremos de vuelta al hotel. Prefiero decírtelo ya para que vayas pensándolo.

Jennifer lo fulminó con la mirada.

—No os voy a decir una puta mierda.

—¿Qué opinas? —preguntó Jack. Dio un paso hacia atrás.

Jack, Laurie, Neil y Arun se hallaban en la cámara frigorífica del sótano del hospital Queen Victoria. Entre los cuatro habían vestido a María Hernández, no sin dificultades, con la ropa que Neil había llevado del hotel Amal Palace. Jack acababa de añadir la guinda: su gorra de los Yankees. La había colocado de forma que la visera le tapara buena parte de la cara para ocultar el color de ultratumba.

—No sé… —dudó Laurie.

—Oye, que tampoco ha de ser la reina de la cabalgata —dijo Jack—. Solo tiene que engañar al guardia que hay al final del pasillo.

Habían atado a María a la silla de ruedas y hecho todo lo posible para que se mantuviera erguida.

—A mí lo que me preocupa es el olor —dijo Neil haciendo una mueca.

—Eso no tiene remedio —admitió Jack. Dio un paso adelante e inclinó la gorra un poco más—. Vamos. Si el guardia dice algo, lo único que tenemos que hacer es avanzar más deprisa. Al fin y al cabo, sabrán que ha desaparecido en cuanto echen un vistazo aquí dentro.

—¿La furgoneta ya está ahí detrás? —preguntó Laurie.

—Sí —contestó Jack—. Vale, lo haremos de la siguiente forma. Arun, tú saldrás del hospital por la puerta principal. No quiero que te arriesgues lo más mínimo a meterte en problemas por fugarnos con este cadáver.

—Bien —respondió el ginecólogo—. Saldré ya y daré la vuelta hacia la parte de atrás. Quiero acompañaros para que no os perdáis de camino a la facultad de medicina Gangamurthy.

—¿Tu amigo el doctor Singh nos espera allí?

—Exacto —dijo Arun.

—Vale, pues nos vemos fuera —dijo Jack.

Arun abrió la gruesa puerta con aislamiento y se marchó.

Jack centró su atención en Neil.

—Tú empujarás a la reina de la belleza. —Miró a Laurie y prosiguió—: Y tú caminarás a su izquierda, entre María y el guardia. Has de estar preparada para sujetarla si ves que se escurre. Yo le daré conversación al guardia. Me he cruzado dos veces con él, así que somos viejos amigos. ¿Lo tenemos todos claro?

—Vamos allá —propuso Laurie. Miró a Neil, que se había colocado detrás de la silla de ruedas.

—Dejadme que eche un vistazo al pasillo —pidió Jack.

Empujó la puerta y se asomó. Vio a Arun entrando en el ascensor. En la otra dirección, alcanzó a ver al guardia sentado en la silla. Por lo demás, el pasillo estaba vacío.

Jack abrió la puerta del todo y gesticuló hacia los demás para que se movieran.

—No hay moros en la costa —dijo.

En el mismo segundo en que Neil llegaba al pasillo con la silla de ruedas, varios médicos salieron de la cafetería.

—Dios —murmuró Jack.

Los médicos saludaron a Jack con la cabeza y siguieron absortos en su conversación. Este temía volverse, pero se obligó a hacerlo. Vio que los facultativos ya habían dejado atrás a María. Se encogió de hombros. No parecía que hubiera ningún problema. Jack indicó a Neil y Laurie que caminaran más deprisa para pasar la entrada de la cafetería y evitar algún otro encuentro.

El guardia los observó mientras se acercaban. Jack llegó un poco antes que los demás.

—¿Cómo andamos, joven? —dijo—. ¿Está siendo un día duro aquí abajo? Vamos a sacar a mi madre por esta puerta. La pobre está preocupada por la pinta que tiene y no quiere encontrarse a ningún viejo conocido. —Jack siguió parloteando mientras procuraba mantenerse entre el guardia y la trayectoria de María. El anciano hizo un amago de mirar a los demás, pero eso fue todo—. Bueno, luego nos vemos —se despidió Jack mientras salía de espaldas por la doble puerta.

«Ha sido chupado», pensó mientras adelantaba a los demás para abrir las puertas traseras de la furgoneta.

Habían atado a María con la idea de poder soltarla rápidamente; bastó tirar de un extremo de la cuerda para que su torso se separara de la silla de ruedas. La metieron en la furgoneta entre los tres y cerraron las puertas.

Arun apareció enseguida; había dado la vuelta al edificio.

—Mejor que conduzcas tú —dijo Jack lanzándole las llaves—. Tú sabes adónde vamos.

Los cuatro entraron en el vehículo: Arun al volante, Jack a su lado, y Laurie y Neil en el asiento de atrás.

—¿Y si bajamos las ventanas? —preguntó Neil, impresionado por el estoicismo de los demás.

—¡No nos comportemos como si acabáramos de atracar un banco! —Exclamó Jack—. Pero tampoco empecemos a perder el tiempo. Lo que quiero decir es que salgamos de aquí ya.

Arun arrancó el motor de la furgoneta pero no le dio suficiente gas y se le caló. Jack puso los ojos en blanco y se dijo que menos mal que no habían atracado un banco.

—¿Qué va a hacer Jennifer hoy? —Preguntó Laurie a Neil—. ¿Le ha molestado que Jack te llamara para que trajeras la ropa de María?

—Qué va, le ha encantado que me marchara —explicó Neil—. Creo que es ahora cuando empieza a recuperarse del jet lag. Me ha dicho que a lo mejor dormía hasta el mediodía o incluso más, y que no me preocupara por ella. Ha dicho que cuando se levante, si se levanta, a lo mejor hace un poco de ejercicio, que buena falta le hace.