Nueva Delhi, viernes 19 de octubre de 2007, 7.45 h
El coche del inspector Naresh Prasad enfiló la rampa que llevaba al hotel Amal Palace. Naresh miró la hora mientras subía. Había llegado antes que el día anterior, pero no tan pronto como pretendía. Había olvidado que la hora punta del tráfico era un poco peor los viernes por la mañana que los demás días, y había tardado más de lo previsto en llegar a la oficina y de la oficina al hotel.
El jefe sij de los porteros le reconoció y señaló con su cuaderno de recibos la misma plaza que Naresh había ocupado el día anterior. El inspector avanzó hacia el pórtico, giró y aparcó. Saludó al portero con la mano mientras entraba en el hotel. Este le devolvió el saludo.
—¡Inspector, ha vuelto! —exclamó Sumit alegremente cuando Naresh se acercó al mostrador de conserjería.
—Eso me temo —admitió Naresh, molesto.
La verdad era que no estaba satisfecho con su misión. Las instrucciones que le habían dado eran, como el día anterior, desesperantemente vagas, lo cual ya había dado lugar a un desastre. ¿Qué significaba realmente tener controlada a Jennifer Hernández? Algo así como hacer de niñera. Y cuanto más pensaba Naresh en el infortunio del día anterior, más se convencía de que toda la culpa la tenía Ramesh.
—Hoy está usted de suerte —dijo Sumit—. Todavía no he visto a la señorita Hernández, aunque sí a su acompañante.
—¿También se hospeda aquí?
—Desde luego.
—¿Cómo se llama?
—Neil McCulgan.
—¿Y están en la misma habitación?
—No, tienen habitaciones separadas.
—¿Él ya ha salido?
—No. Vestía ropa de deporte. Está abajo, en el gimnasio.
—Creo que la señorita Hernández me vio ayer, así que me parece que tendré que esperar en el coche.
—Muy bien —admitió Sumit—. Haremos lo posible por mantenerle informado.
—Gracias —respondió Naresh—. Mientras tanto, les agradecería que me llevaran una taza de té.
—Por supuesto. Enseguida.
—Es exasperante que los funcionarios indios duerman a gusto por la noche con todos estos niños mendigando en la calle —dijo Laurie, indignada, mientras entraban en el Queen Victoria. De camino al hospital, ver la vida tan dura que llevaban los niños la había puesto furiosa. Jack, recordando su sensibilidad hormonal, se mostró completamente de acuerdo.
—¿Qué te parece el hospital? —preguntó Jack, intentando cambiar de tema.
Laurie recorrió con la mirada el lujoso vestíbulo, con su moderno mobiliario y el suelo de mármol.
—Muy atractivo. —Miró hacia la cafetería—. Muy atractivo, ya lo creo.
—Esto es lo que haremos —dijo Jack—: Mientras tú subes a ver al doctor Ram, yo iré a ver el cuerpo de María Hernández.
—¿No me acompañas a la ecografía? —preguntó Laurie en tono lastimero—. No has visto ninguna.
—Iré —le aseguró Jack—. Pero antes quiero ver el cuerpo para qué sepamos en qué nos metemos. Luego subiré a ver la ecografía. Te lo prometo.
Laurie no tuvo más remedio que dejar que Jack se dirigiera a los ascensores mientras ella caminaba hacia el ajetreado mostrador principal.
A Jack el hospital le había impresionado. A su juicio, además de ser moderno, lo habían construido con esmero y con materiales de primera calidad. Estaba claro que cuando lo diseñaron no escatimaron en gastos. Mientras esperaba el ascensor se fijó en que las enfermeras vestían un uniforme blanco a la vieja usanza rematado por una cofia. Había algo nostálgico en aquello. Casi todo el mundo usaba los ascensores para subir, por lo que Jack bajó solo.
Salió en el sótano, recorrió el pasillo y se asomó a la moderna cafetería. Había unos cuantos médicos y enfermeros tomando café. Nadie le prestó la menor atención. Retrocedió hacia los ascensores y abrió una de las dos puertas que daban a las cámaras frigoríficas. No había ningún cadáver. Después de cerrar la pesada puerta, probó con la segunda. El olor dulzón le indicó que estaba en el lugar correcto.
En la cámara había dos camillas y dos cuerpos, ambos cubiertos con una sábana. Por suerte la temperatura era bastante fría; Jack supuso que cercana al punto de congelación. Cogió la sábana del primer cadáver por una punta y la retiró. El muerto era un hombre obeso de cincuenta y tantos años. Jack dedujo que se trataba de Herbert Benfatti.
Volvió a taparlo y se acercó a la segunda camilla. Levantó la sábana y se halló contemplando a María Hernández. Su cara, amplia y rellena, se le había desencajado y tiraba hacia abajo de las comisuras de su boca en una mueca. Estaba de color gris con manchas verdosas y azuladas. Jack bajó un poco más la sábana y comprobó que todavía llevaba puesta la bata del hospital. Incluso la vía intravenosa seguía en su sitio. Volvió a taparla. Durante un minuto pensó en cómo deberían manejar la situación. No le parecía que tuvieran demasiadas opciones. Regresó a la puerta y salió de la cámara. Miró hacia el pasillo y vio a un guardia, con un uniforme demasiado grande, junto a una doble puerta que sin duda se hallaba bajo su vigilancia. Jack avanzó despacio hacia el hombre, de edad avanzada; este lo miró acercarse pero no se movió.
—Hola —dijo Jack con una sonrisa despreocupada—. Soy el doctor Stapleton.
—Sí, doctor —dijo el anciano guardia. Salvo por los ojos, permanecía inmóvil.
Parecía una estatua, pero en eso Jack detectó que le temblaba una mano y frotaba el dedo índice con el pulgar. Dedujo que el hombre sufría la enfermedad de Parkinson.
Jack empujó la doble puerta y entró en el muelle de carga. En la pequeña zona de aparcamiento había una furgoneta; en el lateral llevaba inscrito el rótulo hospital Queen Victoria servicio de alimentación. Satisfecho, volvió a salir. Sonrió de nuevo al guardia, que le devolvió el gesto. Jack estaba seguro de que ya eran viejos amigos.
En el ascensor, pulsó el botón del cuarto piso. No le interesaba ese piso en particular, lo que quería era ir a una planta destinada a los pacientes, y cuando se abrió la puerta supo que había elegido bien. Se acercó al ajetreado mostrador central. Hacía poco más de una hora que habían subido la primera tanda de pacientes a cirugía y estaban preparando al segundo grupo. Reinaba cierto caos.
—Disculpe —dijo Jack al atareado administrativo de planta—. Necesito una silla de ruedas para mi madre.
—En el armario que hay al lado de los ascensores —dijo el empleado, señalando con el lápiz que tenía en la mano.
Jack se acercó al armario con paso tranquilo y sacó una silla. Sobre el asiento había una sábana de tejido reticular doblada; él no la movió de allí. Llevó la silla a los ascensores y la bajó hasta el sótano. Una vez allí, la metió en la cámara donde estaban los dos cuerpos y la dejó allí.
Regresó a la puerta principal del vestíbulo, salió al aparcamiento y se metió en la furgoneta que el conserje del hotel Amal Palace le había conseguido. Condujo hasta la parte trasera del hospital y bajó la rampa. Aparcó junto a la furgoneta del servicio de alimentación, con la parte trasera casi tocando el muelle de carga.
Cuando entró en el hospital desde la zona de carga, volvió a sonreír y a decir «hola» al anciano guardia. Confiaba en que ya serían incluso mejores amigos. La sonrisa desdentada del guardia era aún más amplia que antes.
Mientras cruzaba el pasillo hacia el ascensor con la intención de subir al vestíbulo y preguntar por el despacho del doctor Ram, Jack sacó su teléfono móvil y el papelito con el número de Neil. Lo marcó.
—Espero no haberos despertado —adujo cuando Neil contestó.
—Qué va —dijo Neil—. Estoy en el gimnasio, haciendo un poco de bicicleta estática. He quedado con Jennifer a las nueve.
—Anoche preguntaste si podías ayudar.
—Por supuesto —respondió Neil—. ¿Qué quieres que haga?
—Supongo que ya han entregado a Jennifer las cosas que trajo su abuela. Necesito algún conjunto de su ropa. ¿Puedes pedírselo a Jennifer y traerlo al Queen Victoria? Laurie y yo estaremos dentro, con el doctor Arun Ram. No sé dónde está su despacho, si no te lo diría.
—¿Ropa? ¿Para qué quieres ropa?
—Es para ella, no para mí. Dentro de más o menos una hora le darán el alta.
Cuando Veena salió del bungalow aquella mañana para ir al trabajo, Cal le encargó que averiguase con disimulo qué se sabía del cuerpo de María Hernández. Se lo pidió a pesar de que la noche anterior había prohibido que ella, Samira y Raj llamaran la atención preguntando por los cadáveres de sus víctimas. Pero con la llegada de los patólogos forenses estadounidenses, Cal sabía que ese día iba a ser crucial.
Mientras se ataba las zapatillas de deporte antes de su carrera matutina, reflexionó sobre lo que Veena le había dicho la tarde anterior. Esperaba y confiaba que los acontecimientos del día pondrían fin al problema. Quería oír que el cuerpo estaba incinerado o, como mínimo, embalsamado.
Pensar en María Hernández le llevó a su obsesión por Jennifer Hernández y por saber qué había despertado sus sospechas. Durante la reunión de la mañana en la galería estuvo a punto de mencionar sus planes, pero cambió de opinión en el último momento. Le asustaba la reacción de Petra y Santana, sobre todo de esta última, cuando les dijera que Hernández, después de contarles lo que necesitaban saber, debía desaparecer.
Cal trotó sin moverse del sitio durante unos segundos. Las zapatillas eran nuevas y quería asegurarse de que eran cómodas. Parecía que sí. Echó mano de su botella de agua y se dirigió a la puerta. No llegó. El insistente soniquete de su teléfono le detuvo y provocó en él un breve dilema: ¿debía responder o dejar que saltara el contestador?
Estaban ocurriendo tantas cosas al mismo tiempo que decidió que era mejor atender la llamada, por mucho que le molestara.
—¿Sí? —dijo con voz áspera.
—Soy Sachin —replicó otra voz igualmente áspera.
—Ah, sí, señor Gupta —dijo Cal, adoptando un tono formal.
—Me llamó anoche.
—Es cierto. Tenemos otro trabajo. ¿Está disponible?
—Depende del trabajo y de la paga.
—La paga será superior a la de la última vez.
—Deme una idea del alcance del trabajo.
—Es una estadounidense. Una mujer joven. Nos gustaría tenerla como invitada aquí durante, pongamos, veinticuatro horas, y luego querríamos que se fuera.
—¿Para siempre?
—Sí, para siempre.
—¿Sabe dónde está o averiguarlo forma parte del trabajo?
—Sabemos dónde está.
—La tarifa será el cien por ciento más que la vez anterior.
—¿Qué tal el cincuenta por ciento? —contraatacó Cal. Aunque no le importaba el coste, sentía el impulso irrefrenable de regatear.
—El doble —dijo Sachin.
—Muy bien, el doble —respondió Cal. Quería salir a la calle a correr—. Pero quiero que sea hoy, si es posible.
—Me pasaré por ahí a recoger la mitad de la paga ahora; el resto, esta noche.
—Voy a salir a hacer un poco de footing. Deme media hora.
—¿Cómo se llama la señorita y dónde está?
—Se llama Jennifer Hernández y se aloja en el hotel Amal Palace. ¿Eso será un problema?
—No, no debería. Tenemos amigos trabajando allí en mantenimiento. Le tendremos al corriente. Le llamaré antes de llevarle a su invitada de visita.
—Es un placer hacer negocios con usted.
—Lo mismo digo —respondió Sachin antes de colgar.
—Ha sido fácil —se dijo Cal mientras soltaba el auricular.
—Pues claro que los veo —dijo Jack.
Estaba inclinado sobre Laurie, semisentada en la cama de exploración. El doctor Arun Ram, de pie entre las piernas de Laurie, cubiertas por un paño estéril, dirigía con una mano la sonda de ultrasonidos y señalaba la pantalla con la otra. Era un hombre bajito, con la piel del color de la miel y una media melena muy oscura, espesa y muy bien peinada. También era joven; Jack le echó unos treinta y pocos años. Lo que más le llamó la atención fue su amabilidad y la serenidad que emanaba.
—Es increíble que los vea tan bien —añadió Jack, emocionado—. Laurie, ¿tú los ves?
—Si no me taparas la pantalla, a lo mejor podría.
—Vaya, lo siento. —Jack se apartó unos centímetros. Utilizó su dedo índice para contar cuatro folículos en el ovario izquierdo.
—Es una cosecha magnífica —dijo Arun. Su voz estaba en consonancia con sus maneras.
—¿Cuánto tiempo tendremos que seguir con las inyecciones? —preguntó Jack.
—Vamos a medirlos —dijo Arun antes de añadir, dirigiéndose a Jack—: ¿Podría sujetar la sonda mientras traigo una regla?
—Supongo que sí —contestó Jack, no demasiado seguro de querer jugar a los médicos con su esposa. Tomó de Arun la empuñadura de la sonda, aunque sin mirar. La imagen se distorsionó con rapidez.
—¡Ten cuidado! —se quejó Laurie.
—Lo siento —se disculpó Jack, compungido. Miró la pantalla y logró devolver la sonda a su posición original. Estaba nervioso.
Arun abrió un cajón y sacó una regla. La colocó sobre el monitor y leyó en voz alta los diámetros de los folículos.
—Diecisiete, dieciocho, dieciséis y diecisiete milímetros. ¡Estupendo! —Dejó la regla a un lado—. Creo que podemos sustituir la inyección de hoy por la gonadotropina desencadenante. —Cogió la sonda de manos de Jack y la retiró. Dio un golpecito tranquilizador en la rodilla de Laurie—. Ya está. Puede levantarse, hablaremos en mi despacho.
Hizo un gesto a Jack para que le siguiera.
—¿La inyección desencadenante será hoy? —Preguntó Laurie—. Estoy ilusionadísima.
—No necesitamos que crezcan mucho más —dijo Arun desde la puerta, indicando a Jack que pasara delante de él.
En el despacho, el doctor Ram llevó un par de sillas junto a su escritorio. Jack se sentó en una. Arun se acomodó en la suya y anotó las medidas en la tabla que había abierto para Laurie.
—Este ciclo, con esos cuatro folículos tan saludables sobre el oviducto funcional, parece muy prometedor. La doctora Schoener estará encantada. Si ponemos hoy la inyección desencadenante, como les recomiendo que hagan, la fertilización debería tener lugar mañana. ¿Haremos inseminación intrauterina? ¿Qué prefieren?
—Creo que deberíamos esperar a Laurie —dijo Jack.
—Bien —dijo Arun, terminando la tabla y apartándola a un lado—. ¿Le ha comentado su esposa que hubo un tiempo en que aspiré a ser patólogo forense?
—Me parece que no.
—No tiene importancia. La razón por la que abandoné es porque en la India las instalaciones forenses siempre han sido muy malas, por motivos burocráticos.
—Me he fijado en que incluso un hospital como este carece de instalaciones mortuorias.
—Es cierto —confirmó Arun—. Apenas son necesarias. Las familias hindúes y musulmanas reclaman enseguida los cuerpos de sus familiares por razones religiosas.
—Aquí estoy —anunció Laurie con una sonrisa mientras entraba en la habitación—. ¡Qué emocionada estoy con la inyección desencadenante! No sabe cómo odio tomar hormonas.
—He preguntado a su marido sobre la IIU —le dijo Arun—. Ha querido esperarla a usted.
Laurie miró a Jack.
—¿Para qué?
Jack se encogió de hombros.
—Me ha preguntado qué preferíamos.
—Bueno, el método natural es mucho más agradable, de eso no hay duda —dijo Laurie—. Pero la intrauterina lleva a todos esos pequeñines donde deben estar. Después de tantos esfuerzos, más vale que no nos la juguemos. Mucho me temo que tendremos que recurrir a la IIU.
—Muy bien —dijo Jack, moviendo las manos en el aire.
—Entonces fijemos una cita para mañana. ¿Qué les parece hacia el mediodía?
Laurie y Jack se miraron y asintieron.
—Bien —dijo Laurie.
—A mediodía, pues —convino Arun—. Haremos todo lo posible para que conciba su retoño en la India. Y ahora que tenemos resuelto este asunto, ¿qué les ha traído al hospital Queen Victoria? ¿Es algo en que yo pueda ayudarles? Tengo tiempo. Hoy es mi día de investigación.
—¿Tiene algún amigo que sea patólogo forense? —preguntó Laurie.
—Sí. Un muy buen amigo, de hecho. El doctor Vijay Singh. Somos amigos desde la infancia. Los dos queríamos hacernos forenses, y él lo logró. Da clases en una facultad privada de medicina en Nueva Delhi.
—¿Y esa facultad cuenta con instalaciones para la patología? —preguntó Jack. Se estaba animando.
—Por supuesto. El edificio engloba la facultad de medicina y un pequeño hospital.
—¿Tienen equipo para hacer autopistas? —preguntó Laurie.
—Claro. Como les he dicho, es una escuela de medicina. Se suelen practicar bastantes intervenciones en cadáveres con fines académicos.
Jack y Laurie se miraron y luego asintieron. Se conocían lo bastante bien como para que una cantidad considerable de comunicación no verbal fluyera entre ellos.
—Arun… ¿Le importa si le llamo Arun? —preguntó Jack.
—Al contrario, lo prefiero. Tutéeme —respondió Arun.
—Igualmente. ¿Crees que tu amigo Vijay estaría dispuesto a dejarnos usar sus instalaciones? Querríamos hacer una autopsia.
—En la India para hacer una autopsia necesitas un permiso.
—Se trata de un caso especial —dijo Jack—. El cuerpo es de una estadounidense, no de una india, y su pariente más cercana está aquí y nos ha dado su consentimiento.
—Es una petición sin precedentes —dijo Arun—. Para ser sincero, no estoy al corriente de la situación legal.
—Creemos que efectuar esa autopsia es muy importante.
—Podría servir para detener a un posible asesino en serie —intervino Laurie—. Sospechamos que existe un ángel de la muerte indio, un empleado de sanidad que vuela bajo el radar, en Delhi, y atenta contra turistas médicos estadounidenses. Nuestra intención era acudir a los dirigentes de los hospitales implicados, pero al llegar nos hemos enterado de que esos dirigentes, por alguna razón incongruente, se niegan a investigar el problema.
—¿Cómo habéis sabido del tema?
—Resulta que una joven que conozco desde hace muchos años está aquí porque su abuela fue la primera víctima.
—Creo que será mejor que me contéis la historia completa —pidió Arun.
La pareja le explicó todo lo que Jennifer y Neil les habían contado la noche anterior, incluido el posible intento de asesinato contra Jennifer. Arun, abrumado por la historia, escuchó con atención, apenas parpadeando.
—Y eso es todo —concluyó Jack; Laurie asintió—. Si hay casos que exijan una autopsia son los de María Hernández y los otros dos —añadió—. Creemos que nos enfrentamos a un posible envenenamiento; normalmente eso puede saberse mediante la autopsia, e incluso el posible agente. Por supuesto, a continuación toxicología debería confirmarlo. Sea como sea, está claro que necesitamos hacer la autopsia por lo menos a uno de los cadáveres, y a los tres si es posible.
—Los únicos laboratorios de toxicología que hay en la India están en los hospitales públicos, como el All India Institute of Medical Sciences, del que soy ex alumno. Pero allí no podríais hacer ninguna autopsia, eso seguro. La mejor opción son las instalaciones de Vijay; él podría encargarse de que alguien hiciera el análisis toxicológico. ¿Sabéis? Ya había oído de esos casos en el Queen Victoria. No se comenta mucho sobre el tema, pero lo poco que se comenta me ha llegado. Veréis, en el turismo médico indio se dan muy pocos resultados adversos, y cuando se dan suelen ser casos de riesgo muy elevado.
—Por lo general —intervino Laurie—, los asesinos en serie dentro de la sanidad actúan movidos por una justificación perversa, como por ejemplo el deseo torticero de evitar el sufrimiento de los pacientes, llevarse el mérito de salvarlos después de haberlos puesto en peligro. ¿Se te ocurre cuál podría ser la justificación para matar a turistas médicos americanos? Nosotros estamos en blanco.
—Se me ocurre una —respondió Arun—. No todo el sector sanitario indio está encantado con la explosión repentina del sector privado, ni con la creación de islotes de excelencia como el hospital Queen Victoria. Se está fomentando un sistema con dos niveles alarmantemente divergentes. En la actualidad, más del ochenta por ciento del presupuesto sanitario se destina a este sector relativamente pequeño, con lo que el sistema público, mucho mayor, se ahoga. El efecto se nota sobre todo en áreas como la de las enfermedades infecciosas en las zonas rurales. Conozco a bastante gente en el mundo académico que se opone con vehemencia a que el gobierno subvencione el turismo médico, aunque a la larga redunde en beneficios para la India por las divisas que aporta. Para entenderlo, lo único que deberías hacer es salir de este hospital e ir a uno público. Pasaríais del nirvana médico al submundo.
—Es fascinante —dijo Laurie—. Ni se me había pasado por la cabeza que pudiera tratarse de una situación de suma cero.
—Ni a mí —dijo Jack—. Eso significa que seguramente habrá estudiantes de medicina radicales que también estén en contra.
—No lo dudes. Es un tema complicado, como cualquier otro en un país con mil millones de habitantes.
—Pero ¿por qué querría la administración del hospital bloquear cualquier intento de investigación? —preguntó Laurie.
—Ahí sí que no os puedo ayudar. Yo diría que posiblemente sea la decisión desafortunada de algún burócrata. Esa es la explicación habitual para cualquier comportamiento irracional en la India.
—¿Y por qué solo estadounidenses? Tenéis turistas médicos de otros países, ¿no?
—Desde luego. De hecho, creo que la mayoría vienen del resto de Asia, de Oriente Medio, Europa y Sudamérica. Aun así, últimamente se está orientando concretamente hacia Estados Unidos. Creo que el departamento gubernamental de turismo médico considera que Estados Unidos puede ser la principal fuente de crecimiento para superar el treinta por ciento anual. Se puede lograr. Ahora mismo los hospitales privados están por debajo de su capacidad. Ahora mismo.
—¿Qué opinas tú del turismo médico? —preguntó Laurie.
—Personalmente, yo estoy en contra, a menos que los beneficios revertieran en la sanidad pública. Pero no es el caso, y no lo será jamás. Quienes están ordeñando la vaca son los nuevos megaempresarios, y de esos tenemos de sobra. Además, opino que el sistema de dos niveles que se está creando es éticamente insostenible.
—Sin embargo, tú utilizas los hospitales privados —señaló Laurie.
—Es verdad. Lo admito sin reservas, pero también colaboro con los hospitales públicos. Dedico parte de mi tiempo a trabajar desinteresadamente en un hospital público como ginecólogo tocólogo, y tengo pacientes privados de infertilidad para mantenerme y mantener a mi familia. No hay demasiados ginecólogos, así que hice lo posible por entrar en plantilla en la mayoría de los hospitales privados para la comodidad de mis pacientes. Pero solo tengo despacho en dos de ellos.
—¿Trabajas en el centro médico Aesculapian?
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
—En ese hospital hubo una tercera muerte relacionada con las dos de aquí. Creemos que el responsable, sea quien sea, debe de estar vinculado con las dos instituciones. Eso es lo que nos hace pensar que se trata de un médico.
—Tiene sentido —dijo Arun.
—Si estás en contra del turismo médico, tal vez no te apetezca demasiado ayudarnos a revolver un misterio que por lo visto lo está dejando bastante mal parado. Hasta es posible que quien esté en el fondo de todo esto sea alguno de tus colegas de la universidad o de tus alumnos más radicales.
—No apruebo esa metodología —sentenció el ginecólogo categóricamente—. Estaré encantado de ayudar. De hecho, como me interesa la patología forense, el asunto me intriga. ¿Qué es lo primero que hay que hacer?
—La autopsia, sin duda —dijo Jack.
—Dejadme que llame a Vijay —señaló Arun mientras levantaba el teléfono.