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Los Ángeles, lunes 15 de octubre de 2007, 9.30 h

(Veinte minutos después de que Laurie se inyecte la hormona)

La vibración del teléfono móvil pilló a Jennifer totalmente por sorpresa; no recordaba habérselo guardado en el bolsillo del pantalón de quirófano en lugar de dejarlo en la taquilla. El sobresalto que se llevó fue suficiente para llamar la atención de su nuevo instructor. Se llamaba Robert Peyton. El doctor Peyton ya le había dejado claro que llegar casi cuatro minutos tarde el primer día era empezar con mal pie, por lo que la vibración del teléfono, que se oía débilmente, era un desastre en potencia. Jennifer se metió la mano en el bolsillo para tratar de calmar al insistente artilugio, pero no lo consiguió. Incapaz de determinar con la suficiente rapidez la orientación del teléfono, no dio con el botón correcto.

En la sala de suministro de anestesia, silenciosa como un mausoleo, situada entre los quirófanos ocho y diez, Jennifer, el doctor Peyton —un hombre elegante y muy bien parecido— y siete de los compañeros de clase de Jennifer que se habían apuntado a la misma asignatura optativa, discutían los horarios del siguiente mes. El grupo de ocho personas iba a dividirse en cuatro parejas, a las que les asignarían pasantías de una semana en las distintas especialidades de cirugía, incluida la anestesia. Para disgusto de Jennifer, a ella y a otro estudiante les habían asignado a anestesia. Opinaba que, si hubiera querido practicar la anestesia, la habría elegido para la pasantía completa. Pero ya había tenido un mal comienzo por llegar tarde, así que no protestó.

—¿A la señorita le gustaría compartir algo con el grupo en relación con su evidente sobresalto y su aparente necesidad de traerse el móvil al quirófano? —preguntó el doctor Peyton en tono burlón y con lo que a Jennifer le pareció una pizca de inapropiado sexismo.

Estuvo tentada de responderle como merecía, pero se lo pensó mejor. Además, la vibración ininterrumpida del teléfono dominaba sus pensamientos. No imaginaba quién podía llamarla a menos que tuviera algo que ver con su abuela. Por impulso, y pese a que la atención de todo el mundo estaba centrada en ella, sacó el teléfono del bolsillo para silenciarlo, pero en el proceso echó un vistazo a la pantalla del aparato. Vio al instante que era una llamada internacional y, al haber marcado el número hacía tan poco tiempo, supo que se trataba del hospital Queen Victoria.

—Pido disculpas a todos —dijo Jennifer—, pero tengo que responder esta llamada. Es sobre mi abuela. —Sin esperar la reacción del doctor Peyton, salió a toda prisa hacia el pasillo central del quirófano y, con la sensación de que llevar un teléfono allí podría considerarse algo inadmisible, lo abrió, se lo acercó al oído y dijo—: ¡No cuelgue, por favor!

A continuación corrió hacia la doble puerta doble de entrada, que se abría en ambas direcciones. Cuando por fin llegó al lugar del vestuario donde había estado antes, intentó iniciar la conversación. Comenzó pidiendo disculpas.

—No es ningún problema —dijo una voz india de timbre más bien agudo—. Me llamo Kashmira Varini, y usted me ha dejado un mensaje en el contestador. Soy la gerente del caso de María Hernández.

—Sí, le he dejado un mensaje —admitió Jennifer. Notó que se le tensaban los músculos abdominales al preguntarse la razón de aquella llamada. Jennifer sabía que no se trataba de pura cortesía; en Nueva Delhi debía de ser cerca de medianoche.

—Me pidió que la llamara. Además, acabo de hablar con su padre y él también me ha aconsejado que la llame. Me ha dicho que es usted quien debería encargarse.

—¿Encargarme de qué? —preguntó Jennifer. Sabía que estaba haciéndose la tonta y postergando lo impensable. Aquella llamada tenía que ver con el estado de su abuela, y no era probable que fueran buenas noticias.

—De los trámites. María Hernández ha fallecido.

Durante unos segundos, Jennifer fue incapaz de hablar. Le parecía imposible que su abuela estuviera muerta.

—¿Sigue ahí? —preguntó Kashmira.

—Sí —respondió Jennifer. Estaba petrificada. No podía creer que un día que le había parecido tan prometedor estuviera resultando tan desastroso—. ¿Cómo puede ser? —se quejó, irritada—. He llamado a su hospital hace hora y media y la operadora me ha asegurado que mi abuela estaba bien. Incluso me ha dicho que ya la estaban alimentando y que la habían trasladado.

—Me temo que la operadora no lo sabía. El personal del hospital Queen Victoria lamenta muchísimo esta situación tan desafortunada. Su abuela estaba evolucionando estupendamente, la operación de reemplazo de cadera había sido un éxito completo y rotundo. Nadie se esperaba este desenlace. Espero que acepte nuestras más sinceras condolencias.

La mente de Jennifer estaba casi paralizada. Era como si le hubieran dado un golpe en la cabeza.

—Sé que está conmocionada —continuó Kashmira—, pero quiero asegurarle que se ha hecho por María Hernández todo lo que se podía hacer. Ahora, por supuesto…

—¿De qué ha muerto? —preguntó Jennifer de repente, interrumpiendo a la gerente médica.

—Los médicos me han dicho que ha sido un ataque al corazón. La encontraron inconsciente en su habitación. No hubo ningún aviso de que hubiera algún problema. Por supuesto, se llevó a cabo un intento completo de reanimación, pero por desgracia no hubo respuesta.

—Un ataque al corazón no me parece demasiado probable —dijo Jennifer mientras sus emociones en estado puro se convertían en rabia—. Sé a ciencia cierta que tenía el colesterol bajo, la presión sanguínea baja, el azúcar en sangre normal y un cardiograma perfectamente limpio. Soy estudiante de medicina. Me aseguré de que le hicieran un examen físico de primera aquí, en el centro médico de la Universidad de California, hace solo unos meses, cuando vino a visitarme.

—Uno de los médicos mencionó que tenía un historial de arritmia cardíaca.

—¡Arritmia cardíaca, y una mierda! —Espetó Jennifer—. Es cierto que hace algún tiempo tuvo unos cuantos episodios de extrasístole ventricular, pero se determinó que estaban provocados por la efedrina presente en un remedio para el resfriado que tomaba sin receta. Desaparecieron tan pronto como dejó de tomarlo, y no volvieron a presentarse.

Esa vez fue Kashmira la que guardó silencio y Jennifer la que, tras una pausa, preguntó si la comunicación se había interrumpido.

—No, sigo aquí —replicó Kashmira—. No sé qué puedo decirle. Yo no soy médico, solo sé lo que me dicen los médicos.

Un ligero sentimiento de culpa suavizó la reacción de Jennifer ante aquella horrible noticia. Se avergonzó al instante de haber echado la culpa al mensajero.

—Perdóneme. Estoy hecha polvo. Mi abuela era una persona muy especial para mí. Era como una madre.

—Todos lamentamos muchísimo su pérdida, pero hay que tomar algunas decisiones.

—¿Qué clase de decisiones?

—Sobre todo, en cuanto al cuerpo. Con el certificado de defunción firmado, que ya tenemos, necesitamos saber si quiere incinerar el cuerpo o embalsamarlo, y si desea devolverlo a Estados Unidos o que permanezca en la India.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Jennifer entre dientes.

—Somos conscientes de lo difícil que resulta tomar decisiones en sus circunstancias, pero hay que afrontarlas. Se lo hemos preguntado a su padre porque en el contrato aparece como familiar más cercano, pero él nos ha dicho que usted, por su condición de estudiante de medicina, debería ser quien se encargara. Nos enviará una declaración por fax a tal efecto.

Jennifer puso los ojos en blanco. Semejante treta para evitarse responsabilidades era típica de Juan. No tenía ninguna vergüenza.

—Considerando tan horribles circunstancias —continuó diciendo la mujer india—, esperábamos que el señor Hernández aceptara nuestra oferta de correr con los gastos de su desplazamiento inmediato a la India, pero nos ha dicho que no puede viajar por una lesión en la espalda.

«Sí, seguro que sí», se burló Jennifer en silencio. Sabía perfectamente que cuando llegaba noviembre era capaz de conducir sin ningún problema hasta los Montes Adirondack, que estaban en el quinto pino, para cazar y escalar montañas con sus otros amigos inútiles.

—Por supuesto, al convertirse usted en la pariente más cercana, esa invitación se la hacemos ahora a usted —siguió Kashmira—. El contrato que firmó su abuela incluía las tarifas aéreas y los gastos de alojamiento del familiar que la acompañara, pero ella dijo que no sería necesario. En todo caso, los fondos siguen estando disponibles.

Jennifer no podía soportar imaginarse a su abuela muriendo en la lejana India ni visualizar su cadáver sobre una tabla fría en la cámara refrigeradora de un depósito de cadáveres. Teniendo asegurados el desplazamiento, el alojamiento y la manutención, no podía fallarle a su abuela. Sus responsabilidades personales —la facultad de medicina y su nueva pasantía quirúrgica— pasaban a segundo plano. Sabía que si no lo hacía, y a pesar de que su abuela no le había confiado sus planes, nunca se lo perdonaría.

—Los preparativos pueden hacerse a través de la embajada estadounidense, y los documentos pueden firmarse a distancia, pero la verdad es que sería mejor que usted estuviera presente. En estos casos, es más seguro contar con la presencia de un familiar para evitar cualquier equivocación o malentendido.

—De acuerdo, iré —dijo Jennifer con brusquedad—. Pero quiero ir ya. Hoy mismo, si es posible.

—Si quedan plazas en el vuelo de Singapur de finales de la tarde, con escala en Tokio, no habrá ningún problema. Hemos tenido a otros pacientes de la zona de Los Ángeles, así que estoy familiarizada con el horario. El mayor problema será el visado, pero puedo solucionarlo si consigo que el Ministerio de Sanidad indio emita un visado médico especial de emergencia. Podemos informar a la aerolínea desde aquí. Pero necesito que me dé su número de pasaporte tan pronto como le sea posible.

—Iré a mi apartamento y la llamaré para decírselo —prometió Jennifer. Se alegró de tener pasaporte, y la única razón de aquello era su abuela. Cuando Jennifer tenía nueve años, María se la había llevado a ella y a sus dos hermanos a Colombia para que conocieran a sus familiares. También se alegró de haberse tomado la molestia de renovarlo.

—Quizá cuando vuelva a llamarme ya haya hecho todas las gestiones. A pesar de la hora que es aquí, en la India, lo haré ahora mismo. Pero antes de colgar, querría preguntarle de nuevo si quiere incinerar el cuerpo de su abuela, que sería nuestra recomendación, o embalsamarlo.

—No haga ninguna de las dos cosas hasta que yo llegue —replicó Jennifer—. Quiero saber qué piensan mis dos hermanos.

Jennifer sabía que eso era mentira. Sus hermanos y ella habían seguido caminos opuestos en la vida, y rara vez hablaban. Ni siquiera sabía cómo localizarlos; por lo que sabía, seguían en la cárcel por tráfico de drogas.

—Pero necesitamos una respuesta. El certificado de defunción ya está firmado. Debe decidirse.

Jennifer no respondió de inmediato. Siempre que alguien la empujaba, ella devolvía el empujón.

—Supongo que el cuerpo está en una cámara frigorífica.

—Lo está, pero tenemos la política de ocuparnos de él inmediatamente. No disponemos de las instalaciones adecuadas, ya que las familias indias reclaman a sus familiares difuntos de inmediato para incinerarlos o enterrarlos, generalmente para incinerarlos.

—El principal motivo por el que voy a ir hasta allí es porque quiero ver el cuerpo.

—En ese caso podemos embalsamarlo. Estará mucho más presentable.

—Mire, señorita Varini, voy a recorrer medio mundo para ver a mi abuela. No quiero que nadie toque su cuerpo hasta que yo llegue. Y desde luego, no quiero que ningún embalsamador la rebane ni la trocee. Probablemente haré que la incineren, pero no lo decidiré hasta que la vea por última vez, ¿de acuerdo?

—Como desee —respondió Kashmira, aunque su tono indicaba que discrepaba por completo de esa decisión. A continuación le dio su número de acceso directo e insistió en que necesitaba los datos de su pasaporte tan pronto como le fuera posible.

Jennifer cerró la tapa del teléfono. Estaba perpleja y enfadada por la inapropiada insistencia de la gerente para que decidiera qué debían hacer con el cuerpo de su abuela a pesar de que ella había dicho claramente que aún no lo sabía. Pero al menos aquello tuvo el efecto de suavizar el dolor. Jennifer se encogió de hombros. Probablemente aquel solo era un ejemplo más de la falta de sentido común de alguna gente en las relaciones sociales. Kashmira Varini debía de ser una cuadro medio que tenía una casilla en blanco junto a las palabras «Disposición del cuerpo» y debía rellenarla.

Mientras salía del vestuario con paso rápido, planificó las siguientes horas; sentía que eso además la ayudaría a no pensar en la muerte de su abuela. En primer lugar, debía regresar al quirófano para ver al doctor Peyton y explicarle la situación. Después volvería a su apartamento a toda prisa, cogería el pasaporte y llamaría por teléfono al hospital para darles el número. A continuación iría a la facultad de medicina y se lo contaría todo al decano de estudiantes.

Cruzó las puertas de acceso al complejo de cirugía y se detuvo en el mostrador principal. Mientras esperaba para preguntar a alguno de los supervisores de enfermería si el doctor Peyton y sus estudiantes seguían en la sala de anestesia donde los había dejado, empezó a darle vueltas a un hecho desconcertante: ¿cómo es que se había enterado de la muerte de su abuela por la CNN, que ya era raro, hora y media antes de que el hospital la informara? No se le ocurría ninguna explicación plausible. Decidió que en cuanto llegara a la India se lo preguntaría a los responsables del hospital. Por lo que sabía, los familiares directos debían ser informados antes de revelar ningún nombre a los medios de comunicación; aunque tal vez eso fuera así en Estados Unidos pero no en la India. Sin embargo, esa cuestión la llevó a plantearse otra: ¿qué interés podía tener la CNN en airear el nombre de su abuela? No era una persona famosa. ¿Había sido solo una forma de guiar la charla hacia el asunto del turismo médico? ¿Y quién era esa fuente «conocida y fiable» que afirmaba que la muerte de su abuela no era más que la punta del iceberg?