29

Nueva Delhi, jueves 18 de octubre de 2007, 22.32h

Laurie se dirigió hacia un lavabo del avión procurando que no se le cayera ninguno de los utensilios para la inyección. Puso el pestillo y extendió sus preparados farmacéuticos de gonadotropina en el diminuto anaquel. Llenó con destreza la jeringuilla con la dosis prescrita de hormona foliculo-estimulante y a continuación, con igual pericia, se administró la inyección subcutánea en la parte interior del muslo. Eran las diez y media de la noche en la India, la una de la tarde en Nueva York, el momento en que se ponía la inyección todos los días. Estaban sobrevolando el noroeste de la India y pronto iniciarían la aproximación a Nueva Delhi.

Cuando terminó, se miró en el espejo. Tenía un aspecto horrible: llevaba el pelo hecho un desastre absoluto y las ojeras le llegaban casi hasta las comisuras de la boca. Lo peor era que se sentía sucia. Pero eso no era raro. Primero habían pasado toda una noche volando hacia París, durante la cual solo había dormido un par de horas. En el aeropuerto de París estuvieron tres horas, y prácticamente las necesitaron todas para llegar a la siguiente puerta de embarque. Y por último la maratón de ocho horas. Lo que más le sacaba de quicio era Jack, que dormía sin problemas. No le parecía justo.

Recogió los envoltorios de la inyección y los tiró a la papelera. Devolvió la aguja usada a su bolso, donde llevaba los medicamentos y las jeringuillas nuevas. No quería ser irresponsable. Se lavó las manos y volvió a mirarse en el espejo. Era difícil no hacerlo, ya que prácticamente toda la pared en la que estaba el lavamanos de aquel baño liliputiense era un espejo. No pudo evitar preguntarse qué efecto tendría aquel viaje repentino en el culebrón de su infertilidad. No tenía ni idea de por qué todavía no se había quedado embarazada, y esperaba que el viaje no agravara el problema, fuera cual fuese.

Abrió la puerta y salió. Se dio cuenta de que entre su reacción ante lo bien que dormía Jack y el pensar en su dificultad para quedarse embarazada, estaba poniéndose demasiado nerviosa, así que hizo un esfuerzo por calmarse. Confiaba en que sería capaz de controlar sus frágiles emociones durante la visita a la India para poder apoyar a Jennifer como necesitaba; ese era el principal motivo del viaje. Al mismo tiempo, Laurie se dijo que también lo hacía para calmar su conciencia. La muerte de María había despertado en ella cierto sentimiento de culpabilidad.

De nuevo en su asiento, Laurie miró a Jack. Seguía profundamente dormido en la misma posición en la que lo había dejado cinco minutos antes. Era la viva imagen de la relajación, con una ligera sonrisa despreocupada en su atractivo rostro. Tenía el pelo revuelto, pero lo llevaba corto, con cierto aire a lo Julio César; nada que ver con las greñas enredadas de Laurie.

Con la misma rapidez con que se había puesto de los nervios viendo lo bien que dormía Jack, le invadió de repente el sentimiento opuesto y sonrió agradecida. Amaba a Jack más de lo que se creía capaz, y se sentía bendecida.

En aquel momento el sistema de comunicación del avión cobró vida con un chasquido. El comandante, tras dar la bienvenida a la India a los pasajeros, anunció que habían iniciado el descenso hacia el Aeropuerto Internacional Indira Gandhi y que aterrizarían en veinte minutos.

Henchida de amor, Laurie acunó la cabeza de Jack entre sus manos y le dio un largo beso en los labios. Jack abrió los ojos como platos, parpadeó y le devolvió el beso. Laurie le dedicó una amplia sonrisa.

—Ya estamos —dijo.

Jack se incorporó, se desperezó e intentó mirar por la ventanilla.

—No se ve nada de nada.

—Claro. Son las once menos veinte de la noche, ¿te acuerdas? Aterrizaremos a eso de las once.

El aterrizaje transcurrió sin incidentes. Laurie y Jack se sentían emocionados mientras abandonaban el avión y avanzaban por la terminal. Pasaron el control de pasaportes sin problemas y no tuvieron que esperar por el equipaje porque no habían facturado ningún bulto. Les hicieron señas para que cruzaran la aduana sin detenerse.

Estaban subiendo la rampa que había fuera de la zona de aduana cuando Jennifer empezó a gesticular como una loca y a gritar sus nombres. Estaba tan impaciente que corrió hacia abajo para encontrarse con ellos y envolver a Laurie en un abrazo.

—Bienvenida a la India —dijo Jennifer, encantada—. Gracias, gracias, gracias por venir. No tienes ni idea de lo mucho que significa para mí.

—De nada —respondió Laurie, riendo y algo abrumada por la energía de Jennifer. No pudo caminar hasta que la muchacha la soltó.

Entonces Jennifer abrazó a Jack con idéntico entusiasmo.

—Y a ti lo mismo —dijo.

—Gracias —consiguió articular Jack, intentando evitar que se le cayera la gorra de béisbol de los Red Sox de Boston que le había regalado su hermana.

Jennifer pasó un brazo por el hombro de Laurie y otro alrededor de Jack. En esa postura incómoda culminaron la rampa hasta donde Neil les esperaba. Él no había echado a correr con Jennifer. Ella les presentó y se estrecharon la mano.

A Laurie la dejó perpleja ver que el tal Neil estaba allí, y así lo dijo. Creía que Jennifer estaba sola en la India.

—Neil es un amigo de Los Ángeles —explicó Jennifer, todavía demasiado emocionada por la llegada de Laurie y Jack—. Nos conocimos en el primer curso. Era el jefe residente de urgencias. Ahora es uno de los jefazos. Un ascenso meteórico, aunque esté feo que lo diga.

Neil se sonrojó.

Laurie sonrió y asintió, pero seguía sin entenderlo.

—Escuchad todos —continuó Jennifer, muy animada—. Tengo que ir corriendo al servicio. Llegar al hotel nos costará más o menos. ¿Alguien más tiene que ir?

—Ya hemos ido en el avión —respondió Laurie.

—Perfecto. Vuelvo enseguida —dijo Jennifer—. ¡No os mováis! ¡Quedaos justo aquí! Si no, podríamos perdernos.

Jennifer se marchó a la carrera. Los otros tres la miraron.

—Sí que está acelerada… —comentó Laurie.

—Ni te lo imaginas —dijo Neil—. Estaba emocionadísima porque veníais. Nunca la había visto así. Bueno, miento. La última vez que su abuela fue a Los Ángeles estaba igual. Aquella vez también la acompañé al aeropuerto.

—La gente que hay por aquí es genial —afirmó Jack—. Voy a dar una vueltecita por esta zona, ¿vale?

—Vale, pero no te pierdas. Estaremos aquí. Jennifer no tardará.

—Yo tampoco. ¿Puedo dejarte el equipaje?

—Claro —dijo Laurie. Cogió la bolsa de Jack y la colocó junto a la suya. Ella y Neil contemplaron a Jack mientras paseaba entre la gente.

—Es un placer conocerte —dijo Neil—. Aparte de su abuela, tú eres la única persona de su niñez de la que habla. Debes de conocerla muy bien.

—Supongo.

—Pues lo dicho: encantado de conocerte —repitió Neil.

—Jennifer no me había dicho que estabas aquí —reveló Laurie.

No estaba segura de cómo se sentía acerca de que Jennifer tuviera compañía.

—Lo sé —dijo Neil—. Ella no sabía que iba a venir. Llegué anoche y no nos hemos visto hasta hoy.

—Tampoco sabía que estuviera saliendo en serio con alguien.

—Bueno, más vale que no nos precipitemos. Ni siquiera sé lo serio que es. Me imagino que es una de las razones por las que estoy aquí, para no cerrar ninguna puerta. La verdad es que ella me importa. Lo que quiero decir es que me he pegado este palizón de viaje por una abuela. Pero seguro que tú conoces a Jennifer y sabes lo difícil que puede ser, dada la relación con su padre.

—Creo que no te sigo.

—Ya sabes, los problemas de autoestima.

—Nunca he pensado que Jennifer tuviera problemas de autoestima. Es lista, atractiva…, una chica estupenda.

—Pues sí, los tiene, y eso puede hacer que las relaciones sean más o menos tormentosas. Y desde luego ella no se considera tan atractiva como la ven los demás, qué va. Es de manual, con todo el complejo asociado, aunque no sin esperanza.

—¿De qué me estás hablando exactamente? —quiso saber Laurie, cuadrándose ante aquel desconocido que criticaba abiertamente a alguien por quien ella sentía gran afecto.

—Jennifer me lo ha contado, así que no hace falta que finjas. Hablo de los abusos que sufrió a manos del delincuente de su padre tras la muerte de su madre. No me entiendas mal, lo está llevando increíblemente bien gracias a su inteligencia y su fuerte personalidad. Es una chica muy dura y, con lo testaruda que es, su padre tiene suerte de que no lo matara.

Laurie estaba anonadada. No tenía ni idea de que Jennifer hubiera sufrido abusos. Durante un segundo dudó si debía ser sincera con aquel hombre o seguirle el juego. Optó por la sinceridad.

—Yo no sabía nada de eso —dijo.

—¡Madre mía! —Neil palideció—. Está claro que no debería haber dicho nada. Pero tal como Jennifer hablaba de ti, su única y más cercana mentora, había supuesto que serías la única que lo sabía aparte de mí.

—Jennifer nunca me lo ha contado. Ni siquiera me ha dado ninguna pista.

—Caray, tendría que haberlo supuesto. Lo siento.

—No te disculpes conmigo. Tendrás que disculparte con Jennifer.

—No si no se lo mencionas. ¿Puedo pedirte que no lo hagas?

Laurie reflexionó; intentó discernir qué era mejor para Jennifer.

—Me reservo el derecho de contárselo en algún momento si creo que puede hacerle bien.

—Me parece justo —dijo Neil—. Si estoy aquí es porque ella acudió a mí para pedirme que la acompañara. Al principio le dije que no. Estaba demasiado ocupado para dejarlo todo y venir a la India. Ella se marchó hecha una furia. Pensé que habíamos terminado. Le di vueltas al asunto durante horas, no pude contactar con ella y decidí venir de todas formas.

—¿Le ha hecho ilusión?

Neil alzó los hombros.

—Bueno, no me ha dicho que me vaya.

—¿Eso es todo lo que le has sacado después de recorrer medio mundo?

—Está muy irritable. Pero me alegro de estar aquí. Hoy estaba en el bazar de la Vieja Delhi, intentando alcanzarla para que viera que estaba aquí, cuando he visto a un hombre que intentaba abordarla de la peor manera posible. Iba demasiado bien vestido para ser el típico ladrón.

—¿Qué quieres decir con «abordarla de la peor manera posible»?

—Quiero decir con una pistola con silenciador, como un asesino.

Laurie se quedó boquiabierta.

—¿Y qué ha pasado? —preguntó bruscamente.

—No sabemos las intenciones que tenía porque de repente ha salido otro tipo de la nada, casi justo delante de mí, y le ha pegado un tiro a quemarropa al primero. Luego hemos sabido que era un policía de paisano.

—¿Y después? —preguntó Laurie. Estaba horrorizada. Ya había advertido a Jennifer en cuanto a los peligros de pasarse haciendo de detective aficionada, y saltaba a la vista que llevaba razón.

Neil le contó que Jennifer había salido volando del rickshaw, que había huido con la multitud y que él había logrado encontrarla escondida en una carnicería.

—Dios mío —musitó Laurie. Se llevó una mano a la cara para taparse la boca.

—Sí, menudo día hemos tenido —dijo Neil—. Nos hemos pasado la tarde escondidos en el hotel. Yo ni siquiera quería que viniera esta noche, pero se ha empeñado.

—¡Jack! —gritó Laurie de pronto; Neil se asustó. Le había visto salir entre el gentío y mirar en su dirección. Laurie levantó un brazo—. Vuelve, Jack. —Y mirando a Neil mientras su marido se acercaba, añadió—: Esto lo cambia todo.

—Lo que me preocupa —dijo Neil— es que este posible atentado sobre su vida sea por lo que ha estado haciendo respecto a la muerte de su abuela.

—Exactamente —asintió Laurie, gesticulando en dirección a Jack para que se apresurara—. Neil acaba de contarme una cosa que ha pasado hoy y que me ha puesto los pelos de punta —le dijo a Jack cuando se unió a ellos—. Algo que, creo, alterará nuestra visita.

—¿Qué? —preguntó este.

Jennifer salió de la muchedumbre antes de que Laurie pudiera empezar y corrió hacia ellos.

—Lo siento, chicos. El primer servicio de mujeres estaba demasiado lleno, así que he tenido que buscar otro. Pero ya estoy aquí. —Se detuvo y los miró, primero a Laurie, luego a Jack y después a Neil—. ¿Qué pasa? ¿A qué vienen esas caras largas?

—Neil acaba de contarme lo que te ha pasado hoy en el bazar de la Vieja Delhi.

—Ah, eso —replicó Jennifer, moviendo una mano en el aire—. Tengo muchas cosas que contaros. Esa solo es la más dramática.

—A mí me parece algo muy serio y con implicaciones muy preocupantes —insistió Laurie con calma.

—Estupendo. Tenía la esperanza de que pensaras eso —dijo la chica mientras levantaba el brazo sobre su cabeza—. Lo siento, pero aquí llegan los Benfatti, de quienes ya te he hablado. ¡Buenas noches! —saludó mientras Lucinda guiaba a sus dos hijos hacia el grupo de Jennifer.

Todos se presentaron y se estrecharon la mano.

Jennifer echó un vistazo a los dos chicos. Louis era el mayor, el oceanógrafo. Tony era el herpetólogo, el más joven, y se parecía más a su madre.

—Jennifer me ha hablado de ustedes —dijo Lucinda a la pareja—. Me sugirió que tal vez quisieran echar un vistazo a Herbert, mi marido, antes de que les dejemos seguir adelante e incinerarlo.

—Por lo que tengo entendido hasta el momento, los casos de su marido y la abuela de Jennifer guardan muchas similitudes —respondió Laurie—. Si es así, nos encantaría estudiarlo. No puedo decirle si podemos contar con una autopsia. Pero espere a saber nuestra opinión antes de darles luz verde para la incineración. Mañana por la mañana iremos al hospital.

—Por supuesto que sí —admitió Lucinda—. Muchísimas gracias.

—No habrá autopsia —dijo Jennifer—. La señorita Varini me lo ha vuelto a recordar hoy mismo, claro como el agua. Tendría que pasar algo muy inusual para que la permitieran. En la India esa decisión no depende de los médicos sino de la policía o de los jueces. ¿Has tenido noticias de la señorita Varini hoy, Lucinda?

—Sí. Me ha ofrecido llevar a Herbert a Benarés si le daba permiso. Entre tú y yo, a mí Benarés me importa un pimiento. En fin, le he recordado que esta noche venían mis hijos y le he dicho que tendría noticias de ellos mañana.

—¿No te ha hecho ninguna amenaza sobre mañana?

—Sí, no sé qué de una orden del tribunal, pero no la recibirán hasta la tarde. Yo le he repetido que mis hijos la llamarían antes del mediodía y he colgado. Es una mujer muy pesada.

—Te quedas corta —rio Jennifer.

Acordaron charlar por la mañana y los dos grupos se dirigieron a la zona del hotel Amal Palace para reunirse con sus respectivos anfitriones, quienes a su vez llamaron a sus respectivos chóferes antes de que el grupo saliera al exterior para esperar a sus respectivos automóviles.

Jennifer se acomodó en el asiento delantero del todoterreno, Laurie y Jack en el intermedio, y Neil pasó a la última fila. Aunque Jennifer se había puesto el cinturón en un ejercicio de responsabilidad, estaba girada, mirando hacia atrás, sentada casi sobre su pierna derecha.

—Muy bien —dijo Jack una vez arrancó el coche—. Ya me habéis tenido bastante tiempo en suspense con eso que ha pasado hoy y que da tanto miedo como para alterar nuestra visita.

Jennifer miró hacia el chófer, indicando que tal vez fuera mejor posponer los asuntos importantes hasta que llegaran al hotel. Laurie captó el significado del gesto de inmediato y se lo susurró a Jack. Acabaron manteniendo una charla animada sobre la India, y sobre Nueva Delhi en particular. También hablaron de la inminente licenciatura de Jennifer en la facultad de medicina y del hecho de que estuviera considerando la especialidad de cirugía, posiblemente con un ojo puesto en el Presbyterian de Nueva York, para su programa de residencia. A Jack la visión del tráfico al otro lado de la ventanilla lo tuvo fascinado los cincuenta minutos que duró el trayecto.

Cuando aparcaron frente al hotel, Neil dijo a los demás:

—Agrupémonos alrededor de Jennifer como medida de seguridad.

—¿Por qué? —preguntó Jack.

—Es parte de lo que tenemos que contarte —respondió Laurie—. No es mala idea. Nunca está de más ser precavidos.

Laurie, Jack y Neil salieron del coche antes que Jennifer, que cooperaba de mala gana. Siguió la orden con timidez y halló a los demás alrededor de su puerta. Avanzaron hacia el interior formando un grupo compacto.

—¿Por qué no os registráis y luego nos tomamos una cerveza bien fría? —Propuso Jennifer, recobrando la dignidad—. Neil y yo os esperamos.

Era más de medianoche, por lo que el bar no estaba muy concurrido. Había música en directo, pero en ese momento el grupo estaba tomándose un descanso. Jennifer y Neil buscaron una mesa lo más alejada posible de la música, en un rincón y lejos de la zona donde estaban la mayoría de las mesas. Tan pronto como tomaron asiento apareció una camarera. Pidieron una ronda de Kingfisher para todos y se acomodaron en las exageradamente mullidas sillas.

—Es la primera vez que me siento relajada en todo el día —dijo Jennifer—. Puede que hasta tenga un poco de hambre.

—Me caen bien tus amigos —comentó Neil.

Barajó un instante la idea de confesar que por error había revelado a Laurie el secreto de Jennifer, pero no se atrevió. Con toda la tensión de aquel día, temía cómo aquello podía afectarle mentalmente. El problema era que no quería que se lo dijera nadie más que él; eso si es que había que decírselo. Pero le parecía que podía confiar en Laurie. Confiaba en que él nunca haría nada que llevara a esta a contárselo.

—A Jack no lo conozco mucho, pero si a Laurie le parece estupendo, seguro que lo es.

La camarera les sirvió las cervezas.

—¿Tienen algo para picar? —preguntó Jennifer.

—Sí. Puedo traerles un surtido.

Quince minutos después Jennifer tenía delante un plato con aperitivos exóticos. Laurie y Jack aparecieron al poco. Él dio unos sorbos a la cerveza y se apoyó en el respaldo.

—Bueno —dijo—. Ya me habéis tenido bastante en ascuas con lo del episodio escalofriante. Contádmelo.

—Dejadme a mí —pidió Laurie—. Así, podéis corregirme si me equivoco. Quiero estar segura de que he entendido exactamente lo que ha ocurrido.

Jennifer y Neil le indicaron con un gesto que continuara. Laurie pasó a relatar los acontecimientos del bazar de la Vieja Delhi, para lo que solo necesitó unas pocas explicaciones y correcciones por parte de Jennifer y Neil. Cuando terminó, miró a la joven pareja por si querían añadir algo.

—Eso es todo —dijo Jennifer con un asentimiento—. Lo has explicado muy bien.

—¿Y no habéis ido a la policía? —preguntó Jack.

Jennifer negó con la cabeza.

—Neil ya había estado aquí antes, para un congreso de medicina, y me ha convencido para que me mantuviera al margen.

—Hay mucha corrupción entre la policía local —explicó Neil—. Y otra cosa que no te he mencionado hoy, Jennifer, y otra razón por la que no quiero que hables con la policía, es que creo que de alguna forma está implicada.

—¿Cómo puede ser? —dijo Jennifer, sorprendida ante esa idea.

—No me entra en la cabeza que ese poli de paisano estuviera detrás de ti por casualidad. Es demasiada coincidencia. Creo que o te seguía a ti o a la víctima. Si tuviera que elegir, diría que te seguía a ti.

—¿En serio? —Gimió Jennifer—. Entonces, si fuera como dices, estoy casi segura de que cuando nos marchamos de allí el policía nos siguió.

—Quién sabe. A lo que voy es que tal vez la policía no sea un testigo inocente en todo este asunto, y eso no me tranquiliza, porque, como te decía, la corrupción aquí está a la orden del día.

—Bien —intervino Jack—. Una amenaza contra la vida de Jennifer cambia por completo el caso de su abuela, y también lo que vamos a tener que hacer.

—¿Crees que las dos cosas están relacionadas? —preguntó Laurie.

—Hemos de suponer que sí —dijo Jack—. Y, como dice Neil, si la corrompida policía está implicada en esa amenaza, la cosa se vuelve muy preocupante.

—Dejadme que os cuente lo que más me ha hecho sospechar en todo este asunto —pidió Jennifer—. Lo que sea que ha pasado hoy solo ha sido la gota que colma el vaso. Lo más chocante, no solo en el caso de mi abuela sino también en las otras dos muertes, es la incoherencia entre la hora de la muerte según el certificado de defunción y el momento en que la CNN emitió la noticia en un reportaje sobre el turismo médico. Mi abuela, por ejemplo. Yo lo vi en la televisión aproximadamente a las ocho menos cuarto en Los Ángeles, que son como las ocho y cuarto de la noche en la India. Luego pude ver el certificado de defunción, y ponía que murió a las once menos veinticinco, dos horas y veinte minutos después.

—En el certificado de defunción se registra el momento en que un médico declara muerta a una persona —aclaró Laurie—, la hora real a la que murió.

—Eso lo comprendo —dijo Jennifer—. Pero piénsalo. Hay una diferencia de dos horas y veinte minutos. Y a eso hay que añadir el tiempo que cualquiera necesitaría para reunir los datos, llamar a la CNN e informarles. Además, hay que sumar lo que tarda la CNN en hacer cualquier comprobación que quieran hacer, escribir la noticia y luego programarla. Estamos hablando de mucho tiempo. Seguramente más de dos horas.

—Ya veo a qué te refieres —dijo Jack—. ¿Eso también pasó con las otras dos muertes?

—En la segunda, la de Benfatti, exactamente lo mismo. La primera hora de emisión que tengo en Nueva York son las once de la mañana, que son las ocho y media de la tarde en la India. En el certificado pone las diez y treinta y uno. Otra vez dos horas de diferencia. Es como si alguien hubiera informado a la CNN incluso antes de que se produjeran las muertes. Además, tened en cuenta la coincidencia entre las horas. ¿Podría ser una casualidad o hay algo más?

—¿Qué hay de la tercera muerte? —preguntó Laurie.

—La tercera fue un poco diferente, no encontraron a la víctima fría y azul igual como las dos primeras. Pero se le parece en otras cosas, incluido el horario. Al tercer paciente lo descubrió todavía vivo su cirujano, que hizo un intento completo de reanimación, aunque por desgracia fue en vano. Lo vi por casualidad en la CNN poco después de las nueve de la noche, y los locutores dijeron que la muerte había ocurrido hacía poco. He hablado esta tarde con la viuda. En el certificado de defunción ponía las nueve y treinta y uno.

—Desde luego parece que alguien se esté chivando a la CNN mucho antes de que nadie más parezca saber nada de las muertes, sobre todo en los dos primeros casos —dijo Jack—. Y eso es extraño.

—Lucinda Benfatti, Rita Lucas y yo nos enteramos a través de la CNN, y se supone que la cadena lo sabía con la antelación suficiente para componer la noticia, programarla y emitirla, y, por lo que se ve, antes también de que lo supiera el hospital. Si no hubiera sido por estas incongruencias temporales, tal vez ya les habría dado carta verde con el cuerpo de la abuela. Pero tal como están las cosas, no puedo dejar de pensar que estas muertes no son naturales. Son intencionadas. Alguien las ha provocado y quiere que todo el mundo se entere.

Cuando Jennifer dejó de hablar, todos permanecieron en silencio durante varios minutos.

—Me temo que estoy de acuerdo con Jennifer —dijo Laurie—. Suena a una versión de los ángeles de la muerte. En Estados Unidos hemos tenido algunos: empleados de sanidad que realizan asesinatos en serie. Esto tiene que ser un trabajo interno. Pero lo normal es que entre las víctimas haya alguna relación consistente. Por lo que has dicho, no parece que ese sea el caso.

—Es verdad —respondió Jennifer—. El rango de edad va desde la abuela, con sesenta y cuatro años, hasta David Lucas, con cuarenta y ocho. Dos de las muertes ocurrieron en el mismo hospital, y la tercera en otro centro. Dos de los pacientes se habían sometido a una intervención de ortopedia, y el tercero a cirugía contra la obesidad. La única constante es que todos eran estadounidenses.

—Parece que la hora de la muerte fue casi la misma en los tres casos —añadió Laurie—. Y podemos suponer que también el mecanismo, con pequeñas variaciones.

—¿Existe alguna relación entre los dos hospitales? —preguntó Jack.

—Son hospitales del mismo tipo —contestó Jennifer—. En la India hay básicamente dos tipos de hospitales: los públicos, que están que se caen, y los nuevos, que cuentan con un equipamiento impresionante y que atienden sobre todo al turismo médico y, en menor medida, a la emergente clase media india.

—Este movimiento del turismo médico ¿tiene mucha fuerza en la India? —siguió preguntando Jack.

—Está creciendo enormemente —dijo Jennifer—. Por lo poco que he podido averiguar, sé que alguna gente piensa que llegará a competir con la tecnología de la información como fuente de divisas. Se espera que genere dos mil doscientos millones de dólares en 2010. La última vez que se reunieron cifras exactas, estaba creciendo alrededor de un treinta por ciento anual. Es interesante preguntarse si estas muertes tendrán algún impacto en un crecimiento tan impresionante. Por lo visto ya ha habido bastantes cancelaciones.

—A lo mejor por eso los mandamases están deseando correr un tupido velo en cuanto a estos casos —apuntó Jack.

—Jack ha preguntado si había alguna relación entre los dos hospitales —recordó Laurie—. No has contestado del todo a la pregunta.

—Lo siento —dijo Jennifer—, me he ido por las ramas. Sí. He encontrado en internet que los dos pertenecen al mismo holding empresarial, de tamaño considerable. La sanidad india es un negocio muy rentable, sobre todo porque el gobierno concede fuertes incentivos, entre ellos diferentes deducciones fiscales. Las grandes empresas se están implicando cada vez más porque, aunque haya que hacer una buena inversión inicial, los beneficios son enormes.

—Jennifer —dijo Jack—, cuando has hablado de la discrepancia en la línea temporal, has dicho que eso era lo que más te había hecho sospechar que las muertes no eran naturales. Eso da a entender que tienes más motivos. ¿Cuáles son?

—Bueno, el primero es que desde el principio me han presionado demasiado para que decidiera si quería incinerar o embalsamar. Y como después de cualquiera de los dos procesos la autopsia no puede hacerse o sirve de bien poco, al final con tanta tozudez se me encendió la luz roja. También está el diagnóstico fácil y demasiado conveniente de infarto de miocardio. Yo había hecho que examinaran a mi abuela en el centro médico de UCLA hace muy poco, y los resultados fueron de primera, sobre todo los relativos al corazón.

—Supongo que aquí no le hicieron ninguna angiografía ni nada de eso, ¿no? —preguntó Jack.

—Angiografía no, pero pasó una prueba de esfuerzo.

—¿Alguna otra cosa que te haga sospechar? —inquirió Jack.

—La cianosis presente en mi abuela y en Benfatti cuando los encontraron.

—Eso es interesante —dijo Laurie, asintiendo con la cabeza.

—¿En el tercer paciente no? —preguntó Jack.

—Sí, también —contestó Jennifer—. Le he pedido a Rita Lucas, su esposa, que lo preguntara. Presentaba cianosis, pero solo cuando lo encontraron, momento en que todavía estaba vivo aunque por los pelos. Cuando iniciaron la reanimación, la cianosis desapareció rápidamente, y eso les dio la falsa impresión de que iban a tener más éxito del que tuvieron.

—¿Cuánto duró la reanimación?

—No lo sé exactamente, pero tengo la sensación de que no demasiado. El paciente empezó a tener rigor mortis mientras seguían intentando revivirlo.

—¿Rigor mortis? —se sorprendió Laurie.

Miró a Jack, que compartía su sorpresa. Por lo general el rigor mortis tardaba horas en asentarse.

—Según la esposa, el cirujano se lo dijo para que no creyese que habían claudicado demasiado pronto. Me ha dicho que lo atribuyeron a la hipertermia.

—¿Qué hipertermia? —la interrumpió Jack.

—El intento de reanimación se complicó mucho. La temperatura del paciente se disparó por las nubes, igual que los niveles de potasio. Intentaron controlar las dos cosas, pero no tuvieron éxito.

—Madre mía —dijo Jack—. Menuda pesadilla.

—Total, que los tres presentaban cianosis generalizada, cosa que no me parecía demasiado coherente con un diagnóstico de infarto de miocardio normal.

—Yo tampoco le veo ningún sentido —intervino Neil por primera vez—. La cianosis está más relacionada con un problema respiratorio que cardíaco.

—O con un shunt derecha-izquierda —propuso Laurie.

—O con el envenenamiento —dijo Jack—. Me extrañaría un shunt derecha-izquierda en tres pacientes. En uno, tal vez. Pero en tres no. Me parece que lo que tenemos aquí es un problema de toxicología.

—Estoy de acuerdo —dijo Laurie—. Y yo que pensaba que solo había venido a dar mi apoyo…

—Y me lo estás dando —agregó Jennifer.

Jack miró a Laurie.

—Sabes lo que esto significa, ¿verdad?

—Desde luego —respondió Laurie—. Significa que, definitivamente, hace falta una autopsia.

—No la van a hacer —dijo Jennifer—. Creedme. Y os diré otra cosa; eso de lo que he hablado con la señora Benfatti. Esta tarde he recibido una llamada de mi gerente médica favorita, Kashmira Varini. Quería hacerme una nueva oferta con la que ella y la dirección del hospital pensaban tentarme para que accediera a la incineración. Me ha dicho que el presidente del hospital había tirado de algunos hilos y le habían dado permiso para que mi abuela, Benfatti y Lucas fueran trasladados a Benarés para incinerarlos y esparcir sus cenizas en el Ganges.

—¿Por qué Benarés? —preguntó Jack.

—Lo he buscado en la guía de viajes —dijo Jennifer—. Es interesante. Benarés es la ciudad hindú más sagrada, y también la más antigua. Tiene más de tres mil años de historia. Si te incineran allí, consigues más karma para la siguiente vida. Cuando Kashmira ha visto que no me ponía a dar saltos de alegría ni aceptaba la oferta, me ha amenazado, igual que a la señora Benfatti. Dice que el hospital ha solicitado una orden judicial para disponer del cuerpo de mi abuela como vean conveniente, y que les llegará mañana a mediodía.

—Eso significa que nos las hemos de apañar para hacerle la autopsia por la mañana —dedujo Laurie, mirando a Jack.

—Así es —dijo Jack—. Parece que mañana será un día movidito.

—Os digo que no la van a autorizar —insistió Jennifer—. Ya se lo dije a Laurie por teléfono. El sistema indio para las autopsias es horrendo; no cuentan con ninguna independencia. La policía y los jueces deciden si se debe practicar una autopsia y cuándo, no los médicos.

—Es una prolongación del sistema británico de investigación —comentó Laurie—. Está muy, muy atrasado. Los forenses tienen muchos problemas para ejercer la supervisión necesaria que se supone que ejercen; tienen las manos atadas por la policía y los jueces, y sobre todo si ambos se compinchan.

—Haremos lo que podamos —dijo Jack—. Has hablado de certificados de defunción. ¿Existe un certificado firmado del caso de tu abuela?

—Sí —respondió Jennifer—. Parece que el cirujano estuvo encantado de quitárselo de encima firmando que la muerte se había producido por un ataque al corazón.

—Posiblemente al final lo fuera —dijo Jack—. ¿Y los otros dos casos?

—Ya os lo he dicho, hay certificados de defunción de los tres. En parte por eso pienso que lo único que quiere el Ministerio de Sanidad es que estos casos desaparezcan.

—Si eso es cierto, me confunde —confesó Laurie a Jack—. Estábamos considerando la posibilidad de que existiera un ángel de la muerte indio en el sistema sanitario. ¿Por qué querrían encubrirlo los hospitales, o el gobierno indio, impidiendo una autopsia? No tiene mucho sentido.

—No creo que vayamos a poder responder a demasiadas preguntas hasta que estemos razonablemente seguros de que nuestra hipótesis se confirma y estas muertes son asesinatos —zanjó Jack—. Así que mejor hablamos mañana.

Todos miraron el reloj.

—Caramba —exclamó Jennifer—, pero si ya es mañana. Es más de la una. Vosotros dos deberíais descansar un poco.

—Tengo una cita para mi tratamiento a las ocho de la mañana —se mostró de acuerdo Laurie.

—Es en el hospital Queen Victoria —añadió Jack—. Estaremos allí bien temprano.

—Procuré que fuera allí para que tuviéramos una excusa para entrar.

—Muy buena idea —dijo Jennifer.

—Tengo entendido que el cuerpo de tu abuela está en una nevera del sótano —dijo Jack.

—Exacto. Muy cerca de la cafetería de personal.

Jack asintió, meditabundo.

—¿A qué hora quedamos por la mañana para salir hacia allá? —Preguntó Jennifer—. ¿Y dónde? ¿Queréis que desayunemos juntos?

—Usted, jovencita —dijo Jack con autoridad—, se quedará en el hotel. Después de lo que ha pasado hoy, no debes arriesgarte correteando por ahí fuera. En realidad, ni siquiera deberías haber ido a recibirnos al aeropuerto.

—¿Qué? —gritó Jennifer. Se puso en pie de un salto y desafió a Jack con los brazos en jarras.

—Tú ya has hecho tu parte —dijo Jack con calma—. Parece que tus sospechas y tu persistencia han destapado la caja de los truenos en Nueva Delhi, y al hacerlo te has puesto en peligro. Creo que Laurie estará de acuerdo conmigo.

—Estoy de acuerdo, Jennifer.

—Debes dejar que intentemos demostrar lo que has conseguido descubrir —siguió Jack—. No me implicaré a menos que te mantengas al margen. No pienso llevar tu vida en mi conciencia por culpa de esta posible conspiración.

—Pero yo me… —intentó protestar Jennifer, aunque sabía que Jack tenía razón.

—¡No hay pero que valga! —Dijo Jack—. Ni siquiera sabemos si podremos hacer algo. ¿Vale la pena que arriesgues la vida por eso?

Jennifer negó con la cabeza y volvió a sentarse despacio. Miró a Neil, pero él asintió para indicarle que estaba de acuerdo con Jack.

—Vale —dijo Jennifer, resignada.

—Pues eso es todo —resolvió Jack dándose una palmada en los muslos—. Os tendremos informados. Preferiría que os quedarais en la habitación, pero ya sé que es pedir un poco demasiado, y seguramente tampoco hace falta. Eso sí, no salgáis del hotel.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Neil.

—Te lo haremos saber —contestó Jack—. Dame tu número de móvil. Mientras tanto, mantén a Jennifer entretenida para que no caiga en la tentación de saltarse las reglas.

—Tampoco hace falta que me tratéis como a una niña —se quejó Jennifer.

—Tienes razón. Lo siento —dijo Jack—. Me he pasado un poco. No era mi intención. El sarcasmo es mi manera de bromear. El que hayas descubierto tantas cosas, pese al dolor por lo de tu abuela, tiene mucho mérito. Dudo que yo hubiera sido capaz.

Tras desearse todos buenas noches, Jack y Laurie se levantaron y dejaron allí a los otros dos terminando su cerveza. Cuando salieron al vestíbulo, Jack le dijo a Laurie que iba al mostrador de recepción para intentar reservar una furgoneta para la mañana siguiente.

—¿Para qué quieres una furgoneta? —preguntó Laurie.

—Si queremos llevar un cuerpo del punto A al punto B, más vale que vayamos preparados.

—Buena idea —dijo Laurie con una sonrisa, adivinando lo que Jack tenía en mente.

Pocos minutos después, mientras subían en el ascensor hasta el séptimo piso, Laurie dijo:

—Hoy me he enterado de algo que no sabía. Al parecer el padre de Jennifer abusó de ella cuando era niña.

—Qué tragedia —dijo Jack—. Pero está claro que es una persona altamente funcional.

—Al menos en apariencia.

—¿Te lo ha contado ella?

—No, ha sido él. Por equivocación. O al menos creo que ha sido por equivocación. Estaba convencido de que, por mi rol de mentora, yo ya lo sabía, pero no. Así que no le cuentes nada a nadie.

Jack lo miró interrogante.

—¿A quién se lo voy a contar?

—¿Nos vamos? —preguntó Neil después de que Jennifer tomara el último trago de su cerveza.

Ella asintió mientras dejaba la botella vacía en la mesa. Se levantó, le ofreció una mano y se encaminaron hacia los ascensores.

—No me gusta la idea de estar recluida en el hotel.

—Pero es lo más sensato. Llegados a este punto, no deberíamos correr riesgos. A mí ya se me había ocurrido, pero no me he atrevido a proponerlo.

Jennifer lo miró con enojo. Subieron al ascensor.

—¿Piso, por favor? —canturreó el ascensorista.

Ambos se miraron, indecisos de quién debía contestar.

—Noveno —dijo Jennifer cuando Neil siguió callado.

Mientras subían, no hablaron, y tampoco entraron en la habitación de Jennifer. Se detuvieron ante la puerta.

—Supongo que no esperabas entrar —dijo Jennifer—. Es la una y media de la madrugada.

—Cuando se trata de ti, Jen, no me permito esperar nada. Siempre hay sorpresas.

—Bien. En Los Ángeles me cabreé bastante contigo. No imaginaba que reaccionarías así.

—Me di cuenta después. Pero la verdad es que podríamos haberlo hablado un poco más.

—¿Para qué? Estaba claro que no ibas a venir ni siquiera después de que te dijera lo mucho que creía necesitarte.

—Pero te ha ido bien sin mí. ¿Eso no cambia de algún modo cómo te sientes respecto a ese momento?

—No —respondió Jennifer de inmediato.

—¿Y qué piensas de que haya venido a la India aunque dijera que no lo haría? Aún no me lo has dicho.

—Te lo agradezco, pero estoy confundida. Supongo que el jurado aún está deliberando si de verdad puedo confiar en ti, Neil. Tengo que poder confiar en ti. Para mí es un requisito importante, importantísimo.

El joven se encogió para sus adentros al recordar que había revelado su secreto a Laurie aquella misma noche. Estaba totalmente seguro de que, si se lo confesaba a Jennifer, ella decidiría que no era de fiar. De repente se sintió agotado. ¿Valía la pena todo aquello? En aquel momento no tenía la respuesta, ya que no había garantías de que alguna vez ella fuera capaz de afrontar el toma y daca de una relación normal. Le preocupaba que, a ojos de Jennifer, él solo pudiera ser bueno o malo, cuando lo cierto era que habitaba en la zona gris, como todo el mundo.

—¿Quién llama a quién mañana? —preguntó, intentando aligerar el ambiente. Cualquier pensamiento, por vago que fuera, sobre un posible momento íntimo se había evaporado en cuanto ella le había dicho que no esperara entrar en la habitación.

—¿Por qué no quedamos a una hora? —Propuso Jennifer—. ¿Qué tal si nos vemos en el comedor del desayuno a las nueve?

—Bien —se mostró de acuerdo Neil.

Estaba a punto de marcharse cuando Jennifer se lanzó sobre él y le dio un largo abrazo.

—En realidad —dijo Jennifer, con la cabeza apretada contra su pecho—, me alegro un montón de que estés aquí. Lo que pasa es que me da miedo que se me note por si me llevo una decepción. Siento mucho ser tan escéptica.

Dicho esto se apartó, le dio un rápido beso en los labios y desapareció en su habitación.

Neil se quedó allí de pie un segundo, desarmado por la reacción de Jennifer. Como acababa de decir, siempre había sorpresas.