Nueva Delhi, jueves 18 de octubre de 2007,16.32 h
Cal tenía las piernas cruzadas y los pies apoyados en la esquina de la mesa de la biblioteca. Santana le había dado unos cuantos artículos sobre el turismo médico que habían aparecido en los periódicos estadounidenses. Todos recogían las tres noticias de la CNN sobre las muertes en Nueva Delhi, como habían hecho los noticiarios vespertinos de las tres grandes cadenas. La gente se lo estaba tragando. Los artículos favoritos de Cal eran los que venían adornados con las historias personales de pacientes que cancelaban sus viajes programados, la mayoría a la India pero también a Tailandia.
De pronto les iba todo tan bien que Cal debería sentirse extasiado, pero no era así. Las sospechas de esa tal Hernández llevaban incordiándole todo el día como un dolor de muelas. Aquella misma mañana había llamado al anestesiólogo y al patólogo para repasar de nuevo los peligros del uso de la succinilcolina. Si alguno de los dos médicos albergaba la más mínima duda, no lo habían dejado ver en absoluto; en algunos aspectos parecían competir para ver quién aseguraba con más vehemencia que aquel plan diabólico era infalible.
Después de la llamada internacional se había sentido más seguro. Por desgracia la sensación no duró mucho y el problema regresó poco a poco a su conciencia. ¿Qué podía haber encontrado aquella pesada estudiante de medicina para que empezara a sospechar? Después de que Hernández se fuera del país, sin duda habría otros igual de curiosos que se toparían con la misma laguna misteriosa y potencialmente fatal.
—¡Eh, tío! —le llamó Durell desde la puerta de la biblioteca.
Cal lo saludó con la mano.
—¿Qué pasa?
—¿Quieres salir a echar un vistazo al nuevo vehículo de la organización?
—Por qué no —respondió. Dejó caer los pies al suelo y se levantó; en ese mismo momento se oyó un portazo desde la entrada principal—. ¿Podemos esperar unos minutos? Si Veena y Samira han vuelto, me gustaría escuchar su informe. Pienso en esa tal Hernández a todas horas desde que dijiste, y con razón, que deberíamos averiguar qué la hizo sospechar. Supongo que tendrá que ver con que estudie medicina, pero por mucho que me rompa la cabeza no se me ocurre qué pudo ser. Hasta he vuelto a llamar a los dos médicos a los que consultamos al principio en Charlotte, Carolina del Norte. Por lo que parece, lo hemos hecho todo bien.
—Yo voto por averiguarlo —admitió Durell—. Si no, nunca estaremos tranquilos, ¿me explico?
—Perfectamente —asintió Cal.
Mientras terminaba de hablar, Veena, Samira y Raj entraron en la biblioteca. Estaban de buen humor; cantaban una canción que los tres conocían desde críos. Samira se separó del resto y se acercó a Durell para darle un abrazo y un largo beso en los labios. Veena fue hacia Cal, pero solo se permitió un beso rápido en cada mejilla.
Raj se lanzó al sofá, riendo y completando el último estribillo de la canción.
—Sí que estáis contentos… —comentó Cal en un tono que apuntaba que él no lo estaba.
—Ha sido un buen día —dijo Veena—. El único que ha tenido un paciente nuevo ha sido Raj, y solo era una cirugía de hernia. Samira y yo hemos tenido que buscarnos trabajo.
—¿Y eso?
Veena y Samira se miraron.
—No estamos seguras. Tal vez ha habido cancelaciones. A lo mejor Nurses International está teniendo demasiado éxito.
Las dos rieron.
—Sería de lo más irónico —dijo Cal—. Bueno, ¿qué se sabe de la tal Hernández? ¿Ha habido algo nuevo?
—Yo a eso de las dos y media ya había acabado —explicó Veena—, así que he bajado a hablar con la gerente médica. Le he preguntado por el cadáver de María Hernández, para saber si ya se habían librado de él. Ha soltado una risotada y me ha dicho: «Pues claro que no». Se ve que han llegado al extremo de ofrecerle llevar el cuerpo a Benarés y que lo incineren en la orilla del Ganges, pero la nieta lo ha rechazado, así que están enfadadísimos. Mañana la amiga forense irá al hospital, pero se supone que eso no cambiará nada porque se niegan en redondo a hacer la autopsia. Aun así, parece que todo se solucionará pronto. La gerente médica me ha dicho que mañana les llega una orden judicial para sacar e incinerar el cuerpo. O sea que todo debería terminar mañana, en algún momento del día.
—Con Benfatti lo mismo —intervino Samira.
—Con David Lucas lo mismo —dijo Raj—. La orden del juez se referirá a los tres cuerpos.
—No os habréis dedicado a hacer preguntas sobre los cadáveres, ¿verdad? —preguntó Cal, ligeramente alarmado.
—Claro que sí —contestó Samira—. ¿Pasa algo? Cuando los cuerpos hayan desaparecido, todos nos sentiremos mejor.
—¡Pues se acabó, por favor! No llaméis la atención haciendo preguntas sobre los cuerpos.
Los tres se encogieron de hombros.
—No nos ha parecido que llamáramos la atención —dijo Samira—. Está dentro de los típicos chismorreos de hospital. No somos los únicos que hablamos del tema.
—Hacedme el favor de manteneros al margen —pidió Cal.
—Hoy han firmado el certificado de defunción de mi paciente —anunció Raj—. Pero aun así la esposa quiere que le practiquen la autopsia porque se lo ha aconsejado Jennifer Hernández.
—¿Cuál es la causa oficial de la muerte? —preguntó Cal.
—Ataque al corazón —respondió Raj—. Ataque al corazón con embolia y accidente cerebrovascular.
—Mientras los tres cuerpos sigan por ahí, quizá no deberíamos volver a actuar hasta dentro de unos días —propuso Cal.
Veena, sentada en un sillón de cuero, se irguió.
—Estoy completamente de acuerdo. No más muertes hasta que se solucione todo este caos generado por Jennifer Hernández.
—Alguien debería informar a Petra —dijo Cal—. Hoy ha llamado una enfermera suya para decir que tenía un buen candidato.
Veena se levantó de un salto.
—Lo haré yo. Ni siquiera deberíamos haber actuado anoche.
Abandonó la habitación sin esperar respuesta. Raj se levantó del sofá.
—Creo que voy a darme una ducha.
—Yo también —dijo Samira. Dio un último abrazo a Durell y siguió a Raj hacia la puerta de la biblioteca.
Cal miró a Durell.
—Vamos a ver esas ruedas.
—Hecho —dijo Durell.
—Creo que deberíamos pasar a la acción con esa Jennifer Hernández —afirmó Cal mientras salían de la biblioteca y se dirigían a la puerta principal.
—Ya te lo he dicho, si no averiguamos la razón de sus sospechas, siempre nos parecerá que estamos con el culo al aire. Otra persona verá lo mismo y al final acabarán asociándonos con el asunto.
—Eso es justo lo que me preocupa. Vaya mierda que tenga que pasar ahora, justo, cuando todo lo demás está yendo de maravilla.
—¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó Durell. Abrió la puerta delantera de la mansión y la sostuvo para que Cal pasara.
—Había pensado en llamar a Sachin, el señor Cazadora de Motero. Se encargó del padre de Veena sin ningún problema. Se me ha ocurrido porque me llamó ayer para contarme que el miércoles visitó a Basant Chandra y el tío temblaba de miedo. No cree que tenga que volver a visitarle en un par de semanas. Creo que Jennifer Hernández no le supondría ningún problema. Es un encargo mucho más sencillo.
—¿Qué debería hacer?
—Capturarla y traérnosla. Podemos encerrarla en ese cuarto que hay debajo del garaje hasta que cante.
—¿Y luego qué? —preguntó Durell.
Estaba de pie junto a un Toyota Land Cruiser de color burdeos. Tenía algunos kilómetros a sus espaldas y alguna que otra abolladura, pero el desgaste le daba personalidad.
Cal apoyó ligeramente la mano en la superficie metálica del vehículo y le dio una vuelta completa deslizando los dedos sobre él. A continuación abrió la puerta del conductor y miró dentro. El interior también se veía usado.
—Me gusta —dijo Cal—. ¿Qué tal corre?
—Muy bien. Ha estado haciendo de animal de carga para una empresa de arquitectura.
—Perfecto —dijo Cal. Cerró la puerta con firmeza y se escuchó un clic tranquilizador.
—Bueno, ¿qué harías con Hernández cuando hubieras averiguado lo que quieres que nos cuente?
—Yo nada. Me limitaría a pagar a Sachin para que la hiciera desaparecer. No quiero saber dónde, la verdad, pero supongo que terminaría en el fondo de algún vertedero.
Durell asintió mientras se preguntaba cuánta gente habría desaparecido ya allí. Era un lugar muy práctico.
—¡Oye, tío! Me encanta el coche —exclamó Cal; se sentía más optimista. Dio una patada a uno de los neumáticos de delante—. Si lo necesitamos, será perfecto. Buen trabajo.
—Gracias.