Delhi, jueves 18 de octubre de 2007, 10.52 h
El tiempo se detuvo un instante. Se hizo el silencio. Todos los que estaban allí enmudecieron durante lo que tarda un corazón en dar un latido. El disparo en un estrecho y sinuoso callejón les había dejado un zumbido en los oídos. Pero un segundo después la calle se transformó en un tornado, todo el mundo gritaba y corría presa del pánico.
El famélico ciclista que transportaba a Jennifer fue uno de los primeros en huir; saltó del triciclo y echó á correr hacia los galis sin agarrarse siquiera el dhoti. Por desnutrido que pareciera, tenía un fuerte instinto de supervivencia.
Al saltar, se había dado impulso con los pies, con lo que la rueda delantera del rickshaw giró bruscamente y la propia inercia del triciclo lo empujó hacia delante. Cuando volcó, Jennifer salió disparada contra el mugriento asfalto. Con el bolso todavía en su hombro, cayó despatarrada en el suelo; tenía rasguños en la nariz y el codo derecho. En aquel momento no le preocupó sobre qué había caído. Casi en el mismo instante en que aterrizó, se puso en pie y echó a correr con todos los demás.
En unos segundos el bazar se convirtió en una marea de gente que corría a meterse en las tiendas. Estas reaccionaban cual almejas: en cuanto el alboroto se acercaba a ellas, sus puertas se cerraban con fuerza desde el interior; echaban los cerrojos y la mercancía quedaba en la calle, pisoteada, aplastada.
Jennifer no tenía ni la menor idea de adónde iba, pero se conformaba con que sus azorados pies la llevaran rápidamente a donde fuera con tal de que la alejaran del lugar del disparo. Solo podía pensar en la imagen fugaz de aquel individuo de negro que apuntaba a su cara. En el último segundo había visto desaparecer por completo la mejilla izquierda del hombre: un instante estaba allí, al siguiente ya no. Y entonces el pistolero le pareció la encarnación de la Muerte.
Se dio cuenta de que la gente corría en direcciones distintas, aunque la mayoría bajaba la calle y giraba en la primera esquina a la derecha. Agotada por la carrera, vio que varias personas intentaban colarse en una tienda grande que había tras la esquina. El propietario se quejaba y trataba de cerrar la puerta, pero la gente no le hacía caso. Jennifer se mezcló con ellos y se abrió paso hacia el interior; había visto a dos policías mal vestidos en tonos caqui que pretendían detener el pánico golpeando a la gente con largas varas de bambú a medida que se acercaban a ellos en espantada.
Jennifer irrumpió en la tienda, echó un vistazo al género y supo que estaba en una carnicería. Cerca de la puerta había montones y montones de pequeñas cajas llenas de cacareantes pollos y un par de patos. Al fondo vio algunos cerdos y un cordero. El local hedía y estaba horriblemente sucio. Una capa de sangre seca recubría el suelo. Había moscas por todas partes. Le costaba mantenerlas lejos de su cara.
Mientras el propietario discutía con los otros intrusos que se habían colado, Jennifer buscó algún lugar donde ocultarse, donde pudiera recobrar el aliento y poner orden en su cabeza. El miedo la tenía abrumada. Halló una cortina llena de manchas y, sabiendo que no podía ser exigente, la apartó y dio un paso al otro lado.
Se dio cuenta demasiado tarde de que había dos ladrillos donde se suponía que debía haber puesto los pies. Se había metido sin darse cuenta en un lavabo improvisado. Cerró la cortina e intentó mantener el equilibrio sobre los ladrillos. A continuación giró sobre sí misma sin pisar el suelo. El váter consistía en un agujero, dos ladrillos y un grifo.
En la estrecha tienda el mercader y los intrusos seguían discutiendo. Jennifer supuso que hablaban en hindi. Procuró no respirar por la nariz. El olor era repugnante.
Ahora que había dejado de moverse, Jennifer se estremeció. Miró sus manos y luego, indecisa, las olió. Fuera lo que fuese contra lo que había caído al salir disparada del triciclo, no olía bien. Al menos no eran heces. Bajó la mirada al grifo, se encogió de hombros y se inclinó para enjuagarse las manos. En aquel momento los sonidos cambiaron, como si hubiera entrado alguien más en la tienda y estuviera discutiendo con el dueño. Esta vez era en inglés. Pero quienquiera que fuera no hablaba mucho. El propietario, furioso, llevaba la voz cantante. Entonces se oyó un ruido muy fuerte y los cerdos empezaron a chillar y los corderos a balar.
Jennifer, preocupada por lo que pudiera estar pasando, se irguió, se dio la vuelta y escuchó. Le pareció que el tendero estaba intentando levantarse. En el mismo instante en que Jennifer se armaba de valor para echar una ojeada por un lado de la cortina, la apartaron de sopetón a un lado. Jennifer gritó, y la persona que había apartado la cortina, también.
Era Neil McCulgan.
—Dios mío, casi me matas del susto —protestó Neil apretándose el pecho con una mano.
—¿Tú? —Protestó Jennifer con igual vehemencia—. ¿Y yo qué? ¿Y qué demonios estás haciendo aquí?
—Ya tendremos tiempo para explicaciones —dijo Neil.
Le tendió una mano para ayudarla a bajar de los ladrillos. Tras él, el dueño de la tienda intentaba quitarse de encima un montón de cajitas con pollos adonde, al parecer, lo habían empujado. Varias cajas se habían roto, y los pollos liberados caminaban nerviosos por las inmediaciones.
Jennifer negó con la cabeza y levantó las manos como aviso.
—Más vale que no me toques. He salido volando de un triciclo hasta…
—Lo sé. Lo he visto.
—¿De verdad? —Jennifer bajó de los ladrillos. Echó un breve vistazo a los seis indios que había seguido hasta la tienda.
—Ya lo creo que sí.
—¡Americanos, largaos! —Chilló el tendero después de capturar los pollos y embutir a los pobres pájaros en otras cajas ya ocupadas—. ¡Fuera de aquí todo el mundo!
—¡Vámonos! —Dijo Neil, interponiéndose entre el dueño y Jennifer—. No hay por qué salir corriendo.
En el exterior las cosas casi habían regresado a la normalidad. La gente ya no estaba aterrorizada y vagaba de nuevo por las calles. Las tiendas habían vuelto a abrir y los dos policías ya no pegaban a nadie. Y lo mejor de todo era que no parecía que hubiera más heridos que la víctima del disparo.
—¡Vale, ya estamos lo bastante lejos! —exclamó Jennifer, deteniéndose en el centro del callejón. Había tenido un momento para pensar en lo que acababa de vivir y temblaba. Todo había sucedido muy rápido—. ¿Sabes qué ha pasado?
—Más o menos —dijo Neil—. Yo iba detrás de ti, intentando alcanzarte, cuando han disparado. Llevo siguiéndote la pista desde que has salido del hotel. Te perdí en el Fuerte Rojo.
—No me veía con ánimos suficientes para visitarlo —confesó Jennifer—, y resulta que el bazar tampoco. Estaba intentando que el ciclista diera la vuelta y me dejara en el coche cuando alguien ha disparado.
—Pues yo he llegado a la mezquita y he visto que te ibas en el rickshaw. He tenido que correr entre toda la gente que había delante de la mezquita para no perderte en este laberinto. —Neil barrió el aire con la mano—. No estaba seguro de por dónde habías ido. Pero he corrido todo lo que he podido a pesar del gentío. Entonces te he visto y me he dado cuenta de que alguien se te acercaba por detrás y sacaba una pistola. He gritado como un loco y he corrido aún más, pero un tío bajito que estaba detrás del primero ha sido más rápido. Era como un pistolero profesional. Ha sacado una pistola y… pum, pum. Entonces ha gritado: «¡Policía!», y ha levantado una placa. Eso ha sido todo. He visto cómo te caías de la bici y te largabas. Me ha costado no perderte de vista. Chica, sí que corres.
—¿Crees que el tío de la pistola iba a dispararme? —preguntó Jennifer con ansiedad. Consternada, empezó a llevarse una mano a la cara pero se lo pensó mejor.
Neil apretó los labios y alzó los hombros.
—Eso es lo que parecía. Bueno, supongo que cabe la posibilidad de que intentara atracarte, pero me parece que no. Ha actuado con demasiada determinación. ¿Hay alguien que pueda querer matarte?
Neil dejó la pregunta en el aire, como si no pudiera creer lo que acababa de decir.
—Hombre, hay un par de personas que están enfadadas conmigo, pero no lo bastante para que quieran matarme. O al menos, no lo creo.
—Tal vez te confundieron con otra persona…
Jennifer apartó la mirada, negó y soltó una carcajada desprovista de humor.
—Dios, no tiene sentido morir por lo que he estado haciendo. Ni hablar. Si no ha sido por error, yo me largo de este sitio, aunque esté lo de mi abuela.
—¿Estás segura de que no hay nadie que de verdad esté enfadado contigo?
—La gerente médica de mi abuela, pero es su puñetero trabajo. No se mata a nadie por algo así.
—Sea lo que sea, tienes suerte de que ese policía de paisano estuviera donde estaba.
—Ya lo creo —respondió Jennifer—. ¡Venga! Vamos a hablar con ese tío. A lo mejor él sabe algo. Quizá estaba siguiendo al otro. Ahora que tienen el cuerpo, tal vez sepan si me estaba siguiendo o no. Vale la pena intentar que nos den alguna respuesta.
Neil alargó el brazo para refrenarla.
—No te lo aconsejo.
—¿Por qué no? —preguntó Jennifer, apartando el brazo de la mano de Neil.
—Cuando estuve aquí para el congreso de medicina, aprendí bastante de los anfitriones sobre el gobierno y la policía india. Lo mejor es mantenerse lejos de ambos a menos que sea absolutamente necesario. Aquí la corrupción es una forma de vida. No la consideran desde la misma perspectiva moral que tenemos en Occidente. Implicarte en algo, sea lo que sea, cuesta dinero. Se supone que el CBI, el equivalente de nuestro FBI, es muy diferente. Pero en esta situación tendrás que tratar con la policía local. No me extrañaría que decidieran encerrarte por incitar a alguien a desenfundar un arma.
—Déjate de bobadas —dijo Jennifer, pensando que Neil bromeaba. Empezó a andar hacia el lugar de los hechos—. Estás exagerando.
—Un poco sí —admitió Neil mientras alcanzaba a la chica—, pero todos los que saben algo del asunto tienen claro que la policía está corrompida, créeme. Y lo mismo pasa con buena parte de los funcionarios. Más vale no meterse. Si les haces cualquier petición concreta sobre un crimen, tienen que rellenar un FIR, que significa Primer Parte Informativo. Y, claro, han de hacer cinco millones de copias. A ellos les supone trabajo, algo que odian, y te odian también a ti.
—Han matado a un hombre. Tiene que haber un FIR.
—Sí, pero será su FIR.
—Cuanto más lo pienso, más me parece que ese hombre iba a por mí.
—Puede que sí y puede que no —dijo Neil—. Yo lo que te digo es que te estás arriesgando. Me dejaron bien claro que no debía mezclarme con la policía local.
Era difícil caminar juntos entre el gentío, sobre todo porque la multitud se hacía más densa cuanto más se acercaban a la escena del crimen. Neil dejó que Jennifer fuera delante. De pronto se detuvo y giró en redondo.
—¡Un momento! —dijo—. Con todo lo que ha pasado, me he distraído y se me ha ido de la cabeza, pero te lo vuelvo a preguntar: ¿qué demonios estás haciendo en la India? La pregunta ha asaltado mi mente varias veces, pero eso de que hayan intentado matarme se ha llevado toda mi atención.
—No me extraña —respondió Neil, buscando qué debía decir exactamente en aquel momento. De no ser por todo aquel alboroto, su idea era poner las cartas sobre la mesa y primero de todo disculparse. Se encogió de hombros, pensó que qué más daba y dijo—: Estoy aquí porque me pediste que viniera y porque insinuaste que me necesitabas. La verdad, allí, en Los Ángeles, no me lo tomé en serio. Me preocupaba más una concentración de surf que hay hoy en La Jolla. Por desgracia, cuando te marchaste sin que pudiéramos hablarlo, me cabreé mucho; me llevó un rato descabrearme, y cuando lo conseguí ya te habías ido.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó Jennifer.
—Anoche. No iba a molestarte si estabas dormida. Pero lo malo fue que ni siquiera quisieron decirme el número de tu habitación, así que no pude pegar la oreja a tu puerta.
—¿Por qué no me llamaste para avisarme de que venías?
—Muy fácil —contestó Neil con una corta risotada de autoburla—. Me dio miedo de que me obligaras a volverme a casa. A ver, es que ni siquiera estaba seguro de que contestaras al teléfono, y si lo hubieras hecho, conociéndote como te conozco, no me habría extrañado que me mandaras al cuerno.
—Tal vez sí —admitió Jennifer—. Me decepcionó muchísimo tu reacción, eso sí puedo decírtelo.
—Lamento no haber dado a la situación la importancia que merecía en aquel momento —dijo Neil.
Jennifer se quedó pensativa, mordiéndose el carrillo. Después volvió a girarse y se abrió paso a codazos entre la multitud. El rickshaw seguía volcado en el suelo. El cuerpo también estaba aún allí, sin tapar. Sin la parte izquierda de la cara y con los dientes a la vista parecía estar haciendo una mueca.
—Ese es el conductor —susurró Jennifer, señalando con la barbilla al escuálido chófer del rickshaw, agachado en el suelo. De pie, junto a él, a ambos lados había varios policías con uniforme de color caqui.
—¿Ves lo que te decía? —Susurró también Neil—. Probablemente al pobre lo han arrestado.
—¿De verdad lo crees?
—No me extrañaría.
—Me parece que ese tío bajito es el que está al mando. ¿Qué opinas?
Naresh Prasad estaba hablando con varios policías de uniforme cerca del cadáver.
—Debe de ser un detective de paisano o algo por el estilo.
—¿Estás seguro de que no debería hablar con ellos? —dudó Jennifer.
—Míralo de esta forma: ¿qué sabes? Nada. Ni siquiera si ese tío te ha seguido desde el Amal Palace o te ha visto aquí y ha pensado: «Mira, una occidental millonaria».
—¡Anda ya! —dijo Jennifer.
—No tienes forma de saberlo. A eso me refiero. Ellos tampoco lo saben. Si te empeñas en involucrarte, no te enterarás de nada nuevo y no les aportarás nada, y seguramente te costará dinero. Además, si cambias de idea, puedes llamarles mañana, o esta misma tarde si quieres. Nadie va a culparte porque te largues de aquí cagando leches, dadas las circunstancias.
—¡Vale! —Saltó Jennifer—. Me has convencido, al menos por ahora. Volvamos al hotel. Me parece que necesito un trago o algo. Todavía estoy temblando.
—¡Buena elección! —Dijo Neil—. Lo que podríamos hacer es pasarnos por la embajada estadounidense en algún momento, hoy o mañana, y ver qué opinan. Si creen que deberías presentar un FIR, lo haremos, porque entonces ellos estarán en el ajo y no podrán liarnos.
—Vale —respondió Jennifer.
La gente que se había acercado al lugar de los hechos taponaba la mayoría de los galis. La policía había abierto un pasillo al lado de la pared más lejana. Habían obligado a los comerciantes locales a despejar la calle de mercancías. Jennifer y Neil tuvieron que caminar de nuevo en fila.
Al pasar, Jennifer miró el rickshaw volcado. Pudo ver el lugar donde había caído ella. Echó otro breve vistazo al conductor. No le permitían moverse, lo que apoyaba en cierta medida la teoría de Neil sobre no implicarse a menos que tuvieran alguna razón convincente. Sus ojos se posaron también brevemente en el policía bajito vestido de paisano, pero Jennifer reaccionó demasiado tarde. El inspector la estaba mirando.
Durante varios segundos Jennifer y Naresh Prasad se miraron a los ojos, hasta que Jennifer apartó la vista con timidez.
—No te gires —dijo Jennifer en voz baja a Neil por encima del hombro—, pero ese poli bajito me está mirando fijamente.
—No nos pongamos paranoicos.
—De verdad que me ha mirado. ¿Crees que me ha reconocido porque iba en el rickshaw?
—No tengo ni la más remota idea. Para y date la vuelta. Veamos qué hace. Lo digo porque si sabe que estás implicada, no nos queda mucha elección. Tenemos que hablar con él.
Jennifer se detuvo, pero no se volvió inmediatamente.
—Estoy nerviosa —dijo.
—¡Gírate! —insistió Neil, tapándose la boca con una mano para evitar que se le oyera. Solo estaban a unos seis metros del policía. Si el bazar no fuera tan ruidoso, podrían haber escuchado parte de la conversación que mantenía.
Tras una respiración profunda, Jennifer se volvió lentamente. En aquel momento no había una línea de visión clara entre ella y el inspector Prasad. Al detenerse, ella y Neil habían bloqueado la zona de paso y la gente se amontonaba tras ellos. Sin embargo, Jennifer veía la cara del policía; habría bastado con que él girara la cabeza noventa grados para que la mirara directamente. Pero ni giró la cabeza ni interrumpió su conversación con los policías de uniforme.
—No te mira —dijo Neil.
—Parece que no —asintió Jennifer.
—Salgamos de aquí antes de que lo haga —dijo Neil mientras tiraba del brazo de Jennifer.
Cuando la muchedumbre se hizo menos densa pudieron aligerar el paso y pronto salieron de las sombras y el ambiente propio de un túnel que reinaba en el bazar. La enorme Jama Masjid les quedaba enfrente y a la derecha. Jennifer bajó el ritmo y volvió la mirada hacia las profundidades del bazar, aunque no podía ver muy lejos.
—Me siento más expuesta fuera del bazar que dentro —afirmó—. Larguémonos de aquí.
—Estoy contigo —respondió Neil.
Los dos echaron a correr, pero Jennifer seguía mirando por encima del hombro.
—Me temo que te estás volviendo cada vez más paranoica —comentó Neil entre jadeos.
—Tú también estarías paranoico si alguien te apuntara con una pistola y lo mataran en ese momento.
—Eso no te lo puedo discutir.
Al acercarse a la entrada de la mezquita, repleta de turistas y lugareños que pretendían sacarles partido, dejaron de correr. Jennifer siguió mirando hacia atrás mientras se dirigían al aparcamiento, y finalmente su esfuerzo se vio recompensado.
—¡No mires! —dijo sin detenerse—, pero el poli bajito de paisano nos está siguiendo.
Neil se detuvo pero no se dio la vuelta.
—¿Dónde está?
—Detrás de nosotros, ¡vamos, salgamos de aquí!
—No. Veamos si se acerca —replicó Neil—. Oye, soy el responsable de que hayas abandonado la escena de un crimen. No quiero que te metas en problemas por eso.
—Ahora te estás contradiciendo.
—No es cierto. En serio. Ya te he dicho que si te ha visto en el rickshaw, tenemos que hablar con él. ¿Aún lo ves?
Jennifer se dio la vuelta y estudió a la multitud.
—No, ya no.
Neil se giró y miró.
—Está ahí. Se aleja de la mezquita. Otra falsa alarma.
—¿Dónde?
Neil señaló.
—Tienes razón.
Vieron que el inspector Prasad desaparecía en la calle que daba a la Jama Masjid. Jennifer miró fijamente a Neil y se encogió de hombros.
—¡Lo siento!
—No seas tonta. Hasta que se ha metido por esa calle yo también habría pensado que iba detrás de nosotros.
Jennifer y Neil siguieron adelante y entraron en el aparcamiento. Neil era más alto y se puso de puntillas para ver por encima del mar de coches. El primer Mercedes negro que vieron no era del Amal Palace, pero acertaron con el segundo. Pasaron veinte minutos hasta que todos los coches que les bloqueaban la salida se movieron. Cinco minutos después de eso, Jennifer y Neil rodaban hacia el sur por la carretera principal que llevaba al Amal Palace.
—Creía que iba usted a Karim’s —dijo el chófer a Jennifer, mirando por el retrovisor.
—He perdido el apetito —respondió esta desde el asiento trasero—. Solo quiero volver al hotel.
—¿Has visto algo de Delhi? —le preguntó Neil.
—Nada de nada —contestó Jennifer—. Este iba a ser mi gran intento. Lástima que se haya estropeado.
Levantó una mano. Estaba temblando, no tanto como justo después de los disparos, pero se agitaba a ojos vista.
—A pesar de este desastre, me da la impresión de que llevas el asunto de tu abuela mucho mejor de lo que pensaba que serías capaz.
Jennifer tomó aire profundamente y lo dejó escapar con los labios parcialmente fruncidos.
—Supongo que sí. No era consciente de hasta qué punto establecería una separación entre el cuerpo de mi abuela y su alma, o espíritu. No sé si es una ventaja el estudiar medicina y haber trabajado con cadáveres o qué. Hombre, cuando vi el cuerpo de mi abuela por primera vez me afectó. Pero desde entonces pienso en él como un cuerpo usado y ya está, y también en lo que puede decirnos sobre cómo murió. Ahora mismo de verdad quiero que le hagan la autopsia.
—¿Se la van a hacer?
—Ojalá. No, nada de autopsias. Han firmado el certificado de defunción y, una vez se firma, lo que quieren es embalsamar el cuerpo o incinerarlo. La gerente del caso de mi abuela está luchando a muerte, por así decirlo, para disponer del cuerpo y lleva dándome la tabarra desde el primer día, que para mí fue el lunes por la mañana.
—¿Dónde está el cuerpo? ¿En un depósito de cadáveres?
—Sí, claro —rio Jennifer, burlona—. El cuerpo de mi abuela y el de un hombre llamado Benfatti están en una nevera de cafetería. Ayer por la mañana fui allí para ver el cuerpo de mi abuela. No es el lugar perfecto por un montón de razones, pero no está mal. Es lo bastante frío.
—Háblame de ese otro cuerpo que has mencionado.
—Ha habido otras dos muertes similares. Una se parece tanto a la de mi abuela que asusta. La otra viene a ser por el estilo, pero parece que lo descubrieron justo después de sufrir lo que fuera que también sufrieron los otros dos, porque en este tercero hubo un intento real de reanimación.
—¿Cómo sabes todo eso?
—He hablado con las viudas. También las he convencido para que no den permiso para embalsamar o incinerar a sus maridos. Creo que tenemos los cuerpos de tres personas que han sufrido alguna especie de crisis médica letal. Los hospitales quieren que cuele como ataque al corazón, esté justificado o no, porque los tres tienen algún incidente cardíaco en el historial. Si te soy sincera, me da la impresión de que lo único que quieren es quitarse de encima estos casos lo antes posible y, francamente, eso es lo que me hizo sospechar desde el primer día.
—¿Podría ser que todo esto fuera una especie de defensa por tu parte para sobrellevar mejor la pérdida de tu abuela?
Jennifer se volvió y miró fijamente por la ventanilla del coche. Era una buena pregunta, pero su reacción inmediata fue enfadarse porque Neil fuera capaz de pensar que se lo estaba inventando todo.
—Creo que en estas tres muertes hay algo raro. Creo que no fueron naturales. De verdad lo creo.
Le tocaba a Neil clavar la vista en algo. Y eligió para ello el parabrisas frontal. Cuando volvió a posar sus ojos en Jennifer, ella seguía mirándole.
—Sería difícil demostrarlo sin autopsias. Supongo que has intentado conseguir que se la hagan.
—Hasta cierto punto —confesó Jennifer—. Es lo que te decía, una vez firman el certificado médico, la autopsia queda descartada. Lo único que quieren es sacar el cuerpo de la nevera de cafetería. Pero si hoy estoy sin hacer nada es que esta noche pasará algo que puede cambiarlo todo.
—¿Qué quieres que haga, que lo adivine? —se quejó Neil cuando Jennifer se quedó en silencio.
—Sólo quería estar segura de que me escuchabas —dijo Jennifer—. ¿Te había contado alguna vez que mi abuela fue la niñera de una mujer que se ha hecho bastante conocida como forense?
—Creo que sí, pero recuérdamelo.
—Se llama Laurie Montgomery. Trabaja de investigadora forense en Nueva York junto a su marido, Jack Stapleton.
—Recuerdo haberte oído mencionar a Laurie Montgomery, pero no a Jack.
—Bueno, se casaron hace un par de años. La llamé el martes, justo después de ver a mi abuela. Quería que me diera su opinión sobre algunas cosas, y me dejó con la boca abierta al ofrecerse a venir inmediatamente. Supongo que yo no sabía cuánto significaba mi abuela para ella. Tendría que haberlo imaginado. María tenía ese efecto en la gente. Pero entonces salió un problema: Laurie y Jack están en pleno ciclo de reproducción asistida, por lo que Jack tiene que estar cerca para poder actuar. —Neil puso los ojos en blanco—. De todas formas, la solución es que Jack también se viene, y en teoría aterrizan esta noche.
—No hará ningún daño que vengan —dijo Neil—, pero no estoy tan seguro de que debas poner tantas esperanzas en ellos. Si tú no has podido mover a las autoridades de aquí, no creo que a una pareja de forenses les vaya mucho mejor. Por lo que sé, la patología forense no es una disciplina muy popular en la India, y que se practique una autopsia o no depende de los médicos.
—Ya lo sé. Y para colmo hay cierta controversia sobre qué ministerio se encarga de cada cosa. Los depósitos de cadáveres dependen del Ministerio del Interior, pero los forenses que trabajan en ellos pertenecen al Ministerio de Sanidad. Además, la decisión sobre la idoneidad de una autopsia en cada caso específico la toman la policía y los jueces, no los médicos.
—A eso me refería. Tal como están las cosas, yo no me haría demasiadas ilusiones solo porque aparezcan un par de forenses inteligentes. Me da la impresión de que tú ya has hecho prácticamente todo lo que cualquiera podría hacer.
—Tal vez, pero no pienso rendirme, aunque el episodio de hoy me tienta. Te lo digo en serio, si Laurie y Jack no llegaran esta noche, me largaría de aquí.
—Y yo intentaría que lo hicieras. Dudo si no es la idea más razonable.
Siguieron avanzando en silencio, ambos sumidos en sus propias meditaciones y ambos mirando por la ventanilla las vistas caleidoscópicas de la vida callejera de Delhi. Al cabo de un tiempo Jennifer aventuró una mirada hacia Neil. Seguía sorprendida por su presencia. Era quizá la última persona del planeta a la que habría esperado ver cuando estaba asustada en el lavabo de la mugrienta carnicería y la cortina se abrió. Contempló su perfil. Tenía una pequeña hendidura en el lugar donde se encontraban su nariz y su frente, como en la cara de una moneda griega. Sus labios eran turgentes, su nuez de buen tamaño. Era un hombre apuesto, y a Jennifer le halagaba que hubiera ido hasta allí. Pero ¿qué significaba eso? Básicamente ella lo había dejado por imposible después de ver cómo se la había quitado de encima. Aunque Jennifer no solía dudar una vez que tomaba una decisión, el hecho de que Neil hubiera recorrido quince mil kilómetros era señal de que tal vez fuera el momento de empezar.
—¿Tienes pensado ir al aeropuerto a recibir a tus amigos? —preguntó Neil de repente.
—Sí. ¿Quieres acompañarme?
—¿No crees que estarías más segura si te quedaras en el hotel?
—Puede, pero el aeropuerto y el hotel son seguros. Creo que no me pasará nada.
—Iré contigo, si es que estoy invitado.
—Por supuesto —dijo Jennifer.
Levantó la mano. Seguía temblándole como si hubiera tomado once tazas de café.
Cada cierto tiempo Jennifer lanzaba un vistazo por la luna trasera del coche. Le preocupaba que estuvieran siguiéndoles, como al parecer le había ocurrido cuando dejó el hotel. Por desgracia, con el denso tráfico y el caos generalizado de la calle, era difícil saberlo. Pero cuando llegaron al hotel Amal Palace y enfilaron la larga rampa de acceso, ocurrió algo ligeramente fuera de lo común.
Acababa de mirar de nuevo hacia atrás cuando empezaron a subir y estaba a punto de volver a girarse cuando un menudo coche blanco se incorporó al acceso detrás de ellos. Pero enseguida se detuvo y bloqueó el paso. Jennifer intentó saber cuánta gente había en el coche, pero no pudo; el neblinoso sol se reflejaba en el parabrisas.
Vio que estaban a punto de alcanzar el pórtico. Detrás, vio que el coche salía de la vía marcha atrás y se alejaba por la carretera principal después de provocar una algarabía de cláxones, pitidos y gritos rabiosos. Pensó que sería alguien que se había equivocado, aunque con lo sensible que estaba no le pareció normal.
—¿Necesitará el coche para algo más? —preguntó el chófer, apartando la atención de Jennifer de las curiosas travesuras del automóvil blanco.
—No, en absoluto —respondió Jennifer, deseando entrar en el hotel—. Gracias.
—Me impresiona que hayas alquilado un coche —comentó Neil mientras caminaban hacia las puertas de entrada.
—No sé si colará —admitió Jennifer—. La empresa Foreign Medical Solutions de Chicago me paga la cuenta del hotel, pero no sé si incluyen algún extra. Si resulta que no, tendré que cargarlo en la tarjeta de crédito.
Se detuvieron en el vestíbulo.
—¿Tienes hambre? —preguntó Neil.
—Ninguna. Me siento como si me hubiera tomado una sobredosis de cafeína.
—¿Qué te gustaría hacer? ¿O prefieres que te haga una sugerencia, ya que estás tan colocada?
—Lo segundo —respondió Jennifer de inmediato. No se sentía capaz de pensar en asuntos prácticos.
—Cuando me registré anoche me dijeron que tienen un gimnasio con máquinas de pesas, bicicletas estáticas, de todo. ¿Te has traído ropa de deporte?
—Sí.
—Perfecto. A lo mejor lo que te hace falta es un poco de ejercicio. Y después quizá tengas hambre; si es así, podríamos comer fuera, en la piscina. Por la tarde, si te apetece, podríamos pasarnos por la sección consular de la embajada estadounidense y hablar con alguien. Te darán su opinión sobre el asunto del bazar y te dirán qué debes hacer.
—No sé si quiero ir a la embajada, pero un poco de ejercicio y salir a la piscina era lo que tenía planeado. Me apetece un montón.
—¡Señorita Hernández! —llamó una voz.
Jennifer se giró y vio que uno de los conserjes movía un papelito en el aire. Se disculpó ante Neil y se acercó al mostrador.
—Ha vuelto usted pronto —dijo Sumit—. Espero que haya disfrutado de las vistas.
—No han sido precisamente lo que pensaba —dijo Jennifer, reticente a contarle lo que había ocurrido.
—Lo lamento mucho —se disculpó Sumit—. ¿Hay algo que habríamos podido hacer de otra manera?
—Creo que el problema ha sido mío —reconoció Jennifer, y cambió de tema—. ¿Tenía algo para mí?
—Sí. Nos ha llegado un mensaje urgente para usted. Tiene que llamar a Kashmira Varini; este es el mensaje y el número de teléfono.
Jennifer cogió el papel. Le sacaba de quicio que la molestaran. Mientras volvía donde estaba Neil, abrió el mensaje. Decía: «Hemos programado algo muy especial para su abuela. Por favor, llame a Kashmira Varini». Jennifer se detuvo y volvió a leerlo. Estaba desconcertada. Lo primero que le pasó por la cabeza fue que tal vez se hubieran bajado del burro y estuvieran dispuestos a hacerle la autopsia. Siguió andando y le enseñó el mensaje a Neil.
—Esta es la señorita que está siendo mi bestia negra —dijo Jennifer.
—¡Pues llámala! —respondió Neil mientras le devolvía el papel.
—¿Seguro? Me cuesta creer que esté haciendo nada bueno.
—Solo hay una forma de averiguarlo.
Los dos volvieron al mostrador de conserjería. Jennifer preguntó si podía hacer llamadas locales desde algún teléfono del vestíbulo. Sin dudarlo ni un segundo, Sumit cogió uno de sus teléfonos, lo colocó sobre el mostrador y lo empujó hacia Jennifer. Por si eso no bastaba, levantó el auricular, se lo entregó y pulsó el botón de línea exterior con el dedo índice. Llevó a cabo todo el proceso con una amable sonrisa.
Jennifer marcó el número y miró a Neil mientras la llamada sonaba. Realmente no sabía qué esperar.
—Ah, sí —dijo Kashmira cuando Jennifer se identificó—. Gracias por devolverme la llamada. Tengo noticias excelentes. Nuestro presidente, Rajish Bhurgava, ha logrado un trato extraordinario para su abuela. ¿Ha oído hablar alguna vez de los crematorios de los ghats de Benarés?
—La verdad es que no me suena —respondió Jennifer.
—La ciudad de Benarés, o Bañaras, como la llamaban los ingleses, o Kashi, como lo hacían en la antigüedad, es con mucha diferencia la ciudad más sagrada para los hindúes de la India, y su legado religioso se remonta a más de tres mil años de antigüedad.
Jennifer miró a Neil y se encogió de hombros en señal de que seguía sin saber qué quería el hospital.
—La ciudad está consagrada por Shiva y por el Ganges —continuó Kashmira— y es con mucho el lugar más sagrado para los ritos de paso.
—Quizá podría decirme la relación que tiene todo eso con mi abuela —dijo Jennifer con impaciencia; se daba cuenta de que aquello no tenía nada que ver con las autopsias.
—Por supuesto —admitió Kashmira con entusiasmo—. El señor Bhurgava ha conseguido algo inaudito para su abuela. Aunque los crematorios de los ghats son exclusivos para los hindúes, ha logrado una autorización para que su abuela efectúe su rito de paso en Benarés. Lo único que necesitamos es que venga usted al hospital y firme la salida.
—No me gustaría ofender a nadie —contestó Jennifer—, pero para mí que incineren a mi abuela en Benarés o en Nueva Delhi no cambia nada.
—Entonces es que no me ha comprendido. Aquellos que son incinerados en Benarés obtienen un karma particularmente bueno y un renacimiento excelente en su siguiente vida. Tan solo necesitamos su consentimiento para proceder.
—Señorita Varini —dijo Jennifer lentamente—, mañana por la mañana iremos al hospital. Llevaré a mis amigos forenses y llegaremos a algún tipo de acuerdo.
—Creo que hace mal en dejar pasar esta oportunidad especial. No habrá coste alguno para usted. Lo hacemos como un favor a usted y a su abuela.
—Como le he dicho, no pretendo herir los sentimientos de nadie. Agradezco sus esfuerzos por complacerme, pero habría preferido una autopsia. La respuesta es no.
—En ese caso debo informarle de que el hospital Queen Victoria ha acudido a los tribunales y pronto, mañana al mediodía, recibiremos la orden judicial de un juez para retirar, enviar a Benarés e incinerar a su abuela, al señor Benfatti y al señor Lucas. Lamento que nos haya obligado a tomar medidas de este tipo, pero el cuerpo de su abuela y los otros dos son una amenaza para el bienestar de las instituciones.
Jennifer echó la cabeza hacia atrás con el impacto de la desconexión. Devolvió el teléfono a Sumit y le dio las gracias.
—Me ha colgado —le dijo a Neil—. Van a obtener un permiso legal para sacar a mi abuela mañana y hacerla incinerar.
—Pues entonces menos mal que tus amigos llegan esta noche.
—Puedes volver a decirlo. Si estuviera aquí sola, no tendría ni idea de qué hacer.
—Pues entonces menos mal que… —repitió Neil, burlón, tal como ella le había pedido retóricamente.
—¡Vale ya! —exclamó ella, conteniendo la risa y agitándole un brazo con las dos manos.
—¿Por qué no subimos a la habitación y nos ponemos ropa de deporte?
—Es la mejor propuesta que has hecho hasta el momento —respondió Jennifer, y los dos se dirigieron hacia los ascensores.