Nueva Delhi, jueves 18 de octubre de 2007, 9.45 h
Durante la carrera relativamente corta desde el Imperial hasta el Amal Palace, Jennifer decidió que un taxi normal no era mucho más relajante que una mototaxi, excepto porque estaba cerrado por los lados y eso al menos daba sensación de seguridad. El taxista conducía de una forma tan agresiva como el conductor de la mototaxi, pero el coche era ligeramente menos maniobrable.
De camino, tras consultar la hora, Jennifer se reafirmó en sus planes de salir de turismo por la mañana y hacer algo de ejercicio y tumbarse en la piscina durante la tarde. Su desayuno con Rita había terminado de convencerla de que estaba ocurriendo algo extraño, y no quería obsesionarse con ello. Se había acostumbrado lo suficiente al tráfico de Delhi para que una mirada por la ventanilla le bastara para saber que la hora punta de la mañana estaba tocando a su fin. En vez de avanzar con parones continuos, avanzaban muy lentamente, por lo que aquel era tan buen momento como cualquier otro para recorrer la ciudad.
De vuelta en el hotel, Jennifer no se molestó en subir a su habitación. Utilizó el teléfono interno para llamar a Lucinda Benfatti.
—Espero que no sea demasiado temprano —se disculpó Jennifer.
—Cielos, claro que no —exclamó Lucinda.
—Acabo de desayunar con una mujer cuyo marido murió anoche, no en el Queen Victoria sino en otro hospital similar.
—Si alguien puede entender lo que debe de estar pasando somos nosotras.
—En más de un sentido. El asunto se parece a lo que nosotras ya hemos vivido. Una vez más, la CNN se enteró antes que ella.
—Pues eso ya hace tres muertes —afirmó Lucinda. Estaba atónita—. Dos pueden ser una coincidencia; tres en tres días, no.
—Justo lo que he pensado yo.
—No sabes cuánto me alegra que vengan tus amigos forenses.
—Y a mí, pero hasta que lleguen me siento como si no estuviera haciendo ningún progreso. Intentaré no pensar en ello hoy. A lo mejor hasta consigo comportarme como una turista. ¿Te gustaría acompañarme? En realidad me da igual ver una cosa u otra. Solo quiero distraerme de todo esto.
—Posiblemente sea buena idea, pero no para mí. No me veo capaz.
—¿Estás segura? —preguntó Jennifer, dudando de si debería insistir.
—Segura.
—Y yo diciendo que quiero distraerme de todo esto y en realidad tengo un par de preguntas que hacerte. Primera: ¿te ha dicho tu amigo de Nueva York a qué hora se enteró por la CNN de la defunción de Herbert?
—Sí —respondió Lucinda—. Lo tengo apuntado en algún sitio. ¡Espera! —Jennifer oyó que la mujer movía cosas en la mesa y murmuraba para sí misma. Tardó un minuto en volver al teléfono—. Aquí está. Lo tenía escrito en un sobre. Fue justo antes de las once de la mañana. Se acordaba porque había encendido la tele para ver algo que ponían a las once.
—Vale —dijo Jennifer mientras anotaba la hora—. Y ahora tengo que pedirte algo. ¿Puedo?
—Claro.
—Llama a nuestra amiga Varini y pregúntale qué hora consta en el certificado de defunción. O, si piensas acercarte por allí, pídele que te deje ver el certificado; estás en tu derecho. Querría saber la hora, y te cuento por qué. Yo me enteré del fallecimiento de mi abuela a las ocho menos cuarto de la mañana, hora de Los Ángeles, que son más o menos las ocho y cuarto de la tarde en Nueva Delhi. Cuando pedí el certificado de defunción aquí, la hora que tenía eran las once menos veinticinco, y eso es, como mínimo, curioso. La hora de su muerte era posterior a la que anunciaron por televisión.
—¡Sí que es curioso! Es como si alguien supiera que iba a morir antes de que lo hiciera.
—Exacto —admitió Jennifer—. Bueno, podrían haber hecho alguna cagada aquí en la India que explicara esa diferencia en las horas, como que alguien escribiera once menos veinticinco cuando quería escribir diez menos veinticinco, pero aun así es muy poco tiempo para que alguien avise a la CNN, que ellos lo verifiquen de alguna forma, redacten la noticia sobre el turismo médico y lo emitan.
—Estoy de acuerdo. Lo averiguaré con mucho gusto.
—Y una última cosa —dijo Jennifer—. Cuando encontraron a mi abuela, estaba de color azul. Eso se llama cianosis. No le encuentro ninguna explicación fisiológica. Cuando se produce un ataque al corazón, a veces el paciente puede estar un poco azul, las extremidades, la punta de los dedos, pero no todo el cuerpo. Ya que hay tantas similitudes entre el caso de mi abuela y el de Herbert, me gustaría saber si él también estaba azul.
—¿A quién se lo pregunto?
—A los enfermeros. Son ellos los que saben lo que pasa en un hospital. O a los estudiantes de medicina, si los hay.
—Lo intentaré.
—Siento encargarte tantas tareas.
—No pasa nada. La verdad es que prefiero tener cosas que hacer. Evita que me obsesione con mis emociones.
—Si no te apetece hacer turismo, ¿qué me dices de cenar? ¿Irás al aeropuerto a recoger a tus hijos o los esperarás aquí?
—Iré al aeropuerto. Estoy deseando verlos. Sobre la cena, ¿te lo puedo decir más adelante?
—Claro que sí —afirmó Jennifer—. Te llamaré por la tarde.
Después de despedirse, Jennifer colgó y se apresuró hacia el mostrador de recepción. Ya que había decidido visitar la ciudad, quería salir cuanto antes. Por desgracia, había cola y tuvo que esperar. Cuando llegó su turno y se acercó al mostrador, se dio cuenta de la reacción del conserje. Era como si acabara de reconocer a una vieja amiga. Lo sorprendente era que ni siquiera se trataba del empleado que le había dado el plano de la ciudad el día anterior.
—Querría que me aconsejara un poco —dijo Jennifer, observando los ojos oscuros del hombre. La mirada del conserje, en cambio, se desviaba intermitentemente por encima del hombro de la joven hacia el vestíbulo, hasta el punto que esta se giró para ver si pasaba algo, pero no le pareció que hubiera nada raro.
—¿Sobre qué puedo aconsejarle? —preguntó el hombre, enlazando por fin su mirada con la de ella.
—Esta mañana me gustaría hacer algo de turismo —declaró. Se fijó en que el conserje se llamaba Sumit—. ¿Qué me recomienda para pasar dos o tres horas?
—¿Ha visto la Vieja Delhi? —preguntó este.
—No he visto nada.
—Entonces le aconsejo la Vieja Delhi, sin duda —dijo Sumit mientras cogía un plano de la ciudad. Lo abrió con una sacudida experta y lo alisó sobre el mostrador. Jennifer lo examinó. Era idéntico al que le habían dado el día anterior—. Mire, esta es la zona de la Vieja Delhi. —Sumit señaló con el índice de la mano izquierda. Ella lo siguió con la mirada, pero vio con el rabillo del ojo que el hombre alzaba la mano derecha por encima de la cabeza, como si intentara llamar la atención de alguien. Jennifer volvió a girar la cabeza hacia el vestíbulo para ver a quién saludaba Sumit, pero no había nadie que le devolviera el gesto. Miró de nuevo al conserje. Parecía avergonzado; bajó la mano como un niño al que sorprenden intentando hacerse con el bote de galletas—. Lo siento —se disculpó—, solo intentaba saludar a un viejo amigo.
—No pasa nada —respondió Jennifer—. ¿Qué debería visitar en la Vieja Delhi?
—No puede perderse el Fuerte Rojo —dijo, señalándolo en el plano. Cogió la guía de viaje de Jennifer y la abrió por la página indicada—. Después del Taj Mahal, en Agrá, tal vez sea el edificio más interesante de toda la India. A mí me gusta especialmente el Diwani Aam.
—Suena interesante —comentó Jennifer, dándose cuenta de que el hombre ya no parecía en absoluto distraído.
—Buenos días, señorita Hernández —dijo el segundo conserje cuando terminó de atender a su último cliente y esperaba a que se acercara el siguiente. Era él quien le había el dado el plano de la ciudad el día anterior.
—Buenos días —respondió Jennifer.
—La señorita Hernández va a visitar la Vieja Delhi —le dijo Sumit a Lakshay.
—Le encantará —aseguró Lakshay mientras hacía un gesto al siguiente huésped del hotel para que avanzara.
—¿Y después de ver el Fuerte Rojo? —pidió consejo Jennifer.
—Después le recomiendo que visite la mezquita Jama Masjid, construida por el mismo emperador mogol. Es la mayor mezquita de la India.
—¿Esta zona que hay entre los dos edificios es un bazar? —preguntó Jennifer.
—No es solo un bazar, es el bazar. Es un pasmoso laberinto de estrechos galis y footing más estrechos aún donde se puede comprar casi cualquier cosa. Las tiendas son minúsculas y las regentan verdaderos mercaderes, por lo que debe regatear. Es maravilloso. Le recomiendo que dé un paseo por el bazar, haga alguna compra si le apetece y luego vaya a comer a un restaurante llamado Karim’s, aquí —le aconsejó Sumit señalando en el mapa—. Es el restaurante de comida mogol más auténtico de toda Nueva Delhi.
—¿Es de fiar? —Quiso saber Jennifer—. Preferiría no tener la descomposición del turista.
—Muy de fiar. Conozco al maître. Le llamaré para decirle que tal vez se pase usted por allí. Si lo hace, pregunte por Amit Singh. Él se ocupará bien de usted.
—Gracias —respondió ella—. Parece un buen plan.
Intentó doblar el plano para que recuperara su forma inicial. Sumit se lo cogió de las manos y lo plegó con maña.
—¿Puedo preguntarle cómo va a desplazarse hasta la Vieja Delhi?
—Aún no me lo había planteado.
—Permítame aconsejarle que tome un coche del hotel. Podemos proporcionarle un chófer que hable inglés, y además el coche tiene aire acondicionado. Es algo más caro que un taxi, pero, excepto mientras visite los edificios o el bazar, el conductor se quedará con usted.
A Jennifer la idea le gustó de inmediato. Dado que aquella visita a la ciudad podría ser su única y última oportunidad, decidió que debería hacerla bien y, para una turista primeriza, el coche podía ser la diferencia entre disfrutarla o no.
—¿Y dice que no cuesta mucho más que un taxi? —preguntó Jennifer para estar segura.
—Así es, si paga el taxi por horas. Es un servicio que el hotel brinda a sus clientes.
—¿Qué hago para contratarlo? Solo me iría bien si hubiera un coche disponible ahora mismo.
Sumit señaló hacia un mostrador similar al suyo que estaba al otro lado del vestíbulo, cerca de la entrada principal.
—Ese es el mostrador de transportes, justo al otro lado. Mi colega, el que viste de forma parecida a mí, es el encargado. Le aseguro que la ayudará en cuanto pueda.
Jennifer zigzagueó entre la gente que entraba y salía del hotel en dirección al mostrador de transportes. No se percató del hombre con entradas y cara redonda, casi diez centímetros más bajo que ella, que se levantó del sillón que ocupaba en el centro del vestíbulo y se acercó a los conserjes. Pero poco después, mientras el encargado de transportes terminaba una conversación telefónica, lo vio por casualidad. Se fijó en él porque estaba hablando con uno de los porteros, con turbante y altísimo, y en comparación parecía mucho más bajo de lo que era en realidad.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó el encargado de transportes mientras colgaba el teléfono.
Jennifer empezó a explicarse y observó en el hombre una reacción parecida a la que había mostrado el conserje: una especie de reconocimiento distraído. Se sintió cohibida al instante, preocupada por si se le había pasado por alto algo en su aspecto, como que se le hubiera quedado algún resto de comida entre los dientes. Por puro reflejo, se pasó la lengua por la dentadura.
—¿Puedo ayudarle? —repitió el hombre. Jennifer vio que se llamaba Samarjit Rao. No recordaba haber hablado antes con él.
—¿Nos conocemos? —preguntó Jennifer.
—Por desgracia, no; al menos en persona. Pero yo organicé su transporte desde el aeropuerto el martes por la noche, y también sé que irá usted en uno de los coches que realizarán una de las recogidas programadas para esta noche. Además, la administración fomenta que nos familiaricemos con los nombres y las caras de nuestros huéspedes.
—Impresionante —exclamó Jennifer.
Preguntó entonces cuánto le costaría contratar un coche para tres horas aproximadamente, y si había alguno disponible con un chófer que hablara inglés.
Samarjit le dijo el precio, y resultó ser menos de lo que ella esperaba. En cuanto le confirmó que había un coche disponible con un chófer que hablaba inglés, Jennifer lo solicitó. Cinco minutos después la enviaron al pórtico y le dijeron que el Mercedes llegaría en breve desde el garaje. También le dijeron que el conductor se llamaba Ranjeet Basoka y que los porteros sij estaban informados y le indicarían de qué vehículo se trataba.
Mientras esperaba que apareciese su coche, Jennifer se entretuvo observando la mezcla de nacionalidades; no se fijó en un hombre vestido de negro, con varias cadenas de oro al cuello, que salía del hotel, esquivaba la multitud y se subía a un Mercedes negro. Tampoco se dio cuenta de que aquel hombre, en lugar de arrancar el motor, se quedaba sentado en el asiento del conductor, tamborileando con los dedos sobre el volante.
—¿Le apetece un poco más de café? —preguntó el camarero.
—No, muchas gracias —respondió Neil.
Dobló el periódico que le habían dado, se levantó y se desperezó. El desayuno había sido estupendo. El bufet era uno de los más completos que había visto nunca, y había probado casi todo lo que ofrecía. Ya había firmado la cuenta, por lo que salió al bullicioso vestíbulo preguntándose qué planes tenía. Vio el mostrador de conserjería y se le ocurrió que podía empezar por allí.
Pasó un tiempo antes de que le llegara su turno.
—Me alojo en este hotel y… —empezó a decir.
—Por supuesto —dijo Lakshay—. Usted es el sahib Neil McCulgan.
—¿Cómo es que sabe mi nombre?
—Por las mañanas, cuando llego aquí, si tengo tiempo procuro familiarizarme con los nuevos huéspedes. A veces me equivoco, pero suelo acertar.
—Entonces debe de sonarle Jennifer Hernández.
—Desde luego. ¿Es usted un conocido suyo?
—Sí. Ella no sabe que estoy aquí. Es una especie de sorpresa.
—Un segundo —dijo Lakshay mientras salía a toda prisa de detrás del mostrador. Antes de cruzar la puerta a la carrera volvió a hablar—: Espere aquí.
Neil, desconcertado, vio a través del cristal que el portero iba directo hacia uno de sus coloridos colegas. Mantuvieron una rápida conversación y luego Lakshay volvió corriendo al interior. Le costó un poco recuperar el aliento.
—Lo lamento —se disculpó—. La señorita Hernández estaba aquí hace solo dos minutos. He pensado que quizá podría alcanzarla, pero acaba de irse en el coche.
El semblante de Neil se iluminó.
—¿Estaba aquí, en este mostrador, hace poco?
—Sí. Nos ha pedido algunas recomendaciones para hacer turismo. La hemos enviado al Fuerte Rojo, en la Vieja Delhi, a la mezquita Jama Masjid y al bazar de Delhi. Es posible que almuerce en un restaurante llamado Karim’s.
—En ese orden.
—Así es. Si se da prisa, creo que podría alcanzarla en el Fuerte Rojo.
Neil se encaminaba ya hacia la salida del hotel cuando le llamó el segundo conserje:
—Va en un coche del hotel, un Mercedes negro. Pregúntele el número de matrícula al encargado de transportes. Podría serle útil.
Neil asintió e hizo un gesto para indicar que lo había entendido. A continuación se dirigió hacia el mostrador de transportes, consiguió la matrícula y el número del móvil del chófer, y salió corriendo a buscar un taxi.
Jennifer se alegró al instante de haberse dejado convencer por el conserje para que alquilara un coche del hotel. Envuelta por la comodidad que ofrecía el silencioso Mercedes con aire acondicionado, se sentía como en otro planeta, sobre todo comparado con la mototaxi y el taxi. Disfrutó del primer cuarto de hora contemplando el espectáculo de las calles indias, la fantástica diversidad de medios de transporte, el gentío, y la mezcla de animales, desde impacientes monos hasta aburridas vacas. Incluso vio su primer elefante indio.
Ranjeet, el chófer, vestía un uniforme de color azul oscuro, ceñido y perfectamente planchado. Aunque hablaba inglés, tenía un acento tan fuerte que a Jennifer le costaba entenderle. Intentó esforzarse cuando le señaló varios monumentos, pero terminó por rendirse y se limitó a asentir y a decir cosas como «Muy interesante» o «Es maravilloso». Al cabo de un tiempo abrió la guía de viaje por la sección dedicada al Fuerte Rojo. El conductor se dio cuenta a los pocos minutos de que estaba concentrada en el libro y guardó silencio.
Jennifer leyó durante casi media hora sobre la arquitectura del fuerte, así como parte de su historia; estaba tan absorta que no era consciente del tráfico ni del itinerario. Tampoco era consciente de que les seguían dos coches: un Ambassador blanco y un Mercedes negro. En algunos momentos ambos vehículos le seguían muy de cerca, en particular cuando todos debían detenerse por algún semáforo en rojo o el típico embotellamiento. En otras ocasiones se alejaban bastante, aunque nunca se perdían de vista.
—Pronto veremos el Fuerte Rojo a nuestra derecha —informó Ranjeet—, justo después de este semáforo.
Jennifer apartó la mirada de su guía, en la que ya había pasado del Fuerte Rojo a la Jama Masjid. Lo primero que le llamó la atención era que la Vieja Delhi estaba mucho más abarrotada que Nueva Delhi, de gente y de vehículos; el cambio era patente en el número de bicitaxis y carretas tiradas por animales. También había más basura y desechos de todo tipo. La actividad era asimismo más intensa: había gente afeitándose y cortándose el pelo, recibiendo tratamiento médico, comprando comida rápida, dándose masajes, limpiándose las orejas, lavando la ropa, reparando el calzado y poniéndose empastes en los dientes. Todo al aire libre, con un equipamiento mínimo. El barbero no tenía más que una silla, un espejo diminuto y agrietado, unos pocos instrumentos, un cubo de agua y un trapo grande.
Jennifer estaba anonadada. Todas las partes de la vida que en Occidente se ocultaban a puerta cerrada, allí se llevaban a cabo al aire libre. Los ojos de Jennifer no daban abasto. Cada vez que veía una actividad y quería preguntarle al chófer qué hacían o por qué lo hacían al aire libre, veía algo aún más sorprendente.
—Ahí está el Fuerte Rojo —dijo Ranjeet con orgullo.
Jennifer miró al otro lado del parabrisas, hacia una impresionante estructura con almenas hecha de arenisca roja, mucho más grande de lo que había imaginado.
—Es enorme —consiguió decir. Estaba boquiabierta.
Avanzaban en paralelo a su muralla occidental, que parecía no tener fin.
—La entrada está al final, a la derecha —dijo Ranjeet mientras señalaba hacia delante—. Se llama la Puerta Lahore. El primer ministro pronuncia su discurso del Día de la Independencia desde ese lugar.
Jennifer no le estaba escuchando. El Fuerte Rojo era abrumador. Al leer sobre él había visualizado un edificio de tamaño similar al de la Biblioteca Pública de Nueva York, pero era inmensamente más grande y se había construido con un estilo de lo más exótico. Para explorarlo como merecía, habría que dedicarle un día entero, no una hora, como ella tenía en mente.
Ranjeet cruzó hacia la zona de aparcamiento que había frente a la Puerta Lahore. Había bastantes autobuses de turistas estacionados a un lado. Ranjeet fue hacia allí y se detuvo cerca de una tienda de recuerdos.
—La esperaré ahí —explicó, señalando unos árboles que daban cierta sombra—. Si al salir no me ve, llámeme y regresaré aquí de inmediato.
Jennifer cogió la tarjeta que le ofrecía el chófer, pero no le respondió. Aturdida por la inmensidad del fuerte, pensó que era inútil intentar ver cualquier edificio de ese tamaño en una hora. No le haría justicia. A ese sentimiento negativo se añadían el cansancio general que aún sentía por el jet lag, la sensación de arrullo que le había provocado el coche, y el hecho de que no era muy aficionada a visitar edificios antiguos. Lo suyo era la gente. Puesta a hacer el esfuerzo, prefería mil veces ver gente que arquitectura en ruinas. Le interesaba mucho más el espectáculo de la vida callejera india, de parte del cual había sido testigo desde el coche.
—¿Tiene algún problema, señorita Hernández? —le preguntó Ranjeet. Después de darle su tarjeta, seguía mirando a Jennifer, que ni siquiera había hecho ademán de moverse.
—No —contestó Jennifer—. Es que acabo de cambiar de opinión. Estamos cerca de la zona del bazar, ¿verdad?
—Sí, ya lo creo —dijo Ranjeet. Señaló al otro lado de la carretera que corría paralela al muro del Fuerte Rojo—. Toda la zona al sur de Chandni Chowk, esa calle principal que sale del Fuerte Rojo, es la zona del bazar.
—¿Hay algún lugar donde pueda aparcar bien el coche mientras doy una vuelta por ahí?
—Sí. En la mezquita Jama Masjid hay un aparcamiento. Está en el extremo sur del bazar.
—Vayamos allí —dijo Jennifer.
Ranjeet hizo un diestro cambio de sentido en tres maniobras y aceleró para deshacer el camino que habían seguido, levantando una nube de polvo amarillento. Hizo sonar el claxon cuando casi atropellaron a un hombre vestido de negro que llevaba una chaqueta al hombro. A quien no vio Ranjeet fue a otro hombre bajito, junto a un puesto de refrescos, que tiraba una lata de soda y corría hacia su coche.
—¿Chandni Chowk es también un distrito, además de una calle? —preguntó Jennifer. Había vuelto a su guía de viaje—. Me confundo un poco.
—Es las dos cosas —explicó Ranjeet.
Se había parado en un semáforo en rojo, pero eso no impidió que su claxon volviera a sonar cuando un taxi cruzó hacia el aparcamiento de la Puerta Lahore con más velocidad de la apropiada y casi les rozó al pasar. Ranjeet movió su puño en el aire y gritó unas palabras en hindi que, según supuso Jennifer, no debían de ser las más utilizadas en las reuniones de la alta sociedad.
—Perdóneme —se disculpó Ranjeet.
—Ha hecho bien, no se preocupe —dijo Jennifer. A ella el taxi también la había asustado.
El semáforo se puso en verde y Ranjeet giró al sur para incorporarse a la autovía Netaji Subhast Marg, que discurría frente al Fuerte Rojo.
—¿Ha subido usted en un rickshaw, señorita Hernández?
—No —admitió Jennifer—, aunque sí en mototaxi.
—Le recomiendo que pruebe el rickshaw, particularmente aquí, en Chandni Chowk. Puedo conseguirle uno en la Jama Masjid para que la lleve por el bazar. Los callejones se llaman galis; son estrechos y están llenos de gente. Los footing son todavía más estrechos. Le hará falta un rickshaw si no quiere perderse, para que la devuelva al coche cuando así lo desee.
—Supongo que debería probar —dijo Jennifer sin demasiado entusiasmo. Pensó que debería ser más aventurera.
Ranjeet salió por la derecha de la amplia avenida y enseguida quedó envuelto por el tráfico de una calle estrecha que avanzaba a trompicones. No se hallaban en el bazar en sí, pero a ambos lados de la calle se alineaban tiendas no muy grandes con una oferta variadísima, desde utensilios de cocina de acero inoxidable hasta excursiones en autobús por Rajastán. El coche avanzaba con lentitud y Jennifer pudo contemplar cómo la multitud de rostros de los lugareños reflejaba la vertiginosa variedad de grupos étnicos y culturas que milagrosamente se habían unido a lo largo de milenios para dar forma a la India actual.
La calle estrecha acababa en la pintoresca mezquita Jama Masjid, donde Ranjeet giró a la izquierda para internarse en un aparcamiento atestado. Bajó del coche y pidió a Jennifer que esperase un momento.
Mientras lo hacía, se percató de un rasgo característico del temperamento indio. A nadie parecía importarle que Ranjeet acabara de dejar el coche en pleno centro de una ajetreada zona de aparcamiento. Era como si el vehículo fuera invisible, a pesar de estar bloqueando el paso. No quiso ni imaginarse el revuelo que habría causado hacer algo parecido en Nueva York.
Ranjeet volvió seguido de un rickshaw. Jennifer se quedó de piedra. El ciclista era delgado como un palo y tenía las mejillas hundidas por la falta de proteínas. Si no parecía capaz de llegar muy lejos caminando, mucho menos de pedalear con la suficiente fuerza para mover un triciclo con los cincuenta y dos kilos de Jennifer a cuestas.
—Este es Ajay —dijo Ranjeet—. La llevará por el bazar, a donde usted le diga que quiere ir. Le he propuesto el Dariba Kalan, con sus adornos de oro y plata. También podría gustarle visitar algunos templos. Cuando quiera volver al coche, dígaselo.
Jennifer salió del coche y se sentó con cierta desgana en el duro asiento del rickshaw. Vio que apenas había donde agarrarse, y eso hizo que se sintiera vulnerable. Ajay se inclinó hacia delante y luego empezó a pedalear sin decir palabra. Para sorpresa de Jennifer, impulsaba la bicicleta con aparente facilidad poniéndose de pie sobre los pedales. Tras recorrer la fachada de la Jama Masjid se adentraron en el extenso bazar.
Cuando Dhaval Narang volvió a su coche, junto a la Puerta Lahore del Fuerte Rojo, Ranjeet ya tenía el semáforo en verde y avanzaba hacia el sur para unirse al tráfico procedente del bulevar Chandni Chowk. Dhaval aceleró para pasar el semáforo antes de que se pusiera en rojo y siguió al coche del hotel intentando a la desesperada no perderlo de vista. Había mucho tráfico y no le fue fácil, aunque conducía de manera muy agresiva para no quedarse atrás. Le fue bien hasta que un autobús se le puso delante y le bloqueó incluso la visión.
Dhaval decidió arriesgarse; pisó el acelerador, cambió de carril frente a un camión que venía en dirección contraria, y logró adelantar al autobús, que iba repleto. La lástima fue que cuando volvió a tener una buena visión al frente, Ranjeet se había esfumado. Dhaval redujo la marcha y fue escrutando las calles que salían hacia el oeste a medida que pasaba junto a ellas. Al poco tuvo que detenerse en un semáforo y dejar pasar a la multitud que cruzaba la Netaji Subhast Marg.
Estaba contrariado; golpeteaba con impaciencia el volante mientras esperaba a que el semáforo cambiara. Al principio le alegró lo del Fuerte Rojo; era grande y siempre estaba lleno de turistas, y eso facilitaba dar el golpe y fundirse con la multitud sin miedo a que lo atraparan. Pero de repente Ranjeet se marchó y Dhaval no tenía ni idea de adonde se dirigía ni por qué.
Cuando el semáforo se puso en verde, Dhaval tuvo que esperar con impaciencia mientras los vehículos que tenía delante se ponían lentamente en marcha. En la siguiente esquina echó un vistazo en dirección a la mezquita Jama Masjid y en un abrir y cerrar de ojos se decidió. A medio camino de la mezquita, parado en un atasco, le pareció ver el Mercedes del Amal Palace.
De repente Dhaval giró el volante a la derecha y se metió entre el tráfico que avanzaba en dirección contraria, lo que obligó a varios vehículos a dar un frenazo. Apretaba la mandíbula, casi daba por hecho que en cualquier momento oiría el estrépito de un coche, pero por suerte solo hubo chirridos de neumático, cláxones y gritos de furia. Había decidido que llegaría hasta la mezquita tanto si el coche negro era un vehículo del hotel como si no. Si Jennifer Hernández no estaba allí, regresaría al Amal Palace.
Le tomó algún tiempo llegar delante de la mezquita por la lentitud del tráfico, que avanzaba dificultosamente por la calle secundaria, y girar hacia los aparcamientos que había a la izquierda. Tan pronto como lo hizo, vio que el coche del hotel estaba aparcando. Un vistazo rápido por encima del hombro hacia el otro lado lo recompensó como esperaba: vio a Jennifer montada en un rickshaw justo antes de que desapareciera en uno de los abarrotados galis.
El inspector Naresh Prasad conocía el itinerario que Jennifer pensaba seguir en su gira por la Vieja Delhi, por lo que enseguida supuso que había cambiado de idea sobre el Fuerte Rojo y seguía hacia la Jama Masjid. Hasta cierto punto, Naresh avanzaba deprisa, pero no vio la necesidad de arriesgarse. Aunque no deseaba perderla, cada vez se planteaba más la necesidad de seguirla mientras actuaba como una simple turista. Hubiera preferido averiguar con quién había desayunado aquella mañana en vez de convertirse en su sombra mientras ella disfrutaba de las vistas.
Cuando entró en el aparcamiento y puso punto muerto, observó a un hombre vestido de negro que salía de un Mercedes. Era el mismo hombre al que Naresh había visto unos minutos antes correr hacia el coche mientras Jennifer Hernández abandonaba el Fuerte Rojo. Picado por la curiosidad, bajó rápidamente del vehículo.
A Neil no le quedó más remedio que sonreír mientras corría frente a la mezquita Jama Masjid. Le estaba costando horrores sorprender a Jennifer. Se preguntó qué habría ocurrido en el Fuerte Rojo. Cuando él visitó la India cinco meses atrás, el Fuerte Rojo fue uno de sus lugares turísticos favoritos, pero Jennifer por lo visto no pensaba lo mismo.
Un minuto antes, por pura suerte, Neil había entrevisto a Jennifer intentando mantener el equilibrio en un rickshaw y a punto de ser engullida por la laberíntica Delhi. Le gritó al taxista que parase, lanzó el dinero de la carrera al asiento del copiloto y abandonó el vehículo de un salto, pero lo único que consiguió fue quedarse atascado entre la multitud que se agolpaba a la entrada de la mezquita. Cuando por fin salió de allí, Jennifer ya no estaba.
Neil entró en el bazar y tuvo que reducir el paso a un trote lento. Al principio no estuvo seguro de la dirección que Jennifer había tomado, pero tras un par de minutos de footing volvió a verla. La tenía a unos quince metros por delante.
Jennifer no estaba pasándolo nada bien. El asiento del rickshaw era duro y el callejón estaba lleno de baches. En varias ocasiones, cuando los neumáticos de la bicicleta se metían en algún hoyo, creyó que iba a caerse. Los callejones, las callejuelas y los todavía más estrechos footing estaban horriblemente llenos de gente, eran ruidosos, frenéticos, vibrantes y caóticos, todo al mismo tiempo. Sobre ella pendía como una telaraña una miríada de cables eléctricos y tuberías. Una sinfonía de olores deliciosa y nauseabunda, formada entre otras cosas por especias, orina, heces de animales y jazmín, lo envolvía todo.
Agarrada como si le fuera la vida en ello, pensó que tal vez aquella experiencia le habría parecido más interesante de no ser por la muerte de su abuela, que no lograba apartar de su conciencia por intenso que fuera el bombardeo sobre sus sentidos. Aunque estaba sobrellevando la tragedia mucho mejor de lo que esperaba antes de llegar a la India, seguía afectándole negativamente en muchos aspectos. Así, el bazar le parecía sucio, lleno de basura e inmundicias y exageradamente repleto de gente. La mayoría de las tiendas no eran más que agujeros en las paredes con un montón de trastos a la venta como derramándose en la calle. Aún no había visto la parte donde se comerciaba con oro y plata, ni tampoco la zona de las especias, pero ya tenía suficiente. Sencillamente no tenía ánimo para seguir con aquello.
Se disponía a intentar decirle al ciclista que quería volver —de hecho ya se había inclinado hacia delante, mientras se sujetaba con la mano izquierda y sostenía el bolso en su regazo con la derecha, para tratar de llamar la atención del hombre—, cuando con el rabillo del ojo atisbo cierto alboroto. Se volvió hacia la izquierda, bajó la vista, y se encontró mirando el cañón de una pistola. Por encima del arma vio el rostro delgado, duro e inexpresivo de un hombre.
Lo siguiente que se oyó en los abarrotados galis fue el alarmante sonido de dos disparos. Los que se hallaban cerca de la víctima y miraban en su dirección fueron testigos del poder destructivo de una bala de nueve milímetros que atravesó el cráneo y salió por el lado izquierdo de la cara del hombre. Casi toda la mejilla izquierda de la víctima estalló y dejó al desnudo la parte superior e inferior de la dentadura.