Nueva Delhi, jueves 18 de octubre de 2007, 7.30 h
Jennifer estaba enmarañada en una recurrente pesadilla sobre su padre que solía tener cuando se estresaba. Nunca le había contado el sueño a nadie por miedo a lo que pudieran pensar de ella. Ni siquiera estaba demasiado segura de lo que pensaba ella de sí misma. En la pesadilla su padre la acosaba con una cruel expresión en el rostro mientras ella le gritaba que parase. Terminaban en la cocina. Ella cogía un cuchillo de carnicero y lo blandía. Sin embargo, él se acercaba y le decía, burlón, que nunca lo utilizaría. Pero ella lo hacía. Le apuñalaba una y otra vez, pero lo único que hacía su padre era reír.
Normalmente Jennifer se despertaba en ese momento, empapada en sudor, y así ocurrió también esta vez. Desorientada, le costó unos instantes comprender que estaba en la India y que el teléfono estaba sonando. Jennifer descolgó con cierto miedo, como si quien estuviera llamando hubiera sido testigo de sus puñaladas.
La llamada resultó ser de Rita Lucas, que sintió la ansiedad en la voz de Jennifer.
—Espero que no sea mal momento para llamar.
—No, está bien —dijo Jennifer, sintiéndose más cercana a la realidad—. Estaba soñando.
—Siento llamarla tan pronto, pero quería asegurarme de que la pillaría. En realidad he tenido que esperar. No he dormido nada. He pasado casi toda la noche en el hospital. —Jennifer miró el despertador analógico con radio. Le costó un momento saber qué hora era porque las dos manecillas eran casi igual de largas—. Esperaba que pudiera desayunar conmigo.
—Esto estaría bien.
—¿Puede ser pronto? Estoy molida. ¿Y puedo pedirle que venga al Imperial? Me temo que tengo un aspecto igual de horrible que como me siento.
—Ningún problema. Puedo estar lista en menos de media hora. ¿Sabe si el hotel Imperial está muy lejos del Amal Palace?
—Está muy cerca. Solo tiene que coger la calle Janpath.
—Me temo que no sé dónde está la calle Janpath.
—Muy cerca. Serán unos cinco minutos en taxi.
—Entonces creo que podría estar ahí sobre las ocho —dijo Jennifer, apartando las mantas y sacando las piernas de la cama.
—La espero en el comedor del desayuno. Si entra por la puerta principal y cruza todo el vestíbulo, le queda a la derecha.
—Nos vemos dentro de media hora —dijo Jennifer.
Colgó el teléfono y puso la directa. En su etapa de estudiante de medicina había perfeccionado los pasos para conseguir estar lista en poco tiempo. Había decidido muy pronto que un cuarto de hora más durmiendo bien valía la molestia de darse prisa.
Se alegró de que Rita Lucas estuviera dispuesta a reunirse con ella. Jennifer estaba deseando saber más de aquella tercera muerte de un turista médico estadounidense y de determinar con exactitud cuánto se parecía a las otras dos.
Mientras se duchaba y se vestía, pensó en el día que tenía por delante. Quería evitar el hospital Queen Victoria, no fuera a ser que la pesada de la gerente médica siguiera agobiándola. Eso significaba que tenía que pensar en algo con lo que ocupar la mañana, la comida, la tarde y la cena para no obsesionarse con la desazón de no poder hacer progresos con el caso de su abuela hasta que llegase Laurie. En cuanto a la noche, sabía exactamente qué haría y no veía el momento de salir hacia el aeropuerto.
Cuando salió de la habitación con una de sus guías de viaje se sintió orgullosa: eran solo las siete y cincuenta y tres minutos, posiblemente su mejor tiempo. Bajando en el ascensor volvió a repasar sus planes para aquel día. Había decidido llamar a Lucinda Benfatti y quedar con ella para comer, cenar o las dos cosas. Por la mañana, suponiendo que el desayuno no se alargara, pensó en hacer algo de turismo, aunque eso de ver monumentos no le gustaba demasiado. Se dijo que viajar a un lugar tan lejano y volver sin haber visto nada de la ciudad sería una lástima. Decidió que por la tarde haría un poco de ejercicio y se relajaría en la piscina, un lujo que no solía permitirse.
Cuando le dijo al portero del Amal Palace que iba al hotel Imperial, el hombre le aconsejó que bajara por el camino de entrada del hotel y, si se sentía aventurera, parara una mototaxi. Jennifer se lo tomó como una especie de desafío e hizo eso exactamente; la convenció que el portero le dijera que a esa hora punta sería bastante más rápido que un taxi normal.
Al principio el vehículo, con sus tres ruedas y sin paredes laterales le pareció pintoresco. Pero cuando se sentó en el resbaladizo banco trasero de plástico y la mototaxi aceleró como si estuviera en una carrera, reconsideró su primera impresión. Los bruscos acelerones la zarandearon adelante y atrás y Jennifer corrió a agarrarse. Cuando la mototaxi alcanzó velocidad, el conductor zigzagueó entre los humeantes autobuses mientras ella iba de un lado a otro. La última afrenta a su dignidad tuvo lugar por culpa de un bache que la envió hacia el cielo con tal velocidad que su cabeza tocó el techo de fibra de vidrio.
Pero el peor momento tuvo lugar cuando el conductor aceleró entre dos autobuses que convergían. Haciendo caso omiso del peligro de ser aplastado por dos vehículos cincuenta veces mayores que su mototaxi, el hombre no redujo la velocidad a pesar de lo rápido que menguaba el espacio libre, tanto que la gente que viajaba agarrada a los laterales de los autobuses podría haber estrechado la mano a Jennifer.
Convencida de que la mototaxi y los autobuses se tocarían, la joven apartó las manos de los laterales y se agarró al borde del asiento. Segura de que estaba a punto de oír el restallido del roce, cerró los ojos y apretó la mandíbula. Pero no se produjo. Lo que oyó fue el ensordecedor chirrido de los frenos de los autobuses cuando se acercaron a un semáforo en rojo. Abrió los ojos. El conductor de la mototaxi, capaz de frenar en mucho menos espacio, aceleró, pasó como una bala entre los dos autobuses, los adelantó y entonces frenó él también.
En cuanto la mototaxi dejó de tambalearse, la rodearon un montón de niños entre tres y doce años, sucios, descalzos y harapientos, que tendían la mano izquierda hacia ella mientras hacían el gesto de que querían comer con la derecha. Algunas niñas llevaban un bebé a la cadera.
Jennifer se encogió al ver los ojos tristes y oscuros de los niños, algunos con costras y pus, sin duda infectados. No se atrevía a darles dinero, no fuera a ser que se organizara algún alboroto, así que miró al conductor en busca de ayuda. Pero él no movió un dedo; ni siquiera se volvió. Con aire ausente, aceleró el minúsculo motor del vehículo sin soltar el embrague.
Casi mareada por enfrentarse a una pobreza tan desgarradora, la asqueó y al mismo tiempo la intimidó que el hinduismo, con sus credos del punarjanma y el karma, tuviera el poder de habituar a sus fieles a tales contrastes e injusticias.
Para alivio de Jennifer, el semáforo se puso en verde y el enjambre de mototaxis, ciclomotores, motocicletas, autobuses, camiones y coches salió en tropel y los niños tuvieron que esquivarlos para salvar la vida.
El trayecto desde el Amal Palace hasta el Imperial fue corto, como le habían prometido, pero cuando Jennifer pagó al conductor y enfiló el camino de entrada al hotel Imperial —este le había dicho que no se le permitía el paso—, se sintió como si hubiera hecho una maratón física y mental. Y para colmo le dolía ligeramente la cabeza por el humo de los motores que había inhalado.
Mientras se acercaba al hotel observó el edificio; tenía un aura colonial, no así su emplazamiento. En cierto modo le recordaba al hospital Queen Victoria; ambos parecían como metidos a presión entre edificios comerciales nada atractivos.
A Dhaval Narang le parecía que su trabajo era el mejor del mundo, pues se pasaba la mayor parte del tiempo sentado jugando a las cartas con otros empleados de Shashank Malhotra. Y cuando le llamaban para que se encargase de algo, siempre era interesante y a menudo suponía un desafío, como la misión que tenía entre manos. Se suponía que debía deshacerse de una joven americana llamada Jennifer Hernández. El desafío consistía en que no tenía ni idea del aspecto de aquella mujer, solo sabía que se alojaba en el hotel Amal Palace. Tampoco sabía cuánto tiempo se quedaría allí, por lo que no podía permitirse el lujo de pasar mucho tiempo buscándola, observándola y conociendo su rutina. Shashank le había ordenado que lo hiciera y que lo hiciera rápido.
En la radio del coche sonaba música actual inspirada en las películas de Hollywood. Dhaval, vestido con una camisa negra de cuello abierto y algunas cadenas de oro, giró su amado sedán Mercedes Clase E hacia la vía de entrada al Amal Palace y lo acercó al pórtico. En la guantera, cerrada con llave, llevaba una Beretta automática con silenciador de tres pulgadas. Era una de sus muchas armas de usar y tirar. Dhaval se guiaba por la regla de que, después de cada golpe, la pistola debía desaparecer o quedarse en la escena del crimen. Cuando Shashank lo contrató, se quejó de lo cara que era semejante manera de proceder, pero Dhaval insistió e incluso amenazó con despedirse si no se le permitía seguirla. Finalmente Shashank cedió. En la India era mucho más fácil comprar pistolas que encontrar a gente con el currículo de Dhaval.
Este provenía de una pequeña ciudad rural de Rajastán y se había alistado en el ejército para escapar de las inexorables garras de la vida en provincias. Esa decisión cambió su vida en muchos sentidos. Llegó a adorar la vida militar y la emoción de poder matar dentro de la ley. Solicitó y consiguió el ingreso en las recién constituidas Fuerzas Especiales indias y terminó como Gato Negro formando parte del cuerpo de élite en la Guardia Nacional de Seguridad. Su carrera progresó a las mil maravillas, al menos hasta que entró en combate real durante las operaciones en Cachemira en 1999. En una redada nocturna contra un grupo de insurgentes a los que supuestamente Pakistán apoyaba, cuando Dhaval mostró su implacable ensañamiento matando a diecisiete sospechosos dispuestos a rendirse, los mandos consideraron que era un lastre molesto y lo retiraron de la operación. Un mes después lo relevaron del servicio.
Por suerte para Dhaval, su historia, que la Guardia Nacional de Seguridad intentó silenciar, llegó al radar de Shashank Malhotra, quien estaba diversificando rápidamente sus intereses empresariales y haciendo enemigos en el camino. Shashank necesitaba a alguien con la preparación y la actitud de Dhaval, por lo que rastreó al ex agente de las Fuerzas Especiales; el resto era historia.
Dhaval bajó la ventanilla cuando vio que el jefe de porteros del Amal Palace se acercaba con el bloc de pegatinas para el aparcamiento en una mano y un lápiz en la otra.
—¿Cuánto tiempo se quedará? —preguntó el portero. Estaba ocupado; no dejaban de llegar clientes de negocios para mantener reuniones durante el desayuno.
Dhaval sacó un fajo enrollado de rupias y se lo pasó con disimulo. El dinero desapareció de inmediato en la chaqueta escarlata del portero.
—Me gustaría aparcar por aquí, cerca de la entrada. Seguramente me quedaré una hora o así, no llegará a dos.
Sin decir nada, el portero señaló el último sitio libre frente a la entrada del hotel y a continuación indicó al siguiente coche que avanzara. Dhaval rodeó las columnas exteriores del pórtico y se metió en el lugar señalado. Era perfecto. Tenía una línea de visión despejada hacia la puerta del hotel y su vehículo estaba encarado hacia la salida que daba a la calle.
Dhaval bajó del coche y entró en el vestíbulo. Utilizó un teléfono interno del hotel para llamar a Jennifer Hernández. Lo dejó sonar media docena de veces, le saltó el contestador automático y colgó. Se acercó al comedor principal, el que se utilizaba para los desayunos, y preguntó al maître si había visto a la señorita Jennifer Hernández aquella mañana.
—No, señor —respondió el caballero.
—He de reunirme con ella y ni siquiera sé qué aspecto tiene. ¿Podría darme alguna pista?
—Es una joven muy guapa. De mediana altura; tiene el pelo oscuro, tupido y le llega por los hombros, y tiene muy buen tipo. Suele llevar pantalones vaqueros ajustados y camisetas de algodón.
—Estoy impresionado —dijo Dhaval—. Es una descripción mucho más completa que la que esperaba. Gracias.
—Debo admitir que suelo recordar bien a las mujeres atractivas —dijo el maître con una sonrisa y un guiño—, y no cabe duda de que ella es una mujer muy atractiva.
Dhaval salió del comedor con paso lento, algo confundido. Eran poco más de las ocho y Jennifer no estaba en su habitación ni en la zona de desayuno. Se detuvo en el centro del vestíbulo y miró alrededor por si veía a alguien que encajara con la descripción del maître; nadie. Su mirada atravesó los amplios ventanales y vio a media docena de personas nadando en la piscina.
Salió del hotel y observó a los nadadores. Había dos mujeres más o menos jóvenes. Una tenía el pelo castaño, pero no podía decirse que tuviera buen tipo. La otra era rubia, por lo que también quedaba descartada. Dhaval regresó al edificio por la entrada inferior para echar un vistazo en la sala de masajes y el gimnasio. Había dos personas usando las máquinas de pesas y las bicicletas estáticas, pero ambas eran varones.
Algo desanimado, Dhaval subió la escalera hacia el vestíbulo y se dirigió al mostrador de transporte. El empleado que estaba allí se llamaba Samarjit Rao. La nómina de Sam, como solía llamársele, constaba en la contabilidad oculta de Shashank Malhotra. Cuando Shashank invitaba a clientes de negocios a Delhi, siempre los alojaba en el Amal; solía interesarle saber adónde iba esa gente.
—Señor Narang —dijo Sam en tono respetuoso—. Namasté.
Sam sabía quién era Dhaval y se comportaba con el temor adecuado.
—En este hotel se aloja una mujer joven y atractiva, al menos según el maître. Se llama Jennifer Hernández. ¿La conoces?
—Sí. —Sam miró a su alrededor, nervioso.
Otros empleados del hotel también sabían quién era Dhaval.
—Necesito que alguien me la señale. ¿Crees que podrás hacerlo tú?
—Desde luego, señor. Cuando regrese.
—¿Ha salido del hotel?
—Sí, la he visto marcharse poco antes de las ocho.
Dhaval suspiró. Había esperado encontrarla pronto y seguirla cuando saliera.
—Bueno, esperaré por aquí unas cuantas horas —dijo Dhaval—. Compraré un periódico y me sentaré allí, contra la pared. —Señaló unos sillones libres—. Cuando regrese, si regresa, házmelo saber.
El sonido del teléfono a las ocho y cuarto de la mañana sacó a Neil de un sueño profundo. Respondió con miedo, sin saber muy bien dónde se hallaba. Pero se despejó enseguida, dio las gracias al operador y saltó de la cama. Lo primero que hizo fue abrir las cortinas y contemplar la soleada neblina. Justo debajo de su ventana estaba la piscina; había unas cuantas personas nadando. Neil tenía intención de hacer lo mismo en algún momento del día. Sería una buena cura para la ansiedad y el jet lag.
Ilusionado, entró en el cuarto de baño y se metió en la ducha. Se cepilló los dientes, puso un poco de orden en su pelo, y sacó de la maleta una camisa y unos pantalones limpios. Ya a punto, se sentó en el borde de la cama y pulsó el botón del operador con un dedo tembloroso. Su intención era fingir que llamaba desde Los Ángeles y, en el transcurso de la conversación, tratar de averiguar qué planes tenía Jennifer para ese día. Contando con esa información, se le ocurriría alguna forma de sorprenderla.
Le pareció que el operador tardaba siglos en responder. «¡Vamos!», instó impaciente. Cuando el operador por fin contestó, Neil le dio el nombre de Jennifer. Lo siguiente que oyó fueron los tonos del teléfono sonando en la habitación de ella. Su emoción creció al imaginar que en cualquier momento oiría su voz.
Casi doce tonos después, se hizo a la idea de que Jennifer no iba a coger el teléfono, así que colgó. Probó con el número del móvil, pero el contestador saltó al primer tono, lo que le indicó que no lo había encendido. Volvió a colgar. Algo decepcionado, pensó en el siguiente paso. Se dijo que cabía la posibilidad de que Jennifer estuviera en la ducha y que debería volver a llamar a su habitación en cinco o diez minutos, pero con lo nervioso que estaba no iba a quedarse allí sentado. Cogió su tarjeta llave, salió de la habitación y bajó al vestíbulo. Lo siguiente que se le había ocurrido era que Jennifer podría estar desayunando.
El comedor estaba casi lleno. Mientras guardaba cola para hablar con el maître, recorrió con la mirada los distintos niveles de la sala. A la izquierda, contra la pared del fondo, en el nivel elevado, había un bufet bien provisto.
A la derecha, varias alturas por debajo, estaban los ventanales que daban a los jardines y la piscina. Neil sufrió una nueva decepción: no la veía.
—¿Cuántos van a ser? —preguntó el maître cuando llegó su turno.
—Solo uno —respondió Neil.
El maître sacó un menú para dárselo a la camarera que le acompañaría a la mesa cuando Neil preguntó:
—¿Le suena por casualidad una cliente del hotel llamada Jennifer Hernández? Es…
—Me suena —le interrumpió el maître—, y es usted el segundo caballero que la anda buscando esta mañana. No ha venido todavía a desayunar.
—Gracias —dijo Neil, animado. Cuando llamó antes debía de estar en la ducha. Este dejó que la camarera le guiara a una mesa para dos cerca de las ventanas, pero no se sentó—. ¿Dónde está el teléfono interno más cercano? —preguntó.
—Hay varios en el pasillo que lleva a los servicios —respondió la joven. Se los señaló.
Neil le dio las gracias y corrió hacia allí. El corazón se le aceleró de nuevo, y eso le sorprendió. No pensaba que se emocionaría tanto…, y eso le llevó a preguntarse si Jennifer le atraía más de lo que quería admitir. Cuando el operador contestó, Neil volvió a pedirle que le pasara con la habitación de Jennifer. Seguro de que esta vez hablaría con ella, incluso empezó a preparar su primera fase. Pero no le hizo falta. Igual que antes, el teléfono no hizo más que sonar y sonar.
Neil colgó. Había estado tan seguro de que respondería, que la decepción fue mayor que antes. Incluso se le pasó por la cabeza la idea absurda de que Jennifer sabía que iba y lo estaba evitando deliberadamente.
—Menuda ridiculez —murmuró su yo más cuerdo.
Decidió que había llegado el momento de tomar un buen desayuno y se encaminó hacia su mesa. Mientras caminaba, se preguntó si la ausencia de Jennifer tendría algo que ver con el otro caballero que había estado buscándola y, mientras consideraba esa posibilidad, se dio cuenta de otra cosa: estaba celoso.
Se sentó a la mesa de manera que pudiera controlar la entrada del comedor y, a continuación, cogió el menú y le hizo un gesto a la camarera.
El inspector Naresh Prasad giró el volante de su antiguo automóvil blanco Ambassador, propiedad del gobierno, enfiló la rampa hacia el hotel Amal Palace y aceleró hasta la entrada del edificio. Eran casi las nueve de la mañana, por lo que había mucho movimiento de coches que llegaban y descargaban a los clientes de negocios que transportaban.
Cuando le llegó el turno a Naresh, uno de los porteros de ropaje resplandeciente y turbante le hizo señas de que se acercara y enseguida levantó una mano para que se detuviera. Abrió la puerta del Ambassador, se irguió y saludó a Naresh mientras bajaba del coche.
El inspector ya se había sometido varias veces al mismo ritual, por lo que llevaba la cartera abierta y su identificación policial visible. La mostró casi con el brazo estirado para que el portero, de una altura impresionante, pudiera leerla y comprobar la foto si así lo deseaba. Naresh admitió lo gracioso de la escena, ya que él era un hombre bajo. Su metro sesenta hacía que el portero, de más de dos metros de altura, pareciera un gigante.
—Quiero el coche aparcado aquí, junto a la puerta, y listo para salir rápidamente si es necesario —dijo Naresh.
—Como desee, inspector Prasad —contestó el portero, demostrando que había comprobado detenidamente su identificación. Chasqueó los dedos y dio instrucciones a un mozo uniformado para que dejara el coche donde debía.
Algo cohibido, Naresh intentó erguirse para parecer tan alto como pudiera mientras subía los pocos escalones que llevaban a la puerta doble y pasaba junto a un grupo de huéspedes que esperaban su transporte. Ya dentro, barrió con la mirada el amplio vestíbulo y consideró cómo debía proceder. Tras deliberar un momento consigo mismo, decidió que lo más razonable era contar con la ayuda del conserje. No deseaba llamar la atención, por lo que esperó su turno hasta que varios clientes terminaron de entretener a los dos empleados con sus reservas para la cena.
—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó uno de los conserjes ataviado con un traje formal y luciendo una sonrisa encantadora.
Naresh estaba impresionado. Aquel hombre y su compañero daban tal sensación de entusiasmo que parecía que disfrutaran de verdad con su trabajo, algo de lo que Naresh rara vez era testigo en el vasto funcionariado indio con que tenía que tratar a diario.
Con prudencia para que no se montara ningún alboroto, Naresh le dejó ver sutilmente su tarjeta de identificación.
—Estoy buscando a una de sus huéspedes. Nada serio. Un simple formalismo. Solo nos preocupa su seguridad.
—¿Qué podemos hacer por usted, inspector? —preguntó el conserje bajando la voz. Se llamaba Sumit.
El segundo conserje terminó de atender a un cliente y se inclinó para unirse a la conversación después de ver la identificación policial de Naresh. Su nombre era Lakshay.
—¿Alguno de los dos conoce a una joven estadounidense que se aloja en el hotel llamada Jennifer Hernández?
—¡Oh, sí! —Dijo Lakshay—. Y diría que es una de nuestras huéspedes más agradables y atractivas. Pero de momento solo ha venido al mostrador para pedir un plano de la ciudad. Ningún otro servicio. La he atendido yo.
—Parece una mujer muy agradable —añadió Sumit—. Cuando pasa, siempre nos mira y nos sonríe.
—¿La han visto hoy?
—Yo sí —respondió Sumit—. Ha salido del hotel hace aproximadamente cuarenta minutos. Tú no estabas en ese momento en el mostrador —le dijo a Lakshay, en respuesta a la expresión perpleja de su compañero.
Naresh suspiró.
—Lástima. ¿Iba sola o acompañada?
—Sola, pero no sé si había quedado con alguien fuera.
—¿Cómo iba vestida?
—Muy informal: un polo de colores vivos y vaqueros azules. —Naresh asintió mientras sopesaba sus opciones. Sumit hizo una sugerencia—: Déjeme que salga un segundo y se lo pregunte a los porteros. Tal vez se acuerden de ella.
Sumit abandonó su puesto detrás del mostrador de conserjería y se encaminó hacia el exterior.
—Parece que se lo esté pasando de maravilla —comentó Naresh, mirando por el cristal cómo el viento agitaba la cola de frac del conserje.
—Siempre —dijo Lakshay—. ¿Ha hecho algo malo esa chica?
—No puedo hablar de ello.
Lakshay asintió, algo avergonzado por su evidente curiosidad.
Los dos contemplaron la corta y animada conversación que Sumit mantenía con uno de los sij. Al poco, este regresó.
—Al parecer ha ido al hotel Imperial, eso suponiendo que estemos hablando de la misma mujer. Y estoy bastante seguro de que sí.
Una pareja inglesa de mediana edad se acercó a conserjería. Naresh se hizo a un lado. La pareja pidió que les recomendaran algún sitio para comer en la parte antigua de Delhi, y Naresh aprovechó el momento para meditar su siguiente jugada. Al principio se le ocurrió salir volando hacia el Imperial, pero descartó la idea al darse cuenta de que Jennifer ya llevaba casi una hora fuera y, sin nadie allí capaz de identificarla con seguridad, podría escapársele. Optó por quedarse en el Amal, confiando en que no se pasara todo el día fuera y regresara pronto. Por lo menos allí los conserjes le ayudarían en la identificación.
—Gracias por su ayuda —dijo la mujer inglesa después de que Sumit le anotara una reserva para comer.
Tan pronto como la pareja inglesa se volvió para marcharse, Naresh regresó al mostrador.
—He decidido que haré lo siguiente —anunció—: Me sentaré ahí, en el centro del vestíbulo. Si la señorita Jennifer entra, háganme una seña.
—Será un placer, inspector —dijo Sumit.
Lashkay también asintió.
Jennifer miró al otro lado de la mesa y le impresionó lo bien que Rita Lucas guardaba la compostura. Cuando Jennifer llegó al hotel Imperial, la mujer se disculpó por su aspecto, le explicó que no se había visto con ánimos para arreglarse después de pasar la noche despierta, primero varias horas en el hospital y luego al teléfono con familiares y amigos.
Era una mujer delgada y pálida, al contrario que su difunto marido. Dejaba entrever una especie de rebeldía tímida y desesperada ante la tragedia en que se hallaba.
—Era un buen hombre —estaba diciendo—. Aunque era incapaz de controlar el hambre. Lo intentaba, eso hay que reconocerlo, pero no podía. Y eso que se avergonzaba de su aspecto y de sus limitaciones…
Jennifer asintió; comprendió que la mujer necesitaba desahogarse. Le dio la impresión de que era ella, no su marido, la que se avergonzaba y la que le había insistido en pasar por la cirugía contra la obesidad que, en última instancia, le había causado la muerte.
Rita le había explicado que el hospital intentó presionarla para que decidiera qué quería que hicieran con el cuerpo. Al principio solo lo sugirieron, pero poco a poco se pusieron más insistentes. Rita admitió que, de no haber hablado antes con ella, seguramente se habría rendido y el cuerpo estaría ya camino del crematorio.
—Lo que al final me decidió fue que no pudieran explicarme cómo murió —había explicado—. Primero dijeron que había sido un simple ataque al corazón, luego un infarto cerebral con ataque al corazón, después que el ataque al corazón provocó el infarto cerebral. No se decidían. Y cuando saqué el tema de la autopsia, casi se pusieron agresivos. Bueno, por lo menos el gerente médico se enfadó; al cirujano no parecía que le preocupara.
—¿Te dijeron si cuando tuvo el ataque al corazón se puso azul? —había preguntado Jennifer.
—Sí, el cirujano lo mencionó —había sido la respuesta de Rita—. Dijo que como se le pasó tan rápido con la respiración artificial, creyó que David saldría adelante.
Rita calló un momento y Jennifer devolvió la atención al presente.
—¿Qué hay de esos amigos forenses que vienen para ayudarte con lo de tu abuela? —Preguntó Rita—. Me dijiste que también podrían echar un vistazo al caso de mi marido. ¿Sigue en pie la oferta?
—Están de camino, así que no he tenido ocasión de preguntárselo. Pero estoy segura de que no pondrán ninguna pega.
—Se lo agradecería muchísimo. Cuanto más pienso en lo que dijiste de que se lo debemos a nuestros seres queridos, más de acuerdo estoy contigo. Y con todo lo que me has contado, ahora yo también tengo mis sospechas.
—Se lo preguntaré esta noche cuando lleguen, mañana te diré algo —dijo Jennifer.
Rita suspiró; las lágrimas se le acumularon en los ojos y se las limpió cuidadosamente con un pañuelo de papel, primero un ojo y luego el otro.
—Creo que ya no puedo hablar más, y desde luego estoy molida. Será mejor que me vaya arriba. Menos mal que tengo un par de pastillas Xanax de a saber cuándo. Si alguna vez he necesitado algo contra la ansiedad, es ahora.
Las dos mujeres se levantaron y se fundieron en un abrazo espontáneo. A Jennifer le sorprendió lo frágil que parecía el cuerpo de Rita. Le dio la impresión de que le quebraría algunos huesos si hacía demasiada fuerza.
Se despidieron en el vestíbulo. Jennifer prometió llamarla la mañana siguiente y Rita le agradeció que la hubiera escuchado. Después, se separaron.
Mientras Jennifer salía del hotel se prometió que volvería al Amal en un taxi de verdad, nada de mototaxis.