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Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007, 22.58 h

—Disculpe, señor —dijo la azafata mientras agitaba con suavidad el hombro de Neil McCulgan—. ¿Podría enderezar el respaldo de su asiento? Hemos iniciado las maniobras de aproximación y aterrizaremos en el aeropuerto internacional Indira Gandhi dentro de pocos minutos.

—Gracias —contestó Neil, e hizo lo que le habían dicho. Bostezó, hizo fuerza contra el respaldo y se removió en el asiento para buscar una postura cómoda. Habían salido de Singapur con hora y media de retraso, pero solo llegaban una hora tarde. De algún modo habían conseguido ganar media hora, a pesar de volar contra la corriente en chorro.

—Me impresiona lo bien que duerme usted en un avión —dijo el ocupante del asiento contiguo al de Neil.

—Supongo que es una suerte —respondió este.

Había hablado con él durante la primera hora de vuelo, y sabía que el hombre vendía electrodomésticos Viking en el noroeste de la India. Le había parecido una persona interesante, ya que la conversación le había hecho darse cuenta de lo poco que sabía del mundo en general un médico de urgencias.

—¿Dónde se alojará en Delhi? —le preguntó el extraño.

—Hotel Amal Palace —dijo Neil.

—¿Le gustaría compartir un taxi conmigo? Yo vivo en la misma zona.

—Me irá a recoger un coche del hotel. Si quiere puede venir, siempre que no tenga que esperar el equipaje. Yo solo llevo el de cabina.

—Yo también. —Le tendió la mano—. Me llamo Stuart. Debería haberme presentado antes.

—Neil. Mucho gusto —dijo este, dándole un rápido apretón. Se inclinó hacia delante y trató de mirar por la ventanilla.

—Todavía no hay nada que ver —dijo Stuart, que ocupaba el asiento de ventanilla.

—¿Ni luces, ni nada?

—En esta época del año no, por la neblina. Verás a qué me refiero cuando nos acerquemos en coche a la ciudad. Es como una niebla densa, pero casi todo es contaminación.

—Qué bien suena —afirmó Neil con sarcasmo.

Se reclinó contra el reposacabezas y cerró los ojos. Acercándose al destino de su viaje, empezó a pensar cómo debería abordar a Jennifer. En las dos paradas que incluía su ruta pensó en llamarla. No sabía si sería mejor sorprenderla en persona o por teléfono. Este último tenía la ventaja de que a Jennifer le daría tiempo para asimilarlo. El problema era que había muchas posibilidades de que se limitara a decirle que diera media vuelta y se fuera a casa. Y ese miedo fue el que le decidió a no llamar.

Las ruedas del enorme avión tocaron pista con un estruendo; Neil, sorprendido, abrió los ojos. Se agarró a los brazos del asiento para mantenerse en él mientras el avión frenaba.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Delhi? —preguntó Stuart.

—No mucho —contestó Neil evasivamente.

Por un momento se preguntó si debería retirar la invitación de compartir el coche. No estaba de humor para entablar ninguna conversación personal.

Stuart pareció captar la indirecta y no hizo más preguntas hasta que superaron los controles de pasaporte y aduanas.

—¿Has venido por negocios? —preguntó mientras esperaban a que el coche del hotel diera la vuelta para recogerlos.

—Un poco de todo —mintió Neil, poco receptivo—. ¿Y tú?

—Lo mismo —dijo el hombre—. Vengo a menudo y tengo un apartamento. La ciudad está muy bien, pero para mis propósitos prefiero Bangkok.

—Vaya —dijo Neil sin mucho interés, aunque se preguntó vagamente cuáles serían los «propósitos» del hombre.

—Si tienes alguna pregunta sobre Delhi, llámame. —Stuart le dio una tarjeta de Electrodomésticos Viking.

—Así lo haré —respondió Neil con poca sinceridad; echó una mirada rápida a la tarjeta y se la guardó.

Los dos cansados viajeros se acomodaron en el asiento trasero del todoterreno del hotel. Neil cerró los ojos y volvió a darle vueltas a cómo se pondría en contacto con Jennifer. Ahora que estaba en la misma ciudad que ella, se sentía más emocionado de lo que esperaba. Tenía de verdad ganas de verla y de disculparse por no acompañarla en el momento en que se lo pidió.

Abrió los ojos el tiempo justo para mirar la hora. Pasaban cinco minutos de la medianoche; se dio cuenta de que, por mucho que estuviera deseando ver a Jennifer, tendría que esperar hasta la mañana siguiente. Empezó a cavilar cómo la sorprendería, lo cual se complicaba por el hecho de que no tenía ni la más remota idea de sus planes. De repente sintió un miedo incómodo. No era propio de él que no se le hubiera ocurrido antes, pero Jennifer podía haber concluido las gestiones en cuanto a su abuela durante el miércoles, el primer día que había pasado entero en Delhi, y estar volando de vuelta en aquel mismo instante; quizá incluso en el mismo avión que acababa de traerlo a él.

Abrió los ojos y apartó esa idea de su mente. Se burló de sí mismo y miró por la ventana la neblina que le había descrito su compañero de viaje. Era suficiente para que alguien preocupado por la salud como Neil se sintiera congestionado.

Poco después el coche del hotel subió la rampa de la entrada principal del establecimiento. Varios botones y porteros rodearon el vehículo y abrieron las puertas.

—Si puedo ayudarte en lo que sea, dame un toque —se ofreció Stuart estrechándole la mano—. Y gracias por traerme.

—Lo haré —respondió Neil.

Le costó arrebatarle su maleta a un botones; insistió en que prefería entrarla él mismo al hotel, no pesaba mucho y tenía ruedecillas.

El registro tuvo lugar sentado a una mesa. Cuando Neil le dio su pasaporte al recepcionista de elegante traje que se presentó como Arvind Sinha, le preguntó si tenían registrada a alguna Jennifer Hernández. Sin que el portero lo viera, Neil cruzó los dedos.

—Puedo comprobarlo, sahib —dijo Arvind. Utilizó para ello un teclado que extrajo de debajo de la mesa—. Sí, está aquí, en efecto.

«¡Sí!», se dijo Neil. No había parado de torturarse desde el instante en que consideró la posibilidad de que Jennifer ya se hubiera ido.

—¿Puede decirme el número de su habitación?

—Lo lamento pero no puedo —se disculpó Arvind—. Por motivos de seguridad, no se nos permite proporcionar el número de las habitaciones de nuestros huéspedes. Sin embargo, el operador puede conectarle por teléfono, siempre que la señorita Hernández no lo tenga bloqueado y que usted considere apropiado hacer la llamada. Es más de medianoche.

—Comprendo —dijo Neil. Por emocionado que se sintiera por estar allí, no pudo evitar una leve decepción. Como mínimo, había planeado acercarse a su puerta y pegar la oreja. Y llamar si oía el televisor—. ¿Podría decirme si tiene programado dejar su habitación en un día o así? —preguntó.

Arvind volvió al teclado y luego comprobó el monitor.

—No hay una fecha de salida.

—Bien —respondió Neil.

Tras unos minutos más de formalismos, Arvind se levantó y su silla rodó hacia atrás.

—¿Le enseño su habitación?

Neil también se levantó.

—¿Tiene algún otro equipaje en consigna?

—No, esto es todo —contestó Neil mientras alzaba su maleta—. Viajo ligero.

Siguió al recepcionista por las puertas de entrada hacia los ascensores y se preguntó cómo sorprendería a Jennifer por la mañana. Sin conocer sus planes era complicado decidirse, y finalmente optó por improvisar.

—Disculpe, señor Sinha —dijo mientras el ascensor iniciaba la subida—. ¿Podría ocuparse de que me llamen para despertarme a las ocho y cuarto?

—¡Por supuesto, señor!