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Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007, 21.05 h

Las pautas de sueño de Jennifer nunca habían estado tan alborotadas. Cuando volvió a su habitación después de cenar con Lucinda Benfatti, se sentía tan cansada que le faltó poco para quedarse dormida mientras se cepillaba los dientes. Pero cuando se metió en la cama y apagó las luces, su mente se despertó. Antes de que se diera cuenta ya estaba emocionada pensando en la llegada de Laurie y Jack y preguntándose si ya debería haber reservado uno de los coches del hotel para ir a recogerles. Al parecer, la mayoría de los vuelos internacionales llegaban entre las diez de la noche y las dos de la madrugada, por lo que ese sería el momento en que habría mayor demanda de los vehículos del hotel.

Preocupada por si se le terminaba la suerte, Jennifer se incorporó en la cama, encendió la luz y llamó por teléfono al mostrador de conserjería. En su conversación con el conserje averiguó algo que no sabía: recoger a los huéspedes en el aeropuerto estaba incluido en los servicios del hotel, y ya había un vehículo asignado para sus amigos. Preguntó si podía unirse a la recogida y el conserje le aseguró que no había problema, le dijo a qué hora saldría y prometió informar al departamento de transporte de que ella también iría.

Con ese asunto resuelto, Jennifer volvió a apagar la luz y se deslizó bajo las mantas. Al principio se tumbó de espaldas, con las manos cómodamente cruzadas sobre el pecho. Pero la reserva del coche mantenía su mente activa y se descubrió preguntándose si Laurie y Jack tendrían más suerte que ella a la hora de lidiar con la gerente médica y lo que eso podría significar en cuanto a una posible autopsia.

Pocos minutos después, Jennifer se giró de lado mientras meditaba sobre la cianosis y la forma de averiguar si el señor Benfatti también la había sufrido.

Cinco minutos más tarde, estaba tumbada sobre el estómago y pensaba en lo que haría al día siguiente. Desde luego, no tenía la menor intención de rondar por el Queen Victoria para que la atosigaran. Se le ocurrió que podría hacer algo de turismo, aunque, con las preocupaciones que tenía, tal vez le pareciera un fastidio. Se conocía lo suficiente a sí misma para saber que ni en las mejores circunstancias era la típica turista a la caza de edificios antiguos y tumbas. Lo que le interesaba era la gente.

Entonces pensó en que apenas sabía nada de la India, de los indios y de la cultura india.

—¡Maldita sea! —dijo de repente a la oscuridad.

Aunque su cuerpo estaba agotado, su mente zumbaba como una colmena. Agobiada, se sentó, encendió la lámpara de la mesilla de noche y salió de la cama. Sacó del armario del vestidor las guías de viaje que había comprado en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, se las llevó a la habitación y las tiró sobre la cama. A continuación se acercó al televisor y lo giró para que estuviera enfocado hacia la cama y no hacia el sofá. Saltó a la cama y utilizó el mando a distancia para sintonizar CNN International. Entonces se dio cuenta de que se había olvidado el agua y volvió a maldecir. Abrió la nevera del minibar, sacó una botella de agua mineral fresca y le quitó el tapón. De nuevo en la cama, ahuecó las almohadas y apoyó la espalda contra la cabecera. Por fin cómoda, abrió una guía de viaje y buscó el apartado dedicado a la Vieja Delhi.

Mientras los locutores de la CNN seguían con su cantilena acerca de unos avispados empresarios franceses que proyectaban construir hoteles temáticos de Disney en Dubai, Jennifer leyó sobre el Fuerte Rojo que habían construido los emperadores de la dinastía mogol. Había un montón de hechos históricos, cifras, nombres y fechas. En la página siguiente estaba la descripción de la mayor mezquita de la India, con otro sinfín de datos igualmente aburridos, como por ejemplo el número máximo de visitantes permitido en los servicios del viernes. Pero después encontró algo que le interesaba de verdad: una extensa descripción del renombrado bazar de la Vieja Delhi.

Jennifer estaba intentando localizar el mundialmente famoso mercado de especias en el plano esquemático de la guía cuando el televisor llamó su atención. La locutora decía:

«A las dos muertes habidas en un hospital del hasta ahora aclamado turismo médico de la India se añade una tercera que ha tenido lugar hace aproximadamente una hora. Si bien las dos primeras muertes se produjeron en el hospital Queen Victoria de Nueva Delhi, esta última tragedia ha ocurrido en el centro médico Aesculapian, también en Nueva Delhi. La víctima, un varón saludable, aunque obeso, de cuarenta y ocho años, procedente de Jacksonville, Florida, llamado David Lucas, se había sometido a una intervención de grapado de estómago esta mañana. Deja esposa y dos hijos de diez y doce años».

Hipnotizada, Jennifer se sentó con la espalda recta.

«Menuda tragedia —intervino el locutor—, sobre todo por los niños. ¿Tenemos noticias sobre la supuesta causa de la muerte?».

«Sí. Al parecer se trató de una combinación de ataque al corazón e infarto cerebral».

«Es horrible. Gente que se desplaza hasta la India para ahorrarse unos dólares y vuelve a casa en una caja… Si yo tuviera que operarme y debiera decidir entre que me costara un poco menos y morir o gastar un poco más y vivir, no hay duda de lo que elegiría».

«Por supuesto. Y al parecer así es como están reaccionando algunos clientes. La CNN ha recibido montones de emails y noticias de gente que ha cancelado la intervención quirúrgica que tenía programada en algún hospital indio».

«No me sorprende —prosiguió él—. Como he dicho, si fuera yo, desde luego lo cancelaría».

Cuando cambiaron de tema y empezaron a comentar la llegada de Halloween en solo dos semanas, Jennifer bajó el volumen del televisor. Estaba patidifusa. Otra muerte por fallo cardíaco en un hospital privado indio… y de nuevo un paciente estadounidense saludable y después de transcurrido aproximadamente el mismo tiempo desde la operación.

Jennifer miró el reloj e intentó calcular la hora que sería en Atlanta. Le salieron más o menos las once y media de la mañana. Cogió el teléfono y, con la ayuda de la información telefónica de AT&T, se puso en contacto con la CNN. Explicó el asunto por el que llamaba y, tras pasarle con varios departamentos, por fin tuvo al otro lado de la línea a una mujer que parecía saber de qué le hablaba. Su interlocutora se presentó como Jamielynn.

—Acabo de ver una noticia en CNN International sobre una muerte en el turismo médico —dijo Jennifer—. Lo que me gustaría saber es quién…

—Lo siento pero no podemos facilitar información sobre nuestras fuentes —la interrumpió Jamielynn.

—Me lo temía —dijo Jennifer—. Pero ¿y la hora a la que les ha llegado la noticia? Eso no comprometería a su fuente de ninguna manera.

—Supongo que no —coincidió Jamielynn—. Déjeme que lo pregunte, ¡no cuelgue! —La mujer se ausentó unos minutos y luego volvió—: Puedo decirle a qué hora ha llegado, pero nada más. La noticia ha entrado a las 10.41, hora de la costa Este. La primera emisión ha sido a las 11.02.

—Gracias —dijo Jennifer.

Lo apuntó en el cuadernillo que había junto al teléfono. A continuación llamó a conserjería y pidió el número del centro médico Aesculapian. Una vez lo hubo apuntado, llamó. Tuvo que esperar algunos tonos. Cuando respondieron, solicitó que le pasaran con la habitación de David Lucas.

—Lo lamento, pero no tenemos permitido pasar llamadas a las habitaciones de los pacientes después de las ocho.

—¿Y cómo hacen los familiares para llamar después de esa hora? Jennifer creía conocer la respuesta, pero lo preguntó de todos modos.

—Tienen el número directo.

Jennifer colgó sin despedirse. Estaba en racha, así que llamó a la recepción del hotel. Consultó si había algún cliente registrado con el nombre de señora Lucas. Mientras esperaba, se preguntó si tendría el coraje suficiente para llamar a la mujer tan pronto después de los hechos.

—Lo lamento, pero no hay ninguna señora Lucas registrada en el hotel —le dijo el empleado de recepción.

—¿Está seguro? —preguntó Jennifer. Acababa de llevarse un chasco.

El recepcionista deletreó el nombre y preguntó si se escribía de otra forma. Jennifer le dijo que no y, cuando estaba a punto de colgar, decepcionada, se le ocurrió una idea.

—Yo estoy en el Amal Palace por el hospital Queen Victoria. ¿Sabe si los demás hospitales privados alojan a los familiares de sus pacientes en otros hoteles?

—En efecto —respondió el recepcionista—. En cualquiera de los otros hoteles de cinco estrellas. El Taj Mahal, el Oberoi, el Imperial, el Ashok y el Grand Hotel son los más populares, aunque también se utilizan el Park y el Hyatt Regency. Depende de la disponibilidad. Si desea ponerse en contacto con alguno de esos hoteles, el operador puede hacerlo fácilmente.

Siguiendo el consejo del recepcionista, Jennifer llamó a los otros hoteles en el mismo orden en que se los había dado. No le llevó mucho tiempo. Acertó con el tercer hotel, el Imperial.

—¿Desea que le pase con la habitación? —preguntó el operador del Imperial.

Jennifer dudó. Tanto si la mujer estaba o no al corriente de lo que había pasado, su llamada la molestaría y la trastornaría enormemente. Pero las similitudes entre el caso de su abuela, el del señor Benfatti y ese último le dejaban poca opción.

—Sí —afirmó por fin.

Permaneció en tensión escuchando los tonos del teléfono. Al recibir respuesta se sobresaltó y al principio se atrancó con las palabras mientras explicaba quién era y se disculpaba efusivamente por molestarla.

—No es ninguna molestia —dijo la señora Lucas—. Y por favor, llámeme Rita.

«No me pedirás que te llame Rita en cuanto te diga para qué llamo», pensó Jennifer mientras reunía el coraje para empezar. Estaba claro que, como le había pasado a ella y a la señora Benfatti, todavía no habían informado a Rita de la muerte de su marido, aunque la CNN ya hubiera aireado la noticia. Para suavizar el impacto, Jennifer le explicó lo que les había ocurrido a Lucinda y a ella respecto a la CNN.

—Es horrible enterarse de esa forma —dijo Rita, comprensiva, pero su voz se fue apagando al final de la frase, como si, a su pesar, intuyese por qué Jennifer la había llamado pasadas las nueve de la noche.

—Sí, lo es —asintió Jennifer—, sobre todo porque en Estados Unidos los medios lo evitan y se preocupan de que la familia esté informada de antemano. Pero, señora Lucas, hace un momento tenía puesto el canal CNN International y los locutores han dado la trágica noticia del fallecimiento de su marido.

Después de obligarse por fin a decirlo, Jennifer permaneció en silencio. Pasaban los segundos y no sabía si debía expresar sus condolencias o esperar a que la señora Lucas dijera algo. Pasó más tiempo y Jennifer no pudo seguir callada.

—Lamento muchísimo haber tenido que ser yo quien le diera esta horrible noticia, pero hay una razón.

—¿Esto es alguna clase de broma cruel? —preguntó Rita en tono furioso.

—Le aseguro que no —dijo Jennifer, comprendiendo la rabia y el dolor de la mujer.

—¡Pero si he dejado a David hace poco más de una hora y estaba de maravilla! —chilló.

—Señora Lucas, entiendo cómo se siente al recibir una llamada inesperada de una extraña. Pero le aseguro que han emitido para todo el mundo que un hombre llamado David Lucas de Jacksonville, Florida, ha fallecido en el centro médico Aesculapian hace una hora aproximadamente, y que deja esposa y dos hijos.

—¡Dios mío! —exclamó Rita, desesperada.

—Señora Lucas, por favor, llame al hospital y compruébelo. Si es cierto, y de verdad espero que no lo sea, por favor llámeme. Solo intento ayudar. Y si es cierto y le insisten para que acceda a una incineración o un embalsamamiento inmediatos, le ruego que no lo haga. Mi experiencia con el hospital donde operaron a mi abuela y al señor Benfatti me hace pensar que está pasando algo malo, muy malo, en el turismo médico indio.

—¡No sé qué decir! —espetó Rita, enfadada pero confundida por el tono sincero de Jennifer.

—No diga nada. Llame al hospital y luego llámeme a mí. En realidad yo ya he llamado al hospital, pero no me han dado ninguna información, lo cual es una estupidez porque ya ha salido en la televisión internacional. Me alojo en el hotel Amal Palace y me quedaré aquí junto al teléfono. Una vez más, siento haber sido yo quien haya tenido que llamarla cuando era responsabilidad de su hospital.

De repente Jennifer se dio cuenta de que estaba escuchando el tono de la línea. Rita le había colgado. Jennifer devolvió el auricular a su aparato mientras llegaba a la conclusión de que ella podría haber hecho lo mismo si la situación hubiera sido la inversa. Se sentía fatal por haber sido la mensajera de una mala noticia como aquella; descubrió que odiaba ese papel. Sin embargo, como médico tendría que hacerlo muchas veces a lo largo de su carrera profesional.

Jennifer era consciente de que dormir había quedado totalmente descartado y se preguntó qué debía hacer. Pensó en seguir leyendo la guía de viaje, pero pronto se rindió. No podía concentrarse. Empezó a preocuparle que, incluso si el informe de la CNN era verídico, Rita podía pasar de ella y no llamarla como parte de una reacción pasivo-agresiva: culpar al mensajero.

Como no se le ocurrió nada mejor, subió el volumen del televisor y miró sin prestar atención un reportaje de la CNN sobre Darfur. Pero todavía no se había puesto cómoda cuando sonó el teléfono. Levantó el receptor antes de que terminara el primer timbrazo. Era Rita, como ella esperaba, pero su voz había cambiado. Estaba tan abrumada que le costaba hablar.

—No sé quién es usted ni qué clase de ser humano es, pero mi marido está muerto.

—Lo lamento terriblemente, y le garantizo que no ha sido ningún placer tener que informarla. La única razón por la que lo he hecho es para avisarla de que seguramente el hospital intentará presionarla para que les permita incinerar o embalsamar.

—¿Y qué importancia tiene? —preguntó Rita bruscamente.

—Que si permite que hagan cualquiera de las dos cosas, ya no se podrá hacer una autopsia. Me da la impresión de que existen similitudes entre el fallecimiento inesperado de su marido y los de mi abuela y el señor Benfatti. Porque supongo que la muerte de su marido es totalmente inesperada…

—¡Por supuesto! Su cardiólogo le dio el visto bueno hace solo un mes.

—Lo mismo que con mi abuela y el señor Benfatti. Para serle sincera, me preocupa que estas muertes no sean naturales. A eso me refería cuando le he dicho que ocurría algo malo.

—¿Qué pretende decirme exactamente?

—Que me preocupa que estas muertes puedan ser intencionadas.

—Es decir, que alguien ha matado a mi marido.

—Sí, algo así —dijo Jennifer, consciente de lo paranoica que sonaba aquella afirmación.

—¿Por qué? Aquí no nos conoce nadie. ¿Quién puede beneficiarse de ello?

—No tengo ni idea. Pero mañana por la noche llegan dos amigos míos que son patólogos forenses. Me ayudarán con lo de mi abuela. Podría pedirles que echaran un vistazo también al caso de su marido.

Jennifer sabía que se pasaba de la raya ofreciendo los servicios de Laurie y Jack sin consultarles, pero pensó que estarían dispuestos a echar una mano. También sabía que, a la hora de resolver una conspiración, cuantos más casos había, mayores eran las probabilidades de éxito.

Oyó que Rita se sonaba la nariz antes de volver al teléfono. Respiraba a trompicones, como si intentara controlar su pena.

—Por favor, señora Lucas, no les deje destruir ninguna prueba. Se lo debemos a nuestros seres queridos. Ah, además, podría preguntar a quien haya encontrado a su marido si tenía la piel azul. Tanto mi abuela como el señor Benfatti estaban azules.

—¿En qué ayudaría eso? —preguntó Rita, luchando por contener las lágrimas.

—No lo sé. En situaciones de este tipo, si lo que me temo es cierto, no hay forma de saber qué hechos servirán para resolver el misterio. Eso lo he aprendido estudiando medicina y tratando de hacer diagnósticos. Simplemente, nunca se sabe lo que será importante.

—¿Usted es médico?

—Aún no. Estoy en el último curso de la facultad de medicina. Me titularé en junio de 2008.

—¿Y por qué no me lo ha dicho? —inquirió, aunque con mucha menos acritud.

—No me parecía importante —dijo Jennifer, pero al pensar en ello se dio cuenta de que la gente concedía mucho más crédito a su opinión, incluso en asuntos que no tenían nada que ver con la medicina, cuando se enteraban de que estudiaba medicina.

—No le prometo nada —dijo Rita—. Salgo ya de camino al hospital. Pensaré en lo que me ha dicho. La llamaré por la mañana.

—Está bien —respondió Jennifer.

El hecho de que Rita hubiera esperado a despedirse antes de colgar le dio motivos para sentirse optimista. No solo volvería a llamarla, además cooperaría. Pero mientras Jennifer cavilaba sobre esta tercera muerte en tres noches consecutivas y en lo que podía deducirse a partir de ellas, recordó una famosa cita de Shakespeare: «Algo huele a podrido en Dinamarca». Al mismo tiempo se le pasó por la cabeza que tal vez estaba utilizando esa idea de la conspiración como una nueva forma de bloquear el impacto real del fallecimiento de su abuela.