Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007,19.40 h
Desde el hueco de la escalera, Raj Khatwani abrió la puerta una rendija y escudriñó el pequeño ángulo visible en el pasillo de la tercera planta del centro médico Aesculapian. En su línea de visión no había nadie, pero oyó que un carrito con medicamentos se acercaba con su característico tintineo de cristal contra cristal. Dejó que se cerrara la puerta, cuyo grosor, a prueba de incendios, no le impidió escuchar el carro pasando por el otro lado.
Apoyó la espalda contra la pared de hormigón e intentó controlar la respiración. Estaba bajo una tensión tal que no le fue fácil. El sudor le perlaba la zona superior de la frente. Solo pensaba en el respeto que ahora sentía hacia Veena y Samira. Había llegado el momento de poner a dormir a su primer paciente y se daba cuenta de que aquello era mucho más estresante de lo que había imaginado, sobre todo porque Samira había dicho que era pan comido. «Pan comido», refunfuñó para sí.
Cuando pasó un tiempo prudencial, volvió a abrir la puerta. No vio a nadie, no oyó ningún ruido; la abrió un poco más, asomó la cabeza lentamente y miró a ambos lados del pasillo. En el mostrador central, a bastante distancia pasillo abajo, vio a dos enfermeros hablando con un paciente. Estaban tan lejos que apenas podía oírles. En la dirección opuesta solo había tres habitaciones en cada lado del pasillo y, al final, una galería acristalada. En aquella planta había una galería a ambos lados del largo pasillo, cada una de ellas llena de plantas y sillas para los pacientes que podían usarlas.
Raj recordó los consejos de Samira: «Que no te vean, pero si te ven, actúa con normalidad. Deja que tu traje de enfermero sea el que hable». «¡Que no me vean!», se burló él en silencio. Para un hombre corpulento, de más de noventa kilos, era especialmente difícil pasar desapercibido, y más en una planta de hospital llena de enfermeros y celadores yendo de aquí para allá para cumplir cualquiera de sus muchas tareas.
Aquella misma tarde, antes de salir hacia el centro médico Aesculapian, Raj había ido a la habitación de Veena y Samira para pedirles consejo. En realidad no consideraba que necesitara ayuda, lo hizo más que nada por respeto hacia sus colegas femeninas; ahora que estaba allí, se alegraba de haberlo hecho. Samira había terminado admitiendo que se puso nerviosa; era bueno saberlo, sobre todo porque sin duda él estaba muy nervioso. Veena, sin embargo, no había abierto la boca.
De los doce enfermeros de Nurses International, Raj, el único varón, era el contrapunto de las once chicas, atractivas y muy femeninas. Tenía la piel inmaculada y morena, el pelo oscuro y muy corto, unos ojos negros y penetrantes y un bigote finísimo bajo una nariz levemente ganchuda. Pero su rasgo físico más característico era precisamente su físico: hombros anchos, cintura estrecha y músculos abultados. Todo en él revelaba al fervoroso culturista y cinturón negro en artes marciales que era. Sin embargo, pese a su apariencia, no era un hombre típicamente masculino; tampoco era femenino, o al menos conscientemente. No era gay. Se veía a sí mismo como Raj, y punto. El culturismo y las artes marciales, que tan lejos parecían de su carácter, fueron idea de su padre, que reconoció pronto las inclinaciones sociales de Raj y quiso dotarle de cierta protección ante una sociedad cruel. Cuando Raj se hizo mayor, le gustaba levantar pesas porque sus músculos llamaban la atención de sus amistades, femeninas en su mayoría, y le gustaban las artes marciales porque le parecían más una danza que un deporte agresivo.
De repente, Raj oyó unos pasos enérgicos contra el hormigón. Comprendió, horrorizado, que alguien bajaba por la escalera que tenía detrás. Supo por la proximidad del sonido que estaba a punto de llegar al descansillo entre el tercer y el cuarto piso, giraría y en ese momento vería a Raj con toda claridad. Sabía que, si no quería que lo vieran, solo tenía dos opciones: bajar corriendo la escalera, quizá hasta el sótano, o salir a la tercera planta y arriesgarse a que lo descubrieran.
Los pasos descendían con rapidez. Raj debía decidirse. Estaba aterrorizado. Oyó un sonido más hueco cuando quien fuera llegó al descansillo. Empujado por el pánico, Raj abrió la puerta de la tercera planta, pasó al otro lado y la cerró con un golpe de cadera. Sin ser consciente de que había estado conteniendo la respiración, se permitió respirar mientras lanzaba miradas rápidas a los dos lados del pasillo. En ese momento, en la escalera, detrás de él, los pasos sonaban amortiguados; bajaban hacia el rellano de la tercera planta. Temiendo que quienquiera que fuese decidiera salir en el tercer piso, se alejó de la puerta y se encaminó hacia la habitación de su paciente. Le habían obligado a pasar a la acción. Había sido como si estuviera en el borde de una piscina teniendo miedo al agua y que alguien lo hubiera tirado de un empujón. No volvió la mirada hasta que llegó a la puerta de David Lucas. Por delante de él, dos enfermeras salieron de la siguiente habitación enfrascadas en una conversación sobre los cuidados de algún paciente. Afortunadamente se giraron enseguida hacia el mostrador central. De haber mirado en dirección contraria, se habrían encontrado cara a cara con Raj, a solo tres metros de distancia, y él habría tenido que dar demasiadas explicaciones.
Tuvo la suerte de poder colarse en la habitación sin ser visto, pero se detuvo justo al otro lado de la puerta. Oyó una conversación en susurros. ¡David Lucas no estaba solo!
Indeciso entre quedarse o huir, Raj fue incapaz de moverse.
Un segundo más tarde le embargó una oleada de alivio. No era una visita: era la televisión. Sintiendo una confianza renovada, se adentró en la habitación, rodeó la pared del cuarto de baño y vio al obeso paciente semisentado en la cama. Dormía. De un agujero de la nariz le salía una sonda nasogástrica conectada a una bomba de succión. En la bolsa colectora había algo así como medio vaso de un fluido amarillo y sanguinolento. El monitor que había en la pared del fondo registraba un ritmo cardíaco regular. La escena era idéntica a la que él había visto durante su turno, poco después de las tres de la tarde.
Raj metió la mano en sus blancos pantalones de enfermero y sacó la jeringuilla que había preparado en el bungalow. A diferencia de Veena y Samira, él no había tenido que colarse en el quirófano para conseguir la succinilcolina, y eso le alegraba. Sabía que se lo debía a Samira, y ya se lo había agradecido.
Comprobó que la jeringuilla no hubiera perdido líquido, lo cual no era imposible porque había sobrepasado los diez centímetros cúbicos de su capacidad. Estaba listo para seguir adelante. Había puesto más succinilcolina de la necesaria a propósito; lo último que quería era quedarse corto.
Regresó a la puerta y echó un vistazo a ambos lados del pasillo. Una enfermera avanzaba en su dirección, pero se metió en una habitación y desapareció. Tuvo la sensación de que no vería una oportunidad mejor, así que regresó a la cama. Cogió la vía intravenosa con cuidado, para no tirar de ella, quitó el capuchón de la jeringuilla con los dientes e introdujo la aguja en el punto de inyección. No había necesidad de entretenerse con la técnica aséptica.
En ese punto, Raj hizo otra pausa para comprobar si le llegaba algún ruido del pasillo por encima del volumen del televisor. No oyó nada, así que con las dos manos descargó toda la jeringuilla hacia el interior de la vía intravenosa. Como no taponó la parte superior de la vía, lo primero que vio fue lo rápido que subía el nivel de fluido en la cámara de goteo. Pero ese efecto quedó eclipsado por la reacción del paciente. Como Samira le había advertido, los músculos faciales de David Lucas sufrieron un espasmo instantáneo y sus ojos se abrieron de golpe. Empezó a gritar y en sus extremidades se inició una serie de sacudidas miotónicas.
Raj, atónito ante lo que estaba viendo, dio un paso atrás. Aunque le habían prevenido, la reacción había sido más rápida y desconcertante de lo que esperaba. En el segundo siguiente vio que el paciente intentaba incorporarse pero volvía a caer de inmediato, como un objeto flácido e inerte. Sintiendo repugnancia, se giró y emprendió la huida. El problema fue que no llegó demasiado lejos. Al tirar de la puerta que daba al pasillo, chocó literalmente con una figura de bata blanca que acababa de alzar la mano para empujarla pero no pudo hacerlo porque gracias a Raj ya no estaba allí.
Este se abrazó al hombre para evitar derribarlo mientras su inercia los arrastró hasta el centro del pasillo.
—Lo siento —balbució el turbado enfermero.
El choque le había cogido totalmente por sorpresa y, para empeorar las cosas, conocía al otro hombre. Era el doctor Nirav Krishna, el cirujano de David Lucas, que estaba haciendo una ronda tardía antes de irse a casa.
—Por Dios —dijo bruscamente el doctor Krishna—. ¿A qué viene tanta prisa?
En aquel instante de pánico absoluto Raj intentó hallar algo que decir. Se dio cuenta de que no tenía salida y dijo la verdad:
—Es una emergencia. El señor Lucas tiene una emergencia.
Sin decir nada, el doctor Krishna apartó a Raj y entró en la habitación a la carrera. Al llegar a la cama observó la incipiente cianosis de David Lucas. Miró de reojo el monitor y vio que el corazón latía con relativa normalidad, solo después se dio cuenta de que el paciente no respiraba. No vio ninguna contracción porque ya habían cesado.
—¡Traiga el carro de emergencias! —gritó el doctor Krishna.
Extrajo la sonda nasogástrica de un tirón y la lanzó a un lado. Agarró el mando de control de la cama y bajó el respaldo del señor Lucas. Al ver que Raj no se había movido de donde lo había dejado, volvió a gritarle que trajera el carro de emergencias. Iban a tener que hacerle la reanimación.
Raj superó su parálisis pero no el terror que sentía. Abandonó la habitación y corrió pasillo abajo hacia el control de enfermería, donde se guardaba el carro de emergencias. Mientras corría, pensó en qué podía hacer. No se le ocurría otra cosa que ofrecer su ayuda. El cirujano lo había visto; si se esfumaba, sin duda lo implicarían con el suceso.
Llegó al puesto central y les dijo a las dos enfermeras que estaban sentadas tras el mostrador que había que hacer una reanimación en la habitación 304. No se detuvo: abrió la puerta del almacén donde estaba el carro de paradas, retrocedió tirando de él y volvió corriendo hacia el cuarto de David Lucas, armando un estruendo enorme. Cuando llegó, todas las luces estaban encendidas. El doctor Krishna estaba practicando el boca a boca y, para horror de Raj, el señor Lucas no tenía tan mal aspecto: la cianosis había desaparecido casi por completo.
—¡Bolsa de ventilación! —gritó el doctor Krishna.
Una de las enfermeras de planta, que había corrido detrás de Raj, cogió la bolsa de ventilación del carro y se la lanzó. El doctor Krishna movió la cabeza del paciente, le colocó la bolsa y la ventilación empezó. El pecho se movía mejor incluso que con el boca a boca.
—¡Oxígeno! —gritó el doctor Krishna.
La otra enfermera de planta llevó el cilindro a la cabecera de la cama y, entre dos compresiones del doctor Krishna, lo conectó a la bolsa de ventilación. En pocos segundos el color del señor Lucas mejoró notablemente. De hecho, estaba de color rosa.
En medio de toda esa actividad, Raj tomó plena conciencia del atolladero en el que se había metido. Ni siquiera era capaz de discernir si le convenía más que el paciente muriera o que se salvara. Ni si debía escabullirse o permanecer allí. Y la incertidumbre lo tenía clavado al suelo.
En aquel momento llegó corriendo la doctora residente del turno de tarde, Sarla Dayal. Se incorporó a la multitud agrupada en la cabecera y el doctor Krishna le hizo un resumen rápido de la situación.
—Cuando he llegado, estaba claramente cianótico —dijo—, y el monitor cardíaco parecía razonable, pero son pocas pistas. El problema era que no respiraba.
—¿Cree que ha sido un accidente cerebrovascular? —Preguntó la doctora Dayal—. Quizá tuvo un ataque al corazón que provocó un infarto cerebral. El paciente tiene una enfermedad cardiovascular oclusiva en su historial.
—Podría ser —admitió el doctor Krishna—. Ahora parece que el monitor cardíaco nos está diciendo algo. Sin duda el ritmo está ralentizándose.
La doctora Dayal puso una mano en el pechó del paciente.
—El ritmo cardíaco está disminuyendo y se nota más bien débil.
—Probablemente se debe a la obesidad del paciente.
—Además, está muy caliente. Compruébelo. Yo ventilaré un rato.
El doctor Krishna giró la bolsa de ventilación hacia la doctora residente y palpó el pecho de David Lucas.
—Estoy de acuerdo. —Miró a una de las enfermeras de planta—. ¡Tomémosle la temperatura!
La enfermera asintió y sacó el termómetro del paciente.
—¿Hay algún cardiólogo de guardia? —preguntó el doctor Krishna.
—Sí —afirmó doctora Dayal. Pidió a la otra enfermera que llamara al doctor Ashok Mishra para que acudiera de inmediato—. Dígale que es una emergencia —añadió.
—No me gusta nada que el ritmo cardíaco siga bajando —dijo el doctor Krishna mirando el monitor—. Quiero un análisis del nivel de potasio.
La enfermera de planta que no estaba al teléfono sacó sangre al señor Lucas y salió a toda prisa para llevarla ella misma al laboratorio.
Raj se había ido retirando lentamente para no molestar hasta que dio con la pared. Agradeció que todos estuvieran tan concentrados en la reanimación que ni se dieran cuenta de que estaba allí. Volvió a preguntarse si debía escabullirse, pero la angustia de llamar la atención lo mantenía quieto.
—El doctor Mishra llegará en cuanto pueda —dijo la enfermera mientras colgaba el teléfono—. Está acabando con otra emergencia.
—Eso no es bueno —dijo el doctor Krishna—. Me da mala espina. Con esta bradicardia progresiva, podría ser demasiado tarde. Está claro que este corazón tiene problemas. No soy experto en esto, pero creo que el intervalo QRS está ampliándose.
—Tiene fiebre —intervino la enfermera, mirando el termómetro con cara de asombro.
—¿Cuánta? —preguntó el doctor Krishna.
—Casi cuarenta y tres.
—¡Mierda! ¡Eso es hiperpirexia! ¡Traiga hielo! —gritó el doctor Krishna. La enfermera salió a toda prisa de la habitación—. Supongo que tiene usted razón, doctora Dayal —gimió—. Parece que nos enfrentamos a un ataque al corazón y un accidente cerebrovascular.
La enfermera que había ido al laboratorio regresó a la carrera. Estaba sin aliento, pero consiguió decir:
—El nivel de potasio es nueve coma un miliequivalentes por litro. El técnico nunca había visto un nivel tan alto, y dice que va a repetir la prueba.
—¡Cielos! —Exclamó el doctor Krishna—. Jamás había visto un nivel de potasio como ese. Pongámosle gluconato cálcico, diez mililitros de solución al diez por ciento. Prepárelo. Se lo administraremos a lo largo de un par de minutos. Y también quiero veinte unidades de insulina rápida. ¿Nos queda resina de intercambio de cationes? Si es así, tráigala también.
La enfermera de planta volvió con el hielo. El doctor Krishna lo volcó sobre el paciente, y buena parte del hielo cayó hasta el suelo. Entonces la enfermera volvió a marcharse para intentar conseguir resina mientras la otra empezaba a sacar medicamentos.
—¡Maldita sea! —Gritó el doctor Krishna mientras el pitido del monitor se convertía en un tono continuo—. No hay pulso.
Se subió a la cama e inició un masaje cardíaco.
El intento de reanimación cardiopulmonar prosiguió durante veinte minutos, pero a pesar de las medicinas, el hielo, la resina de intercambio de cationes y mucho esfuerzo, no lograron recuperar el pulso.
—Creo que vamos a tener que rendirnos —admitió finalmente el doctor Krishna—. Está claro que lo que estamos haciendo no funciona. Y me temo que el rigor mortis se está asentando, posiblemente por la hipertermia del paciente. Ha llegado el momento de parar.
Dejó de comprimir el pecho del señor Lucas. La doctora Dayal se había ofrecido a sustituirle diez minutos antes, pero él se había negado. «Es mi paciente», explicó.
Agradeció su ayuda a las dos enfermeras de planta y a la doctora Dayal, se bajó las mangas de su bata blanca, que se había arremangado al iniciar el intento de reanimación, y se dirigió a la puerta.
—Yo me encargaré del papeleo —dijo por encima del hombro mientras las demás empezaban a recoger los restos, a poner orden en la habitación y a preparar el cuerpo—. En cuanto al email de administración que nos ha llegado hoy con el requerimiento de informar de las muertes inmediatamente, también llamaré al presidente Khajan Chawdhry para darle la mala noticia.
—Gracias, doctor Krishna —dijeron las dos enfermeras al unísono.
—Si lo prefiere, puedo llamar yo a Khajan —se ofreció la doctora Dayal.
—Creo que debería hacerlo yo —respondió el doctor Krishna—. Era paciente mío, y tendré que ser yo quien cargue con el marrón. Después de la atención que los medios de comunicación han dedicado a las muertes habidas en el Queen Victoria, esto van a considerarlo muy inconveniente, por decirlo suave. Seguro que presionarán para que echemos tierra sobre el asunto y puedan disponer del cadáver cuanto antes. Una lástima, porque en circunstancias normales me habría gustado conocer la secuencia fisiológica de los acontecimientos, desde el historial de afección cardíaca obstructiva hasta la hiperpirexia y el nivel de potasio por las nubes.
—Dudo que lo sepamos nunca —respondió la doctora Dayal—. Estoy de acuerdo con usted en que la administración querrá silenciarlo. Pero si Khajan quiere hablar conmigo, dígale que estoy en el hospital y que puede llamarme al busca.
El doctor Krishna hizo un gesto por encima del hombro para indicarle que lo había oído. Estaba a punto de enfilar el corto pasillo que llevaba a la puerta de la habitación cuando vio a Raj. Los ojos del doctor se posaron en el enfermero convertido en estatua.
—Caray, hijo, me había olvidado de usted. ¡Venga conmigo!
El doctor Krishna le hizo un gesto para que le siguiera y salió de la habitación. Raj, que había esperado en vano pasar desapercibido como si fuera invisible, siguió de mala gana al cirujano. El corazón se le había acelerado de nuevo. No tenía ni idea de lo que podía esperar, pero no iba a ser bueno.
El doctor Krishna lo esperaba en el pasillo.
—Lamento no haberle hecho ningún caso, joven —dijo el cirujano—. Estaba totalmente absorto, pero ahora me acuerdo de usted. Le he visto esta mañana cuando he pasado por aquí para ver cómo estaba Lucas. Si no me equivoco, usted es el enfermero de día. ¿Cómo se llama?
—Raj Khatwani —respondió él a regañadientes.
—¡Sí, Raj, es verdad! Caramba, sí que hace horas.
—No estoy trabajando. Salgo a las tres.
—Pero está aquí, en el hospital, y de uniforme. Yo diría que sí está trabajando.
—He vuelto al hospital para utilizar la biblioteca. Quería aprender sobre la intervención que le ha hecho al señor Lucas.
La cirugía contra la obesidad no entraba en el temario de la escuela de enfermería.
—¡Impresionante! Me recuerda a mí cuando tenía su edad. La motivación es la clave del éxito en la medicina. Vamos, acompáñeme al mostrador central. —Los dos hombres empezaron a andar, aunque Raj tenía que hacer esfuerzos por no salir corriendo. Sabía que cuanto más tiempo se quedara allí y cuanto más dijera, más posibilidades habría de que lo relacionaran con el crimen. Notaba incluso la jeringuilla de succinilcolina en el bolsillo del pantalón rozándole el muslo—. ¿La investigación le ha planteado alguna duda que yo pueda resolver? —se ofreció el doctor.
Raj intentó encontrar alguna pregunta que pudiera hacer para aparentar que realmente había estado estudiando.
—Hum… —dijo—, ¿cómo sabe lo pequeño que debe dejar el estómago?
—Buena pregunta —manifestó el doctor Krishna, adoptando un semblante profesional mientras la respondía con mucha gesticulación. Cuando pasaron por la puerta de la escalera, descubrió que los ojos de Raj la miraban con anhelo. El cirujano detuvo su lección y sus pies—. Lo siento —se disculpó—, ¿tendría que ir a algún sitio?
—La verdad es que debería irme a casa —respondió Raj.
—Pues no le entretengo más —dijo el doctor Krishna—. Pero tengo que hacerle una pregunta. ¿Cómo es que estaba en la habitación del señor Lucas justo cuando sufrió la crisis terminal?
Raj buscó una explicación a la desesperada. Para empeorar su nerviosismo, supo que cuanto más se demorara en contestar, menos convencido parecería.
—Después de leer sobre el tema, tenía algunas preguntas para el paciente. Pero nada más entrar en su habitación me di cuenta de que algo iba muy mal.
—¿Estaba consciente?
—No lo sé. Se retorcía como si le doliera.
—Posiblemente fuera el ataque al corazón. Es lo que suele matar a estos pacientes con sobrepeso. Bueno, ha faltado poco para que salvara usted la situación. Muchas gracias.
—De nada —dijo Raj, tragando saliva y casi delatándose.
No podía creer que le estuvieran dando las gracias.
—Tengo algunas revistas con buenos artículos sobre cirugía contra la obesidad; si quiere puedo prestárselas.
—Eso sería estupendo —consiguió decir.
Los dos hombres se estrecharon rápidamente la mano y se separaron. Raj desapareció hacia la escalera y el doctor Krishna se dirigió al mostrador central para rellenar el certificado de defunción y llamar al director de atención al paciente y a Khajan Chawdhry.
Raj tuvo que detenerse después de cruzar la puerta. El corazón le latía tan rápido que sentía un ligero mareo. Se puso en cuclillas, permaneció así durante unos veinte segundos para aliviar el vértigo y, tras secarse el sudor frío de la frente, se agarró de la barandilla y volvió a incorporarse. Algo más calmado, bajó algunos escalones y cuando notó que había vuelto a la normalidad corrió escalera abajo hasta el vestíbulo.
Agradeciendo que el vestíbulo estuviera desierto, lo atravesó al trote hasta la puerta principal y salió del edificio. En el exterior tuvo que hacer esfuerzos por caminar con paso rápido en lugar de ceder al pánico y salir corriendo. Se sentía como un atracador saliendo de un banco con el dinero y todas las miradas puestas en él. Casi esperaba oír un silbato agudo en cualquier momento y que alguien le ordenara detenerse con un grito.
Raj llegó a la calle, todavía concurrida, y llamó a una mototaxi. No empezó a relajarse hasta que el centro médico Aesculapian desapareció de su vista por la pequeña ventanilla trasera. Mirando al frente, casi en estado de trance, recordó aterrorizado el desafortunado episodio. Le asustaba contárselo a los demás, pero más le asustaba no contarlo, inseguro como se sentía de cuáles serían las consecuencias a largo plazo.
Tras cruzar la puerta de entrada del bungalow, Raj se detuvo a escuchar. Percibió las vibraciones procedentes del aparatoso subwoofer del equipo de vídeo potenciando los tonos bajos en la sala de estar, por lo que se dirigió hacia allí. Encontró a Cal, Durell, Petra y Santana, junto a Veena, Samira y otras dos enfermeras, viendo una emocionante película de acción. Durell se lo estaba pasando en grande y jaleaba a los protagonistas, que se enfrentaban a desafíos insalvables.
Raj se acercó a Cal por detrás y, tras un momento de vacilación, le dio un suave apretón en el hombro.
Cal, tenso por la película, dio un brinco, se giró y, al ver a Raj, detuvo el DVD.
—¡Raj! Qué alegría que estés de vuelta. ¿Cómo ha ido?
—Me temo que nada bien —admitió este; apartó sus ojos de los de Cal y los clavó en el suelo—. Ha sido un desastre.
Hubo un momento de silencio; todos observaban a Raj.
—Ya os dije que no deberíamos lanzarnos a por otro tan pronto —soltó Veena—. ¡Tendríais que haberme hecho caso!
Cal levantó una mano para acallarla.
—Creo que antes de sacar ninguna conclusión deberíamos escuchar a Raj. Cuéntanos qué ha pasado. No omitas ningún detalle.
Raj contó toda la historia sin adornarla demasiado, desde su encontronazo con el doctor hasta su agradecimiento en el pasillo del hospital después del fallido intento de reanimación. Al terminar guardó silencio; seguía sin levantar la mirada del suelo y evitando cualquier contacto visual.
—¿Eso es todo? —preguntó Gal tras un breve silencio. Se sentía aliviado. Todos habían imaginado algo mucho peor, como que hubieran acusado a Raj de hacer lo que en realidad había hecho—. Déjame que lo repase. El diagnóstico inicial ha sido ataque al corazón con algún tipo de infarto cerebral. ¿Eso es lo que constará en el certificado de defunción?
—Eso es lo que he entendido —asintió Raj.
—¿No han dicho nada de la necesidad de indagar, hacerle la autopsia o cualquier tipo de investigación?
—No, nada de eso. Lo que le he oído decir al cirujano es que habían recibido una orden por email que les obligaba a llamar al presidente del hospital e informarle inmediatamente de los fallecimientos. Parece que están preocupados por la atención internacional que han despertado las dos muertes del hospital Queen Victoria. No quieren que la muerte de esta noche salga a la luz.
—Pues a mí todo esto me parece casi demasiado perfecto —dijo Cal—. Dadas las circunstancias, no se me ocurre mejor desenlace para este desastre en potencia. Raj, has hecho un trabajo estupendo.
El enfermero empezó a recobrar el ánimo. Incluso se atrevió a mirar a varios de los presentes. Se produjo un aplauso espontáneo, aunque fue Cal quien lo inició.
—Saquemos unas Kingfisher de la nevera y brindemos por Raj —propuso.
—¿Qué os parecería si no volviéramos a hacerlo? —Preguntó Veena—. Creo que ha llegado el momento en que deberíamos decidir parar, al menos durante unos días. Más vale no tentar a la suerte.
—Me parece razonable —dijo Cal—, pero saquemos todo el provecho posible de este. ¿Te has traído el registro hospitalario del paciente? —preguntó a Raj, que metió la mano en un bolsillo y sacó el USB y la jeringuilla de succinilcolina. Cal cogió el dispositivo y se lo tendió a Santana—. Manda la información a la CNN ya mismo. Con el intento fracasado de reanimación les saldrá una noticia estupenda e incluso tendrá más impacto. Anímalos a que lo emitan cuanto antes.
Santana tomó el dispositivo USB.
—Solo tardaré unos minutos, y luego volveré a por esa cerveza. Esperadme, ¿vale?