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Nueva York, lunes 15 de octubre de 2007,11.05 h

(En el mismo momento en que Jennifer recibe un sermón por llegar tarde)

—¿Los ves? —preguntó la doctora Shirley Schoener.

La doctora Schoener era una ginecóloga especializada en infertilidad. Aunque jamás lo había admitido, su decisión de estudiar medicina había sido una forma supersticiosa de enfrentarse a su temor hacia la enfermedad, y si se especializó en infertilidad fue por su miedo a sufrirla. Y en ambos casos había funcionado. Era una mujer sana con dos hijos maravillosos. Y la clientela de su consulta aumentaba, pues su estadística en el logro de embarazos era excelente.

—Supongo que sí —respondió la doctora Laurie Montgomery.

Laurie era médico forense y trabajaba en la Oficina del Forense de la ciudad de Nueva York. Tenía la misma edad que Schoener: cuarenta y tres años. Habían hecho la carrera juntas en la facultad de medicina y habían sido amigas y compañeras de clase. La diferencia entre ambas, aparte de sus respectivas especialidades profesionales, era que Shirley se había casado relativamente pronto —a los treinta años, poco después de terminar su programa de residencia— y los niños habían llegado a su debido tiempo, uno tras otro. Laurie había esperado hasta cumplir los cuarenta y uno, dos años atrás, para casarse con su colega forense Jack Stapleton y dejar de utilizar lo que ella llamaba «el guardameta», un eufemismo con el que se refería a los diversos métodos anticonceptivos a que había recurrido durante años. Laurie había supuesto que a partir de entonces no tardaría en quedarse embarazada del hijo que siempre supo que tendría. Al fin y al cabo, ya se había quedado embarazada por error durante la época en que confió en el método Ogino por acercarse demasiado a la fecha límite. Por desgracia el embarazo resultó ser ectópico y tuvo que interrumpirse. Sin embargo, ahora que sí quería quedarse embarazada, no lo conseguía. Y tras el obligatorio año de sexo sin protección, sin «guardameta», Laurie había llegado a la desagradable conclusión de que debía enfrentarse a la realidad y actuar. Fue en ese momento cuando contactó con su vieja amiga Shirley y empezó los tratamientos.

El primer paso había consistido en averiguar si había algún problema anatómico o fisiológico en ella o en Jack. La respuesta fue que no. Por primera vez en su vida Laurie había esperado que las pruebas médicas revelaran algún problema y, a partir de ahí, solucionarlo. Lo que revelaron fue lo que ya suponía: una de sus trompas de Falopio había quedado dañada a consecuencia del embarazo ectópico. Pero parecía que la otra trompa funcionaba con total normalidad. La opinión general era que una trompa de Falopio no debería suponer un problema.

Llegados a ese punto, Laurie había probado el Clomid, medicamento estimulador de la ovulación, combinado con el proceso de inseminación intrauterina, cuyo antiguo nombre —inseminación artificial— se había cambiado para que sonara menos antinatural. Tras los intentos cíclicos requeridos para el Clomid, todos fallidos, habían pasado a las inyecciones de hormona folículo estimulante. Laurie había comenzado ya su tercer ciclo de inyecciones. Si fallaba, como había ocurrido con los anteriores, solo le quedaría la esperanza de la fecundación in vitro. Por tanto, era comprensible que estuviera nerviosa e incluso padeciera una leve depresión clínica. Jamás había imaginado lo estresantes que iban a resultarle los tratamientos para combatir la infertilidad, ni la carga emocional que conllevaban. Laurie estaba frustrada, decepcionada, furiosa y agotada. Era como si su cuerpo estuviera tomándose las cosas con calma después del empeño que había puesto durante tantos años por no quedarse embarazada.

—No entiendo por qué no los ves —dijo la doctora Schoener—. Los folículos son muy evidentes, al menos cuatro de ellos, y tienen un aspecto estupendo. Son de buen tamaño: ni demasiado grandes ni demasiado pequeños.

Cogió la pantalla de ultrasonidos con la mano que tenía libre y la giró con cierto esfuerzo para dejarla perpendicular a la línea de visión de Laurie. A continuación señaló los folículos uno por uno. Con la mano derecha debajo de un paño estéril dirigió la sonda transductora hacia el vértice vaginal izquierdo de Laurie.

—Vale, ya los veo —dijo Laurie, tumbada en la camilla de exploración, con los pies en alto y las piernas separadas.

La primera vez que pasó por una prueba de fertilidad con ultrasonidos se llevó una sorpresa, ya que había esperado que la doctora colocara el sensor sobre su abdomen. Pero a aquellas alturas, después de someterse al procedimiento en días alternos durante la primera mitad de cinco ciclos, ni se inmutaba. Era un proceso incómodo, pero no le provocaba ningún dolor. El mayor problema era que le parecía humillante pero, a decir verdad, todo el jaleo de la infertilidad ya le parecía humillante.

—¿Tienen mejor aspecto que los de ciclos anteriores? —preguntó Laurie. Necesitaba que la animaran.

—No especialmente —admitió la doctora Schoener—. Pero lo que me gusta sobre todo es que en este ciclo la mayoría están en el ovario izquierdo, no en el derecho. Recuerda que tu oviducto viable es el izquierdo.

—¿Y crees que eso supondrá alguna diferencia?

—Vaya, sí que estamos negativas… —dijo la doctora Schoener mientras extraía la sonda y apartaba la pantalla de ultrasonidos de la vista de Laurie.

Laurie dejó escapar una breve risa burlona mientras bajaba los pies, pasaba las piernas a un lado de la camilla y se sentaba, sujetándose la sábana alrededor del cuerpo.

—Tienes que ser positiva —añadió Schoener—. ¿Has tenido algún síntoma hormonal?

Laurie repitió su risa falsa con algo más de energía. Esta vez también puso los ojos en blanco.

—Cuando empecé con todo este asunto, me prometí a mí misma que no dejaría que me afectara. Qué equivocada estaba… Tendrías que haber oído los gritos que le eché ayer a una octogenaria que se me intentó colar en la caja del supermercado. Solté más tacos que un conductor en hora punta.

—¿Qué tal los dolores de cabeza?

—Siguen.

—¿Sofocos?

—El paquete completo, sí. Y lo que más me molesta es Jack. Se comporta como si no tuviera nada que ver en esto. Cada vez que me baja la regla y me quedo hecha un asco por no estar embarazada, él dice tan campante «Bueno, quizá el mes que viene», y sigue a lo suyo. Me dan ganas de darle un sartenazo en la cabeza.

—Pero él quiere tener niños, ¿no? —preguntó la doctora Schoener.

—Bueno, si te soy sincera, probablemente él sigue adelante con todo esto por mí. Pero cuando los tengamos, si es que los tenemos, será el mejor padre del mundo. Estoy convencida. El problema de Jack es que ya tuvo dos hijas encantadoras con su difunta esposa, pero ella y las niñas fallecieron en un trágico accidente de aviación. Sufrió tanto que ahora tiene miedo de volverse vulnerable otra vez. Ya fue difícil conseguir que se comprometiera al matrimonio.

—No lo sabía —dijo, la doctora Schoener con sincera compasión.

—Lo sabe muy poca gente. Jack no es nada comunicativo con sus sentimientos personales.

—No hay nada extraño en eso —respondió la doctora Schoener mientras recogía los envoltorios de papel de la prueba de ultrasonidos y los metía en la papelera—. A menos que pueda demostrarse que el problema de esterilidad lo tiene el varón, en cuyo caso se la toma muy en serio, lo normal es que aborde la infertilidad y su tratamiento de forma muy diferente a como lo hace una mujer.

—Lo sé, lo sé —dijo Laurie con fervor. Se puso en pie, sujetando todavía la sábana en torno a su cuerpo—. Lo sé, pero no por eso me fastidia menos que no se implique más y no comprenda lo que estoy pasando. Este asunto no es nada fácil, te pongas como te pongas, y menos con el peligro de la hiperestimulación a la vuelta de la esquina. El problema es que, al ser médico, sé de lo que debo asustarme.

—Bueno, por suerte no parece que haya ningún riesgo de hiperestimulación en este ciclo ni en los anteriores, así que quiero que sigas con la misma dosis en las inyecciones. Si en la muestra de sangre que te hemos sacado hoy sale un nivel hormonal demasiado alto, te llamaré y haremos los ajustes necesarios. Si no, cíñete al tratamiento. Lo estás haciendo de maravilla. Este ciclo pinta bien.

—Lo mismo dijiste el mes pasado.

—Te lo dije porque de verdad pintaba bien. Pero este mes el ovario izquierdo ha tomado protagonismo y la cosa pinta mejor.

—¿Cuándo crees que tendré que ponerme la inyección desencadenante y hacer la inseminación intrauterina? Jack prefiere saber con un poco de tiempo cuándo tendrá que pasar a la acción.

—Por el tamaño actual de los folículos, yo diría que tal vez dentro de cinco o seis días. Que en recepción te den cita para otra ecografía y prueba de estradiol dentro de dos o tres días, cuando mejor te venga. Entonces podré darte una estimación aún mejor.

—Otra cosa —dijo Laurie mientras la doctora Schoener se preparaba para marcharse—. Anoche estaba en la cama sin poder volver a dormirme cuando se me ocurrió una pregunta relacionada con mi trabajo. ¿Crees que alguna condición ambiental en el depósito de cadáveres podría estar agravando este problema de fertilidad? ¿Los fijadores para muestras de tejido o algo por el estilo?

—Lo dudo —respondió al instante la doctora Schoener—. Si los patólogos sufrieran esterilidad en mayor medida que otros médicos, me parece que estaría enterada. Recuerda que en el hospital veo a muchos médicos, entre ellos a unos cuantos patólogos.

Laurie dio las gracias a su amiga, la envolvió en un breve abrazo y se dirigió al vestuario donde había dejado su ropa. Lo primero que hizo fue sacar el reloj. Todavía no eran las once y media, lo cual era perfecto. Significaba que podría estar de vuelta en la Oficina del Forense hacia el mediodía, la hora a la que se ponía su inyección diaria de hormona.