Nueva York, miércoles 17 de octubre de 2007, 6.15 h
Antes incluso de abrir los ojos, el doctor Jack Stapleton oyó un sonido extraño. Se trataba de un lejano rugido contenido, un sonido que le resultaba difícil de describir. Por un momento intentó cavilar qué podría estar provocándolo. Hacía solo dos años que Jack había hecho reformas en su casa de la calle 106 en Manhattan, la típica vivienda individual de ladrillo con escalera de entrada, por lo que decidió que podría ser el sonido de la casa asentándose en su nueva configuración y que le había pasado desapercibido hasta el momento, Pero, pensándolo mejor, era un ruido demasiado fuerte para que se tratara de eso. Intentó asociarlo con algo y de pronto pensó en una catarata.
Abrió los ojos. Pasó la mano por debajo de las mantas hacia el lado de su esposa y, al no topar con su figura durmiente, supo qué era aquel sonido: la ducha. Laurie ya estaba levantada, algo inaudito. Laurie era un ave nocturna empedernida, y a veces había que sacarla a rastras de la cama para que llegara a la OFCN, también conocida como la Oficina del Forense de la ciudad de Nueva York, a una hora razonable. A Jack, en cambio, le gustaba llegar temprano, antes que todo el mundo, para tener la posibilidad de seleccionar los casos interesantes.
Desconcertado, apartó las mantas y, desnudo, como le gustaba dormir, entró en el cuarto de baño, lleno de vapor. Laurie era prácticamente invisible dentro de la ducha. Jack dio un golpecito en la puerta.
—Buenas —dijo por encima del sonido del agua.
Con el pelo cubierto de espuma, Laurie apartó la cabeza del chorro de agua.
—Buenos días, dormilón —dijo ella—. Ya era hora de que te levantaras. Hoy va a ser un día movidito.
—¿De qué hablas?
—¡El viaje a la India! —dijo Laurie. Volvió a meter la cabeza en el torrente y se aclaró vigorosamente el pelo.
Jack saltó hacia atrás para evitar que le salpicara y dejó que se cerrara la puerta de la ducha. De repente lo recordó todo. Cuando se despertó le vinieron a la cabeza algunos jirones de una conversación en plena noche, pero pensó que había sido una pesadilla.
No había visto a Laurie tan decidida desde que se alió con su madre para preparar la boda. Cuando Laurie salió de la ducha, Jack se enteró de que se había quedado despierta y había organizado el viaje y el alojamiento; solo faltaba el permiso de Calvin para que los dos se tomaran una semana libre. Saldrían aquella misma tarde, cambiarían de avión en París y llegarían a Nueva Delhi la noche siguiente, bastante tarde. En cuanto al alojamiento, tenían una reserva en el mismo hotel donde se hospedaba Jennifer.
A las siete de la mañana Jack estaba ya posando con la mirada fija ante una cámara digital en la tienda de la avenida Columbus. El flash le sobresaltó. Pocos minutos después Laurie y él volvían a estar en la calle.
—¡Déjame ver tu foto! —dijo Laurie, y al verla soltó una risita. Jack, picado por su risa, se la quitó de las manos—. ¿Quieres ver la mía? —preguntó Laurie, y se la pasó antes de que pudiera responder.
Tal como imaginaba, la foto de Laurie era mejor que la suya: el flash había realzado las mechas color caoba de su pelo castaño, como si el dependiente fuera un fotógrafo profesional. Lo más diferente eran los ojos. Los de Jack eran de color marrón claro, tan hundidos que parecía que tuviera resaca, mientras que los de Laurie eran azul verdoso, brillantes, chispeantes.
Cuando llegaron a la OFCN a las siete y media, Laurie pensó que el ambiente que reinaba en la oficina era prometedor. Supuso que en un día especialmente ajetreado a Calvin le costaría más decidirse a prescindir de ellos durante una semana. Pero al menos de momento no había mucho trabajo. Cuando entraron en la oficina de identificación, donde empezaba la jornada para todos los forenses, encontraron al doctor Paul Plodget, encargado de examinar los casos que habían llegado durante la noche, sentado ante la mesa y leyendo el The New York Times. Delante de él había un montón inusualmente pequeño de carpetas que ya había examinado. Sentado a su lado, en uno de los sillones de vinilo marrón, estaba Vinnie Amendola, un técnico del depósito cuyo trabajo consistía en llegar pronto para ayudar en el reemplazo de los técnicos del turno de noche. También se encargaba de preparar café para todos. En aquel momento estaba leyendo el New York Post.
—¿Va a ser un día flojo? —preguntó Laurie para asegurarse.
—De los más flojos que he visto —dijo Paul sin apartar la vista del periódico.
—¿Algún caso interesante? —quiso saber Jack mientras echaba un vistazo a las carpetas.
—Depende de quién lo pregunte —respondió Paul—. Tenemos un suicidio que va a ser un problema. Seguramente os habéis cruzado con los padres. Hace un momento estaban en la sala de identificación. Una familia judía muy bien relacionada. En pocas palabras, se niegan a que le hagamos la autopsia y no hay forma de que se bajen del burro.
Paul miró por encima del periódico para asegurarse de que Jack le había oído.
—¿Y realmente es necesaria? —preguntó Jack. Según la ley, había que practicar la autopsia en todos los casos de suicidio, pero la OFCN intentaba respetar la sensibilidad de las familias, sobre todo cuando la religión estaba de por medio.
Paul se encogió de hombros.
—Yo diría que sí. Habrá que ser diplomáticos.
—Entonces el doctor Stapleton queda descartado —comentó Vinnie.
Jack golpeó con los dedos el periódico de Vinnie y el hombre pegó un bote.
—Con esa recomendación —le dijo Jack a Paul—, ¿te importa si me quedo el caso?
—Tú mismo —dijo Paul.
—¿Calvin ya ha llegado? —preguntó Laurie.
Paul bajó el periódico y miró a Laurie con una expresión interrogante que significaba: «¿Te has vuelto loca?».
—Jack y yo seguramente tendremos que tomarnos un permiso imprevisto a partir de la tarde de hoy —dijo Laurie a Paul—. Si no es problema, que me parece que no lo será, me gustaría hacer el papeleo esta mañana y cerrar todos los casos que pueda.
—No veo qué problema puede haber —coincidió Paul.
—Voy a hablar con los padres —dijo Jack levantando la carpeta del caso.
Laurie le agarró del brazo.
—Yo voy a esperar a Calvin. Quiero que me diga que sí o que no cuanto antes. Si es que sí, bajaré un momento al foso antes de ir a buscar los visados.
—Vale —dijo Jack, pero sin duda estaba ya centrado en el caso que tenía entre manos.
Laurie fue a recepción, le pidió a Marlene que la avisara cuando llegara Calvin y tomó el ascensor hasta su despacho en el quinto piso. Tras sentarse, se sumergió en el montón de casos que tenía pendientes. Peto no llegó muy lejos. Veintidós minutos más tarde Marlene le informó de que Calvin acababa de cruzar la puerta de entrada, mucho más pronto que de costumbre.
El despacho del subdirector de la Oficina del Forense estaba situado junto al del director, mucho más amplio, cerca de la entrada principal del edificio. Aún no eran las ocho y los secretarios no habían llegado, por lo que Laurie tuvo que anunciarse ella misma.
—¡Pasa! —Dijo Calvin cuando vio a Laurie en la puerta—. Lo que quieras decirme, que sea rápido. Me esperan en el ayuntamiento.
Calvin era un afroamericano enorme que podría haber competido en la liga de fútbol americano de no haberle interesado tanto estudiar medicina cuando acabó el instituto. Su capacidad para intimidar, combinada con su temperamento irascible y su carácter perfeccionista lo convertían en un administrador muy eficiente. Aunque la OFCN fuera un organismo municipal, las cosas se hacían y se hacían bien bajo las órdenes de Calvin Washington, doctor en medicina.
—Lamento molestarte tan temprano —empezó Laurie—, pero me temo que Jack y yo tenemos una especie de emergencia.
—Oh, oh —canturreó Calvin mientras recogía el material que debía llevarse al despacho del alcalde—. ¿Por qué me huelo que voy a tener que apañarme sin mis dos patólogos más productivos? Vale, dame la versión resumida del problema.
Laurie carraspeó.
—¿Te acuerdas de aquella chica a la que traje aquí hace catorce años, Jennifer Hernández?
—¿Cómo iba a olvidarla? Yo estaba totalmente en contra y, no sé cómo, me convenciste. Luego resultó ser una de las mejores cosas que ha hecho jamás esta oficina. ¿Ya han pasado catorce años? ¡Dios mío!
—Catorce, sí. De hecho, en primavera se licenciará en la facultad de medicina de la Universidad de California.
—Eso es genial. La chica era adorable.
—Te manda recuerdos.
—Dáselos también de mi parte —dijo Calvin—. Laurie, ve al grano. Tendría que haber salido por esa puerta hace cinco minutos.
Laurie le contó la historia de la muerte de María Hernández y las dificultades a las que estaba enfrentándose Jennifer para encargarse del cuerpo de su abuela. También explicó a Calvin que María había sido una madre tanto para Jennifer como para ella, desde la infancia hasta el principio de la adolescencia, y terminó diciéndole que Jack y ella deseaban viajar a la India y que para eso necesitaban tener una semana libre.
—Te acompaño en el sentimiento —respondió Calvin—. Comprendo perfectamente que quieras estar con ella, pero no entiendo por qué tiene que ir Jack. Prescindir de vosotros dos al mismo tiempo pone a la oficina en un brete, a no ser que lo sepamos con bastante anticipación.
—En realidad, la razón por la que Jack debería acompañarme no tiene nada que ver con la muerte de María —explicó Laurie—. Estamos siguiendo un tratamiento contra la infertilidad desde hace ocho meses. He estado inyectándome una buena cantidad de hormonas, dentro de unos días he de ponerme la inyección para liberar los folículos, y entonces…
—¡Vale, vale! —Exclamó Calvin—. Ya lo pillo. ¡Bien! Tomaos esa semana. Ya nos las arreglaremos.
Calvin cogió su maletín.
—Gracias, doctor Washington —dijo Laurie, sintiendo una punzada de emoción. El viaje se había hecho realidad. Ambos abandonaron el despacho.
—Llamadme cuando sepáis que vais a volver al trabajo —gritó Calvin por encima de su hombro mientras se dirigía a la puerta principal.
—¡Claro! —respondió Laurie mientras se encaminaba hacia los ascensores.
—Una cosa más —dijo Calvin aguantando la puerta con el trasero—. Tráeme un recuerdo y quédate embarazada.
Dicho esto, salió y la puerta se cerró.
Una nube barrió la alegría emocionada de Laurie como una repentina tormenta de verano. La enfureció el último comentario de Calvin. Se volvió hacia el ascensor y dejó escapar una ráfaga de improperios. Bastante agobio y presión le estaban causando sus intentos de quedarse embarazada para que aún la agobiaran más. El hecho de que Calvin se hubiera permitido hacer ese comentario le olía a discriminación sexual. Al fin y al cabo, a Jack no se lo habría hecho.
Ya en el ascensor, dio un puñetazo al botón del quinto piso. Le costaba creer que los hombres pudieran ser tan insensibles. No había excusa.
Entonces, casi tan rápido como había llegado, la rabia se disipó. Supo al instante que las responsables de aquello eran las hormonas, como con Jack la noche anterior y con la anciana en el supermercado. Lo que más la sorprendía y la avergonzaba era la rapidez con que tenían lugar aquellos episodios. No le dejaban tiempo para que razonara.
De vuelta en su despacho, y sintiéndose más al mando de sus emociones, Laurie llamó a su amiga Shirley Schoener. Sabía que era buen momento porque de ocho a nueve contestaba a las llamadas y los correos electrónicos de sus pacientes. Respondió de inmediato.
Laurie sabía que otros pacientes estarían llamando en ese momento, así que fue directamente al grano, le explicó que ella y Jack salían hacia la India aquella tarde y la razón del viaje.
—Qué envidia —respondió Shirley—. Aquello os parecerá muy… interesante.
—Así es como la gente describe las cosas que no les gustan cuando saben que deben ser diplomáticos —comentó Laurie.
—Lo que pasa es que es difícil explicar lo que la India provoca en cada uno —dijo Shirley—. Ese país despierta emociones de lo más variadas; las descripciones simples y genéricas son absurdas. ¡Pero a mí me encantó!
—En realidad no nos dará tiempo de ver la India —dijo Laurie—. Me temo que será entrar y salir.
—No importa. En la India hay tantas contradicciones por todas partes que sentiréis lo que os estoy diciendo independientemente del tiempo que estéis y la ciudad a la que vayáis: Delhi, Bombay o Calcuta. Es todo tan complejo… Yo estuve hace un año para un congreso de medicina y desde entonces no soy la misma. Allí, la belleza sublime y la fealdad urbana conviven entremezcladas. Hay una riqueza increíble y la pobreza más desgarradora que puedas imaginar. Créeme, te vas a quedar con la boca abierta. Es imposible que no te afecte.
—Bueno, claro, tendremos los ojos bien abiertos, pero vamos allí por la muerte de María Hernández. Y además tendré que ocuparme de mi ciclo.
—Madre mía —exclamó Shirley—. Estaba tan entusiasmada con la India que me había olvidado de eso. Este ciclo me da muy buena espina. Si te vas, no me llevaré ningún mérito cuando te quedes embarazada, que es lo que creo que sucederá.
—Lo que me faltaba, que tú también me presionaras —dijo Laurie con una risita.
Le contó a Shirley cómo había reaccionado ante el inocente comentario de Calvin.
—¡Y tú que dudabas de que las hormonas te causaran problemas! —rio Shirley.
—No me lo recuerdes. Pero de verdad que no esperaba esto. Para mí, el síndrome premenstrual nunca ha sido el incordio que es para algunas mujeres que conozco.
—Pues tendrá que verte alguien en Nueva Delhi el primer día entero que pases allí. No quiero que te arriesgues lo más mínimo a la hiperestimulación.
—Por eso te he llamado. ¿Conoces a alguien en Nueva Delhi a quien puedas recomendarme?
—A mucha gente —respondió Shirley—. Después de aquel congreso he mantenido el contacto con algunos médicos. La medicina india está bastante avanzada, más de lo que cree casi todo el mundo. Como mínimo conozco a media docena de médicos que te recomendaría sin ninguna duda. ¿Tienes alguna preferencia, como que sea hombre o mujer, o alguna zona en particular de la ciudad?
—Lo que me vendría bien es que me recomendaras a alguien del hospital Queen Victoria —contestó Laurie—. Podría sernos de ayuda conocer a alguien del personal cuando tratemos con la administración del centro.
—Desde luego. ¿Sabes? Voy a hacer algunas llamadas ahora mismo. En Delhi son más o menos las seis de la tarde, la hora perfecta. Podría hacerlo por email, pero hablar por teléfono directamente será mejor, y no veo que tenga ninguna llamada esperando.
—Gracias, Shirley —dijo Laurie—. Está claro que te deberé una después de todo esto, pero no sé cómo voy a compensarte. Dudo mucho que necesites mis servicios profesionales.
—No bromees con eso —repuso Shirley—. Soy demasiado supersticiosa.
Después de colgar, Laurie miró el reloj. La oficina de los visados para la India no abría hasta las nueve; tenía tiempo. Lo primero que hizo fue llamar a la aerolínea y utilizar su tarjeta de crédito para pagar los billetes que había reservado. A continuación llamó a Jennifer. El teléfono sonó cuatro o cinco veces, y cuando Laurie esperaba oír el contestador automático fue la joven la que respondió; parecía estar sin aliento.
Laurie le preguntó si llamaba en mal momento y le dijo que no le costaba nada volver a llamar más tarde.
—No, está bien —dijo Jennifer, respirando con fuerza—. Estoy cenando en un restaurante chino muy lujoso del hotel, y cuando ha sonado el teléfono he salido corriendo al vestíbulo para contestar. Adivina con quién estoy cenando.
—Ni idea.
—Con la señora Benfatti. La esposa del hombre que murió anoche en el Queen Victoria.
—Vaya coincidencia.
—En realidad no. La localicé y fuimos a comer juntas. Tengo que decirte que hay muchas coincidencias extrañas entre la muerte de su marido y la de la abuela.
—¿En serio? —Laurie se preguntó si las coincidencias eran reales o imaginarias.
—Un momento, caramba, que yo me enrollo y eres tú la que ha llamado. Dime que venís a la India, por favor…
—Vamos a la India —anunció Laurie con voz emocionada.
—¡Genial! —Exclamó Jennifer—. No sabes lo contenta que estoy. Dile al doctor Washington que muchísimas, muchísimas gracias.
—Te manda recuerdos —dijo Laurie—. ¿Ha habido algún cambio importante por allí?
—En realidad no. Siguen insistiendo para que les dé luz verde. Ya les he dicho que veníais vosotros y que iríamos al hospital el viernes por la mañana.
—¿Les has comentado que somos patólogos forenses?
—Ya lo creo. Con toda claridad.
—¿Y su reacción?
—Otro discurso sobre la imposibilidad de hacer una autopsia. Se muestran inflexibles.
—Ya veremos —comentó Laurie.
—He hablado con la enfermera que cuidó a la yaya. Es una belleza, tiene un cuerpazo increíble.
—Viniendo de ti, eso es un cumplido enorme.
—Yo no juego en la misma división. Es el tipo de mujer que seguramente come de todo y está estupenda. Además, parece maja de verdad. Al principio se comportó de una manera un poco rara.
—¿Rara?
—Parecía tímida o incómoda, no sé. Al final resultó que le daba miedo que estuviera enfadada con ella.
—¿Por qué ibas a estar enfadada?
—Eso mismo le he preguntado yo. ¿Sabes qué era? Pues que la yaya ha sido la primera paciente que se le ha muerto desde que se tituló en la escuela de enfermería. ¿No es conmovedor?
—¿Te contó algo acerca de tu abuela? —preguntó Laurie. No hizo ningún comentario sombre la pregunta retórica de Jennifer. No veía la relación entre que María fuese la primera muerte de la enfermera y que le preocupara que Jennifer pudiera cabrearse con ella. Se dijo que en aquello debía de haber algo cultural.
—En realidad, no —contestó Jennifer, pero enseguida se corrigió—: Bueno, sí, me dijo que la yaya presentaba cianosis cuando la encontraron.
—¿Auténtica cianosis? —preguntó Laurie.
—Eso dijo, y se lo pregunté directamente. Pero ella hablaba de oídas. La abuela murió durante el turno de la tarde, y ella trabaja en el de la mañana. Se enteró por el enfermero que encontró a la abuela cuando ya estaba muerta.
—Quizá sea mejor que no juegues a los detectives en el hospital —apuntó Laurie—. No vaya a ser que se pongan nerviosos.
—Supongo que tienes razón —coincidió Jennifer—, sobre todo ahora que vais a venir. ¿Me dices los detalles de vuestro vuelo?
Laurie le dictó el número de vuelo y la hora prevista de llegada.
—Y no hace falta que vayas al aeropuerto como dijiste —añadió Laurie—. Cogeremos un taxi y punto.
—Es que quiero ir. Me llevaré un coche del hotel. No te preocupes, tengo los gastos pagados.
En esas circunstancias, Laurie se mostró de acuerdo.
—Bueno, será mejor que te deje volver a la cena con tu acompañante.
—Por cierto, le he dicho a la señora Benfatti que echaríais un vistazo al caso de su marido. Espero que no os importe. Ya te he dicho que se parecen mucho.
—Primero veremos las semejanzas y después decidiremos —sentenció Laurie.
—Una cosa más —dijo Jennifer—. Esta tarde he ido a la embajada de Estados Unidos y he hablado con un agente consular muy agradable.
—¿Te has enterado de algo?
—Resulta que la gerente médica del Queen Victoria me dijo la verdad acerca de la repatriación de cadáveres a Estados Unidos. Hay muchísima burocracia y es caro. Así que me inclino por la incineración.
—Hablaremos de eso cuando llegue —atajó Laurie—. Ahora vuelve a tu mesa.
—¡A la orden, mi general! —Exclamó Jennifer con alegría—. Nos vemos mañana por la noche.
Laurie colgó. Se quedó un momento con la mano encima del receptor, pensando en el infarto y la cianosis generalizada. Cuando el corazón falla, la acción de bombeo se detiene y no se produce cianosis generalizada. La cianosis suele deberse al fallo de los pulmones mientras el corazón sigue bombeando.
El teléfono sonó con potencia bajo su mano y Laurie dio un brinco. Con el pulso acelerado, recuperó el receptor y dijo un «hola» apresurado.
—Querría hablar con la doctora Laurie Montgomery —dijo una voz agradable.
—Sí, soy yo —respondió Laurie con curiosidad.
—Soy el doctor Arun Ram. Acabo de hablar con la doctora Shirley Schoener. Me ha dicho que usted visitará Nueva Delhi en breve y que está en pleno ciclo de fertilización con hormonas. Dice que debemos realizar el seguimiento del tamaño de los folículos y controlar el nivel de estradio en sangre.
—Es cierto. Le agradezco mucho su llamada. Creí que la doctora Schoener se pondría en contacto conmigo y me pasaría los números de teléfono para que fuera yo quien hiciera las llamadas.
—No tiene importancia. Se lo he propuesto yo, ya que la doctora Schoener me ha dicho que acababa de hablar con usted. Quería hacerle saber que sería un honor poder ayudarla. La doctora Schoener me ha dicho algunas cosas de usted y estoy muy impresionado. En mis primeros años de carrera, hubo una época en que aspiraba a convertirme en patólogo forense inducido por algunos programas estadounidenses que había visto en la televisión. Por desgracia luego me desencanté. Las instalaciones de este país son pésimas por culpa de nuestra infame burocracia.
—Eso es una lástima. Esta especialidad necesita contar con buenos profesionales, y a la India le vendría bien mejorar las instalaciones y el campo de especialización.
—La doctora Schoener llamó en primer lugar a una de mis colegas, la doctora Daya Mishra, por si usted prefería que la atendiera una mujer. Pero me ha dicho que lo que le interesaba era alguien que contara con privilegios de admisión en el hospital Queen Victoria, y la doctora Mishra le ha recomendado que se pusiera en contacto conmigo.
—Si pudiera atenderme usted, se lo agradecería muchísimo. Mi marido y yo tenemos otro asunto en el hospital Queen Victoria, así que eso sería de lo más conveniente.
—¿Cuándo llegarán?
—Saldremos esta tarde de Nueva York y se supone que llegaremos a Delhi el jueves por la noche, el 19 de octubre, a las once menos diez de la noche.
—¿Dónde está ahora mismo dentro del ciclo de fertilización?
—Séptimo día. Pero lo importante es que el lunes la doctora Schoener estimó que en cinco días sería el momento de ponerme la inyección desencadenante.
—Entonces, la última vez que la vieron fue el lunes, y todo iba bien.
—Exacto.
—Pues creo que debería verla el viernes por la mañana. ¿A qué hora prefiere? Los viernes los dedico a la investigación y tengo la agenda despejada.
—No sé —dijo Laurie—, ¿qué le parece a las ocho de la mañana?
—A las ocho entonces —confirmó el doctor Arun Ram.
Tras despedirse del doctor Ram, Laurie llamó a Shirley y le agradeció la recomendación.
—Te caerá bien, ya verás —auguró Shirley—. Es muy inteligente, tiene un gran sentido del humor y buenas estadísticas.
—¿Qué más se puede pedir? —comentó Laurie antes de colgar.
Hechas todas las llamadas, Laurie miró su reloj. Era hora de acercarse a la empresa en la que la India había externalizado la emisión de visados. Sacó su pasaporte y el de Jack del maletín y los juntó con las fotos que se habían hecho aquella mañana.
Con los pasaportes y las fotos en el bolso, junto al teléfono móvil, Laurie salió de su despacho y se dirigió a los ascensores. Vio que se abría una puerta delante de ella y avivó el paso para llegar a tiempo. Casi se dio de bruces con su compañera de despacho, la doctora Riva Mehta, que salía del ascensor. Ambas se disculparon. Laurie se rio.
—Vaya, sí que estás de buen humor —comentó Riva.
—La verdad es que sí —respondió Laurie con alegría.
—No me digas que estás embarazada… —insinuó Riva.
Ella y Laurie no solo eran compañeras de despacho; también se hacían confidencias. Aparte de Shirley, Riva era la única persona con la que Laurie compartía el estrés causado por el tratamiento contra la infertilidad.
—Ojalá —dijo Laurie—. No, Jack y yo nos vamos a la India; un viaje imprevisto.
Laurie se interpuso entre la puerta del ascensor, que insistía en cerrarse.
—Eso es genial —dijo Riva—. ¿Adónde vais exactamente?
Riva había emigrado a Estados Unidos con sus padres cuando tenía once años.
—A Nueva Delhi —contestó Laurie—. De hecho, ahora mismo voy a buscar los visados. Supongo que estaré de vuelta dentro de media hora. Me encantaría que habláramos del tema, a lo mejor puedes darme algún consejillo.
—Encantada —dijo Riva.
Laurie entró en el ascensor y permitió que la pertinaz puerta se cerrara por fin. Mientras bajaba recordó el comentario de Riva sobre su estado de ánimo y admitió que tenía razón, una impresión que se veía reforzada por lo desanimada que había estado durante los últimos dos o tres meses. Deseó vagamente que la tensión del tratamiento no estuviera volviéndola bipolar.
Cuando el ascensor llegó al sótano, salió y avanzó con prisa hacia la sala de autopsias. Sabía que solo estaría allí un momento, por lo que se limitó a ponerse la bata y el gorro antes de empujar las puertas dobles. A pesar de que ya eran las nueve menos cuarto, Jack y Vinnie eran el único equipo que estaba trabajando. Otros técnicos del depósito estaban preparando casos y sacando cadáveres, pero los médicos asociados aún no habían aparecido. Jack y Vinnie llevaban bastante trabajo adelantado. El cuerpo en el que estaban ocupados tenía suturada la gran incisión en Y que le recorría el pecho y el abdomen. En aquel momento, habían abierto la parte superior del cráneo y estaban trabajando en el cerebro.
—¿Qué tal va? —preguntó Laurie, acercándose a Jack.
—Aquí, pasándolo pipa, como de costumbre —respondió Jack, enderezando la espalda y estirándose.
—¿Típico suicidio con arma de fuego? —quiso saber Laurie.
Jack soltó una risa corta.
—Difícilmente. Llegados a este punto, está bastante claro que fue un homicidio.
—¿Sí? —Preguntó Laurie—. ¿Por qué?
Jack agarró el cuero cabelludo del cadáver, que estaba invertido, y tiró de él para que dejara de cubrir la cara y regresara a su posición original. En un lado de la cara, por encima de la oreja y en el centro de una zona afeitada, había una herida de color rojo oscuro, circular y con el borde muy definido. La rodeaban unas manchas negras de entre cinco y ocho centímetros.
—¡Madre mía! —Exclamó Laurie—. Tienes razón: no es un suicidio.
—Y no acaba ahí la cosa —dijo Jack—. La trayectoria de la bala está muy inclinada hacia abajo, hasta tal punto que acabó en los tejidos subcutáneos del cuello.
—¿Cómo podéis ver tantas cosas aquí, tíos? —exclamó Vinnie.
—Es fácil —respondió Laurie—. Cuando alguien se pega un tiro, lo normal es que apoye el cañón contra la piel. Y entonces los gases de la detonación entran junto con la bala. La herida que se produce es irregular y estrellada, porque la piel se separa del cráneo y se desgarra.
—¿Y ves estas salpicaduras? —Intervino Jack, señalando con el mango de un bisturí el anillo de manchas negras que rodeaba la herida—. Eso son residuos de pólvora. Si fuera un suicidio, todo eso estaría dentro de la herida. —Jack se volvió hacia Laurie y le preguntó—: ¿A qué distancia crees que estaba el cañón cuando se disparó el arma?
Laurie se encogió de hombros.
—Entre cuarenta y cincuenta centímetros.
—Eso mismo pienso yo —coincidió Jack—. Y creo que nuestra víctima estaba tumbada cuando ocurrió.
—Mejor que se lo cuentes al jefe cuanto antes —aconsejó Laurie—. Este es el tipo de caso con residuos políticos radiactivos.
—Eso iba a hacer —dijo Jack—. Es increíble la cantidad de casos que vemos en los que la causa de la muerte es distinta tras la autopsia a la que creíamos en un principio.
—Por eso es tan importante nuestro trabajo —determinó Laurie.
—¡Oye! —Exclamó Jack—. ¿Has hablado con Calvin?
—¡Ah, sí! —Dijo Laurie, recordando su misión—. Por eso he venido. Voy a Travisa para que nos hagan los visados. Calvin nos ha dado luz verde para una semana.
—Maldita sea —exclamó Jack, pero se rio antes de que Laurie tuviera tiempo de mosquearse.