Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007,16.26 h
—¿Tienes un segundo? —preguntó Durell desde la puerta de la biblioteca.
Cal apartó la mirada de las hojas de cálculo de los gastos de Nurses International. Estaban quemando el dinero a un ritmo endiablado pero, ahora que todo iba tan bien, no le preocupaba tanto como dos o tres días antes.
—Claro —dijo Cal.
Se apoyó en el respaldo y estiró los brazos por encima de la cabeza. Vio que Durell se acercaba con paso tranquilo y desplegaba algunos mapas en la mesa de la biblioteca que Cal empleaba como escritorio. Había también fotos de varios vehículos, que Durell colocó cuidadosamente en orden con sus fuertes manazas. Llevaba una de sus camisetas negras ajustadas que se le acoplaba a los músculos como si en vez de tela fuera pintura.
—Vale —dijo Durell, enderezándose y frotándose las manos con deleite—. Esto es lo que he encontrado.
Antes de que pudiera seguir hablando, la puerta principal se cerró a lo lejos con un golpe tan fuerte que hizo temblar la taza de café que Cal tenía sobre la mesa. Los dos hombres se miraron.
—¿Qué demonios…? —dijo Cal.
—Alguien quiere hacernos saber que ha vuelto a casa. —Durell miró el reloj; eran casi las cuatro y media—. Una de las enfermeras debe de haber tenido un mal día.
Apenas había acabado la frase cuando Veena y Samira entraron en la biblioteca. Las dos empezaron a hablar al mismo tiempo.
—¡Eh! —Gritó Cal alzando las dos manos en gesto de calma—. De una en una, y más vale que sea importante. Acabáis de interrumpir a Durell.
Veena y Samira se miraron.
—Tenemos un posible problema en el Queen Victoria… —dijo Veena.
—¿Un «posible» problema? —la interrumpió Cal.
Veena asintió, nerviosa.
—Pues deberíais haber tenido un poco de respeto. Durell estaba hablando.
—Podemos hablar de esto después —dijo Durell al tiempo que recogía las fotos de los coches.
Cal le agarró la muñeca y lo miró.
—No. Sigue. Ellas pueden esperar.
—¿Estás seguro? —preguntó Durell. Se inclinó y le dijo al oído—: Creía que esto de la huida era información confidencial.
—No pasa nada. Si se nos echa encima el Armagedón, quiero que vengan con nosotros. Mejor que lo oigan. Podrían ayudar. —Durell levantó el pulgar y volvió a incorporarse. Cal añadió—: Escuchad. Durell ha estado trabajando en lo que llamaríamos un plan de contingencia por si las cosas se ponen realmente mal. Pero todo esto es información confidencial: no podéis contárselo a los demás.
Las mujeres, picadas por la curiosidad, se acercaron a la mesa para mirar los mapas.
—Espero que te des cuenta de que incluirlas añade un nuevo nivel de complejidad, será más difícil que estemos todos listos cuando deba ejecutarse el plan, si es que se ejecuta —dijo Durell a Cal.
—Eso puedes organizado más tarde —replicó Cal—. A ver qué traes.
Durell volvió a esparcir las fotos de los vehículos sobre la mesa. Mientras lo hacía, explicó a las mujeres que se le había ocurrido plantearse cómo saldrían del país si se presentaba la necesidad. Veena y Samira cruzaron una mirada nerviosa. Aquel tema estaba relacionado con lo que ellas pretendían contarles.
—Estos son algunos de los vehículos que podríamos comprar y guardar en ese garaje fortificado que hay en el terreno —dijo Durell—. El plan sería tenerlo con el depósito lleno, equipado y listo para salir. Creo que debería tener tracción a las cuatro ruedas, dado que en la ruta que tengo en mente las carreteras no están lo que se dice en buenas condiciones.
—¿Qué ruta recomiendas? —preguntó Cal.
—Salir de Delhi rumbo al sudeste y coger la autopista principal hacia Benarés. Desde allí, seguiríamos hacia el nordeste para cruzar la frontera con Nepal en el paso fronterizo Raxaul-Birgunj.
Durell señaló el itinerario en el mapa.
—¿Es buen sitio para cruzar?
—Yo creo que el mejor. Raxaul está en la India y Birgunj en Nepal. Al parecer, son dos ciudades de mala muerte separadas solo por unos cientos de metros de distancia, y su principal actividad, por lo que he averiguado, es el comercio sexual dirigido a los más de dos mil camioneros que cruzan la frontera todos los días.
—Suena estupendo.
—Para lo que nosotros buscamos, yo creo que es perfecto. Es casi como un paso de los espaldas mojadas, ni siquiera te piden el visado. En realidad no es más que una aduana para mercancías.
—¿Está en la montaña?
—No, es una zona tropical y llana.
—Sí, suena perfecto, Y cuando crucemos, ¿qué?
—Seguiremos todo recto por la autopista Prethir, ya en Nepal, hacia Katmandú y un aeropuerto internacional. Llegados a ese punto, ya estaremos fuera de peligro.
—Se supone que en Nepal hay montañas.
—¡Ya lo creo!
—Entonces recomiendo el Toyota Land Cruiser —dijo Cal levantando la foto para enseñarla—. Tiene seis asientos y tracción a las cuatro ruedas.
—Hecho —respondió Durell mientras empezaba a recoger las otras fotos—. Era mi primera opción.
—Cómpralo, prepáralo y mételo en ese garaje. Que los de mantenimiento lo arranquen una vez por semana. Además, cada uno de nosotros preparará un bolso de viaje.
—Si las llaves del coche van a estar fuera, no sé si dejar también las bolsas ahí es buena idea. Hay una parte de la verja trasera del terreno que se ha caído.
—Podemos dejarlas en esa habitación que hay abajo, esa que parece una mazmorra. La puerta que lleva hasta allí se puede cerrar, ¿no?
—Tiene una llave vieja y grande que parece salida de un castillo de la Edad Media.
—Entonces haremos eso. Cada uno preparará una maleta pequeña y las dejaremos cerradas con llave en la mazmorra.
—¿Y qué hacemos con la llave? —Preguntó Durell—. Deberíamos saber todos dónde está. Si tenemos un problema importante, todos los que estamos en el plan deberíamos saber dónde se guarda la llave. Si alguien se quedara colgado sería un problema.
Cal recorrió la biblioteca con la mirada. Además de la considerable colección de libros antiguos, las mesas y las estanterías estaban llenas de adornos. Sus ojos tardaron poco en fijarse en una caja india de papel maché que reposaba en la repisa de mármol. Se levantó y fue hacia ella. Estaba pintada con trazos enrevesados y barnizada, y era bastante grande. Le costó abrirla. Estaba vacía, como esperaba.
—Guardaremos la llave aquí dentro. ¿Qué os parece? —Levantó la caja para que pudieran verla. Los demás asintieron y Cal dejó la caja en su posición original. Mientras regresaba a la mesa observó a las mujeres—. ¿Estáis de acuerdo con el plan? ¿Podéis preparar una maleta pequeña y dársela a Durell? Cuando digo pequeña quiero decir para un par de días. —Las mujeres volvieron a asentir. Cal se giró hacia Durell—. Suena genial, sobre todo porque las posibilidades de que lo necesitemos son prácticamente cero, pero más vale estar preparados.
Cal pensó que el motivo de aquello había sido el intento de suicidio de Veena, que nadie había previsto. Contempló a la joven, sorprendido por su aparente cambio de actitud. Aunque sabiendo los abusos que había sufrido en silencio, no pudo evitar preguntarse si era tan estable como él necesitaba que fuera.
—Me encargaré de contarles los detalles a Petra y Santana —dijo Durell mientras recogía los mapas.
Quedó en que más tarde se reuniría con las enfermeras para explicarles cómo se coordinarían en el improbable caso de tener que activar el plan de emergencia.
Cal asintió hacia Durell, pero su atención estaba centrada ya en Veena y Samira.
—Muy bien —dijo—, os toca a vosotras. ¿Cuál es ese posible problema?
Veena y Samira estallaron a la vez, se detuvieron, volvieron a empezar a hablar y entonces Samira indicó con un gesto que le cedía la palabra a Veena. Esta describió sus encuentros con Jennifer Hernández y con la gerente del caso Hernández.
Cal levantó una mano y gritó:
—¡Durell, a lo mejor tendrías que oír esto!
Este ya estaba al otro lado de la puerta, peleándose con los mapas para mantenerlos bien doblados. Dio media vuelta y regresó. Cal le resumió lo que habían explicado las chicas y pidió a Veena que continuara.
Esta explicó que Jennifer estaba impidiendo que el hospital se ocupara del cuerpo de su abuela y, lo más importante, estaba investigando la muerte de la señora Hernández. Comentó que la gerente había utilizado incluso las palabras «error» e «intencionado» para describir lo que Jennifer consideraba posibles causas del fallecimiento.
—Me temo que no cree que fuera una muerte natural —resumió Veena—. Y tú me dijiste que eso no podía ocurrir, que era imposible que alguien imaginara siquiera algo así. Pero justo eso es lo que cree Jennifer Hernández, y todo esto me da mala espina…
—Vale, vale —dijo Cal, alzando una mano para que Veena se calmara—. Te lo estás tomando a la tremenda. —Cal miró a Durell—. ¿Cómo es posible que esa tal Hernández piense lo que está pensando?
Durell movió la cabeza.
—Ni idea, pero más vale que lo averigüemos. ¿Podría haber algún fleco en la estrategia de la succinilcolina que no estemos teniendo en cuenta?
—No se me ocurre ninguno —respondió Cal—. El anestesiólogo fue muy claro. Me dijo que la víctima debía tener algún tipo de problema cardíaco en su historial; qué problema en concreto no importaba. Debía haberse sometido a una operación doce horas antes como mucho y había que suministrar la droga por una vía intravenosa que ya estuviera puesta. Eso fue todo, ¿verdad?
—Yo no recuerdo nada más —dijo Durell.
—Jennifer Hernández es estudiante de medicina —añadió Veena—. Sabe de estas cosas.
—Eso no debería importar —replicó Cal—. El procedimiento nos lo dio un anestesiólogo, y nos dijo que era infalible.
—Hernández ha conseguido que vengan a la India dos forenses —dijo Samira.
—Es verdad —asintió Veena—. Ella no es el único problema.
—Y a Veena le ha mencionado a mi paciente, Benfatti, lo que significa que sabía lo que había pasado —añadió Samira.
—La CNN emitió la noticia, así que podía saberlo cualquiera —dijo Cal—. Eso no tiene importancia.
—Pero ¿no te preocupa la llegada de esos médicos? —Preguntó Veena—. Son patólogos forenses. Yo sí estoy preocupada.
—Los forenses me dan igual por dos razones: primera porque por lo que has dicho parece que el Queen Victoria no tiene ninguna intención de permitir una autopsia, y segunda porque aunque se hiciera y encontraran algún resto de succinilcolina, la atribuirían a la que inyectan a los pacientes como parte de la anestesia. Lo que me inquieta hasta cierto punto es que Hernández sospeche. ¿Qué es lo que la ha llevado a dudar?
—Quizá solo sea paranoia —dijo Durell—. Y el hecho de que haya habido dos muertes seguidas.
—Un argumento interesante —aceptó Cal—. Podría ser eso. Piénsalo. De golpe se entera de que su abuela ha muerto después de una operación y nada menos que en la India. Tiene que recorrer medio mundo para llegar hasta aquí. El hospital se pone pesado para que decida qué quiere que hagan con el cuerpo. Y entonces se produce otra muerte parecida. Es como para volver paranoico a cualquiera. Tal vez la única lección que podemos sacar de esto es que no deberíamos ocuparnos de dos pacientes seguidos en el mismo hospital.
—Pero el paciente de Samira era perfecto —dijo Durell en defensa de su novia—. Y ella estaba más que dispuesta a hacerlo. Esa iniciativa merece un reconocimiento.
—Sin duda, y eso hemos hecho. Lo hiciste de maravilla, Samira. Solo digo que de ahora en adelante no trabajemos en el mismo hospital dos noches seguidas. Debemos separarlas más. Al fin y al cabo, tenemos enfermeros en seis hospitales. No vale la pena correr riesgos innecesarios.
—Bueno, con el de esta noche no nos arriesgamos —dijo Durell.
—¿Esta noche hay otro? —Preguntó Veena con reparo—. ¿No os parece que deberíamos parar durante unos días, una semana, o al menos hasta que Jennifer Hernández se marche?
—Es difícil parar con los buenos resultados que estamos teniendo —dijo Cal—. Anoche, en Estados Unidos, las tres cadenas siguieron los pasos de la CNN y emitieron noticias sobre el turismo médico en Asia apuntando que podría no ser tan seguro como se creía. Eso tiene mucho poder.
—Es verdad —coincidió Durell—. El mensaje está dando en el blanco y calando hondo. Según le ha dicho a Santana su contacto en la CNN, les están llegando informes de cancelaciones en el turismo médico. No se puede discutir con el éxito, como solía decir mi padre.
—¿En qué hospital será esta noche? —preguntó Veena, muy seria. No intentaba ocultar su oposición a un nuevo caso tan pronto, sobre todo porque ella había sido la que había iniciado el programa.
—El centro médico Aesculapian —dijo Cal—. Raj ha llamado hoy para decir que su paciente David Lucas, de cuarenta y tantos años, es un candidato perfecto. Esta mañana se ha sometido a cirugía abdominal para controlar la obesidad. Desde el punto de vista cardíaco, es inmejorable: hace tres años le pusieron un stent, por lo que se sabe que ha sufrido alguna afección obstructiva.
—Además, hemos simplificado el proceso —añadió Durell—. Hemos incorporado la excelente sugerencia de Samira acerca de la succinilcolina. Ahora contamos con nuestro propio suministro, así que no habrá que arriesgarse colándose en los quirófanos.
—Es verdad —dijo Cal—, nos ha llegado hoy. Ese tipo de propuestas son las que necesitamos para que este plan sea mejor y más seguro. Creo que deberíamos ofrecerles alguna bonificación para fomentar las ideas constructivas.
—Pues entonces Samira merece la bonificación —dijo Durell, dando a Samira un abrazo de enhorabuena.
—Y Veena —dijo Cal—, por poner la primera piedra.
Abrazó a Veena, y la forma y la firmeza del cuerpo que había bajo el uniforme de enfermera lo puso a cien al instante.
—¿Eso significa que no pensáis hacer nada con lo de Jennifer Hernández? —preguntó la joven. Se separó de Cal al instante. Le extrañaba que Cal y Durell no estuvieran tan preocupados como ella por el interés de Jennifer en investigar la muerte de su abuela—. Me he tomado la molestia de averiguar dónde se aloja porque pensé que os interesaría.
—¿Dónde se aloja?
—En el Amal Palace.
—¡Qué coincidencia! El mismo hotel donde estuvimos todos cuando os entrevistamos para Nurses International.
—Cal, estoy hablando en serio.
—Y yo también. Pero como miembro del equipo directivo de Nurses International, no puedo tener nada que ver con esa mujer. En cambio tú sí que puedes, sin levantar sospechas. Si tanto te preocupa, ¿por qué no te inventas un motivo para hablar otra vez con ella y averiguar por qué sospecha? Seguro que acabarás pensando como Durell que la chica está paranoica, y te quedarás tranquila y nosotros también porque sabremos que no se nos está escapando nada.
—No puedo hacerlo —dijo Veena, moviendo la cabeza como si se estremeciera por un ataque de náuseas.
—¿Por qué?
—Solo pensar en ella me trae imágenes de los espasmos de la cara de su abuela mientras moría. Y lo peor de todo: oigo a la abuela darme las gracias otra vez.
—Pues entonces ni se te ocurra hablar con ella —dijo Cal con impaciencia—. Solo intentaba aconsejarte cómo lidiar con tu ansiedad.
—Quizá no debería hacer nada de nada —expuso Veena de repente.
—No exageres. Recuerda, Veena que ya no tienes que ocuparte de ningún otro paciente. Tú has acabado. Tu misión era poner la pelota en juego, eso es todo. Ahora tienes un papel secundario.
—Lo que quiero decir es que tal vez no deberíamos hacerlo ninguno.
—Esa decisión no te corresponde a ti —afirmó Cal—. Recuerda que tienes el deber kármico de apoyar a los demás. Y no olvides que esta actividad te ha librado de tu padre y os va a llevar a ti y a tus colegas, incluida Samira aquí presente, a una libertad totalmente nueva en Estados Unidos.
Veena no se movió, luego asintió como si estuviera de acuerdo, dio media vuelta y abandonó la sala.
—¿Estará bien? —preguntó Durell, girando la cabeza hacia los demás después de contemplar la silenciosa salida de Veena.
—No pasa nada —dijo Samira—. Le costará un tiempo. Veena sufre más que nosotros. Su problema es que no ha vivido ni de lejos la experiencia occidentalizante por internet que hemos tenido los demás, por eso aún está mucho más empapada de la cultura india que nosotros. Si queréis un ejemplo, cuando por fin ha vuelto a dirigirme la palabra hoy después de su enfado por contaros ese secreto oscuro suyo, lo primero que ha hecho no ha sido alegrarse por haberse librado de su padre y poder alcanzar sus sueños, sino preocuparse por la vergüenza de su familia.
—Creo que empiezo a entenderlo —intervino Cal—. De todas formas, lo que me preocupa es el tema del suicidio. ¿Hay alguna posibilidad de que vuelva a intentarlo?
—¡No! ¡Ninguna en absoluto! Lo hizo porque creía que era su deber, por culpa de su religión y su familia. Pero tú la salvaste. Punto final. Su karma no era morir, aunque ella hubiera creído que sí. No volverá a intentarlo.
—Ya que eres su mejor amiga, déjame que te pregunte otra cosa —pidió Cal—. ¿Alguna vez habla de sexo?
Samira soltó una risotada.
—¿De sexo? ¿Estás de broma? No, nunca habla de sexo. Veena odia el sexo. Bueno, rectifico: sé que quiere tener niños algún día. Pero el sexo por el sexo, ni hablar. No como otros que conozco.
Samira guiñó un ojo a Durell, que rio por lo bajo con los labios detrás de un puño cerrado.
—Gracias —dijo Cal—. Tendría que habértelo preguntado hace semanas.