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Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007,15.15 h

Ramesh Srivastava no tenía un buen día. Acababa de entrar en su despacho por la mañana cuando le llamó el vicesecretario de Estado de Sanidad para decirle que su superior, el secretario de Estado, estaba furioso por las últimas noticias emitidas por CNN International sobre la incipiente industria del turismo médico. A partir de ese momento, las llamadas no habían cesado: media docena de subsecretarías adjuntas al Ministerio de Sanidad y Bienestar Familiar, el presidente de la Federación Sanitaria India, e incluso la oficina del secretario de Estado de Turismo, y todos le recordaron que él, casualmente, encabezaba el departamento de turismo médico durante la peor campaña internacional de relaciones públicas de su historia. Todos sus interlocutores aprovechaban también la ocasión para recordarle que tenían la capacidad de acabar con su carrera si no hacía algo al respecto, y rápido. El problema era que no sabía qué hacer. Había intentado imaginar cómo estaba enterándose de todo CNN International, pero sin éxito.

—El señor Rajish Bhurgava está al teléfono ahora mismo —le dijo su secretario cuando Ramesh regresó a la oficina después de su pausa de tres horas para comer.

Ramesh corrió hacia su despacho y arrancó el teléfono de su soporte.

—¿Ha localizado ya la filtración? —preguntó, sin más preámbulos.

—Un segundo —le respondió su secretario—. Le paso con el señor Bhurgava.

Ramesh lanzó una maldición silenciosa mientras se dejaba caer en la silla. Era corpulento, tenía poco pelo, ojos llorosos y marcadas cicatrices que el acné le había dejado en su adolescencia. Sus regordetes dedos golpearon el escritorio con impaciencia. Cuando por fin le pusieron en contacto con Rajish Bhurgava lanzó de nuevo la misma pregunta y con igual nerviosismo.

—No —admitió Rajish—. He mantenido otra larga conversación con el jefe de personal, lo que nos parece más probable es que sea uno de los catedráticos de la universidad que gozan de privilegios de ingreso para sus pocos pacientes privados. Sabemos que algunos de ellos se oponen con furia a que el gobierno nos esté concediendo incentivos y desgravaciones a cambio de financiar adecuadamente el control de las enfermedades contagiosas en las zonas rurales. El jefe de personal está investigando si alguno de los más ruidosos estaba en el hospital anoche y también el lunes por la noche.

—¿Y qué opina su jefe de personal sobre las muertes? —gruñó Ramesh—. Dos en dos noches son algo intolerable. ¿Qué están haciendo mal? Con la CNN aireando semejante fatalidad siete u ocho veces al día por todo el mundo, lo que han hecho ustedes es anular nuestros seis meses de campaña para promocionar el turismo médico, especialmente en Estados Unidos, nuestro objetivo principal.

—Eso mismo le he preguntado yo. Está totalmente desconcertado. Ninguno de los pacientes mostró síntomas preocupantes o señales de posibles problemas, ni durante las pruebas de ingreso aquí ni en sus revisiones médicas en Estados Unidos.

—¿Les hicieron cardiogramas preoperatorios?

—Por supuesto, y los dos pacientes traían informes impecables de cardiólogos estadounidenses. Según el jefe de personal, no había ningún indicio que apuntara que podía producirse este desenlace. Las intervenciones y el postoperatorio transcurrieron sin incidentes.

—¿Qué me dice de la joven Hernández? Supongo que ese problema lo habrán solucionado…

—Me temo que no —admitió Rajish—. Todavía no ha decidido qué quiere que hagamos con el cuerpo, y ha comentado que tal vez quiera que le hagan la autopsia.

—¿Por qué?

—Solo sabemos que está segura de que su abuela no tenía ningún problema de corazón.

—No quiero ninguna autopsia —afirmó Ramesh categóricamente—. No nos sería de ninguna utilidad. Si la autopsia saliera limpia, no nos ayudaría porque no sería noticia, y si la autopsia mostrara alguna patología de la que deberíamos haber sido conscientes, nos crucificarían. No, no debe haber ninguna autopsia.

—Y para complicar más las cosas, al parecer la señorita Hernández ha contactado con una conocida de la difunta, y ahora ella y su marido, ambos patólogos forenses, vienen hacia aquí y llegarán a Delhi el viernes.

—Madre mía —dijo Ramesh—. Bueno, si hacen una solicitud formal de autopsia, asegúrese de que se ocupe alguno de los magistrados con los que solemos tratar.

—Haré todo lo posible —afirmó Rajish—. Pero con las conexiones que usted tiene, quizá habría que plantearse si nos interesa que aparezcan por aquí.

—Tal como están las cosas, prefiero no arriesgarme. Solo podría pararlos en el aeropuerto, y si algún medio de comunicación lo asociara con las famosas muertes en un hospital privado aireadas por la CNN, nos traería problemas. La prensa libre es un fastidio, y los chismorreos les encantan.

—La señorita Hernández está haciendo otras travesuras. Por lo visto esta mañana ha estado con la mujer de Benfatti y la ha convencido para que tampoco nos permita disponer todavía del cuerpo de su marido.

—¡No! —exclamó Ramesh, incrédulo.

—Me temo que sí. Por lo que me cuenta la gerente médica, estoy empezando a pensar que intenta crearnos problemas deliberadamente. Diría que está viendo fantasmas donde no los hay y nos considera responsables, como si hubiéramos causado esta tragedia a propósito.

—Es la gota que colma el vaso —dijo Ramesh—. No podemos permitir que esto continúe.

—¿Hay algo que usted pueda hacer, señor? —preguntó Rajish, esperanzado.

—Tal vez —respondió su superior—. No vamos a quedarnos sentados mientras esa mujer encuentra el modo de satisfacer su paranoia.

—No podría estar más de acuerdo.

—Manténgame informado de cualquier acontecimiento —ordenó Ramesh.

—Por supuesto —contestó Rajish.

Ramesh colgó y se giró hacia el teclado de su ordenador. Entró en su agenda y buscó el número del teléfono móvil del inspector Naresh Prasad, de la policía de Nueva Delhi, que dirigía la pequeña y clandestina Unidad de Seguridad Industrial. Volvió a coger el receptor e hizo la llamada. Hacía casi seis meses desde la última vez que habían hablado, por lo que intercambiaron algo de información personal antes de que Ramesh pasara al tema que le preocupaba.

—En el departamento de turismo médico tenemos un problema que necesita de tu experiencia.

—Le escucho —dijo Naresh.

—¿Es buen momento para hablar?

—Como cualquier otro.

—La abuela de una joven llamada Jennifer Hernández falleció el lunes por la noche en el hospital Queen Victoria por un ataque al corazón. De alguna manera, la CNN se ha hecho con la historia y la ha propagado a los cuatro vientos como ejemplo que pone en duda la seguridad de nuestros centros.

—Eso no es bueno.

—Es lo menos que se puede decir —afirmó Ramesh. Siguió explicándole el problema, incluidos los detalles de la segunda muerte. Entonces pasó a enumerar todo lo que Jennifer había hecho y pensaba hacer y que la convertiría en persona non grata—. Este asunto está empezando a afectar gravemente en nuestra campaña para promocionar el turismo médico, y eso podría influir negativamente en nuestra capacidad para alcanzar los objetivos. No sé si estás al día, pero hemos incrementado nuestras estimaciones en 2010: el turismo médico en la India debería dejar dos mil doscientos millones de dólares.

Naresh silbó. Estaba impresionado.

—No conocía esa cifra. ¿Pretenden alcanzar a la TI? La gente de tecnología de la información se va a poner verde de envidia… Ellos que creían que habían heredado el reino de las divisas…

—Por desgracia, este problema podría tener efectos desastrosos en nuestros objetivos —dijo Ramesh, sin hacer caso de la pregunta de Naresh—. Necesitamos ayuda.

—Para eso estamos. ¿Qué podemos hacer?

—Tengo dos tareas, una para tu unidad en general y la otra para ti en particular. Respecto a tu unidad, necesitamos averiguar quién está pasando información confidencial a CNN International. El presidente del Queen Victoria y el jefe del personal médico piensan que podría ser algún catedrático radical dotado de privilegios de ingreso. No sé cuántos hay en el Victoria, pero quiero que los investigues. Quiero saber quién es esa persona.

—Eso es fácil. Pondré en ello a mis mejores hombres. ¿Y mi tarea?

—La chica, Jennifer Hernández. Quiero que te ocupes de ella. No debería ser difícil. Se aloja en el Amal.

—¿Por qué no llama usted a uno de sus iguales en inmigración? Que la cojan, la deporten y problema resuelto.

—Tengo la sensación de que esa Hernández es una mujer valiente, terca y con recursos. Si inmigración se entremete, seguro que ella montaría un escándalo; y si los medios de comunicación relacionan su caso con las noticias de la CNN, el asunto se convertiría en un encubrimiento por parte del gobierno. Eso nos pondría las cosas muchísimo peor.

—Bien pensado. ¿Qué quiere decir exactamente que me ocupe de ella? Seamos claros.

—Eso lo dejo a tu elección, que por algo tienes fama de ser una persona creativa. Quiero que deje de ser un incordio. Consíguelo, me da igual cómo, y me daré por satisfecho. En realidad prefiero no saberlo. Así, si me preguntan más adelante, no tendré que mentir.

—¿Y si al final resulta que puedo asegurarle que no va con malas intenciones y que no representa ninguna amenaza?

—Eso sería satisfactorio, por supuesto. Sobre todo si tu equipo consigue identificar al topo del hospital. Hay que atacar el problema desde los dos flancos.

—Supongo que mi compensación será la habitual…

—Digamos que comparable. Haz averiguaciones. Síguelas. Recuerda que no queremos que ella se convierta en noticia y mucho menos en ninguna clase de mártir. En cuanto a la compensación, dependerá de la dificultad. Tú y yo tenemos historia a nuestras espaldas. Podemos confiar el uno en el otro.

—Tendrá noticias mías.

—Bien.

Ramesh colgó. Hacia el final de su charla con el policía se le había ocurrido otra idea para afrontar el problema de Hernández, una posible solución más fácil, más barata y posiblemente mejor, ya que no implicaría al gobierno. Lo único que debía hacer era enfadar lo suficiente a alguien que conocía, y resultaba que la persona en la que pensaba era fácil de enfadar cuando se trataba de dinero. Le sorprendió que no hubiera pensado antes en Shashank Malhotra. Al fin y al cabo, el hombre lo tenía en nómina e incluso le había llevado a Dubai en un viaje memorable.

—Hola, mi buen amigo —dijo Shashank, muchos decibelios por encima de lo necesario—. Qué bueno es oír de ti. ¿Cómo está la familia?

Ramesh podía imaginar a Shashank sentado en su lujoso despacho con vistas a la elegante plaza Connaught. Era uno de los hombres de negocios indios del nuevo estilo, dedicados a gran variedad de propósitos, algunos legales y otros no tanto. Recientemente se había encaprichado con la sanidad, y veía el turismo médico como un medio para labrarse una segunda fortuna. En los últimos tres años había invertido sumas considerables y era el principal accionista de la compañía que poseía los hospitales Queen Victoria de Delhi, Bangalore y Madrás, y los centros médicos Aesculapian de Delhi, Bombay e Hyderabad. También había financiado la mayor parte de la campaña desplegada en Europa y Norteamérica para vender India como un destino médico del siglo XXI. Shashank Malhotra era un pez gordo.

Después de una serie de cumplidos mutuos, Ramesh pasó al tema que le ocupaba.

—Te llamo por un problema en el hospital Queen Victoria de Delhi. ¿Sabes algo?

—Me han dicho que había algún asunto sin importancia —dijo Shashank con voz cansina.

Había percibido el cambio en la voz de Ramesh y era famoso por su sensibilidad ante la palabra «problema», ya que solía implicar la necesidad de gastar dinero. Shashank era particularmente susceptible a los asuntos relacionados con el grupo de hospitales Queen Victoria y los centros médicos Aesculapian, ya que eran los miembros más recientes de su imperio financiero y aún no estaban generando beneficios.

—Es importante —dijo Ramesh—, y creo que deberías estar al corriente. ¿Tienes un minuto?

—¿Estás de broma? Quiero enterarme de todo.

Ramesh le explicó la historia tal como se la había narrado al inspector Naresh Prasad, aunque omitió las optimistas previsiones económicas del gobierno en cuanto al turismo médico; Shashank las conocía de sobra. Ramesh supo que Shashank apreciaba la importancia y la gravedad de la situación por las preguntas incisivas que planteaba a medida que avanzaba el relato.

Cuando Ramesh terminó y se quedó callado, Shashank hizo lo mismo. Aquel le dejó rumiar con tranquilidad, esperando que se centrara en la parte de anular prácticamente los efectos de la campaña de promoción.

—Creo que deberías haberme contado todo esto un poco antes —gruñó por fin Shashank.

Parecía una persona totalmente distinta. Su voz sonaba baja y amenazadora.

—Creo que si esa mujer decide de una vez qué quiere que hagamos con el cuerpo de su abuela y se marcha a su casa, todo irá bien. Estoy seguro de que conoces a alguien capacitado para empujarle en esa dirección, alguien a quien ella esté dispuesta a escuchar.

—¿Dónde se aloja?

—En el Amal Palace.

Ramesh se encontró solo al teléfono.