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Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007,14.55 h

Kashmira vio cómo Jennifer se abría paso entre la gente del vestíbulo. Nunca un familiar de un paciente la había exasperado hasta ese punto. Cuando logró convencerla para que fuera a la India, pensó que el problema respecto al cuerpo de María Hernández prácticamente estaba resuelto; pero en ese momento, con dos investigadores forenses en camino y dispuestos a aportar ideas, la urgencia era ya máxima. Kashmira sabía que el presidente Rajish Bhurgava no iba a alegrarse de la noticia.

Jennifer salía del hospital, cuando Kashmira abandonó su despacho y fue al de Rajish, en una esquina del vestíbulo.

—¿Está disponible? —preguntó a la secretaria de Rajish.

—Creo que sí, pero no está de buen humor.

Lo comprobó utilizando el intercomunicador y después hizo un gesto a Kashmira para que entrara mientras atendía una llamada de la línea exterior.

Entre llamada y llamada, Rajish leía una pila de cartas y las firmaba con sus rápidos garabatos. En contraste con la vestimenta a lo cowboy que llevaba la noche anterior, aquella tarde vestía un traje occidental de diseñador, camisa blanca y corbata de Gucci.

—¿Ha vuelto esta tarde? —preguntó Rajish cuando Kashmira cerró la puerta y se acercó a la mesa.

Durante la comida Kashmira le había informado de lo intransigente que se había mostrado Jennifer aquella mañana y de lo testaruda que era, pero terminó diciendo que confiaba en que se mostraría más razonable cuando hubiera dormido unas horas. También le contó que la norteamericana había apuntado la conveniencia de hacer la autopsia. Rajish, enojado, afirmó que no habría ninguna autopsia. Y añadió que lo último que deseaba era arriesgarse a enterarse de alguna enfermedad que deberían haber conocido antes de proceder a la intervención. La gerente también le dijo que Jennifer había mencionado a Benfatti, y el presidente le preguntó cómo se había enterado de esa muerte. Kashmira no tenía ni idea. En conjunto, podía afirmarse que Rajish no era precisamente un admirador de Jennifer.

—Acaba de marcharse —dijo Kashmira.

—¿Y? —espetó Rajish.

Con dos muertes en dos días, tenía un humor de perros. La noche anterior había vuelto a llamarle Ramesh Srivastava para informarle de que CNN International había dado cuenta de otra muerte en el hospital de Rajish antes de que él recibiera una llamada del Queen Victoria. Aunque no lo había amenazado directamente, las implicaciones de culpabilidad le habían quedado incómodamente claras.

—Me temo que la cosa está peor. Ahora dice que desea esperar hasta el viernes para decidirse. Al parecer, la mujer muerta había trabajado para alguien que ahora es patóloga forense. Y al parecer la patóloga forense llegará mañana por la noche.

Rajish se golpeó la frente con la mano abierta y se frotó las sienes con el pulgar y el dedo índice.

—Esto no puede estar, pasando —gimió.

—Y hay más. La mujer se va a traer a su marido, quien también es patólogo forense.

Rajish bajó la mano y clavó la mirada en Kashmira.

—¿Tendremos que enfrentarnos a dos especialistas forenses de Estados Unidos?

—Eso parece.

—¿Le has dejado absolutamente claro a la señorita Hernández que no habrá autopsia?

—Así lo he hecho, tanto esta mañana como ahora. Me ha dado la impresión de que esa mujer no viene porque sea patóloga forense. No deberíamos adelantarnos a los acontecimientos.

El hombre inclinó su silla hacia atrás hasta que quedó mirando directamente al techo.

—¿Qué he hecho yo para merecer estos problemas? Lo único que intento es que la repercusión de todo esto en los medios no pase de las dos noticias que ya ha emitido la CNN.

—En ese aspecto las cosas están tranquilas. No han venido periodistas, ni ayer ni hoy.

—Alabados sean los dioses, pero la situación podría cambiar en cualquier momento, sobre todo ahora que tenemos dos muertes.

—La señorita Hernández también está interfiriendo en ese punto.

Se oyó un chirrido fuerte cuando Rajish devolvió repentinamente su silla a la posición inicial y miró boquiabierto a Kashmira.

—¿Cómo?

—Se ha reunido con la viuda. Lucinda Benfatti ha llamado hace poco para insistir en que tampoco ella quiere que nadie toque el cuerpo de su marido hasta que lleguen sus hijos el viernes. Como ya sabe, eso ya nos lo había dicho anoche, pero ambos suponíamos que posiblemente cambiara de opinión después de hablar hoy conmigo. Ya podemos olvidarnos. De hecho, ha mencionado a los amigos forenses de Jennifer y ha dicho que le ha preguntado si sus amigos echarían también un vistazo al caso de su marido. Si la prensa se huele algo de esto, nos saltarán encima.

Rajish dio una palmada en la mesa. Varias de las cartas que tenía por leer saltaron por los aires.

—Esa mujer es como un castigo, y se dedica a contagiar su tozudez a los demás. Me preocupa que esta situación engorde rápidamente y se nos escape de las manos. Normalmente, la gente muy apenada está emocionalmente anulada y no causa problemas. ¿Qué pasa con esta chica?

—Es testaruda, ya se lo había dicho.

—¿Es una persona espiritual?

—No tengo ni idea. No ha dicho nada que me haga pensar que sí o que no. ¿Por qué lo pregunta?

—Se me ha ocurrido que, si lo fuera, podríamos tentarla con el cuerpo de su abuela.

—¿De qué manera?

—Le ofreceríamos incinerar el cuerpo en un crematorio de los ghats de Benarés, famosos mundialmente, y esparcir sus cenizas en el Ganges.

—Pero ese privilegio está reservado a los hindúes.

Rajish movió la mano como si espantara una mosca.

—Ese asunto podría resolverse mostrando una consideración especial con los brahmanes de los ghats en Jalore. Tal vez sea posible tentar a la señorita Hernández. Se lo podríamos colar como un favor adicional hacia la difunta. Y deberíamos ofrecerle lo mismo a la señora Benfatti.

—No creo que salga bien —dijo Kashmira—. Ninguna de las dos me ha dado la impresión de ser particularmente religiosa, y la incineración en Benarés solo tiene un significado auténtico para los hindúes. De todos modos, lo intentaré. La propia Hernández ha admitido que tal vez piense de forma distinta después de dormir un poco. Está agotada y bajo los efectos del jet lag. Tal vez ese soborno consiga decantar la balanza.

—Tenemos que sacar esos cadáveres de la nevera de la cafetería —recalcó Rajish—, sobre todo ahora que el hospital está bajo la observación de la International Joint Comission. No podemos permitirnos un veredicto negativo por una transgresión tan fortuita. Mientras tanto, volveré a llamar a Ramesh Srivastava y le informaré de que la tal Hernández nos está dando muchos quebraderos de cabeza.

—He hecho todo lo que he podido, se lo aseguro. He sido muy clara. Más de lo que jamás lo he sido con ningún otro familiar.

—Lo sé. El problema es que nuestros recursos son limitados, pero ese no es el caso de Ramesh Srivastava. Él tiene detrás el peso de toda la burocracia india. Si lo deseara, incluso podría evitar que los dos amigos forenses de la señorita Hernández entraran en el país.

—Le mantendré informado de cualquier cambio —dijo Kashmira mientras se volvía para marcharse.

—Hazlo, por favor —dijo Rajish, despidiéndose con un breve gesto.

Utilizó su intercomunicador para pedirle a la secretaria que lo pusiera en contacto con el señor Ramesh Srivastava. No estaba deseando hablar con él. Sabía lo poderoso que era y que lo podía despedir con un simple chasquear de dedos.