Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007,13.42 h
—¿Cuánto tiempo cree que estará dentro, señora? —le preguntó el conductor. Sostuvo la puerta del coche mientras Jennifer salía.
Durante el recorrido desde el hotel hasta el hospital había conseguido dormir unos veinte minutos, y en ese momento se sentía mucho peor que antes. Sin embargo, quería hablar con Kashmira Varini.
—No estoy segura —respondió Jennifer mirando la fachada del hospital. Acababa de ocurrírsele subir al cuarto piso, donde le habían dicho que estaba la habitación de su abuela, y ver si podía localizar a la enfermera del turno de día que hubiera tenido asignada—. Pero tal como me siento, no será mucho rato.
—Intentaré quedarme aquí —dijo el conductor, señalando el suelo—, pero si los porteros me echan, tendrá que llamarme al móvil.
—No hay problema —zanjó Jennifer.
Igual que en su anterior visita, los dos pintorescos porteros le abrieron las puertas dobles sin que ella tuviera que decir palabra. Fuera hacía más calor que por la mañana y por tanto el interior le pareció más fresco. En su opinión, el hospital tenía el aire acondicionado demasiado alto.
A aquella hora había cuarenta o cincuenta personas en el vestíbulo, todos eran indios de clase media alta o extranjeros pudientes. Cerca del mostrador de ingreso, había algunos pacientes, varios de ellos en sillas de ruedas. Vio a varios empleados del hospital atareados en las diversas fases del proceso de admisión. Echó un vistazo a la cafetería y vio que también estaba llena, incluso había gente de pie a la espera que quedara libre alguna mesa.
Con el aplomo adquirido durante las muchas horas que había pasado en un hospital, Jennifer se encaminó sin vacilar hacia los ascensores. Al entrar en uno de ellos, comprobó que el botón de la cuarta planta estaba iluminado y entonces se mezcló entre los ocupantes.
La planta reservada a los pacientes era una de las más agradables que había visto, y había visto unas cuantas. El suelo estaba cubierto por una moqueta industrial de gran calidad y atractivos colores que absorbía el sonido, y combinada con un techo acústico de alta tecnología y paredes construidas con material amortiguador, el ruido ambiente quedaba reducido casi a la nada. Incluso el sonido de un carro de bandejas cargado hasta los topes fue mínimo cuando pasó junto a Jennifer, que se dirigía al puesto de control de enfermería.
Varios pacientes acababan de salir del quirófano, por lo que casi todo el mundo estaba ocupado, incluida la administrativa de planta. Jennifer se quedó quieta y observó; le asombró las pocas diferencias que parecía haber entre los protocolos para gestionar la planta en un país en vías de desarrollo que se hallaba al otro lado del mundo y los que ella solía presenciar en el centro médico de UCLA.
En un período relativamente corto, los pacientes del postoperatorio estaban instalados en sus habitaciones, estabilizados y en compañía de sus parientes. Tan de repente como había empezado, aquella frenética actividad se disipó. Fue entonces cuando la administrativa de planta, en cuya tarjeta identificativa solo ponía KAMNA, advirtió la presencia de Jennifer.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó.
—Me parece que sí —dijo Jennifer. Se preguntó si Kamna era un nombre propio o significaba algo como «administrativa»—. Me llamo Jennifer Hernández, soy la nieta de María Hernández. Tengo entendido que estuvo en esta planta.
—Así es —replicó Kamna—. Estaba en la habitación cuatrocientos ocho. Lo lamento muchísimo.
—Yo también. ¿Es algo habitual?
—No estoy segura de a qué se refiere.
—¿Las muertes son relativamente frecuentes?
Kamna se sacudió casi como si Jennifer le hubiera dado un golpe. Una enfermera que estaba sentada al ordenador levantó la cabeza con cara de sorpresa.
—No. Es un hecho muy raro —dijo Kamna.
—Pero anoche hubo otra más o menos a la misma hora. Eso ya son dos seguidas.
—Es cierto —admitió Kamna, nerviosa. Miró hacia la enfermera en busca de apoyo.
—Me llamo Kumar —dijo la otra mujer—. Soy la enfermera supervisora de esta planta. ¿En qué puedo ayudarla?
—Querría hablar con la persona que estuvo al cargo de mi abuela.
—En realidad fueron dos: la señorita Veena Chandra y, como ella lleva poco tiempo con nosotros, una enfermera veterana llamada Shruti Aggrawal, encargada de supervisar.
—Supongo que la persona que de verdad trató con mi abuela fue la señorita Chandra.
—Exacto. Todo se desarrolló con total normalidad. Ni un solo problema. La señora Hernández estaba evolucionando de maravilla.
—¿Podría hablar con la señorita Chandra?
La enfermera Kumar escrutó a Jennifer durante unos instantes; tal vez se preguntaba si no sería una chalada en busca de venganza. En el hospital todo el mundo tenía muy presente el fallecimiento de la señora Hernández. Pero al parecer Jennifer superó la inspección.
—No veo por qué no. Veré si puede atenderla ahora.
—Perfecto —dijo Jennifer.
Kumar se levantó, recorrió parte del pasillo y, tras volverse y echar una rápida mirada hacia Jennifer, desapareció en una habitación.
Jennifer devolvió su atención a Kamna, que no había movido ni un músculo. Era evidente que aún no estaba segura de que Jennifer estuviera en sus cabales ni de sus intenciones. Esta sonrió, con la intención de calmar a aquella mujer que parecía un conejo a punto de huir. Kamna le correspondió con otra sonrisa aún más falsa y efímera que la de Jennifer. Antes de que esta pudiera intentar tranquilizarla, vio que Kumar había salido de la habitación seguida por una enfermera joven. Jennifer parpadeó. Incluso de uniforme, aquella enfermera recién contratada parecía la ganadora de un concurso de belleza o una estrella de cine o, aún peor en opinión de Jennifer, una modelo de lencería. Era el tipo de mujer que conseguía que ella se sintiera gorda. Tenía un cuerpo perfecto y una cara que sería el sueño de cualquier fotógrafo.
—Esta es la enfermera Veena Chandra —dijo la supervisora cuando llegaron al puesto de control.
En ese mismo instante llegó un ascensor y salió de él uno de los guardias uniformados que Jennifer había visto en la planta baja. En el vestíbulo le había parecido que estaba en las nubes, por lo que supuso que la supervisora lo había llamado cuando entró en la habitación.
Veena saludó a Jennifer juntando las palmas de las manos, y esta trató de imitar el gesto. De cerca era incluso más hermosa, con una piel broncínea impecable y unos ojos verdes impresionantes que a Jennifer le parecieron hipnóticos. El problema fue que esos ojos no se encontraron con los de Jennifer salvo en breves instantes; Veena apartaba la vista enseguida, como si fuese tímida o la incomodara estar en presencia de Jennifer.
—Soy Jennifer. La nieta de la señora Hernández.
—Sí, la enfermera Kumar me lo ha dicho.
—¿Te importa si te hago unas preguntas?
Veena cruzó una mirada rápida e insegura con su supervisora, que asintió para indicar su conformidad.
—No, no hay problema.
—Quizá podríamos sentarnos en aquellas sillas, junto a la ventana. —Jennifer señaló una zona en la que había un sofá moderno y dos sillas. No le gustaba tener a la enfermera supervisora y a la administrativa allí plantadas como estatuas y sin perderse ni una palabra.
Veena miró de nuevo a Kumar, y aquello confundió a Jennifer. Esa mujer actuaba como si tuviera doce años, y Jennifer estaba segura de que superaba la veintena, aunque fuese por poco. Su actitud revelaba que preferiría estar en cualquier lugar menos donde estaba: obligada a enfrentarse a una conversación con Jennifer.
Kumar alzó los hombros e hizo un gesto hacia la zona de descanso.
—Espero no estar incomodándote —dijo Jennifer a Veena mientras caminaban y tomaban asiento—. Cuando me enteré de que mi abuela había muerto, ni siquiera sabía que estaba en la India. El caso es que no me he quedado demasiado satisfecha con su muerte, por decirlo suavemente, y estoy haciendo algunas averiguaciones.
—No, no me incomoda —respondió Veena con voz tensa—. Estoy bien.
Por un instante, la imagen de los espasmos en la cara de María Hernández pasó ante los ojos de Veena.
—Pareces muy nerviosa —comentó Jennifer, intentando en vano mantener el contacto visual.
—Supongo que temo que esté enfadada conmigo.
A Jennifer aquello la sorprendió y rio para sus adentros.
—¿Por qué iba a estar enfadada contigo? Tú ayudaste a mi abuela. Cielos, no, no estoy enfadada. Estoy agradecida.
Veena asintió pero no parecía convencida, aunque sí permitió que los cruces de miradas fuesen algo más largos.
—Solo quería preguntarte cómo lo pasó. ¿Parecía contenta? ¿Sufrió?
—Estaba bien. No sufrió. Hasta me habló de usted. Me dijo que estaba estudiando medicina.
—Es cierto —dijo Jennifer. No le sorprendía. Su abuela estaba muy orgullosa de lo que ella había logrado, y siempre la avergonzaba presumiendo de ello ante cualquiera que la escuchara. Jennifer pensó en qué más podía preguntarle. En realidad no había planeado aquel encuentro—. ¿Fuiste tú la que encontró a María después de que sintiera ese aparente ataque al corazón?
—¡No! —Dijo Veena con cierto arrebato—. No, no —repitió—. La señora Hernández murió durante el turno de tarde. Yo hago el turno de la mañana, salgo a las tres y media. Estaba en casa. Solo llevo un mes trabajando aquí. Estoy en el turno de la mañana, bajo supervisión.
Jennifer contempló a la joven enfermera; pensó que tenían más o menos la misma edad pero que algo fallaba, como si no emitieran en la misma longitud de onda.
—¿Puedo hacerte un par de preguntas personales?
Veena asintió despacio.
—¿Te has titulado hace poco en la escuela de enfermería?
—Hace unos tres meses —dijo Veena.
—¿Mi abuela es la primera paciente que pierdes?
—Sí —respondió Veena—. La primera paciente a mi cargo.
—Vaya, lo siento. Nunca es fácil, ya seas médico, enfermera o incluso estudiante de medicina, y de verdad que no estoy enfadada contigo. Con el destino puede, pero no contigo. No sé si eres una persona religiosa pero, en caso de que lo seas, ¿tu religión no te ayuda a sobrellevarlo? No sé, al parecer el karma de mi abuela era abandonar esta vida, y con un poco de suerte en la próxima no le tocará trabajar tanto. Trabajó mucho toda su vida, y no para sí misma. Era una persona muy generosa. La mejor.
Cuando vio que a Veena se le llenaban los ojos de lágrimas, creyó que entendía el motivo de su aflicción. La abuela había sido su primera muerte como enfermera, un hito difícil que Jennifer sin duda comprendía.
—Es reconfortante que te preocupes tanto —dijo Jennifer—. No quiero que te sientas incómoda, pero tengo algunas preguntas más. ¿Sabes algo de la muerte de mi abuela? Quién la encontró, en qué circunstancias, a qué hora.
—La encontró Theru Wadhwa cuando entró a ver si necesitaba medicación para poder dormir —dijo Veena, secándose la comisura de los ojos con los nudillos. Creyó que dormía hasta que se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos. Se lo pregunté anoche cuando empezó su turno; como era paciente mía y todo eso…
—¿Sabes a qué hora fue? —preguntó Jennifer.
Después de haber descubierto el secreto de la joven y de sacar el tema, Jennifer esperaba que se relajase, pero no fue así. En realidad, parecía más nerviosa. Se frotaba las manos como si estuvieran en un combate de lucha libre.
—Sobre las diez y media.
—Ya que hablaste directamente con el enfermero, ¿te la describió de alguna forma en particular? Me refiero a si parecía tranquila, como si hubiera tenido una muerte fácil. ¿El enfermero te dijo algo de eso?
—Me contó que cuando encendió las luces la vio azul y dio el aviso.
—Y entonces, ¿intentaron reanimarla?
—Solo brevemente. Me dijo que estaba claro que había muerto. No tenía ninguna actividad cardíaca, y ya estaba fría y hasta un poco rígida.
—Muerta, no hay duda. ¿Y el tono azul? ¿No sería gris?
Veena apartó la mirada, como si estuviera meditándolo. Sus manos abandonaron el combate y se aferraron a los brazos de la silla.
—Él dijo azul.
—¿Azul como en la cianosis?
—Creo que sí. Eso fue lo que yo supuse.
—Es curioso en un ataque al corazón.
—¿Sí? —preguntó Veena, algo sorprendida.
—¿Dijo el enfermero si estaba azul por todas partes o solo los labios y la punta de los dedos?
—No sé. Creo que por todas partes.
—¿Y qué me dices del señor Benfatti? —preguntó Jennifer, cambiando rápidamente de tema. Acababa de recordar las historias de los llamados ángeles de la muerte, asistentes sanitarios que en realidad eran asesinos en serie; en esas historias, ellos eran quienes «encontraban» después a sus víctimas, a veces para intentar salvarlos.
—¿Qué pasa con el señor Benfatti? —preguntó Veena, sorprendida.
—¿También lo encontró anoche el enfermero Wad…, como se llame? —Jennifer sabía que la respuesta sería no, pero tenía que preguntarlo.
—No —dijo Veena—. El señor Benfatti no estaba en esta planta. Estaba en la tres. No sé quién lo encontró.
—¡Señorita Hernández! —llamó una voz detrás de Jennifer.
Sorprendida, Jennifer se giró y miró hacia arriba. Era la enfermera Kumar, que se les había acercado desde el puesto central.
—Me temo que la señorita Chandra debe volver con su paciente. He llamado a la señorita Kashmira Varini para informarle de que está usted aquí. Me ha dicho que le pida que vaya a su despacho. Dice que ya sabe dónde está. Sin duda ella podrá responder a cualquier otra pregunta que pudiera tener.
Veena y Jennifer se levantaron.
—Muchísimas gracias —dijo Jennifer. Estrechó la mano de la joven y le sorprendió encontrarla helada como un témpano.
—De nada —dijo Veena, vacilando, comportándose de nuevo como una niña tímida. Tenía la mirada fija entre las dos mujeres—. Debo volver al trabajo.
Mientras se alejaba, Jennifer la observó y se lamentó pensando en lo poco que debería comer y en el mucho ejercicio que debería hacer para tener un cuerpo como el de Veena. Entonces se volvió hacia la enfermera Kumar y se lo hizo saber:
—Qué mujer tan hermosa…
—¿Ah, sí? —Cuestionó Kumar con frialdad—. Confío en que sepa dónde está el despacho de la señorita Varini.
—Sí —respondió Jennifer—. Gracias por su ayuda y por permitirme hablar con ella.
—No hay de qué —dijo la enfermera, luego se dio la vuelta con brusquedad y se encaminó hacia el control de enfermería.
A Jennifer no se le pasó por alto aquel desaire. Mientras se dirigía hacia los ascensores, por un momento se le ocurrió ver la habitación de su abuela, pero enseguida cambió de opinión. Sabía que sería como cualquier habitación de hospital, solo que con un diseño más exclusivo. Al entrar en el ascensor se dio cuenta de que el guardia que había llegado antes también entraba. Estaba claro que la trataban con gran recelo.
Mientras el ascensor bajaba, Jennifer recordó la conversación que había tenido con la enfermera recién contratada. Le había llegado al alma que aún estuviera tan tocada por la muerte de su abuela; probablemente solo había pasado con ella unas horas durante pocos días. Lo más interesante de la charla había sido la supuesta cianosis. Jennifer cerró los ojos un segundo para retroceder a la clase de fisiología y pensó en qué tipo de ataque al corazón podía provocar una cianosis generalizada. Por desgracia, no se le ocurrió ninguno. Lo único que le vino a la cabeza fue una posible asfixia por la comida. La cianosis generalizada significaba que el corazón latía sin problemas, pero que los pulmones no habían hecho su trabajo.
Jennifer abrió los ojos. Aquel razonamiento la llevó a considerar la asfixia. Alguien podría haber ahogado a su abuela y producirle cianosis generalizada. Apartó aquella idea de su mente tan pronto como se le ocurrió. Le sorprendió lo paranoica que se estaba volviendo. Se sintió avergonzada. Sabía, como sabía que dos y dos son cuatro, que nadie había ahogado a su abuela.
El ascensor paró en el vestíbulo y sus ocupantes salieron, también Jennifer, que miró un momento a los ojos del guardia mientras este evitaba que las puertas se cerraran.
—Vaya, muchas gracias —dijo Jennifer en tono animado.
Al guardia pareció desconcertarle que Jennifer le hablara, pero no le devolvió la gentileza.
Jennifer fue directamente hacia el mostrador principal de mármol, lo rodeó y se plantó ante la puerta abierta de Kashmira Varini. Dio un golpecito en el quicio. Kashmira estaba sentada a su mesa, rellenando un formulario.
—Entre, por favor —dijo tras alzar la mirada. Se puso de pie y la saludó a la manera tradicional; Jennifer solo respondió con una leve inclinación de cabeza. Kashmira señaló una silla y Jennifer siguió sus instrucciones—. Le agradezco que haya vuelto. Espero que se sienta mejor después de haber dormido un poco.
—La verdad es que no he pegado ojo.
—¡Oh! —exclamó Kashmira, al parecer buscando una reacción más positiva a lo que ella había planteado como un comentario retórico. Deseaba iniciar la conversación con mejor tono que el final de la que habían mantenido por la mañana en el sótano—. ¿Ha comido algo? Si quiere puedo pedir que le traigan un sándwich o una ensalada.
—Ya he comido, gracias.
—¿Ha podido hablar con la oficina consular de la embajada?
—Pues no —dijo Jennifer. Y añadió—: Señorita Varini…
—Por favor, llámeme Kashmira.
—Muy bien, Kashmira. Creo que deberíamos dejar las cosas claras. Esta mañana le he preguntado explícitamente por el señor Benfatti. Me ha mentido. Ha dicho que no sabía nada de ningún señor Benfatti, y luego me he enterado de que usted es la gerente de su caso. ¿Qué está ocurriendo aquí?
Kashmira se tomó un momento para medir sus palabras. Se aclaró la garganta.
—Le pido disculpas —dijo—. Me sentía abrumada. Intentaba que no nos saliéramos del tema de su abuela y de la necesidad de que tome una decisión, cosa que no debería ser tan complicada. Estoy segura de que sabe que nunca hablamos de otros pacientes. Eso es lo que debería haberle dicho. Confieso que perdí la paciencia, y hasta cierto punto aún siento lo mismo. Lucinda Benfatti acaba de llamarme para informarme de que usted le ha aconsejado que no tome todavía una decisión. Sé que tenía intención de esperar a que llegaran sus hijos, pero confiaba en que cuando se le pasara la conmoción, podría convencerla para que les llamara, antes de que partieran, y les preguntara qué preferían, de ese modo podríamos disponer del cuerpo como corresponde. Así es como lo habíamos hecho siempre. Nunca habíamos tenido un problema de este tipo.
—¿Me está diciendo que ocuparse de los pacientes que se les mueren es un asunto rutinario?
—Al contrario —aseveró Kashmira—. No lea en mis palabras lo que no está en ellas.
—Vale, vale —dijo Jennifer, temiendo haberla presionado demasiado—. Le agradezco sus disculpas, y las acepto. La verdad es que su explicación me ha dejado impresionada. Tenía curiosidad por ver por dónde saldría. No era fácil.
—Este asunto de su abuela me tiene desconcertada.
—Pues bienvenida al club —murmuró Jennifer.
—¿Disculpe?
—Olvídelo. Era una tontería —dijo Jennifer—. Pero hay algo que querría ver. Me gustaría que me enseñara el certificado de defunción de mi abuela.
—¿Para qué?
—Quiero leer lo que consta en él como causa de la muerte.
—Ataque al corazón, ya se lo he dicho.
—Aun así, querría verlo. ¿Está aquí, o tiene al menos una copia?
—Sí. Está en el archivo principal.
—¿Me deja verlo? Supongo que en algún momento me darán una copia. Tampoco es que sea un secreto de Estado.
Kashmira reflexionó un momento, se encogió de hombros y se empujó con la silla hacia un grupo de archivadores. Tiró de un cajón, examinó las etiquetas y finalmente sacó un portafolios. Lo abrió y extrajo un documento gubernamental de aspecto muy indio. Volvió a la mesa y se lo pasó a Jennifer.
Esta sintió una punzada de emoción al ver el nombre de su abuela. Estaba escrito en hindi y en inglés, por lo que no tuvo problemas para leerlo. Recorrió las entradas escritas a mano hasta hallar la causa de la muerte, infarto de miocardio, y la hora, 22.35, 15 de octubre, 2007. Memorizó las cifras y pasó el papel de vuelta a Kashmira, quien lo metió en el portafolios y este en su lugar en el archivo.
Haciendo rodar de nuevo la silla hasta la mesa, Kashmira no apartó los ojos de Jennifer.
—¡Bien! Y ahora que ya está todo dicho, ¿está preparada para decirme qué quiere que hagamos? ¿Incineración o embalsamamiento?
Jennifer negó con la cabeza.
—Yo también estoy hecha un lío. Pero no pierdo la esperanza. Mi abuela fue la niñera de una mujer que resulta que es patóloga forense. He hablado con ella y viene de camino; creo que llegará mañana por la noche. Voy a delegar la decisión en ella y en su marido, que también es forense.
—Le recuerdo que, forenses o no, da lo mismo. No habrá autopsia, y punto. No ha sido autorizada y no lo será.
—Tal vez sí, tal vez no. Pero al menos sentiré que tengo a alguien de mi lado. Sé que no estoy razonando demasiado bien. Estoy agotada, pero no puedo dormir.
—Quizá podría conseguirle alguna medicación para el sueño.
—No, gracias —dijo Jennifer—. Lo que sí querría es una copia del registro de hospitalización de mi abuela.
—Puedo conseguirla, pero tardará veinticuatro horas.
—¡Cuando sea! Y me gustaría hablar con el cirujano que la operó.
—Está muy ocupado. Si tiene preguntas concretas, escríbalas y yo intentaré conseguirle las respuestas.
—¿Y si es un caso de negligencia médica?
—La negligencia médica no existe en el ámbito internacional. Lo lamento.
—Debo decir que no me está siendo de mucha ayuda.
—Mire, señorita Hernández, sin duda le seríamos de más ayuda si usted colaborara más con nosotros.
Jennifer se levantó.
—Se lo digo en serio —continuó Kashmira—. Puedo traerle algo para que duerma mejor. Tal vez si descansara toda la noche entraría en razón y comprendería que debe decidirse. Su abuela no puede quedarse en nuestra nevera.
—Eso ya lo entiendo —dijo Jennifer—. ¿Y por qué no trasladan el cuerpo a un depósito municipal?
—Eso sería impensable. Las morgues públicas de este país están en unas condiciones espantosas por culpa de nuestra burocracia bizantina. Las gestiona el Ministerio del Interior, no el de Sanidad, como debería ser, y al Ministerio del Interior no le preocupan demasiado y las financia bajo mínimos. Algunos depósitos de cadáveres no están refrigerados, otros solo a veces, y los cuerpos se pudren sin excepción. Para ser brutalmente sincera le diré que no podemos permitir que eso le ocurra a su abuela por las posibles repercusiones mediáticas. Estamos intentando ayudarla. ¡Por favor, ayúdenos a nosotros!
De repente Jennifer se sintió mareada. Trató de equilibrarse. El hospital Queen Victoria, aunque seguía demostrando poco tacto, había pasado de la presión a la súplica.
—Me vuelvo al hotel —logró decir—. Tengo que descansar.
—Claro, duerma bien —dijo Kashmira mientras se levantaba y se inclinaba sobre sus palmas unidas.
Jennifer salió a trompicones hacia la confusión del vestíbulo, donde había una docena de pacientes más esperando el ingreso. Se dirigió a la pared acristalada y buscó con la mirada su coche y su chófer. Al no verlos, sacó el teléfono móvil y marcó el número.