Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007,11.42h
Jennifer estaba harta. A pesar de lo cansada que se sentía, hasta el punto de notar unas ligeras náuseas, no conseguía dormirse. Había echado las gruesas cortinas y la habitación estaba a oscuras. El problema era que se sentía al mismo tiempo agotada e inquieta. La posibilidad de que Laurie fuera a la India era casi demasiado buena para ser verdad y le mantenía la mente en marcha. «A tomar por el culo», se dijo por fin, y salió de debajo de las mantas.
Con solo las braguitas puestas, tal como se había metido en la cama, se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y la habitación se inundó del sol neblinoso de la India urbana. Se preguntó distraída cuánto calor haría fuera si la contaminación no bloqueara una parte significativa de los rayos solares.
Jennifer bajó la mirada hasta la piscina. Había bastante gente pero no demasiada. Era una piscina grande. Lamentó al instante no haber metido en la maleta un bañador. Cuando la hizo ni se le pasó por la cabeza, pero en ese momento, viendo aquella magnífica extensión de agua azul, supo que debería haber caído en la cuenta. Al fin y al cabo, ya sabía que estaría en un hotel caro en un país caluroso. Se encogió de hombros. Pensó que quizá en el hotel vendieran bañadores sencillos, pero luego negó con la cabeza. En un establecimiento tan lujoso, si vendían bañadores serían de diseño y carísimos. Una lástima, porque estaba segura de que un poco de ejercicio era justo lo que necesitaba para superar el jet lag.
Entonces se acordó del gimnasio del hotel. Pensó que podría ponerse la ropa de deporte, que sí había llevado consigo, y hacer un poco de bicicleta estática y pesas. Estaba a punto de seguir adelante con la idea cuando echó un vistazo a la hora. Era casi mediodía, y eso le sugirió otra opción: comer. A pesar de las ligeras náuseas inducidas por el jet lag, decidió que poner orden en las horas de las comidas ayudaría a su cuerpo a lidiar con el lío de las horas de sueño.
Aquella mañana, para ir al hospital, Jennifer se había puesto un polo sencillo y unos vaqueros ajustados; no tenía ningún interés en impresionar a nadie, y mucho menos a la gente del Queen Victoria, y tras su intento de dormir un rato, volvió a ponerse lo mismo. Mientras se vestía, se le ocurrió ver si la señora Benfatti querría comer con ella. Cabía la posibilidad de que la mujer estuviera hecha un mar de lágrimas, deprimida, y que no deseara dejarse ver. Pero al mismo tiempo, esa posibilidad era un indicador de cuán apropiado era preguntárselo. Como estudiante de medicina, Jennifer había sido testigo demasiadas veces de lo aislada que podía quedarse una persona tras la muerte y la enfermedad de un ser querido, justo cuando más apoyo necesitaba.
Consciente de que si le daba más vueltas podía echarse atrás, Jennifer cogió de inmediato el teléfono y pidió al operador que la pusiera en contacto con la habitación de la señora Benfatti, dondequiera que estuviera. Separó un momento el auricular de la oreja, mientras sonaba, para ver si la habitación de la señora Benfatti estaba cerca. No oyó nada.
Estaba a punto de colgar cuando se estableció la conexión. Respondió una mujer de voz áspera y lenta. Jennifer adivinó que había estado llorando.
—¿Señora Benfatti? —preguntó.
—Sí —respondió con cautela la señora Benfatti.
Jennifer le explicó brevemente quién era y qué la había llevado a la India. Le pareció oír un respingo de la señora Benfatti cuando le explicó que su abuela había muerto en circunstancias similares a las de su marido y solo una noche antes.
—Siento muchísimo lo de su marido —continuó Jennifer—. Con la muerte de mi abuela la noche anterior, comprendo perfectamente cómo se siente.
—Yo también lamento que haya perdido a su abuela. Qué tragedia, sobre todo estando tan lejos de casa.
—La razón de que la llame es que querría saber si le apetecería almorzar conmigo —dijo Jennifer.
La señora Benfatti no respondió de inmediato. Jennifer esperó con paciencia; sabía que aquella mujer posiblemente estaba enzarzada en una discusión interna consigo misma. Supuso que el llanto y la tristeza habrían hecho mella en su aspecto, lo cual era un buen motivo para quedarse en su habitación. Pero aquella coincidencia debía de haber despertado su curiosidad, y tal vez no quisiera dejar pasar la oportunidad de hablar con alguien que estaba en su misma situación.
—Tengo que vestirme —respondió por fin—, y también debería hacer algo con mi cara. Me he mirado en el espejo hace un momento y, como suele decirse, estoy más blanca que un cadáver.
—Tómese el tiempo que quiera —dijo Jennifer. Aquella mujer ya le caía bien, sobre todo viendo que era lo bastante fuerte como para reírse de sí misma en un momento tan difícil—. No hay prisa. Puedo esperarla en mi habitación o en alguno de los restaurantes, pongamos el más grande que hay en el vestíbulo. ¿O quizá prefiere comida china?
—El restaurante del vestíbulo me parece bien. No tengo mucha hambre. Estaré allí dentro de media hora, y llevaré puesta una blusa de color violeta.
—Yo llevo un polo blanco y vaqueros.
—De acuerdo. Nos vemos allí. Por cierto, me llamo Lucinda.
—Perfecto. Hasta luego, Lucinda.
Jennifer colgó el teléfono lentamente. No sabía por qué, pero tenía un buen presentimiento acerca de Lucinda, y de repente le apetecía mucho comer con ella. Por alguna razón misteriosa, las náuseas habían desaparecido.
Desde donde Jennifer estaba sentada en aquel restaurante de varios niveles vio a la señora Benfatti en el mismo instante en que entró desde el vestíbulo. O por lo menos estaba casi segura de que era ella. Llevaba una camisa de color violeta muy bien planchada y una falda de un tono púrpura más oscuro. Era robusta, de huesos grandes. Lucía una media melena de color castaño claro con una fuerte permanente. Jennifer le echó unos cincuenta y cinco años.
La observó mientras se detenía a hablar con el maître. Cuando él le indicó que lo siguiera y echó a andar en dirección a Jennifer, ella saludó con la mano y la señora Benfatti le devolvió el saludo. Jennifer siguió observándola mientras se acercaba. Le impresionó su forma de andar, con la cabeza muy alta. Pero cuando por fin la tuvo cerca, vio lo rojos que tenía los ojos; aquella mujer acababa de perder a su compañero.
Jennifer se levantó y le tendió la mano.
—Señora Benfatti, me alegro mucho de conocerla, aunque lamento las circunstancias. Gracias por haber aceptado acompañarme en la comida.
La señora Benfatti no respondió al momento. Dejó que el maître le apartara la silla y la ayudara a moverla hacia delante una vez se hubo sentado.
—Lo siento —dijo cuando el maître las dejó solas—. Me temo que me cuesta mucho controlarme. ¡Ha ocurrido todo tan de repente! Ayer salió de la anestesia sin problemas y pasó un buen día, y yo estaba convencida de que lo peor ya había pasado. Y de repente…
—La comprendo, señora Benfatti… —empezó a decir Jennifer.
—Por favor, llámame Lucinda. —La mujer se llevó un pañuelo a los ojos y se irguió; estaba claro que intentaba recuperar y mantener el control.
—Sí, por supuesto. Gracias, Lucinda.
Jennifer propuso que pidieran la comida y así relajar un poco los ánimos. Después, empezó a hablarle de ella, de su inminente licenciatura en medicina, de la muerte de su abuela, que era quien la había criado. Cuando les sirvieron la comida, Jennifer hizo una pausa y Lucinda le preguntó sobre su padre, al que la joven no había mencionado.
—Vaya, ¿no lo he nombrado? —dijo con expresión burlona—. ¡Qué raro! Bueno, quizá no tanto. Seguramente si no he hablado de él es porque nunca lo hacemos, ni mis dos hermanos mayores ni yo. No se lo merece.
A su pesar, Lucinda se llevó una mano a la boca y se rio.
—Me hago a la idea. En mi familia también tenemos un hombre así.
Jennifer vio, encantada, que a partir de ahí Lucinda tomó las riendas de la conversación. Mientras comían, le habló de su repudiado tío, al que aún le quedaba algún tiempo en la cárcel. Pasó después a hablarle de sus dos hijos. Uno era oceanógrafo y vivía en Woods Hole, Massachusetts, con su hijo; el otro era herpetólogo en el Museo de Historia Natural de Nueva York y tenía tres niños.
—¿Y su marido qué era? —preguntó Jennifer con cierto reparo. No podía predecir la reacción de Lucinda, pero ella quería que la conversación les llevara al tema de las muertes de sus familiares. Quería averiguar hasta dónde llegaban los parecidos.
—Tuvo una tienda de animales durante muchos años.
—Ahora entonces ya entiendo de dónde han salido los biólogos.
—Así es. A los chicos les encantaba la tienda y trabajar con los animales. Incluso con los peces.
—¿Por qué vinieron a la India para la operación? —Jennifer contuvo la respiración. Si Lucinda era capaz de encajar aquella pregunta sobre una decisión que, de haber sido otra, podría haber significado que su marido siguiera vivo, estaba segura de que no habría barreras para plantear las demás cuestiones que le preocupaban.
—Muy sencillo. Pensamos que no podíamos permitirnos una operación de prótesis de rodilla en Estados Unidos.
—Creo que con mi abuela pasó lo mismo —dijo Jennifer. Estaba satisfecha. A Lucinda le había temblado ligeramente la voz, pero no lloraba—. Dígame, ¿qué le ha parecido el hospital Queen Victoria? ¿Le ha sido fácil tratar con ellos? ¿Son profesionales? Lo pregunto porque el hospital tiene una pinta estupenda, cosa que no puede decirse del barrio.
Lucinda reaccionó con otra de sus suaves carcajadas, y a Jennifer le pareció un rasgo distintivo de su carácter, sobre todo por cómo trataba de ocultar su sonrisa con la mano.
—Cuánta basura… Es horrible. Todos los empleados del hospital, hasta los médicos, se comportaban como si no la vieran, y menos a los niños mendigos. Y es evidente que algunos están enfermos.
—Yo también me he quedado de piedra. Pero ¿cómo la ha tratado el personal?
—De maravilla, por lo menos al principio.
—¿A qué se refiere?
—Cuando llegamos aquí todo el mundo nos trató muy, muy bien. Mira qué hotel. —Lucinda recorrió el restaurante con un gesto—. Yo nunca había estado en un hotel tan bonito. En el hospital pasó lo mismo. De hecho, el servicio del hospital nos recordó el de un hotel. Recuerdo que Herbert lo dijo. —Mencionar a su marido así como si nada la obligó a hacer una pausa. Carraspeó. Jennifer esperó—. Pero esta mañana ha sido distinto.
—¿Ah, sí? —Dijo Jennifer—. ¿En qué ha sido distinto?
—No saben qué hacer conmigo —respondió Lucinda—. Todo iba bien hasta que se pusieron pesados con que me decidiera por la incineración o el embalsamamiento. Dijeron que tenía que elegir ya mismo. Cuando les dije que no podía porque mi marido nunca hablaba del tema por superstición, intentaron obligarme. Y cuando les expliqué que mis dos hijos estaban de camino y que ellos lo decidirían, la representante del hospital dijo que no podían esperar hasta que alguien hiciera el viaje hasta aquí desde América. Tenían que saberlo hoy. Estaban muy molestos.
Entonces fue Jennifer la que rio.
—Yo estoy en la misma situación —dijo—, y están enfadados conmigo por lo mismo.
—Qué coincidencia…
—Estoy empezando a preguntarme si lo es —dijo Jennifer—. ¿Dónde está el cuerpo de su marido?
—En alguna cámara de refrigeración. No estoy segura.
—Posiblemente esté en una de las dos cámaras frigoríficas del sótano, cerca de la cafetería para el personal. Ahí es donde está mi abuela mientras esperamos.
—¿A qué estás esperando?
—A que llegue una muy buena amiga mía. Al menos, eso espero. Es patóloga forense y trabaja para los juzgados. Intentará venir para ayudarme y echarle un vistazo a mi abuela. Yo creo que tendrían que hacerle la autopsia, y cuanto más me presionan más convencida estoy. Verá, es que mi abuela no tenía el corazón delicado. De eso estoy segura.
—Nosotros creíamos que Herbert tampoco. Lo examinó su cardiólogo poco más de un mes antes que viniéramos aquí. Le dijo que estaba bien, que tenía el corazón estupendo y el colesterol bajo.
—¿Por qué iba su marido al cardiólogo?
—Hace tres años fuimos de viaje a África para ver animales. Tuvimos que ponernos un montón de inyecciones y tomar un medicamento contra la malaria llamado mefloquina. Por desgracia durante un tiempo mi marido sufrió uno de sus efectos secundarios: el corazón le latía desacompasadamente, pero se le pasó solo.
—Entonces su marido tenía el corazón bien a todos los efectos —dijo Jennifer—. Como mi abuela. Ella recordaba haber oído que de pequeña había tenido un soplo en el corazón, y siempre pensó que le pasaba algo. Hice que la viera uno de los mejores cardiólogos del centro médico de la Universidad de California, y nos explicó que se trataba de un ductus arterioso persistente, que es algo que necesitan los embriones para desarrollarse y luego en teoría se cierra. El de ella se quedó abierto, pero se cerró prácticamente del todo más adelante. Mi abuela también presentaba alguna irregularidad, como el señor Benfatti, pero se determinó que estaba causada por un remedio contra el resfriado y se le pasó. Tenía el corazón perfectamente normal, magnífico para su edad. Que su marido y mi abuela tuvieran solo incidentes cardíacos como esos en su historial basta para volver paranoico a cualquiera que supiera lo que pasaba.
—¿Crees que tu amiga querría echarle un vistazo también a mi Herbert?
Mientras el camarero les tomaba nota de los cafés y se llevaba los platos, las mujeres dejaron de hablar y se apoyaron en el respaldo. Ambas aprovecharon para repasar la conversación. Cuando el camarero se marchó, volvieron a inclinarse hacia delante.
—Puedo pedírselo, por supuesto —dijo Jennifer—. Es una persona estupenda, y creo que en su especialidad es famosa, bueno, los dos, tanto ella como su marido. Trabajan juntos en Nueva York. —Hizo una pausa—. ¿Cuándo se enteró de lo de su marido?
—Eso fue lo más raro —dijo Lucinda—. Anoche me despertó una llamada telefónica de un amigo de la familia, desde Nueva York, que quería darme el pésame por Herbert. Lo horrible es que en ese momento yo aún no había oído nada. Pensaba que Herbert estaba igual de bien que cuando lo había dejado en el hospital tres horas antes.
Lucinda calló y le temblaron los labios mientras intentaba contener las lágrimas. Al poco tiempo suspiró y se secó el borde de los ojos. Miró a Jennifer, trató de sonreír y se disculpó.
—No tiene por qué disculparse —le aseguró ella. En realidad, se sentía un poco culpable por estar apretándola tanto. Pero las similitudes entre los dos casos no hacían más que crecer—. ¿Se encuentra bien? —Inconscientemente, alargó un brazo y le cogió la muñeca en un gesto espontáneo de apoyo. Aquello la sorprendió incluso a ella; apenas conocía a la mujer y ya estaba tocándola—. Quizá deberíamos hablar de otra cosa —propuso al tiempo que retiraba el brazo.
—No, tranquila. En realidad quiero hablar de ello. En la habitación no hacía más que darle vueltas, y eso no me ayudaba. Hablar contigo me hace bien.
—Entonces, ¿qué hiciste después de hablar con tu amigo de Nueva York? —preguntó, pasando a tutearla.
—Me quedé de piedra, desde luego. Le pregunté de dónde narices había sacado eso. Y resultó que lo había oído en la CNN, en un reportaje sobre el turismo médico. ¿Te lo puedes creer?
A Jennifer se le descolgó la mandíbula lentamente; ella había visto el mismo programa que el amigo de Lucinda, aunque posiblemente no a la misma hora.
—En todo caso —continuó Lucinda, que recuperaba progresivamente el control sobre sus frágiles emociones—, mientras hablaba con mi amigo y le insistía en que Herbert estaba bien, empezó a sonar la segunda línea telefónica. Le pedí a mi amigo que esperara un momento y apreté el botón. Me llamaban del hospital, concretamente la gerente de nuestro caso, para informarme de que Herbert había muerto.
Lucinda volvió a hacer una pausa. No hubo más lágrimas, solo respiró profundamente.
—Tómate el tiempo que quieras —le rogó Jennifer.
Lucinda asintió mientras el camarero se acercaba para preguntarles si querían tomar más café. Las dos mujeres negaron con la cabeza, ensimismadas por completo en su conversación privada.
—Me pareció horroroso que la CNN se enterara de lo de mi marido antes que yo. Pero en ese momento no dije nada. Estaba abrumada por la noticia. Lo único que le dije a Kashmira Varini es que iba ya mismo al hospital.
—¡Un momento! —Exclamó Jennifer alzando la manos—. ¿La gerente de tu caso se llama Kashmira Varini?
—Sí. ¿La conoces?
—No puedo decir que la conozca, pero sí que he hablado con ella. Era la gerente del caso de mi abuela. Esto se pone cada vez más raro. Esta misma mañana le he preguntado por la muerte de tu marido y me ha dicho que no sabía nada.
—Pues desde luego lo sabía. Me reuní con ella anoche.
—Madre mía —dijo Jennifer—. Ya me parecía a mí que esa mujer no era de fiar, pero ¿por qué iba a mentir sobre algo que yo podía averiguar fácilmente?
—No tiene sentido.
—Te digo una cosa: cuando hable con ella esta tarde, se lo preguntaré directamente. Esto es ridículo. ¿Cree que somos niños y que puede mentirnos a la cara así como así?
—Igual tiene algo que ver con la necesidad de mantener la confidencialidad.
—¡Gilipolleces! —Exclamó Jennifer, y se controló al momento—. Perdona la palabrota. Es que cada vez estoy más cabreada.
—No hace falta que te disculpes. He criado a dos chicos.
—Ya, pero la mayoría de la gente no es tan tolerante con las mujeres. Da igual, volvamos a la CNN. A mí me pasó algo muy parecido.
Jennifer le explicó que ella también se había enterado de la muerte de su abuela por la CNN, y que había llamado a la compañía sanitaria que lo había gestionado todo y también al propio hospital para que la tranquilizaran sobre su estado. Solo más adelante supo la verdad, cuando una tal señorita Varini la llamó para decirle que en efecto su abuela había fallecido.
—¡Qué raro! Da la impresión de que en el Queen Victoria la mano derecha no se habla con la izquierda.
—Me pregunto si no será peor que eso —replicó Jennifer.
—¿Como qué?
Jennifer sonrió, negó con la cabeza y se encogió de hombros, todo al mismo tiempo.
—No tengo ni la más remota idea. También puede ser que estemos sufriendo paranoia inducida por el duelo. Soy la primera en admitir que después del golpe de haber perdido a mi mejor amiga, madre y abuela, todo de una, tengo la cabeza un poco revuelta. Y para colmo resulta que el jet lag no es un cuento de viejas. Estoy agotada pero no consigo pegar ojo. Es posible que tampoco razone demasiado bien. Podría ser que las muertes tras una operación programada sean tan poco usuales en el Queen Victoria que no saben cómo afrontar el asunto. Al fin y al cabo, ni siquiera cuentan con unas instalaciones mortuorias.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Rezar por que venga mi amiga Laurie Montgomery. Si no viene, de verdad que no sé qué haré. Mientras tanto, esta tarde volveré al hospital. Le preguntaré a la señorita Varini por qué me ha mentido, y le dejaré bien claro, si es que no lo he hecho aún, que más les vale no tocar a mi abuela. ¿Y tú? ¿Te gustaría que cenáramos juntas esta noche?
—Vaya, muchas gracias por la invitación. ¿Puedo contestarte más tarde? Es que no sé cómo voy a andar de emociones.
—Claro, cuando quieras. Lo que pasa es que seguramente necesitaré cenar pronto. En cualquier momento se me acabará la gasolina y supongo que entonces dormiré doce horas de un tirón. Pero ¿qué vas a hacer tú respecto al hospital? ¿Esperarás a que lleguen tus hijos y les dejarás elegir a ellos?
—Sí, eso es exactamente lo que voy a hacer.
—Quizá deberías llamar a nuestra amiga la señorita Varini y dejarle claro que no puede alegar ningún malentendido para hacer algo sin tu aprobación explícita. Es fácil manipular a los parientes cercanos cuando están abrumados por la pena. Lo irónico es que normalmente lo que se busca es hacer las autopsias, no que no se hagan.
—Creo que seguiré tu consejo. Anoche no era yo.
—¿Damos por acabada la comida? —Preguntó Jennifer—. Me voy al hospital. Iba a acercarme a la embajada, pero creo que lo dejaré para más adelante. Quiero hacer algunas preguntas a la gerente médica, como por ejemplo por qué me mintió. Si averiguo cualquier cosa sorprendente, te la haré saber.
Las dos mujeres ya habían firmado sus respectivas cuentas y se levantaron. Dos camareros se apresuraron a apartarles las sillas. El restaurante se había llenado y las dos tuvieron que abrirse paso entre la multitud que esperaba para conseguir mesa. Ya en el vestíbulo, se despidieron con la promesa de que hablarían más tarde. Justo cuando iban a separarse, Jennifer recordó otra cosa.
—Creo que voy a investigar la conexión con la CNN, si puedo. ¿Sería mucha molestia que le preguntaras a tu amigo a qué hora en Nueva York vio exactamente el reportaje de tu marido?
—Claro que no. Ya había pensado en llamarle. Seguro que se siente fatal por haber sido él el que me dio la mala noticia. —Y de nuevo estaban a punto de separarse cuando Lucinda dijo—: Gracias por animarme a salir de la habitación. Me ha hecho mucho bien, y me temo que si hubiera dependido de mí no me habría movido.
—El placer ha sido mío —respondió Jennifer. Tenía ya en la mano el teléfono para llamar a su chófer.