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Nueva Delhi, miércoles 17 de octubre de 2007, 8.31 h

Jennifer se apeó del Mercedes negro que el hospital Queen Victoria había enviado a recogerla al hotel Amal Palace. Fuera hacía calor pero no demasiado. El anémico sol matinal luchaba por atravesar la neblina y tan solo lograba arrancar unos débiles destellos a la fachada acristalada del hospital. Ni siquiera tuvo que hacerse visera con la mano para examinar el edificio. Tenía cinco pisos, y aunque era frío y ultramoderno, la agradable combinación de vidrio cobrizo y el mármol en su color complementario despertó en ella cierta admiración. Destacaba en gran medida por el vecindario en el que se encontraba. La estructura, ostensiblemente cara, estaba como encajada a presión junto a un decrépito e insulso centro comercial, con la fachada blanca pero muy sucia, lleno de pequeñas tiendas en las que se vendían desde latas de Pepsi hasta cubas para lavar la ropa. La calle era un desastre, llena de baches y de todo tipo de basura, además de algunas vacas inmutables ante la aglomeración del tráfico y el sonido de los cláxones. Como Jennifer había imaginado, el tráfico estaba peor incluso que la noche anterior. Aunque parecía haber menos camiones destartalados de colores chillones, había muchos más autobuses hasta los topes, rickshaws, bicicletas, peatones y, lo que más la trastornaba, bandas de niños descalzos, vestidos con harapos mugrientos, algunos con deformaciones, otros enfermos y malnutridos, y todos corriendo peligrosamente entre los lentos vehículos para pedir una moneda. Por si aquello fuera poco, unas puertas más allá del hospital, al otro lado de la calle, había una plaza de aparcamiento llena de cascotes de hormigón, mugre, piedras, desperdicios de todo tipo y hasta bolsas llenas de basura. Aun así, aquel sitio era el hogar de muchas familias que vivían en cuchitriles formados por chapas de metal corrugado, cajas de cartón y trozos de tela. Había también perros callejeros e incluso alguna rata.

—La esperaré aquí —dijo el chófer, que había dado la vuelta para abrirle la puerta a Jennifer—. ¿Sabe cuánto tiempo tardará?

—No tengo ni idea —respondió Jennifer.

—Si no me encuentra aquí, llámeme por favor al móvil cuando desee marcharse.

Jennifer le aseguró que así lo haría, aunque tenía toda su atención puesta en el hospital. No sabía qué debía esperar, y se dio cuenta de que tenía las emociones a flor de piel. En lugar de sentirse triste por el fallecimiento de su abuela, ahora que por fin estaba allí se sentía cada vez más enfadada. Saber que se había producido una muerte similar en tan poco tiempo reforzaba su convicción de que podían haberse prevenido o evitado. No estaba segura de que aquella fuera una reflexión completamente racional, era posible que se debiera al estado general de su mente, pero así era como se sentía. El principal problema era que estaba agotada, el efecto del jet lag era más fuerte de lo que había esperado. Había dormido poco y mal.

Y luego, para empeorar las cosas, su chófer se había retrasado —empezaba a darse cuenta de que aquella era una tradición india—, y la había obligado a pasear arriba y abajo por el vestíbulo del hotel. Temía quedarse dormida si se sentaba, por lo que empleó el tiempo en investigar sobre la señora Benfatti y enterarse de si se alojaba en el mismo hotel; resultó que así era. No estaba segura de si la llamaría, pero quería saberlo por si se decidía.

Los altísimos porteros, vestidos a la manera tradicional y con turbantes, se le antojaron tan imperturbables como el propio edificio. Ambos juntaron sus palmas para saludarla a la manera india y a continuación abrieron las puertas, pero ni hablaron ni cambiaron su expresión pétrea.

Dentro, el aire acondicionado estaba demasiado alto —como si así el hospital pretendiera proclamar lo lujoso que era—, y tenía un aspecto tan moderno y rico como el exterior. Los suelos eran de mármol; las paredes, de una madera noble de tono suave y unos acabados elaboradísimos; los muebles, una combinación de pulcro acero inoxidable y terciopelo. A la izquierda había una elegante cafetería propia de un hotel occidental de cinco estrellas.

Jennifer, sin saber qué hacer exactamente, se acercó a un mostrador de información más apropiado para la recepción del Ritz-Carlton o el Four Seasons que para un hospital, sobre todo por las atractivas jóvenes que había tras él, ataviadas con preciosos saris en vez de con una bata de color rosa. Una de ellas advirtió su presencia y, cuando Jennifer se acercó, le preguntó con amabilidad en qué podía ayudarla. Conociendo las prisas con las que actuaban los empleados y voluntarios de los hospitales estadounidenses, a ella le impresionó la atención al cliente de que hacía gala aquella institución.

Tan pronto como Jennifer dijo su nombre, la recepcionista le explicó que la señorita Kashmira Varini la estaba esperando, y que ella misma informaría a la gerente médica de su llegada. Mientras la recepcionista hacía su llamada, Jennifer paseó la mirada por el vestíbulo. Había hasta una pequeña librería y una tienda de regalos.

La señorita Varini apareció casi al momento por la puerta de uno de los despachos que había tras el mostrador de información. Vestía un sari muy vistoso, confeccionado con un rico tejido. Jennifer la examinó mientras se acercaba. Era delgada y algo más baja que el metro setenta que medía Jennifer. Tenía el pelo y los ojos bastante más oscuros que los suyos, y llevaba el pelo recogido en la nuca con un pasador de plata. Aunque sus rasgos eran agradables, sus delgados labios le daban un aspecto duro cuando no lucía una sonrisa plácida que, como descubriría Jennifer más tarde, era falsa. Cuando se encontró con Jennifer, Kashmira la saludó al estilo indio.

Namasté —dijo.

Jennifer devolvió el saludo con timidez.

Kashmira pasó a las preguntas normales y socialmente aceptables: el viaje, si la habitación y el hotel eran de su gusto y si el transporte le había parecido aceptable. Tras un intercambio rápido de frases, la sonrisa desapareció casi por completo, a excepción de algunos intentos de sonrisa en los momentos apropiados.

A continuación Kashmira adoptó un aire de seriedad extrema y le transmitió sus condolencias, las de los médicos y las de todo el personal del hospital, por el fallecimiento de su abuela.

—Ha sido un acontecimiento trágico y totalmente inesperado —añadió.

—Desde luego —dijo Jennifer.

Escrutando a la mujer, sintió que renacía en ella la rabia que la había embargado aquella misma mañana, no solo por haber perdido a la persona a la que más quería, sino también porque la hubieran obligado a dejar colgada una de las actividades más importantes de su carrera universitaria. Sabía que el inútil de su padre era tan culpable como el que más, pero en aquel momento estaba descargándolo todo en el hospital Queen Victoria en general y en Kashmira Varini en particular, especialmente cuando Jennifer se dio cuenta de que la pena que decía compartir no era sincera.

—Dígame —pidió Kashmira, desconocedora del estado de ánimo y la falta de sueño de Jennifer—, ¿dónde quiere que vayamos a zanjar estos asuntos tan desagradables? Podríamos ir a la cafetería o a mi despacho. Usted decide.

Jennifer se tomó su tiempo para contestar. Lanzó una mirada hacia la puerta por la que había salido Kashmira, detrás del mostrador, y luego hacia la cafetería, separada del vestíbulo por una mampara de cristal. Le decidió el hecho de que, si no se tomaba otra taza de café, podría quedarse dormida. La gerente aparentó estar encantada con la elección y exhibió una de sus breves sonrisas; le parecía que Jennifer sería fácil de manipular.

La joven se tomó un café, pero no le hizo demasiado efecto; no tardó en llegar a la conclusión de que necesitaba volver al hotel para dormir un poco. Tras un cálculo rápido, comprendió que si estuviera en Los Ángeles le faltaría poco para irse a la cama; por eso se sentía tan mal.

—Señorita Varini —dijo Jennifer, interrumpiendo a su anfitriona, que estaba explicándole la falta de instalaciones mortuorias en el hospital—, lo siento muchísimo pero me cuesta concentrarme por la falta de sueño, y estoy menos capacitada que normalmente para tomar decisiones importantes. Me temo que tendré que volver a mi habitación para descansar unas horas.

—La culpa de eso, si es de alguien, es mía —dijo Kashmira, no demasiado convincente—. No debería haberla citado tan pronto. Pero podemos abreviar los trámites. En realidad, lo único que necesitamos es que se decida, y nosotros nos encargaremos de todo lo demás. Solo tenemos que saber si quiere embalsamar o incinerar el cuerpo. ¡Basta con que nos lo diga y nosotros nos ocuparemos de que así sea!

Jennifer se frotó los ojos y suspiró.

—Eso podría haberlo hecho desde Los Ángeles.

—Sí, podría haberlo hecho —se mostró de acuerdo Kashmira.

Jennifer abrió los ojos, parpadeó unas cuantas veces para quitarse la sensación de cuerpo extraño en ellos y contempló la expresión atenta de la señorita Varini.

—Muy bien, quiero ver a mi abuela. Para eso he venido.

—¿Está segura?

—¡Pues claro que estoy segura! —saltó Jennifer, incapaz de contenerse. No quería dejar traslucir de aquella manera sus emociones—. Está aquí, ¿verdad?

—Por supuesto. Es solo que no tenía claro si de verdad querría verla. La defunción tuvo lugar el lunes por la noche.

—Pero ha estado refrigerada, ¿no?

—Sí, desde luego. Pero pensé que una chica joven como usted no querría…

—Tengo veintiséis años y estudio cuarto de medicina —la interrumpió Jennifer, molesta—. No creo que deba preocuparse por si soy demasiado sensible.

—Muy bien —dijo Kashmira—. En cuanto se termine el café, la llevaré a ver a su abuela.

—Ya he tomado bastante café. Estoy empezando a ponerme nerviosa.

Jennifer empujó el plato con su taza a medio beber y se levantó. Mientras Kashmira la imitaba, se detuvo un momento hasta que se le pasó un ligero mareo.

Utilizaron uno de los silenciosos y ultramodernos ascensores para bajar al sótano, donde había salas de máquinas, una moderna cafetería para el personal, un vestuario y diversos almacenes. Al final del pasillo central, más allá de la cafetería, había un muelle de carga. El único guardia, anciano y con un uniforme demasiado grande, estaba sentado en una silla de respaldo recto, inclinada contra la pared.

Había dos refrigeradores, ambos situados más cerca del ascensor que de la cafetería. Sin mediar palabra, Kashmira guio a Jennifer hasta el más próximo e intentó abrirlo. Jennifer le echó una mano. Estaba claro que no era un refrigerador propio de un depósito de cadáveres, como ya le había explicado Kashmira. El interior estaba lleno de estanterías, desde el suelo hasta el techo, que recubrían los trece metros del recinto. Un vistazo rápido reveló a Jennifer que en general contenían alimentos, aunque también había algunos suministros médicos sellados que requerían conservarse en frío. En el centro había una camilla con ruedas; su ocupante estaba totalmente cubierta por una sábana limpia del hospital. El olor en la cámara refrigeradora era ligeramente empalagoso.

—Aquí no hay mucho sitio —dijo Kashmira—. Quizá desee entrar usted sola.

Jennifer no dijo nada y dio un paso hacia el interior. La temperatura, cercana al punto de congelación, parecía la adecuada. Ahora que estaba en presencia de su abuela, no tenía tan claro que quisiera verla. Pese a lo que había dicho, Jennifer, la estudiante de medicina, nunca se había sentido cómoda delante de un cadáver, ni siquiera después de toda una semana presenciando el trabajo en una morgue durante sus años de secundaria. Se giró hacia la gerente médica, que la miró a los ojos y arrugó la nariz, como diciendo: «¿Y bien? ¿Vas a mirar o qué?».

Sabiendo que no podía retrasarlo más, Jennifer, mientras contenía las lágrimas, cogió el borde de la sábana y la retiró para dejar al descubierto la cara de su abuela. Lo primero que la sorprendió fue lo normal que parecía. Era idéntica a su canosa, amable y generosa abuela, a la comprensiva aliada que siempre había estado de su parte. Pero entonces Jennifer se acercó un poco más y comprendió que no era la luz fluorescente la que hacía que la piel y los labios de su abuela tuvieran el color del alabastro y en cambio a lo largo de un lado de su cuello, tuviera una lividez purpúrea. Realmente tenía un tono melocotón, apagado, translúcido y con manchas, y no cabía duda de que estaba muerta.

Como resultado de sus frágiles emociones su tristeza se convirtió en rabia. Volvió a subir la sábana, dio media vuelta hacia Kashmira Varini, y la falsa compasión de la mujer la enfureció aún más. Jennifer salió de la cámara y la observó mientras cerraba con grandes dificultades la pesada puerta. Esta vez no le ofreció su ayuda.

—¡Ya está! —Dijo Kashmira, enderezando la espalda y secándose las manos después de cerrar la puerta—. Usted misma ha podido ver por qué es preciso que tome pronto una decisión respecto a su ser querido. No puede quedarse aquí más tiempo.

—¿Hay un certificado de defunción? —preguntó Jennifer, aparentemente sin venir a cuento pero en realidad porque acababa de acordarse del señor Benfatti.

—Por supuesto. Antes de considerar la incineración o el embalsamamiento de un cadáver tiene que haber un certificado de defunción. Lo firmó el cirujano que operó a la señora María Hernández.

—¿Y la causa definitiva de la muerte fue un ataque al corazón?

—Exacto.

—¿Qué provocó el ataque al corazón?

Durante unos segundos Kashmira le sostuvo la mirada. Jennifer no habría sabido decir si la mujer estaba sorprendida, molesta o simplemente decepcionada por la pregunta, o si creía que Jennifer estaba dándole largas en cuanto a la disposición del cadáver.

—No sé lo que provocó el ataque. Yo no soy médico.

—Pues yo estoy a punto de serlo y no me explico qué podría haberle provocado un infarto de miocardio. El corazón era uno de sus puntos fuertes, en todos los aspectos, literal y figuradamente. ¿Qué me dice de la autopsia? ¿Nadie ha pensado en eso? Normalmente, cuando los médicos no saben qué le ha pasado al paciente, quieren saberlo, y eso les lleva a practicar una autopsia.

Aquello cogió a Kashmira por sorpresa, pero también a Jennifer. Hasta entonces, la posibilidad de una autopsia no se le había pasado por la cabeza; ni siquiera sabía si era eso lo que quería. En realidad lo había dicho para los oídos de Kashmira, y también probablemente porque la gerente y tal vez incluso el hospital la estaban presionando para que se decidiera. La autopsia, la incineración, e incluso el embalsamamiento, eran procesos violentos, y a Jennifer le horrorizaba considerarse responsable, por muy irracional que fuese la idea. Pero además había otra cosa: ¿cuán similares eran la muerte de Herbert Benfatti y la de María? ¿Podrían haberse evitado?

—En la India, solo la policía o un juez puede solicitar una autopsia; un médico no puede hacerlo.

—Está de broma.

—Le aseguro que no bromeo.

—Pues eso es como pedir a gritos que haya confabulaciones entre la policía y los jueces. ¿Y qué me dice de la posibilidad de que el fallecimiento de mi abuela les permita averiguar algo que pueda salvar la vida de otro paciente en el futuro? Al fin y al cabo, anoche tuvieron ustedes otra muerte bastante parecida. Si hubieran sabido qué le provocó el infarto a mi abuela, ¿no podrían haber evitado el ataque del señor Benfatti y salvarle la vida?

—No sé nada de ningún señor Benfatti —respondió Kashmira casi demasiado rápido—. Lo que sí sé es que en este frigorífico tenemos un cadáver que lleva aquí demasiado tiempo y que hay que sacarlo. Por lo general las familias reclaman los cuerpos de inmediato, así que debemos resolver este asunto ya mismo. Usted misma ha visto que el cuerpo no puede quedarse ahí dentro. Es tan sencillo como que la cámara no se construyó para albergar cadáveres, y el de su abuela lleva ahí desde el lunes por la noche.

—Eso es problema de ustedes —replicó Jennifer—. Me parece escandaloso que su hospital no tenga unas instalaciones mortuorias en condiciones. Acabo de llegar a la India después de pasarme casi veinticuatro horas volando, y solo estoy empezando a comprender los detalles. El problema es que estoy mental y físicamente exhausta. Voy a volver al hotel para dormir unas horas antes de tomar una decisión. También iré a mi embajada y hablaré con ellos de la logística. Supongo que usted tiene claro lo que van a decirme, pero yo no, y prefiero no enterarme de estas cosas porque lo dijo Blas.

—¿Porque lo dijo Blas? —preguntó Kashmira.

—Es una frase hecha. Significa saber algo por intermediarios. Voy a echarme un rato, si puedo pasaré por la embajada de Estados Unidos y luego volveré.

—Será demasiado tarde. Debe decidirse ahora.

—Escúcheme, señorita Varini. Para serle sincera, estoy llevándome una mala impresión de aquí porque me presionan demasiado. Y con la noticia de la segunda muerte de anoche, que a mí me parece un pelín demasiado parecida a la de mi abuela, es todavía menos probable que me decida por una cosa o por la otra sin meditarlo bien. De acuerdo, usted dice que no sabe nada de ello, y posiblemente sea cierto, pero yo sí quiero saber algo más. La muerte del señor Benfatti ha ocurrido solo un día después de que falleciera mi abuela, y ambos casos se parecen demasiado.

—Lo lamento, pero los registros de otras personas son confidenciales. Y por lo que a usted respecta, se me ha ordenado específicamente que debía conocer su decisión esta misma mañana. Sencillamente, no podemos tener el cadáver de su abuela en este frigorífico ni una hora más. —Kashmira alargó una mano y tocó la puerta de la cámara para dar más énfasis a sus palabras—. Si no está dispuesta a cooperar, me temo que deberá hablar directamente con nuestro presidente, es él quien tiene la autoridad para hablar con un juez y solicitar a un tribunal que elija por usted.

—No tengo intención de hablar con nadie en las próximas horas —objetó Jennifer con igual brusquedad. Estaba furiosa de verdad. Antes le parecía que el Queen Victoria intentaba presionarla, pero en ese momento estaba segura de ello. Si por una parte podía ser comprensible debido a la falta de instalaciones apropiadas, por otra le parecía una provocación, y más viendo la nula disposición a considerar la posibilidad de una autopsia aun cuando ella la había solicitado expresamente—. Cuando pueda razonar un poco mejor, la llamaré por teléfono y volveré al hospital. Mientras tanto, déjeme que les haga una advertencia: no profanen el cadáver de mi abuela sin mi permiso a menos que quieran lidiar con alguien con las narices muy hinchadas.

—¿Alguien con las narices muy hinchadas? —repitió Kashmira, confundida.

Jennifer puso los ojos en blanco.

—Significa alguien que está muy cabreado.