En el curso de una semana, que iba de marzo a abril de 2007, un serio e inesperado acontecimiento en la salud de tres extraños, dos de los cuales perdieron la vida, acabaría afectando a las vidas de centenares, incluso millares de personas en una complicada red de casualidades. Las víctimas no presagiaban su tragedia personal. Los tres eran hombres casados de edades similares y sanos, se dedicaban a trabajos totalmente distintos y no se conocían de nada ni por cuestiones sociales ni a través de sus empleos. Uno era un médico caucásico que sufrió una dolorosa lesión deportiva; el segundo un programador informático afroamericano que contrajo una fulminante y fatal infección posquirúrgica en un hospital; y el tercero un contable asiático americano, víctima de una despiadada ejecución.
Como la mayoría de las personas, el doctor Jack Stapleton nunca había apreciado realmente la maravilla anatómica y fisiológica de sus rodillas hasta que le fallaron, la tarde del 26 de marzo de 2007. Había estado en su puesto de patólogo forense en la Office of the Chief Medical Examiner (OCME), el departamento de investigación criminal forense, desde primera hora de la mañana. Iba y venía de la OCME en su querida bicicleta de montaña Cannondale sin tener nunca en cuenta la contribución que hacían sus rodillas. Durante aquella mañana había practicado tres autopsias, una de las cuales había sido una complicada intervención que requería la laboriosa disección de los rastros de múltiples heridas de bala. En total, había permanecido de pie en la sala de autopsias, llamada coloquialmente «el pozo», durante más de cuatro horas, moviéndose instintivamente. Ni una sola vez había pensado en sus rodillas, y en el esfuerzo realizado por los varios ligamentos, que mantenían con fidelidad la integridad de las articulaciones a pesar de las considerables tensiones que sufrían, o en los meniscos, que amortiguaban la tremenda presión ejercida por los extremos distales de los fémures, o en la parte superior de las tibias.
Fue más tarde, al final de una de las carreras nocturnas de Jack en la iluminada cancha de baloncesto del barrio, cuando ocurrió el desastre. Para enfado de Jack, él y algunos de los mejores jugadores con los que había formado equipo, incluidos sus amigos Warren y Flash, no habían ganado ni un solo partido, y se habían visto obligados a permanecer sentados durante largos períodos en el banquillo antes de volver al juego.
Transcurría la tarde, y aunque Jack no necesitaba que Warren le recordase que había sido el responsable de varias de las derrotas, ya fuese por errar lanzamientos fáciles o por perder el balón, Warren lo criticaba implacablemente. Jack no podía decir que no se lo merecía; al final de uno de los partidos, con el marcador empatado, Jack se avergonzó de sí mismo al perder la pelota y el partido tras tropezar con su propio pie.
La verdadera catástrofe ocurrió poco antes de acabar el último encuentro, cuando Jack recibió un largo pase de Warren. Otra vez estaban empatados, y, con la consiguiente canasta que determinaría el resultado, Jack estaba dispuesto a redimirse. Para su gran alegría, en lo que esperaba que fuese la última jugada solo había una persona entre él y el tablero. Su apodo era Spit[1], en alusión a uno de sus hábitos menos atractivos, pero mucho más importante, desde la perspectiva de Jack, era que se trataba de un tipo larguirucho y desmañado que de ningún modo podría igualar la rapidez de Jack.
—¡Canasta! —gritó Warren desde el extremo de la cancha del rival, convencido de que Jack regatearía a Spit para un lanzamiento sencillo.
Después de un convincente amago con la cabeza hacia la izquierda completado por una rápida finta cruzada, Jack inició la carga por la derecha. Levantó la pierna derecha del suelo, y la rodilla derecha se flexionó rápidamente para después extenderse. Tan pronto como su pie se clavó firme en el suelo, Jack giró el torso a la izquierda para eludir a Spit, que todavía se estaba recuperando del amago de cabeza y de la finta. Con el pie izquierdo de Jack ahora levantado, todo su peso se transfirió a la rodilla izquierda un tanto flexionada, que además tuvo que soportar la súbita torsión en el sentido contrario a las agujas del reloj.
Si Jack se hubiese parado a calcular las fuerzas que actuaban en su rodilla de cincuenta y dos años, quizá se habría pensado dos veces exigir aquello que le estaba pidiendo soportar a su hasta aquel momento fiel anatomía. Si bien los ligamentos laterales aguantaron, dado que distribuían con eficacia las fuerzas a lo largo de su considerable anchura, la situación era distinta para el ligamento cruzado anterior, que se había alargado un poco al cabo de los años a medida que Jack envejecía. En vano, la angosta banda de tejido, que la mayoría de las personas llaman tendón cuando la encuentran en una pierna de cordero pero que Jack sabía que era colágeno, intentó evitar que el fémur se dislocase hacia atrás desde la tibia. Por desgracia, las fuerzas requeridas sobrecargaron el ligamento, y con un sonido como el de un descorche, se rompió sin más, y por un segundo permitió que el fémur de Jack se saliese de la articulación y rasgase los delicados bordes de ambos meniscos.
La pierna derecha cedió, y Jack cayó bruscamente sobre la áspera superficie del pavimento, donde resbaló un par de metros y dejó atrás una significativa cantidad de piel. Un momento antes, aquella coordinada masa de músculos y huesos tenían un claro objetivo, y al siguiente no era más que un cuerpo lastimado en el suelo. Jack hacía muecas de dolor mientras se sujetaba la rodilla. Aunque no tenía plena seguridad de lo que le había pasado, sí tenía una idea aproximada. Lo único que podía hacer era desear que estuviese equivocado.
—Tío, vas de mal en peor —dijo Warren después de haberse acercado corriendo para asegurarse de que Jack estaba bien. El tono de Warren reflejaba tanto comprensión como disgusto. Se irguió y, con los brazos en jarras, miró a su amigo herido—. Quizá te estás haciendo demasiado viejo para esto; ya sabes a qué me refiero.
—Lo siento —se disculpó Jack. Se sentía avergonzado porque todos los miraban.
—¿Has acabado por esta noche o qué? —preguntó Warren.
Jack se encogió de hombros. El dolor había alcanzado una intensidad máxima, para después disminuir bastante y darle una falsa sensación de esperanza. Se levantó con mucho cuidado y, poco a poco, fue cargando peso en la articulación herida. Se encogió de hombros de nuevo y dio algunos pasos titubeantes.
—No parece estar muy mal —anunció después de haber observado los rasguños de la rodilla y del codo izquierdo. Luego intentó dar otro par de pasos, que no le causaron ningún problema hasta que se giró hacia la izquierda. En aquel instante, la articulación se dislocó por un momento, y Jack cayó de nuevo al suelo. Se levantó por segunda vez—. Se ha acabado —comentó con resignación y pesar—. Se ha acabado. Está claro que esto no es una simple torcedura.
Como la mayoría de las personas, David Jeffries nunca había apreciado realmente la maravilla molecular que eran las bacterias, ni el hecho de que una infección, una vez iniciada, sería contenida o se propagaría de acuerdo con el resultado de una épica batalla molecular librada entre los factores virulentos de la bacteria y los mecanismos de defensa del cuerpo humano. Tampoco había reflexionado a fondo acerca de la amenaza que continuaban planteando las bacterias, a pesar de la extensa farmacopea de antibióticos disponibles para el médico moderno. Sabía que las bacterias habían sido responsables de terribles epidemias en el pasado, incluida la peste negra, pero eso había ocurrido siglos atrás. Desde luego no le preocupaban las bacterias de la misma manera que lo hacían virus como el H5N1 (gripe aviar), el Ébola, o el causante del sida, cuya amenaza era un tema de debate habitual en los medios. Además, David tenía una vaga idea de las llamadas «bacterias buenas» que servían para hacer alimentos como el queso o el yogur. Así que cuando entró en el Angels Orthopedic Hospital a primera hora de un lunes de 2007 para que le reparasen el ligamento cruzado anterior con un injerto de tejido de un cadáver, las bacterias no eran una de sus preocupaciones. Lo que le preocupaba era la anestesia y no despertarse al final de la intervención. También le preocupaba tener que pasar por todo el proceso, que según le había dicho un amigo era doloroso y podía no funcionar, lo que significaría que no podría volver a jugar a tenis, ese deporte que tanto le gustaba.
Como programador informático de una importante empresa de software en Manhattan, David había pasado, como él mismo decía, muchas horas sobre el culo, amarrado a su monitor. Puesto que era un individuo con inclinaciones atléticas desde que tenía uso de razón, necesitaba el ejercicio competitivo, y el tenis era el elegido. Hasta su lesión, ocurrida un mes antes de la intervención, había jugado por lo menos cuatro veces a la semana. Incluso había intentado en vano interesar a sus dos hijos preadolescentes en aquel juego.
En cuanto a la lesión, no tenía idea de cómo se había producido. Siempre se había mantenido en buen estado físico. Lo único que recordaba del accidente fue que corría hacia la red después de empalar lo que él creía que era un buen saque. Por desgracia, no había sido tan bueno como había esperado, y su rival había restado con un bien colocado golpe a la izquierda de David. Mientras corría, David había apoyado el pie delantero y había girado a la izquierda en un intento de llegar a la pelota. Pero ni siquiera llegó a acercarse. En cambio, se encontró tumbado en el suelo, sujetándose la rodilla dolorida, que de inmediato comenzó a hincharse.
Teniendo en cuenta el fulminante proceso postoperatorio de David, cualquiera hubiese dicho que debía haber sido más respetuoso con las bacterias. Pocas horas después de la intervención, un pequeño número de estafilococos que habían llegado a la rodilla y a los bronquiolos distales de los pulmones de David comenzaron su magia molecular.
El estafilococo es un tipo de bacteria común. En cualquier momento, dos mil millones de personas, un tercio de la población mundial, los tienen residiendo en su nariz o en zonas húmedas de la piel… David fue colonizado así. Pero las especies que habían entrado en el cuerpo de David no eran de su flora, sino de una particular variedad del estafilococo áureo que se había aprovechado de la facilidad con la que estas bacterias intercambian información genética para aumentar su virulencia y su poder. Aquella particular subespecie no solo era resistente a la penicilina, sino que también llevaba los genes para una legión de repugnantes moléculas, algunas de las cuales ayudaron a las bacterias invasoras a adherirse a las células que rodeaban todos los pequeños capilares de David, mientras otras destruían las células defensivas que su cuerpo enviaba para enfrentarse al desarrollo de la infección. Con las defensas celulares de David vencidas, las bacterias invasoras crecieron exponencialmente y en horas alcanzaron una etapa secretoria. En ese punto, un grupo de otros genes de aquel particular genoma del estafilococo se pusieron en marcha y permitieron a los microorganismos lanzar una biblioteca de moléculas todavía más perniciosas llamadas toxinas. Las toxinas comenzaron a sembrar el caos en el cuerpo de David; incluso causaron lo que se llama habitualmente «el efecto come-carne», además de los síntomas y señales conocidos como síndrome del choque tóxico.
David tuvo el primer aviso de la tormenta que se avecinaba por una leve fiebre, que apareció seis horas después de la intervención, mucho antes de que las bacterias invasoras llegasen a la etapa secretoria. David no dio mayor importancia a la subida de temperatura, ni tampoco la ayudante de enfermería, que lo anotó en su registro digital. Después notó lo que describió como una opresión en el pecho. Tras tomar calmantes, que él mismo podía administrarse, pensó que no valía la pena quejarse. Creyó que aquellos primeros síntomas eran parte del proceso, hasta que le costó respirar y escupió un moco con rastros de sangre. De pronto, fue como si no pudiese respirar. En ese momento se preocupó de verdad. Su ansiedad se disparó cuando llamó para que se ocuparan de su cada vez peor estado y las enfermeras respondieron con una actividad frenética. Mientras le extraían sangre para un cultivo, añadieron antibióticos a la botella de suero, y se hicieron urgentes llamadas para un posible traslado de emergencia al hospital universitario. David preguntó titubeante si iba a ponerse bien.
«Se pondrá bien», dijo una de las enfermeras. Pero a pesar de esas palabras, David murió al cabo de pocas horas de una septicemia y de un fallo multiorgánico mientras lo trasladaban a un hospital general.
Como la mayoría de las personas, Paul Yang nunca se había preocupado realmente por su destino, aunque debería haberlo hecho, sobre todo en el momento en el que David Jeffries perdía su batalla molecular con la bacteria. Al igual que el resto de los seres humanos maldecidos por el conocimiento de su mortalidad, Paul no reflexionaba sobre la dura realidad de la muerte, ni siquiera a pesar del inquietante recordatorio de un envejecimiento progresivo a un ritmo cada vez mayor que había comenzado cuando cumplió los dieciocho años. A la edad de cincuenta y uno, tenía unas preocupaciones mucho más inmediatas, tales como su familia, que incluía a una esposa manirrota que nunca estaba satisfecha, dos hijos en la universidad y otro que no tardaría en seguirlos, y una gran casa en las afueras con una hipoteca y constantes reparaciones importantes. Como si eso no fuese suficiente, a lo largo de los últimos tres meses su trabajo lo estaba volviendo loco.
Cinco años atrás, Paul había renunciado a un cómodo aunque previsible y algunas veces aburrido trabajo en una empresa que figuraba entre las quinientas de Fortune, para ser jefe y único contable de una prometedora empresa dedicada a construir y explotar hospitales especializados de medicina privada. Había sido agresivamente reclutado por su ex jefe, que a su vez había sido contratado como director financiero por una brillante doctora llamada Angela Dawson, que estaba acabando un máster en administración de empresas en la Universidad de Columbia. La decisión de cambiar de trabajo había resultado muy dura para Paul, dado que por naturaleza no era un jugador, pero la creciente necesidad de disponer de más ingresos y la oportunidad de progresar en el negocio multimillonario de los servicios médicos, que crecía a un ritmo imparable, borró las incertidumbres y los riesgos asociados.
Todo había ido de acuerdo con los planes de Angels Healthcare, gracias al innato instinto empresarial de la doctora Angela Dawson. Con las acciones, bonos y opciones que Paul controlaba, le faltaban unas pocas semanas para convertirse en un hombre rico junto con los demás fundadores, inversores ángeles, y en menor grado los más de quinientos médicos con acciones de dividendo no fijo. La Oferta Pública de Acciones, la OPA, estaba a la vuelta de la esquina, y gracias al enorme éxito de la promoción, que había hecho que los inversores institucionales estuviesen impacientes por comprar, el valor de las acciones estaba a punto de alcanzar unos límites que superaban cualquier expectativa.
Con un cálculo que auguraba unos ingresos iniciales de quinientos millones de dólares, Paul debería haber estado en el séptimo cielo. Pero no era así. Estaba más ansioso que nunca, pues se encontraba atrapado en un dilema ético exacerbado por una serie de recientes escándalos contables, incluido el de Enron, que había sacudido el mundo financiero durante los seis o siete años anteriores. El hecho de que él no hubiese manipulado los libros no era un consuelo. Seguía fielmente los procedimientos contables generalmente aceptados, y tenía la plena confianza de que sus libros eran exactos hasta el último centavo. El problema era que no quería que nadie excepto los fundadores los viesen, precisamente porque eran exactos y por lo tanto reflejaban con toda claridad una situación de liquidez negativa. Había comenzado tres meses y medio atrás, poco después de que realizaran una auditoría independiente para los folletos de promoción de la OPA. Al principio solo había sido un simple goteo, pero no había tardado en convertirse en un torrente. El dilema de Paul era que debía informar de la situación, no solo a su director financiero, cosa que ya había hecho, sino también a la SEC, la Securities and Exchange Commission[2]. El riesgo era, como se había apresurado a señalar el director, que dicho informe sin duda acabaría con la oferta pública de acciones, lo que significaría que todos los esfuerzos realizados durante casi todo un año se perderían, quizá incluso afectaría al futuro de la compañía. El director financiero e incluso la propia doctora Dawson habían recordado a Paul que aquella inesperada falta de liquidez no era más que un simple tropiezo temporal, dado que la causa estaba siendo tratada del modo adecuado.
Si bien Paul sabía que probablemente todo lo que le decían era cierto, también sabía que no presentar el informe violaba la ley. Forzado a escoger entre su innato sentido de la ética y sus ambiciones personales unidas a la insaciable necesidad de dinero de su familia, el conflicto lo estaba volviendo loco. Incluso lo había empujado de nuevo a la bebida, un problema superado años atrás pero que la actual situación había revivido. No obstante, tenía la seguridad de que controlaba la bebida, pues se limitaba a beber unos cócteles antes de tomar el tren para regresar a su casa en New Jersey. No había habido grandes borracheras ni salidas con mujeres de la noche, como en el pasado.
La tarde del 2 de abril de 2007 se detuvo en su abrevadero favorito camino a la estación, y mientras bebía su tercer martini con vodka y se miraba en el espejo ahumado detrás de la barra, de pronto decidió que presentaría el informe al día siguiente. Lo había estado retrasando durante días, pero súbitamente se dijo que quizá podría nadar y guardar la ropa. En su estado de ligera ebriedad razonó que ahora que estaban tan cerca de la salida a bolsa quizá el informe se traspapelaría en alguna mesa de la burocrática SEC y no llegaría a tiempo a los inversores. De esa manera tranquilizaría su conciencia y, esperaba, no haría fracasar la OPA. Con una repentina euforia después de tomar la decisión incluso si más tarde cambiaba de opinión, Paul se recompensó a sí mismo con un cuarto cóctel.
Esa última copa le pareció mucho mejor que las anteriores, pero también podía ser la responsable de que una hora más tarde hiciese algo que en otro momento no habría hecho. Mientras recorría tambaleándose ligeramente el trayecto desde la estación hasta su casa, permitió que lo abordasen e inició una conversación con dos hombres vestidos con elegancia pero un tanto inquietantes que se habían apeado de un gran Cadillac negro antiguo, a pocos metros de su casa.
«¿El señor Paul Yang?», le había preguntado uno de los hombres con una voz áspera.
Paul se detuvo, y ese fue su primer error. «Sí», respondió. Fue su segundo error; tendría que haber seguido caminando. Al detenerse de manera brusca, se tambaleó un poco para mantener el equilibrio y parpadeó varias veces en un intento de enfocar su visión un tanto borrosa. Los dos hombres parecían tener la misma edad y altura, con los rostros afilados, los ojos muy hundidos y el pelo oscuro peinado hacia atrás. Uno de los hombres tenía unas grandes cicatrices en la cara. Era el otro quien hablaba.
—¿Sería tan amable de permitirnos charlar con usted un momento? —preguntó el hombre.
—Supongo que sí —respondió Paul, sorprendido por el contraste entre la graciosa sintaxis de la petición y el fuerte acento neoyorquino.
—Lamento entretenerlo —continuó el hombre—. Estoy seguro de que está ansioso por irse a casa.
Paul volvió la cabeza y miró la puerta de su casa. Le molestó un poco que los desconocidos supiesen dónde vivía.
—Mi nombre es Franco Ponti —añadió el hombre—, y este caballero es Angelo Facciolo.
Paul miró por un momento al hombre de las horribles cicatrices. Parecía no tener cejas, algo que le daba un aspecto sobrenatural en la penumbra.
—Trabajamos para el señor Vinnie Dominick. No creo que usted conozca a dicho caballero.
Paul asintió. Hasta donde él sabía, nunca había conocido al señor Vinnie Dominick.
—El señor Dominick me ha autorizado a comunicarle algo que tiene una gran relevancia financiera para Angels Healthcare. Nadie en la compañía lo sabe —continuó Franco—. A cambio de esta información, que el señor Dominick está seguro de que será interesante para usted, solo le pide que respete su privacidad y no se lo diga a nadie más. ¿Está de acuerdo?
Paul intentó pensar, pero dadas las circunstancias le resultaba difícil. No obstante, como jefe de contabilidad de Angels Healthcare, sentía curiosidad por cualquier cosa que fuese una información financiera relevante.
—De acuerdo —acabó por responder Paul.
—Debo advertirle que el señor Dominick valora mucho la palabra de las personas, y sería muy grave que usted no cumpliera lo prometido. ¿Lo ha comprendido?
—Creo que sí —dijo Paul. Tuvo que dar un súbito paso atrás para mantener el equilibrio.
—El señor Vinnie Dominick es el inversor ángel de Angels Healthcare.
—¡Caray! —exclamó Paul. Como contable, sabía que había un inversor ángel que había aportado quince millones de dólares cuyo nombre nadie sabía. Además, el mismo individuo había aportado hacía poco un crédito puente de un cuarto de millón de dólares para cubrir la actual falta de liquidez. Desde el punto de vista de la empresa, y de Paul, el señor Dominick era un héroe.
—Ahora bien, el señor Dominick quiere pedirle un favor. Le gustaría tener un breve encuentro con usted sin el conocimiento de los titulares de Angels Healthcare. Me pidió que le comunicase su preocupación ante la posibilidad de que los ejecutivos de la compañía no estén cumpliendo con el texto de la ley. No estoy muy seguro de lo que eso significa, pero él dijo que usted lo sabría.
Paul asintió de nuevo mientras intentaba despejar su cerebro confundido por el alcohol. Ahí estaba la salida que había estado buscando en solitario durante semanas, y de pronto le estaban ofreciendo un apoyo inesperado. Se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Cuándo quiere que nos encontremos? —Paul se inclinó para ver el interior del coche negro, pero no pudo.
—Ahora mismo —contestó Franco—. El señor Dominick tiene un yate amarrado en Hoboken. Podemos llevarlo allí en quince minutos, mantiene su conversación y luego lo traeremos de regreso a casa. Será como mucho una hora.
—¿Hoboken? —preguntó Paul, que ahora deseaba no haber tomado esos cócteles. Cada vez le resultaba más difícil pensar. Por un momento, ni siquiera recordó dónde estaba Hoboken.
—Estaremos allí en quince minutos —repitió Franco.
A Paul no le entusiasmaba la idea, y detestaba que lo apremiaran. Era un contable acostumbrado a trabajar con los números, y no a hacer apresurados juicios de valor, sobre todo cuando estaba un tanto ebrio. En circunstancias normales, Paul nunca habría subido a un coche en plena noche, con unos completos desconocidos, para ir a encontrarse en un yate con un hombre que no conocía. Pero en su momentáneo estado de confusión y con la perspectiva de que lo ayudara a tomar decisiones un inversor importante como Vinnie Dominick, no pudo resistirse. Con un último gesto de asentimiento, dio un paso vacilante hacia la puerta abierta del coche. Angelo lo ayudó haciéndose cargo del ordenador portátil de Paul, que le devolvió una vez que Paul se hubo sentado.
No hablaron mientras regresaban a Nueva York. Franco y Angelo ocupaban el asiento delantero, y desde el punto de vista de Paul, en el asiento de atrás, sus cabezas parecían figuras recortadas inmóviles y bidimensionales contra el resplandor de los faros de los coches que iban en sentido contrario. Paul miró a través de la ventanilla y se preguntó si por lo menos tendría que haber entrado un momento en su casa para informar a su esposa de lo que hacía. Exhaló un suspiro e intentó mirar el lado bueno. Aunque el interior del coche apestaba a humo de cigarrillos, Franco y Angelo no fumaron. Paul lo agradeció.
El puerto deportivo estaba oscuro y desierto. Franco condujo hasta el muelle principal, y allí se bajaron los tres. En aquella época del año, la mayoría de las embarcaciones estaban fuera del agua, colocadas sobre soportes y cubiertas con fundas blancas que parecían mortajas.
El grupo caminó en silencio por el muelle. Paul se reanimó un poco con el aire fresco. Contempló la belleza nocturna del perfil urbano de la ciudad, deslucida en parte porque, en primer plano, el río Hudson parecía llevar petróleo en vez de agua. Se escuchaba el suave chapoteo de las olas contra los pilotes y la orilla sembrada de basura. Un leve olor a pescado podrido flotaba en la brisa. Paul se preguntó si era racional lo que estaba haciendo, pero consideró que era demasiado tarde para cambiar de opinión.
A medio camino se detuvieron delante de la popa de caoba de un impresionante yate con el nombre Full Speed Ahead escrito en letras doradas. Las luces de la cabina principal estaban encendidas, pero no había nadie a la vista. Una hilera de cañas de pescar salían de sus soportes cilíndricos a lo largo de la borda de la cubierta de popa como erizos en el lomo de un insecto gigantesco.
Franco subió a bordo, trepó por la escalerilla de estribor y desapareció.
—¿Dónde está el señor Dominick? —preguntó Paul a Angelo. La inquietud de Paul aumentó al no ver al inversor.
—Estará hablando con él en dos minutos —lo tranquilizó Angelo. Con un gesto indicó a Paul que siguiera a Franco por la angosta pasarela. Resignado, Paul obedeció. Una vez a bordo, Paul tuvo que sujetarse cuando la gran embarcación cabeceó con la suave marejada.
La siguiente sorpresa fue cuando Franco puso en marcha los motores, que soltaron un profundo y poderoso rugido. Al mismo tiempo, Angelo soltó rápidamente las amarras y recogió la pasarela. Era obvio que los dos hombres estaban acostumbrados a tripular el barco.
La inquietud de Paul no dejaba de aumentar. Había creído que la breve reunión con el señor Dominick tendría lugar mientras el barco estaba amarrado. Cuando el yate se apartó del muelle, Paul pensó por un momento en saltar, pero su indecisión natural hizo que perdiese la oportunidad. Después de cuatro martinis, dudaba que lo consiguiera aunque hubiese decidido intentarlo, sobre todo cargado con el ordenador portátil.
Paul miró a través de las ventanillas el interior de la cabina principal con la esperanza de ver a su ausente anfitrión. Fue hasta la puerta y giró el pomo. Se abrió. Miró a Angelo, que estaba ocupado recogiendo los pesados cabos de amarre junto a varias pilas de bloques de hormigón. Angelo lo invitó a entrar con un ademán. El ruido cada vez más fuerte de los motores hacía que la conversación resultase difícil.
Una vez cerrada la puerta, Paul agradeció que desapareciese gran parte del ruido de los motores, aunque no la vibración. La decoración era vulgar. Había un gran televisor de pantalla plana con varios sillones delante, una mesa de juego con sillas, un gran sofá en L y un bar con un surtido impresionante. Cruzó la cabina y miró por la escalerilla que daba a la zona de la cocina, más allá de la cual había un pasillo con varias puertas cerradas. Paul se dijo que debían de ser los camarotes.
—Señor Dominick —llamó Paul.
No obtuvo respuesta.
Paul se sujetó cuando notó que aceleraban los motores; el ángulo de elevación del yate aumentó antes de volver a nivelarse al cabo de un instante. Miró por la ventana. El barco había cogido velocidad. Un súbito rugido devolvió la atención de Paul hacia la puerta que daba a la cubierta de popa. Angelo había entrado y se acercaba a Paul después de cerrar la puerta. A plena luz, Paul se sorprendió ante el tamaño de las cicatrices faciales del hombre. No solo no tenía cejas, sino que tampoco tenía pestañas. Pero lo más sorprendente era que sus delgados labios estaban retraídos hasta el punto de que parecía que no conseguían cerrarse del todo sobre los dientes amarillentos.
—El señor Dominick —dijo Angelo, al tiempo que ofrecía a Paul un teléfono móvil.
Paul reprimió un súbito resentimiento ante aquella absurda situación y arrebató el móvil a Angelo. Dejó el ordenador portátil sobre la mesa de juego, se sentó y se llevó el teléfono a la oreja mientras observaba cómo Angelo se sentaba de lado con las piernas sobre uno de los brazos de los sillones.
—Señor Dominick —dijo Paul con voz tajante, con la intención de manifestar su enfado por haber sido engañado y tener que mantener una conversación a través de un móvil, algo que podría haber hecho con toda tranquilidad desde el asiento trasero del coche. También deseaba decirle que no estaba dispuesto a mantener una conversación confidencial que podía ser escuchada por Angelo, que no parecía tener ninguna intención de marcharse.
—Escuche, amigo mío —lo interrumpió Vinnie—. Por qué no me llama Vinnie, dado que quizá usted y yo tengamos que trabajar juntos para poner las cosas en orden en Angels Healthcare. Antes de decir nada más al respecto, quiero disculparme por no estar allí en persona. Esa era la intención, pero he tenido que atender un problema de negocios urgente que necesitaba mi atención inmediata. Espero que me perdone.
—Creo… —comenzó Paul, pero Vinnie lo interrumpió de nuevo.
—Confío en que Franco y Angelo lo estén tratando con la adecuada hospitalidad, dado que no estoy allí para hacerlo personalmente. El plan era que ellos me recogiesen en el muelle del Jacob Javits Center, pero estoy atascado aquí en Queens. Dígame, ¿le han ofrecido una copa?
—No, pero no la necesito —mintió Paul. Se moría por una copa de algo fuerte—. Lo que me gustaría es que me llevasen de vuelta al puerto deportivo. Usted y yo podemos hablar de camino.
—Ya les he dicho a Franco y a Angelo que lo traigan de vuelta —contestó Vinnie—. Mientras tanto, usted y yo podemos hablar de negocios. Espero que ya sepa el alcance de mis intereses en Angels Healthcare.
—Por supuesto, y gracias. Angels Healthcare no podría haber llegado a donde está sin su generosidad.
—La generosidad no tiene nada que ver con mi participación. Esto es estrictamente un negocio; un negocio muy serio, debería añadir.
—Desde luego —se apresuró a decir Paul.
—Como director, a través de una persona interpuesta he oído rumores de que hay un serio problema de liquidez a corto plazo. ¿Son ciertos estos rumores?
—Antes de responder —dijo Paul, con la mirada puesta en Angelo, que se entretenía en limpiarse las uñas—, uno de sus hombres está sentado aquí y nos escucha. ¿Es eso apropiado?
—Totalmente —contestó Vinnie sin vacilar—. Franco y Angelo son como de la familia.
—En ese caso debo admitir que los rumores son ciertos. Hay un problema muy grave de liquidez. —La voz de Paul hacía un curioso seseo, como si tuviese la lengua hinchada.
—También me han dicho que las normas de la SEC requieren que ese cambio en la situación fiscal de la compañía sea comunicado dentro de un plazo.
—Eso también es verdad —admitió Paul en tono culpable—. El formulario requerido se llama ocho-K, y debe presentarse en un plazo de cuatro días.
—Asimismo, se me ha informado de que este formulario no ha sido presentado.
—Una vez más, está usted en lo cierto —confesó Paul—. El formulario ha sido rellenado pero no se ha presentado. Mi jefe, el director financiero, me dijo que no lo hiciera.
—¿Cómo se presenta?
—Por correo electrónico —dijo Paul. Miró a través de la ventana, y se preguntó por qué no habían cambiado de rumbo. Se sentía un poco mareado y notaba cierto malestar en el estómago.
—Eso me han dicho. Dado que ese informe no se ha presentado, estamos violando las normas de la SEC.
—Sí —manifestó Paul con renuencia. El hecho de que le hubiesen dicho que no lo presentara no lo absolvía de la responsabilidad. Las nuevas normas de la ley Sarbanes-Oxley lo dejaban muy claro. Miró a Angelo, cuya presencia todavía le preocupaba, dada la naturaleza de la conversación y a pesar de las garantías del señor Dominick.
—También se me ha señalado que no presentarlo en el plazo debido puede considerarse un delito, lo que me lleva a preguntarle si tiene la intención de presentarlo, para que ninguno de nosotros seamos considerados cómplices.
—Mañana hablaré de nuevo con mi jefe. No importa lo que diga, asumiré la responsabilidad de enviarlo. Por lo tanto, la respuesta es afirmativa.
—Bueno, eso me tranquiliza —dijo Vinnie—. ¿Dónde tiene el documento?
—Lo tengo archivado aquí, en mi ordenador.
—¿En algún otro lugar?
—Está en una memoria USB. La tiene mi secretaria —respondió Paul. Sintió que disminuían las vibraciones de los motores. Al mirar a través de la ventana, vio que habían aminorado la marcha.
—¿Hay alguna razón en particular para que la tenga ella?
—Solo es una copia de seguridad. Es obvio que mi jefe y yo no estamos de acuerdo en esta cuestión, y el ordenador en realidad pertenece a la compañía.
—Desde luego me alegra que tengamos esta conversación —manifestó Vinnie—, porque al parecer usted y yo coincidimos. Quiero agradecerle su sentido moral. Debemos hacer lo correcto, incluso si significa retrasar momentáneamente la salida a bolsa. Por cierto, ¿cómo se llama su secretaria?
—Amy Lucas.
—¿Es leal?
—Completamente.
—¿Dónde vive Amy?
—En algún lugar de New Jersey.
—¿Qué aspecto tiene?
Paul puso los ojos en blanco; tuvo que pensarlo.
—Es muy menuda, con facciones de niña. Parece mucho más joven de lo que es. Creo que el rasgo más notable en ella es el pelo. Ahora mismo es rubio con toques verde lima.
—Yo diría que eso es algo único. ¿Sabe lo que hay en el disco portátil digital?
—Lo sabe —contestó Paul, consciente de que los motores funcionaban casi al ralentí. A través de la ventana, por las distantes luces de la costa vio que casi se habían detenido. Al mirar en la otra dirección, vio la Estatua de la Libertad iluminada.
—¿Hay alguien más que haya participado en la preparación del ocho-K o que tenga conocimiento de su existencia? No quiero preocuparme porque algún chivato envíe el maldito comunicado a la SEC antes de que usted lo haga, con la excusa de que no iba a presentarlo, y gane unos dólares.
—Nadie, que yo sepa —respondió Paul—. El director financiero podría habérselo dicho a alguien, pero lo dudo. Fue muy claro cuando insistió en que la información no debía trascender.
—Fantástico —dijo Vinnie.
—Señor Dominick, creo que debería usted hablar de nuevo con sus hombres para decirles que me lleven de regreso al puerto deportivo.
—¿Qué? —Preguntó Vinnie con exagerada incredulidad—. Déjeme hablar con uno de esos cabeza hueca.
Paul estaba a punto de llamar a Angelo y darle el teléfono cuando Franco, como si hubiese recibido una señal, bajó ruidosamente la escalerilla del puente de mando y se acercó a Paul con la mano extendida. Paul, sorprendido, pensó que quizá Franco había estado escuchando la conversación.
Mientras Franco se apartaba para hablar con su jefe, Angelo se levantó. No podía estar más contento ante la perspectiva de regresar al puerto deportivo. A pesar de que hacía frecuentes viajes en el yate, nunca se había acostumbrado a ir a bordo. Siempre era por la noche, y por lo general para recoger las drogas de los barcos procedentes de México o de Sudamérica. No sabía nadar, y acabar en el agua, sobre todo en la oscuridad, lo inquietaba. Lo que necesitaba de inmediato era una copa de algo fuerte.
En el bar, Angelo cogió una copa anticuada y se sirvió un par de dedos de whisky. Podía escuchar cómo Franco, en el teléfono, repetía una y otra vez «Sí», «Vale» y «Por supuesto», como si estuviese hablando con su madre. Angelo tomó la copa de un trago y se volvió hacia la habitación en el momento en que Franco decía: «Delo por hecho», y guardaba el móvil.
—Lo llevamos a su casa —le dijo Franco a Paul.
—Ya era hora —replicó Paul.
—Por fin. —Los labios de Angelo formaron las palabras sin emitir ningún sonido, al tiempo que metía la mano debajo de la americana para que sus dedos se cerrasen alrededor de la culata de la Walther TPH calibre 22 semiautomática que llevaba en la sobaquera.