10 de abril de 2007, 14.30 horas
El teniente detective Lou Soldano se apresuró a apagar el cigarrillo en el cenicero de su coche cuando giró por la calle Ciento seis. Cada vez que se acercaba a Laurie, e incluso a Jack, se sentía culpable por fumar porque les había prometido más o menos un millón de veces que dejaría ese vicio. Aminoró la marcha y aparcó en un lugar prohibido delante del parque al otro lado de la casa de la pareja. Puso la autorización del Departamento de Policía de Nueva York en el salpicadero y bajó del coche.
Aunque la primavera aún tardaría en llegar a la ciudad, a Lou le pareció que ya daba sus primeras señales en el barrio. Algunos brotes asomaban sus delicadas cabezas en un pequeño parterre del parque e incluso en algunos tiestos de las ventanas que estaban en el lado de la calle de Jack y Laurie. En la pequeña cuña de Central Park que se alcanzaba a ver al final de la calle había un grupo de forsitias amarillas.
El edificio de Jack y Laurie destacaba entre los demás porque lo habían rehabilitado el año anterior, cuando habían contraído matrimonio. Ahora algunos otros propietarios habían decidido rehabilitar los suyos. Era obvio que el barrio estaba en alza.
Antes de las obras, el teniente no tenía más que empujar la puerta principal, porque la cerradura llevaba rota desde antes de la guerra y nunca la habían reparado. Jack solía puntualizar en tono de guasa que era de la guerra de la Independencia. Ahora tenía que tocar el timbre, cosa que hizo. Jack y Laurie ocupaban los dos pisos superiores. Los demás los habían dividido en apartamentos de alquiler, pero sospechaba que los alquilaban por muy poco a familias necesitadas, en particular familias mono parentales.
Laurie fue quien respondió a la llamada, porque Jack aún cojeaba tras su reciente intervención. Su voz sonaba un tanto desencajada. Consciente de lo que ambos habían pasado, ya había dicho su nombre cuando se preguntó si no sería mejor postergar la visita. Como venía directamente del tribunal, no había llamado antes.
—¿Estás de broma? —preguntó ella enfadada, como si Lou estuviera aumentando sus preocupaciones.
—Solo preguntaba. ¿Quizá tendría que haber llamado?
—¡Lou, por el amor de Dios, sube de una vez!
Oyó el chasquido de la cerradura. Se apresuró a abrir la puerta y la sujetó con el pie.
—Ahora subo.
—Más te vale.
El teniente no tenía claro cuál podía ser el humor de Laurie. En el primer momento había sonado muy enfadada, pero ahora parecía estar resentida. Mientras subía el último tramo ahogándose por todos los cigarrillos que había fumado en su vida, juró por enésima vez que dejaría el tabaco al día siguiente o quizá al otro.
Antes de que pudiera llamar se abrió la puerta. Vio a Laurie con un puño apoyado en la cadera.
—Me alegra verte —dijo ella, y movió la cabeza por encima del hombro—. ¿Te importaría hablar con Luis XIV, que está allí?
Lou miró hacia la sala de estar. Jack estaba tumbado en el sofá, rodeado por toda clase de manjares, incluidos zumos, frutas y galletas. Miró de nuevo a Laurie. Se dijo que tenía buen aspecto pese a la horrible experiencia sufrida una semana atrás en manos de dos vengativos mafiosos de tres al cuarto. Su rostro mostraba el color normal, y sus ojos brillaban y estaban bien abiertos.
—Cree que puede pedir que le traigan una bicicleta estática medio reclinada y montarse sin más. ¿Puedes creerlo?
—Eso sería apresurar un poco las cosas —admitió Lou.
—Vamos, no te pongas tú también en contra de mí —protestó Jack con una sonrisa.
—No pienso meterme. —Lou levantó las manos—. Solo he hecho un comentario. Dejadme que os haga una pregunta: ¿No estáis un poco hartos de estar encerrados juntos aquí dentro? —Sabía que a Laurie casi habían tenido que ordenarle que pidiese la baja después del secuestro y la tortura.
Laurie y Jack se miraron irritados el uno al otro, y luego se echaron a reír al mismo tiempo.
—¡Ya está bien! —ordenó Lou—. ¿A qué viene tanta risa? ¿Os estáis burlando de mí?
Jack descartó la pregunta de Lou con un gesto.
—En absoluto. Creo que ambos acabamos de darnos cuenta de que tienes razón. ¿No es así Laurie?
—Me temo que sí. Creo que nos estamos enfadando el uno con el otro porque ninguno de los dos puede hacer lo que quiere. Ambos queremos salir.
Mucho más contentos de lo que estaban cinco minutos antes, Jack y Laurie agradecieron la visita del teniente, y Laurie se apresuró a prepararle un café. Ahora estaba sentada en el sofá junto a Jack, y Lou ocupaba una silla al otro lado de la mesa de centro.
—¿Qué tal os va, chicos? —preguntó Lou, con la taza de café apoyada sobre la rodilla.
Laurie miró a Jack y le hizo un gesto para que él hablara primero.
—Todo lo bien que se puede esperar. La cirugía fue un éxito, y, gracias a Laurie, no pillé nada que no hubiese pedido, me refiero a una fulminante infección de EARM. Estoy enfadado, para decirlo suavemente, porque no presté más atención a la amenaza. Pero te aconsejo que si un médico te dice que vas a tener pocas molestias posquirúrgicas, no le creas. Los cirujanos mienten como unos bellacos. Pero con esa salvedad, en términos generales, estoy bastante bien. Solo es duro cuando por la noche miro a través de la ventana y veo a los muchachos jugando. Me siento como un crío castigado.
—¿Qué tal tú, Laur? —preguntó Lou.
Laur era el nombre que los hijos del policía le dieron a Laurie cuando la conocieron quince años atrás.
Laurie lo interrogó con la mirada.
—Me siento mucho mejor de lo que la gente cree. Estoy segura de que es gracias al Rohypnol que me dieron. Me habían comentado que a menudo causa una fuerte amnesia, pero no tenía ni idea de lo completa que podía ser o que incluyera hechos anteriores. Solo tengo un vago recuerdo de haberme enfrentado a Osgood y de estar encerrada en un almacén. No tengo claro cómo salí. En cambio, recuerdo haber sido perseguida por… ¿cómo se llama?
—Adam Williamson —dijo Lou—. Una historia trágica, debo añadir. Al menos en algunos aspectos. Es un veterano de la guerra de Irak que pasó por un infierno y tuvo muchos problemas mentales.
—¿Se ha salvado? —preguntó Jack. Había advertido que Lou hablaba en presente.
—Así es. Se salvará. Lo que no sabemos es si está dispuesto a negociar un acuerdo con nosotros. Es obvio que lo tenemos pillado por intento de asesinato y conspiración. ¿Sabías, Laurie, que iba a dispararte a quemarropa?
—Eso me dijeron. ¿Hay algún testigo?
—Tenemos dos. La gran ironía es que Angelo es quien te salvó porque hirió a Adam antes de que pudiese disparar.
—Esa parte no la recuerdo —admitió Laurie—. Es más, no recuerdo nada hasta que desperté en el hospital.
—Eso es bueno —declaró Lou—. Cuando llegamos al centro de la bahía de Nueva York, te tenían metida en lo que ellos suelen llamar zapatos de cemento.
—Es lo que he oído. —Laurie se estremeció.
—Dime una cosa —intervino Jack—. En primer lugar, ¿cómo averiguaste que estaba allí, y segundo, cómo diablos los encontraste en la oscuridad en medio de la bahía?
—Esa es la mejor parte —respondió Soldano—, y de verdad no me importa atribuirme algún mérito. El muerto que recogimos la noche del lunes nos asustó a todos, y, como te comenté, me hizo creer que estaba empezando una guerra de bandas. Cuando me enteré de que en la calle se decía que Vinnie Dominick estaba detrás, fui a ver a la vieja organización de Paul Cerino para ponerlos sobre aviso, convencido de que el tipo podía estar relacionado con ellos. Resultó ser que no, pero los Vaccarro se preocuparon tanto que siguieron a los principales matones de Vinnie, Angelo y Franco, y descubrieron que Vinnie estaba utilizando un gran yate para sus delitos. La parte siguiente es la más astuta. Lo que hicieron fue buscar la manera de conseguir que la ciudad, me refiero a mí, los librase de la competencia que representaba Vinnie. Así que colocaron un localizador en el yate y luego esperaron a que surgiera una buena oportunidad. Louie Barbera, el sustituto de Paul Cerino, me llamó el jueves por la noche, en mi momento de mayor desesperación, y me ofreció la página, el nombre de usuario y la clave del GPS. Además me informó de lo que creían que iba a pasar para que no perdiésemos el tiempo, y no lo hicimos. Fue pura suerte que llegásemos a tiempo para salvarte. Por otro lado, la oportunidad no podría haber sido mejor desde el punto de vista de la ley. Pillamos a Vinnie Dominick y a todos sus lugartenientes de un solo golpe, y a un tipo llamado Michael Calabrese. Lo mejor es que los pillamos por intento de asesinato en primer grado, algo que no se puede considerar un delito menor. Más cosas: los policías recorrieron el barco y encontraron rastros de sangre que pertenecían a los dos muertos en la bahía: Paul Yang y Amy Lucas, ambos de New Jersey, y que trabajaban para Angels Healthcare.
—¿La Angels Healthcare que es propietaria de los hospitales Angels? —preguntó Laurie con voz tensa.
—Así es. Es una historia un tanto complicada. La investigación sigue abierta, y participan el FBI y la SEC. Es triste, pero es otro de esos casos donde hay por medio enormes cantidades de dinero; se trata del tipo de corrupción de la que tanto oímos hablar en estos días, aunque aquí no escatimaron los viejos delitos, como el asesinato, junto con la más reciente variedad de cuello blanco. Tal como creías, Laurie, el EARM estaba siendo propagado intencionadamente, y no solo con fines terroristas. Había un objetivo para esta locura: lo que intentaban hacer estas personas era sabotear la OPA y, en cierto sentido, el concepto de hospital especializado.
—¿Quiénes eran los responsables? —quiso saber Laurie.
—En última instancia, las personas que están detrás pertenecen a grupos de presión, la mayoría antiguos abogados y políticos que han entrado a formar parte de un lobby después de haberse retirado, o de no haber sido reelegidos. En esta particular organización de la que hablamos, encontraron a los clientes perfectos: la AHA y la FAH. Se les contrató para conseguir que la moratoria del Senado de construir hospitales especializados y registrarlos con los centros de servicios de Medicaid y Medicare se convirtiese en ley. Pero no hicieron eso. En algún momento decidieron ir más allá. Dispuestos a mantener a la AHA y a la FAH como clientes, asumieron la responsabilidad de asegurarse de que la primera OPA después de la moratoria no tuviera éxito. Por lo tanto, montaron la iniciativa EARM, como yo la llamo. Creyeron que se consideraría un fenómeno natural y que los inversores no acudirían a la vista del problema de liquidez causado por las infecciones posquirúrgicas.
—Entonces fueron ellos quienes buscaron a Walter Osgood. ¿El solo era un peón en este asunto?
—Eso me temo. Sabemos que no lo obligaron sino que lo hizo por propia voluntad. Tenía el conocimiento para hacerlo y unas necesidades muy específicas que lo motivaban. Como creo que sabes, era microbiólogo, y por tanto le fue muy fácil conseguir el EARM del CDC y la ameba del National Culture. Tenía un pequeño laboratorio privado donde preparó lo que resultó ser un muy buen agente de bioterrorismo, al menos es lo que nos dicen nuestros consultores. Hizo que el EARM invadiese la ameba, proliferase, y a continuación logró que la ameba se enquistase. Una vez hecho esto, que al parecer es relativamente sencillo, secó los quistes para obtener un agente infeccioso que se transmitiera por el aire. Quizá lo más astuto es que podía utilizar los quistes para enviarlos al quirófano en el momento en que los pacientes anestesiados y que llevan tubos endotraqueales están a punto de ser despertados. La precisión era fundamental, y no funcionó al cien por cien, pero a medida que Osgood conocía mejor las rutinas de los cirujanos y la duración de las operaciones, fue mejorando.
—Suena como si te hubieras aprendido muy bien todos estos términos y conceptos —comentó Laurie.
—En un caso como este, necesitaba estar preparado para colaborar con los fiscales. La vista ha sido esta mañana.
—¿Cuáles eran las necesidades de Walter Osgood que mencionaste?
—Tenía un hijo que padecía una forma muy severa de cáncer. El único tratamiento se consideraba experimental, y la compañía de seguros sanitarios de los empleados de Angels Healthcare se negaba a pagarlo. Walter lo pagaba de su bolsillo. La empresa farmacéutica le cobraba veinte mil dólares al mes. ¿Puedes creerlo?
—Desde luego has aprendido mucho en pocos días.
—Es un caso candente como puedes imaginar. Tengo la suerte de que el FBI se ha dedicado de pleno. Llevan la voz cantante, porque el grupo de presión es de Washington, como ya podías suponer.
—Así que de una manera muy real Angels Healthcare ha sido saboteada durante varios meses.
—Es una buena manera de describirlo. Pero no eran precisamente unos inocentes corderitos.
—Desde luego que no —asintió Laurie—. Incluso si no sabían que el EARM estaba siendo propagado intencionadamente, continuaron con las intervenciones, pese a que la gente moría.
—Son culpables de algo más que eso en estos días de la ley Sarbanes-Oxley. Esta parte del caso la llevan los investigadores de la SEC. Una vez que Angels Healthcare comenzó a tener problemas de liquidez, estaban obligados por ley a presentar la información, sobre todo si había de por medio una OPA en cierne. Eso es algo que no se castiga con un cachete y una regañina. En la actualidad, ese tipo de omisiones se penan con grandes multas y condenas de cárcel. El gobierno está dispuesto a dar ejemplo con estos criminales de cuello blanco, porque siempre es el pobre de la calle el que termina herido.
—Todos nos hemos enterado de algunos casos muy famosos en el último par de años.
—Eso es quedarse corto —manifestó el teniente—. Ten la seguridad casi absoluta de que todos los ejecutivos de Angels Healthcare pasarán un tiempo con esos famosos delincuentes. Han arrestado y acusado a la presidenta ejecutiva, al director financiero y al director de gestión. Dos han pagado unas fianzas muy altas, pero el tercero no.
—¿Qué pasa si no sabían que debían presentar el informe cuando disminuyó la liquidez?
—La falta de conocimiento de una ley no es excusa —señaló Lou—. En este caso, lo sabían. Excepto la presidenta, todos son empresarios experimentados, y la presidenta está licenciada en administración de empresas. Todos sabían lo que se debía hacer. Es más, la razón por la que Paul Yang y su secretaria Amy Lucas fueron asesinados, hasta donde nosotros sabemos, es que Paul quería presentar la documentación y los demás lo presionaron para que no lo hiciera. Eso es algo muy grave.
—¿Los ejecutivos de Angels Healthcare también han sido acusados de asesinato? —preguntó Laurie sorprendida.
—No. Sabemos a través de Freddie Caruso, que ha hecho un trato, que los asesinatos y que tú estuvieses a punto de morir fue por instigación de uno de los tipos que estaba a bordo, Michael Calabrese.
—Recuerdo que lo mencionaste. ¿Cuál era su papel?
—Había estado casado con la presidenta, Angela Dawson, y tienen una hija. Trabajó como agente de inversiones con Morgan Stanley pero lo dejó cuando se le presentó la oportunidad de invertir todo el dinero sucio de los negocios que controlaba Vinnie Dominick. En esencia era un profesional del blanqueo de dinero. Además, va a ser juzgado por asesinato.
—Dios, qué lío —opinó Laurie.
—En realidad, te debemos a ti haber descubierto el caso, o mejor dicho, los casos. De no haber sido por ti, todas estas personas seguirían con sus actividades.
—No creo merecer el mérito —dijo Laurie, que apretó el hombro de Jack—. Me temo que mis motivos se centraban en conseguir que Jack pospusiera la intervención, y por tanto el resto vino por añadidura.
El policía sonrió. No estaba de acuerdo, pero no iba a discutir.
—¿De qué han acusado a Walter Osgood? —preguntó Laurie.
—¿No te has enterado?
—¿Enterado de qué?
—Walter Osgood se suicidó ayer.
—¡Dios bendito! —exclamó Laurie.
—Su hijo, para el que intentaba reunir el dinero, murió el sábado. Osgood tenía muchas razones para estar deprimido.
—Ha sido una tragedia múltiple para todos los involucrados.
—Yo te diré qué es —intervino Jack, por primera vez desde el comienzo de la conversación—. Es el equivalente al dicho que se utiliza en política: el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. La diferencia es que en la medicina es el dinero y no el poder.
Chet McGovern apretó la nariz contra la ventanilla del autobús y miró a través del East River el aeropuerto La Guardia. Estaba lo bastante cerca como para ver las ventanillas de los aviones que esperaban para despegar. Estaba cerca, pero en otro sentido muy lejos, porque Chet McGovern viajaba en un autobús de la ciudad de Nueva York que circulaba por un largo puente de dos carriles, que no solo nunca había visto, sino que ni siquiera sabía que existía. Vivía en la ciudad desde hacía quince años y creía conocerla, pero ahí estaba, en un puente que medía casi lo mismo que el enorme George Washington; aquella era su primera visión, y rogaba para que fuese la última. El puente llevaba desde el barrio de Queens hasta Rikers Island, la mayor cárcel del mundo. Como metáfora de la encarcelación, Rikers Island estaba muy lejos de su vecino, el aeropuerto La Guardia, que en contraste era un icono de la libertad.
La mañana de Chet había comenzado muy temprano en el juzgado. Aunque tenía una considerable experiencia por haber sido testigo en muchos juicios relacionados con muchos tipos de muerte, su contacto con los tribunales había sido escaso, y aquella mañana había tenido que realizar un curso acelerado. Durante el fin de semana de Pascua, había sufrido leyendo las noticias en el Times referentes a Angels Healthcare y a su presidenta fundadora, Angela Dawson. Ella, su director financiero y su director de gestión habían sido arrestados por un sorprendente número de cargos, incluidas varias conspiraciones, fraudes, blanqueo de dinero, violaciones del Acta Patriótica, y de la ley Sarbanes-Oxley. Un cargo incluso más serio de cómplice en un asesinato despiadado había sido descartado casi de inmediato.
Al principio, Chet se había puesto furioso. Aquella mujer lo había impresionado y por ella había llegado a comportarse de una manera absolutamente frívola para estar con ella y llegar a conocerla, para no mencionar el dinero que se había gastado con ella, y ahora, después de todo aquel esfuerzo, se enteraba por el periódico de que era una delincuente. Para él, había sido un recordatorio más de que no se podía confiar en las mujeres, como ya le había ocurrido con su ex novia de la facultad, y que mantenerlas a distancia era una actitud de sana prudencia.
Sin embargo, a última hora del domingo de Pascua, la respuesta inicial de Chet se había suavizado lo bastante como para poner en duda los cargos, porque no encajaban con la imagen mental y emocional que se había hecho de Angela Dawson. También se recordó a sí mismo un principio básico de la justicia norteamericana: las personas son inocentes hasta que se demuestra que son culpables. En aquel momento, otro hecho comenzó a preocuparle: los tres habían tenido la posibilidad de pagar una fianza, pero solo dos lo habían hecho. Angela Dawson no lo había hecho porque decía que lo había invertido todo en salvar su empresa.
A partir de aquello todo había ido cuesta abajo en lo que se refería al bienestar de Chet. Había sido incapaz de quitarse dos imágenes de la mente. Una era la de Angela encadenada a una pared de piedra en una húmeda y lóbrega mazmorra con ratas y cucarachas corriendo por el suelo. La segunda era la de una niña de diez años que lloraba día y noche. El lunes, Chet había tomado una decisión, que sin duda era irracional y tenía que ver más con sus propias necesidades que con la caballerosidad. El martes por la mañana había comenzado el proceso llamando a una agencia de fianzas para pedir una cita.
Fue en aquel momento cuando Chet empezó su aprendizaje acelerado. Siempre había tenido una visión un tanto simple del pago de una fianza. Una persona llevaba el dinero, lo daba, y ya estaba. Pero, sobre todo en casos notorios, como era el de Angela, y máxime cuando la fianza era abultada, como ocurría entonces, había más cosas de por medio. De hecho, a Chet y al fiador les llevó toda la mañana arreglar una cita con la comisión del tribunal para dejar constancia de que los veinticinco mil dólares de Chet y su aval de otros doscientos mil provenían de fuentes legítimas y no de dinero de la droga o algo similar. Forzado a esperar a que la comisión acabara de comer, Chet no había recibido la comunicación de que la fianza había sido aceptada hasta la una y media. Por esta razón eran casi las tres cuando por fin se acercaba a Rikers Island.
Chet echó una ojeada al interior del autobús. La mayoría de los pasajeros eran mujeres y parecían residir por debajo de la línea de la pobreza. Estaba muy claro que los ricos eran tan capaces como los demás de cometer un delito, pero a la hora de pagar por ello la parte del león recaía sobre los pobres.
Después de lo que le pareció un viaje interminable, el autobús llegó a su destino y se detuvo delante del centro de visitantes de la cárcel. Al bajar, su primera impresión fue que el complejo carcelario estaba sucio y mal atendido. No era un lugar agradable.
Sin saber muy bien adónde ir, Chet siguió a los demás y entró en el viejo y destartalado edificio. El ambiente era represivo. Mientras los demás iban a sus respectivos destinos, Chet se detuvo. No sabía qué hacer. No se había dado cuenta de lo grande que era ese lugar. Al ver a una persona con aspecto de funcionario, fue hacia él para pedir consejo, pero no lo necesitó. Vio a Angela sentada entre una multitud que tenían más en común entre sí que con ella.
Angela miraba con expresión perdida hasta que vio a Chet. Su reacción inicial fue de desconcierto, como si lo hubiese reconocido pero no pudiera recordar quién era. Chet se acercó y la miró a los ojos, que de pronto reflejaron el reconocimiento. Se levantó desconcertada.
—Chet —dijo en un tono que era a la vez una pregunta y una afirmación.
—Qué coincidencia encontrarla aquí —dijo Chet espontáneamente. No había pensado en qué debía decir.
Angela se rio inquieta.
—No tenía ni idea de que era usted. De buenas a primeras me dijeron que habían depositado mi fianza y que vendrían a recogerme. Creí que podían ser mi director financiero o mi director de gestión, pero nunca pensé en usted.
—Espero no ser una desilusión.
—Faltaría más —dijo Angela. Le dio un abrazo que le inmovilizó los brazos. Tardó en soltarlo. Cuando lo hizo, Chet vio lágrimas en sus ojos—. Le doy las gracias, y también de parte de mi hija. No sé qué más decir.
—Las gracias ya me valen, y no se merecen. —Chet señaló con el pulgar por encima del hombro—. Quizá debamos intentar coger el autobús que me ha traído. De lo contrario, no sé cuánto tiempo tendríamos que esperar al siguiente.
—Pues entonces vamos —dijo Angela ansiosa. Quería alejarse todo lo posible de Rikers Isknd, y cuanto antes mejor. Recogió su maletín y juntos fueron hacia la salida. Ambos parecían muy conscientes de la presencia del otro. No se tocaron.
—¿Por qué lo ha hecho? —quiso saber Angela cuando salieron.
—Si quiere que le diga la verdad, no lo sé.
Angela se detuvo un momento y miró a su alrededor.
—Cuando estás encerrada te das cuenta de lo mucho que das por sentado la libertad. Esta ha sido la peor experiencia de mi vida.
—Creo que es mejor que nos demos prisa —dijo Chet.
El autobús todavía estaba en la parada, pero solo quedaban tres personas en la cola para subir.
Chet y Angela corrieron a tomarlo. El primer asiento vacío doble estaba casi al fondo.
—Creo que pagué su fianza porque no creí que hubiese hecho las cosas de las que la acusan.
—Lamento desengañarlo, pero sí que hice algunas, aunque no como dicen. He pasado un montón de horas muy tristes pensándolo. Lo más grave es que a sabiendas no presenté el ocho-K. Es un formulario obligatorio de la SEC. Pero ¿sabe una cosa? Nunca hubo un momento en que fuera inevitable presentarlo. Me refiero a que al principio no hubo ningún problema de liquidez, y que el brote de EARM se podía solucionar sin dificultades. Nunca sospechamos que había sido propagado intencionalmente.
—Hablé con un abogado amigo mío. Me ha comentado que en casos como este el juez tiene un gran poder discrecional.
—Eso espero —manifestó Angela—. Mi principal preocupación ahora mismo es la amenaza de perder mi licencia médica. Para mí, ese sería el peor castigo, porque finalmente he visto la luz. Como empresaria, no me gusta la persona en la que me había convertido. Es como si me hubiesen cegado. He llegado a comprender que el dinero es una meta seductora pero ilusoria, además de ser adictivo. El problema es que nunca estás satisfecho, y por mucho que ganara, no se puede comparar con cómo me sentía ayudando a los pacientes que acudían a mi consulta. Lo que estoy diciendo es que quiero volver a la medicina.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Chet sorprendido.
—Quiero volver a ejercer —repitió Angela—. Mi meta inmediata es resolver mis problemas legales, para poder hacerlo. Ha sido una lección muy dura, pero ahora sé que mezclar la medicina con los negocios es muy bueno para los negocios, porque manejas una gran cantidad de dinero, pero es un desastre para la medicina y los médicos que se dejan pillar.
—Interesante —manifestó Chet.
—¿Interesante? ¿Me está siguiendo la corriente? He pensado en esto sin cesar. Hablo muy en serio.
—No le estoy siguiendo la corriente —respondió Chet—. Todo lo contrario. Me doy cuenta de que me está diciendo por qué decidí pagar su fianza.