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3 de abril de 2007, 16.05 horas

No había sido un buen día para Ramona Torres, de treinta y siete años y madre de tres hijos que iban desde los cinco hasta los once años. Su marido la había despertado con las primeras luces del alba para llevarla al Angels Cosmetic Surgery and Eye Hospital para una intervención. Era tan temprano que había tenido que despertar a sus hijos para despedirse. Una vez en el hospital, la había dejado en la elegante puerta de entrada, donde el conserje se había encargado de su maleta. Ramona le había hecho un gesto de despedida mientras él emprendía el regreso a su casa, en el Bronx, para ocuparse del desayuno de los hijos antes de ir a la escuela. Ella habría preferido que se hubiese quedado para darle apoyo moral.

Ramona siempre había tenido cierto miedo a los hospitales, pero sus temores habían aumentado notablemente tras su última hospitalización, debida al difícil parto de su hijo menor. Una complicación en el posparto durante el cual casi perdió la vida requirió una intervención de urgencia. Si bien le explicaron con todo cuidado que la embolia venosa que había sufrido no había sido culpa de nadie y que se había hecho todo lo posible para evitarle esa complicación, Ramona aún culpaba al hospital. Incluso el marido de Ramona, que era abogado, había sido incapaz de hacerla cambiar de opinión, de forma que cuando Ramona entró en el hospital aquella mañana, su corazón latía más deprisa de lo habitual y el sudor que perlaba su frente no se debía al exceso de calor.

Mientras Ramona se quitaba las prendas y se ponía la bata de hospital en la zona quirúrgica de día, se notó tensa e intentó ocultar sus temblores a las enfermeras y a sus ayudantes. Si alguien le hubiese preguntado de qué tenía miedo, habría sido incapaz de responder, aunque sufrir otra embolia venosa ocuparía el primer lugar de la lista. También aparecería en ella la anestesia. La idea de que otra persona, no importaba lo bien preparada que estuviera, tuviese el control de su vida era inquietante. Ocurrían errores, y Ramona no quería ser otro error. Como secretaria de un médico, tenía un conocimiento más que suficiente de todo lo que podía salir mal.

Con esa disposición mental, Ramona casi descartó operarse mientras esperaba en la camilla en la zona de admisión. Pero entonces intervino la vanidad. Tras el nacimiento de su último hijo aumentó considerablemente de peso, pero no lo perdió de nuevo, como era lo normal; es más, empeoró hasta el punto de que la propia Ramona tuvo que admitir que era obesa. Si bien Ricardo, su marido, nunca había dicho nada al respecto, ella sabía que no le gustaba. Tampoco le gustaba a ella, sobre todo cuando su hijo mayor, Javier, le dijo que se avergonzaba de su madre. Dado que Ramona había sido totalmente incapaz de reducir la ingesta de calorías, contra su voluntad se decidió por una liposucción, a la que una amiga suya se había sometido con gran éxito. Con la ilusión de conseguir el mismo resultado, Ramona fue a la consulta del cirujano plástico de su amiga y fijó una fecha.

Después de tres horas y media de operación, Ramona se despertó vomitando, pero por muy desagradable que eso fuese, las cosas fueron a peor. Lo único bueno fue la rápida visita de Ricardo, que se tomó unos momentos para salir de su oficina y visitar a Ramona cuando la trasladaron de la unidad de postanestesia a su lujosa habitación. No pudo quedarse mucho tiempo, algo que Ramona no lamentó porque se había sentido muy incómoda. No fue capaz de encontrar una posición que no aumentara el dolor, y los calmantes, que podía administrarse ella misma, no parecían hacer ningún efecto.

Luego, media hora más tarde, sintió un terrible escalofrío, algo que nunca había experimentado antes. Comenzó en lo más profundo de su cuerpo y se extendió hasta la punta de los dedos. Alarmada ante este acontecimiento, llamó de inmediato a la enfermera, que se apresuró a taparla con una manta. También le tomó la temperatura y anotó una fiebre de treinta y nueve grados; una fiebre considerable.

—No es algo fuera de lo habitual —le dijo la enfermera—. Con una liposucción tan importante como la suya, es como si tuviese una gran herida, pese a que usted solo puede ver unas pequeñas incisiones en la piel.

Ramona se dio por satisfecha con aquella explicación, hasta el momento en que aparecieron síntomas más inquietantes. De pronto notó una vaga opresión en el pecho, la necesidad de toser y la sensación de que no podía respirar hondo. Si Ramona no hubiese sufrido una embolia venosa después de su último parto, quizá no se habría asustado tanto. Buscó el botón de llamada y lo pulsó varias veces.

—Señora Torres, sólo tiene que llamar una vez —le reprochó la enfermera cuando entró en la habitación y se acercó al lecho.

Ramona le explicó los síntomas y su miedo de tener una embolia pulmonar. La enfermera le tomó de nuevo la temperatura, que sólo había subido una décima, y también la presión, que era un poco más baja.

—¿Estoy teniendo una embolia? —quiso saber Ramona, inquieta.

—No lo creo —respondió la enfermera—. Pero voy a llamar al médico interno y también a su cirujano.

En aquel momento Ramona tosió, algo que había estado intentando evitar, porque cualquier movimiento aumentaba el dolor postoperatorio. Cuando tosió y expectoró en un pañuelo de papel, vio algo que la asustó todavía más. También alarmó a la enfermera. El moco no tenía sólo rastros de sangre, sino que era una masa sanguinolenta.