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3 de abril de 2007, 14.20 horas

Los ojos de Laurie estaban vidriosos mientras miraba sin ver a través de la ventanilla lateral del taxi que circulaba a toda velocidad en dirección norte por la Segunda Avenida. Estaba muy preocupada con su serie de EARM, que había comenzado como una posible manera de convencer a Jack para que pospusiera la operación de rodilla pero que se había transformado en algo totalmente distinto. Aún tenía la intención de utilizar el EARM con su marido, pero en aquel momento intuía que había algo mucho más importante, y esa posibilidad la entusiasmaba. Su concepción del trabajo de un médico forense era hablar en nombre de los muertos para ayudar a los vivos. De pronto, vio la serie como un medio para hacer eso. Si podía descubrir por qué aquellas muertes estaban ocurriendo en determinado lugar, quizá podría salvar a muchas posibles víctimas.

Pensar de ese modo también tenía un lado desalentador. ¿Por qué el OCME no había visto el problema antes? Laurie analizó la pregunta durante unos momentos antes de adivinar la razón: pocos motivos para la sospecha. Laurie supuso que ella tampoco se habría fijado en el caso de David Jeffries de no haber intervenido su motivación personal. Laurie sabía que un 10 por ciento de todos los pacientes que entraban en un hospital salían con una infección de ese tipo, y eso representaba unos dos millones de pacientes, de los cuales casi noventa mil morían al año solo en Estados Unidos. De todas esas infecciones, alrededor de un 35 por ciento correspondían a estafilococos, muchos de los cuales eran EARM. En resumen, el problema era demasiado común para causar excesivo revuelo, máxime con las bacterias en ascenso. Un súbito golpe sacó a Laurie de sus meditaciones. De no haber llevado puesto el cinturón de seguridad, su cabeza habría golpeado contra el techo.

—¡Lo siento! —se disculpó el taxista, que miró a Laurie por el espejo retrovisor para ver si estaba bien—. Los baches del invierno.

Laurie asintió. Agradecía la disculpa, por lo inesperada que era, aunque no el estilo de conducción.

—Tal vez tendría usted que aminorar la velocidad —propuso.

—El tiempo es dinero —respondió el conductor con turbante.

Consciente de la inutilidad de pretender cambiar la disposición mental del taxista, Laurie volvió a sus reflexiones. Iba camino del Angels Orthopedic Hospital, que estaba en la Quinta Avenida, en el Upper East Side, y casi al otro lado del Central Park, donde Jack y ella vivían. Durante las dos horas anteriores había estado muy ocupada y, a pesar de un leve temor por su vida en el taxi, agradeció la forzada pausa y el tiempo para organizar sus pensamientos que le ofrecía el trayecto. Por fin había podido encontrarse con Arnold Besserman y Kevin Southgate, y había obtenido los nombres de los seis casos, cuatro de las historias clínicas y los expedientes de los seis. Arnold incluso le había dado la monografía que había escrito sobre el EARM, que Laurie se había apresurado a leer.

Laurie sabía ahora más de la bacteria de lo que había sabido nunca, incluso antes de presentarse a los exámenes de patología forense, para los que estudió como solía hacer: aprendiendo todo tipo de detalles esotéricos, algunos sobre los organismos EARM y otros estafilococos. Como Ágnes había dicho, el estafilococo áureo era un patógeno extraordinariamente versátil.

Había pasado a Agnes Finn los números de los casos de Arnold y Kevin junto con los de George Fontworth. Quería que Agnes recuperase las muestras congeladas para cultivos e hiciera el subtipo de la misma manera que estaba haciendo con el caso de Laurie de la mañana y los casos de Riva. Consideraba que era importante ver hasta dónde eran parecidos.

Después, Laurie había hecho varias llamadas a los números que Cheryl le había conseguido. Primero, a Loraine Newman en el hospital ortopédico. La mujer se había mostrado muy bien dispuesta, como le habían comentado Arnold y Cheryl. Había aceptado tener una cita aquella misma tarde a las dos y media.

A continuación, Laurie había llamado a la doctora Silvia Salerno del CDC que estaba en contacto con la biblioteca nacional de cepas del EARM que había creado el CDC para identificar los patrones genéticos en el subtipo para ayudar en la prevención y estrategias de control. Además, formaba parte del equipo de la web del National Healthcare Safety Network del CDC y había sido la persona con quien había tratado Riva. Era ella quien había buscado los subtipos de las muestras de la doctora Mehta.

—Si no estoy equivocada, eran un EARM contraído comunitariamente, lo que nosotros llamamos CC-EARM —le había dicho Silvia cuando Laurie le preguntó si recordaba los casos—. Déjeme que lo busque. Vale, aquí está. CAEARM, USA400, MWdos, SCCmecIV, PVL. Lo recuerdo con toda claridad. Es un organismo de una virulencia espectacular, quizá uno de los más virulentos que hemos visto, sobre todo con la toxina PVL.

—¿Recuerda si la doctora Mehta mencionó si sus dos casos procedían de hospitales distintos?

—No. Supuse que eran de la misma institución.

—Eran de dos hospitales. ¿Eso le sorprende?

—Señalaría a dos individuos que se conocían el uno al otro o que conocían a una tercera persona.

—Entonces ¿cree que no eran infecciones hospitalarias?

—Técnicamente, para que una infección sea considerada hospitalaria, el paciente debe estar en el hospital durante más de cuarenta y ocho horas.

—Pero esa solo es una definición técnica. Los pacientes podrían haberla contraído en el hospital.

—Por supuesto. La definición es más por razones estadísticas que científicas, pero que aparezca tal infección en un plazo de veinticuatro horas, para mí indica que eran parte de la flora del propio paciente.

Laurie le describió sus series, en las que todas las víctimas habían muerto de septicemia en un plazo de veinticuatro horas, y aquellas cuyos subtipos estaban disponibles y habían muerto de EARM adquirido comunitariamente. Silvia dijo que respaldaba su opinión de que con toda probabilidad los pacientes llevaban consigo las bacterias. Silvia manifestó interés por los casos y le sorprendió no haberse enterado del posible brote. Ofreció ayudarla en todo lo posible, tomó nota del teléfono directo de Laurie y prometió llamarla después de preguntar si alguien en el CDC tenía noticias del brote. También le ofreció echar una segunda ojeada a las muestras de Riva para determinar si eran el mismo tipo de cepa exacta o parecida.

Por último, Laurie había llamado a la Joint Commission on Accreditation of Healthcare Organizations. Cheryl no había podido conseguirle el nombre de una persona específica a la cual llamar; después de que la pasaran varias veces de un despacho a otro, Laurie consiguió el nombre de alguien que supuestamente podía ayudarla, pero finalmente renunció, agotada por tantas trabas burocráticas.

Al llegar a su destino, el taxi se acercó a la acera y se detuvo. Laurie dio al taxista el importe del viaje y la propina. Mientras se apeaba, contempló el impresionante y moderno edificio de cristales verdes y columnas de granito verde. El nombre, Angels Orthopedic Hospital, aparecía en el dintel de mármol con forma de frontón sobre la puerta principal. Un portero de uniforme estaba de pie en la acera. Una rampa llevaba al acceso para las ambulancias, a una entrada de servicio y a un garaje de varios pisos en la parte de atrás.

El interior era todavía más impresionante. Era más parecido a un Ritz-Carlton que a un hospital, tal como se lo había descrito Jack aquella mañana. El suelo era de maderas nobles y mármol, y el puesto de información parecía una conserjería, con dos hombres sentados vestidos con traje y corbata. Pero lo que más llamó la atención de Laurie fue la ausencia de gente. No se veía el bullicio de un hospital normal. Aparte de los dos hombres de la cabina, sólo había dos personas en el gran vestíbulo sentadas en lados opuestos en elegantes sofás.

Laurie se acercó y recibió toda la atención de los dos caballeros. Preguntó por Loraine Newman, dijo su nombre y qué tenía una cita.

—Por supuesto, señora —dijo uno de los hombres. Cogió un teléfono, y después de una breve conversación indicó a Laurie unas puertas a la izquierda de los ascensores—. La señorita Newman la espera en administración.

Laurie siguió las indicaciones y abrió las puertas. La zona de administración era más utilitaria que el vestíbulo pero también suntuosa comparada con cualquier hospital que Laurie conocía. Era un amplio y largo salón con oficinas acristaladas a cada lado, cada una con mesas individuales. La mayoría de las mesas estaban ocupadas, pero no parecía que reinase mucha actividad. Sólo unas pocas secretarias escribían en sus ordenadores, mientras que la mayoría charlaba en voz baja.

Una de las secretarias vio a Laurie y le preguntó si podía ayudarla, pero antes de que esta respondiera, se abrió la puerta de cristal de una de las oficinas y una mujer vestida con una chaquetilla blanca encima de un suéter de color marrón y una falda se asomó y la llamó. Se presentó como Loraine Newman antes de hacerla pasar.

—¡Permítame su abrigo! —dijo Loraine. Tenía más o menos la misma altura y peso de Laurie y quizá la misma edad, pero su pelo no era rubio como el de Laurie—. Por favor, siéntese —añadió, al tiempo que colgaba el abrigo de Laurie en una percha y luego en un pequeño armario.

Laurie se sentó. Loraine fue al otro lado de la mesa e hizo lo mismo.

—Nunca he conocido a un médico forense —comentó Loraine con una sonrisa—. Me impresiona el trabajo que hacen.

—No salimos mucho —señaló Laurie—. La mayor parte de nuestro trabajo en las escenas lo realizan nuestros investigadores forenses. —Se encogió al pensar que Bingham sin duda no aprobaría lo que estaba haciendo.

—¿En qué puedo ayudarla? Supongo que su visita se debe a la infortunada muerte por EARM ocurrida ayer.

—Se debe a eso y a algo más —respondió Laurie—. Esta mañana hice la autopsia del señor Jeffries. La extensión de la infección era impresionante, por no hablar de lo rápido que lo consumió.

—No tiene usted idea de lo inquietos que estamos, y no solo por la trágica pérdida de la vida de un hombre sano, sino también porque ha ocurrido a pesar de todos nuestros esfuerzos para evitarlo.

—He sabido por uno de mis colegas los esfuerzos que han estado haciendo. Imagino que debe de ser desalentador, sobre todo a la vista de que al parecer han tenido once casos.

—Desalentador no es la palabra más adecuada. ¿Ha encontrado algo en la autopsia que pueda ayudarnos? Cuando llamó, esperaba que fuera así.

—Me temo que no —admitió Laurie.

—Entonces ¿por qué ha venido?

Laurie se removió en la silla. Aunque el tono de la pregunta distaba mucho de ser hostil, se sorprendió preguntándose qué la había impulsado a realizar la visita, y por un momento se sintió como una tonta.

—No pretendía molestarla —añadió Loraine al percibir la incomodidad de Laurie.

—No pasa nada. Después de realizar la autopsia esta mañana, descubrí casi por accidente que todos los demás casos ocurrieron durante los últimos tres meses y medio. Sentí que necesitaba hacer algo. Me temo que el OCME los ha dejado a ustedes y al resto de la ciudad abandonados, al no advertir la aparición del brote. Es parte de nuestro trabajo evitar que algo como esto se cuele.

—Aprecio su sentido de la responsabilidad, pero en este caso no creo que importe. Desde luego estamos al corriente, y créame, hemos hecho todo lo posible. Cuando digo todo me refiero a todo, incluido contratar a tiempo completo a una profesional de control de infecciones. Como presidenta del comité interdepartamental de control de infecciones, yo personalmente he seguido el problema desde el primer día. Hemos controlado a todo el personal, incluidos los médicos, enfermeras, personal de los laboratorios y de mantenimiento, todo. Nuestro comité se ha estado reuniendo cada semana desde el primer caso de EARM. Incluso cerramos durante un tiempo los quirófanos y aplazamos todas las intervenciones.

—Eso tengo entendido —dijo Laurie—. No tengo mucha formación en epidemiología, pero hay varias cosas en este brote que me preocupan.

—¿Cuáles son?

Laurie se tomó un momento para poner en orden sus pensamientos. Temía parecer ingenua, dado que en realidad solo tenía unos conocimientos básicos de epidemiología.

—Para empezar, ha continuado a pesar de todos sus esfuerzos para controlarlo; en segundo lugar, en muchos casos, como el de Jeffries, se trata de neumonías primarias, algo que creo que es único para los estafilococos; tercero, al parecer solo están ocurriendo en los hospitales de Angels Healthcare. ¿Sabe usted si en el resto de los hospitales se están registrando también casos?

—Por supuesto. He mantenido diversas reuniones y frecuentes contactos con mis colegas en el hospital cardiológico y en el oftalmológico y de cirugía estética. También recomendé a la presidenta ejecutiva de Angels Healthcare, la doctora Angela Dawson, que contratara a un profesional en control de infecciones para coordinar nuestros esfuerzos, a la vista de que el problema estaba ocurriendo en nuestros tres hospitales.

—¿Se refiere usted a la doctora Cynthia Sarpoulus?

—Así es. ¿Por qué lo pregunta?

—Recuerdo que uno de mis colegas forenses mencionó el nombre. Habló con ella hará cosa de un mes.

—Es una de las mayores expertas en ese campo, y es coautora de un texto sobre programas de control de infecciones en los hospitales. Cuando me enteré de que la habían contratado tuve la absoluta certeza de que acabaría con el problema.

—Pero no ha sido así.

—No ha sido así —asintió Loraine.

—Bueno, volvamos a mis preocupaciones de aficionada —dijo Laurie.

—Yo no me atrevería a decir que es usted una aficionada, doctora —manifestó Loraine con una sonrisa—. Por favor, continúe.

—Hará más o menos una hora hablé con una doctora del CDC. Ella había tenido la oportunidad de hacer el subtipo del estafilococo de dos de los casos que ocurrieron hace más de un mes en distintos hospitales. Usando una tipificación genética bastante compleja, encontró que era el mismo. Prometió confirmarlo con nuevas pruebas más específicas y llamarme. Para mi cerebro poco ducho en epidemiología, y al contrario de lo que ella cree, me parece que hablamos de un portador que visita ambos hospitales. ¿Hay alguien del personal de Angels Healthcare que visite con regularidad todos sus hospitales?

—¡Caray! —exclamó Loraine. Su forma de reír indicaba que estaba impresionada—. ¿Se está burlando de mí al decir que no tiene formación epidemiológica?

—Solo aquello que aprendí durante mi residencia de patología —señaló Laurie.

—Desde luego hemos considerado la posibilidad de un portador como fuente del problema. Es más, hemos llegado al extremo de analizar repetidamente a todo el personal: al médico, al de servicio, y en particular a aquellos que suelen visitar los tres hospitales. Uno de los sistemas que nuestra presidenta y fundadora concibió para reducir gastos fue tener centralizados los servicios como son la lavandería, el mantenimiento, los laboratorios, la enfermería y las cocinas. Cada servicio tiene un jefe de departamento cuyo despacho está en las oficinas centrales de Angels Healthcare pero que visita regularmente los tres hospitales. Estas personas han sido sometidas a análisis precisamente por la razón que usted ha indicado.

—¿Alguien ha dado positivo?

—Por supuesto. Alrededor de un veinte por ciento, que es lo que se espera en cualquier muestra de población. Un poco más en el personal médico. Todos aquellos que dieron positivo han sido tratados con mupirocina hasta que dieron negativo.

—¿Alguno de ellos dio positivo para el EARM adquirido comunitariamente?

—Oh, sí. Unos cuantos.

—¿Sabe si el subtipo era el mismo que mató a los pacientes?

—Nuestro subtipo fue realizado por un sistema Vitek y solo para la resistencia a los antibióticos, y sí, algunos eran el mismo.

—La resistencia a los antibióticos no es particularmente sensible a la hora de diferenciar subcepas.

—Soy consciente de ello, pero dado que tratamos a cualquiera que dio positivo para el estafilococo, creímos que no tenía importancia.

—Quizá sea así —admitió Laurie—. ¿Mandaron que algunos de los aislados fueran clasificados por el CDC?

—No, no lo hicimos.

—¿Por qué?

—Fue una decisión tomada por la oficina central. Supongo que debido a que estábamos tratando a todos los que daban positivo, como he dicho, la clasificación no tenía ninguna relevancia. Además, ya estábamos poniendo en marcha todos los procedimientos conocidos de control de infecciones.

—¿Informaron al CDC de que se enfrentaban a un brote de EARM?

—No, no lo hicimos.

—¿Qué me dice de la Joint Commission on Accreditation of Healthcare Organizations? ¿Se lo notificaron?

—No, no lo hicimos. Solo es necesario notificarlo a la JCAHO si nuestro índice de infección general supera el cuatro por ciento por encima de nuestro período de vigilancia designado.

—¿Y cuál es?

Laurie vio que Loraine titubeaba, como si le hubiera pedido que revelase un secreto de estado.

—No tiene que decírmelo si eso la incomoda —añadió Laurie—. Ni siquiera sé por qué lo pregunto.

—Pues yo no sé por qué titubeo. En cualquier caso, es en el intervalo de un año.

—Pero el promedio podría estar por encima del cuatro por ciento si considera los últimos tres meses.

—Es posible —asintió Loraine—. Pero no me he detenido a calcularlo.

—¿Qué me dice del New York City Board of Health? Supongo que a ellos sí los informaron.

—Por supuesto —dijo Loraine—. El epidemiólogo de la ciudad, el doctor Clint Abelard, nos visitó en varias ocasiones. Le impresionó todo lo que estábamos haciendo y no nos dio ninguna sugerencia, algo muy lógico, dado que lo habíamos intentado todo.

—Muy interesante —comentó Laurie. En aquel momento se sentía más tranquila, porque Loraine no se había burlado de ninguno de sus pensamientos. Al mismo tiempo, sentía cierto reparo a mencionar algunas de sus ideas más estrambóticas—. ¿Qué tal una visita? Su hospital es realmente muy elegante; no se parece a ningún otro que haya visto.

—Faltaría más —dijo Loraine sin vacilar—. Todos estamos muy orgullosos, máxime cuando todos somos propietarios.

—¿De verdad? ¿Cómo es eso?

—Nuestra presidenta, la doctora Dawson, entregó a todos los empleados una pequeña cantidad de acciones cuando firmamos. No es mucho, pero tiene cierto valor simbólico. En realidad, podría cambiar para mejor en un futuro cercano. La empresa hará una oferta pública de acciones dentro de unas semanas. Si todo va bien, nuestros pequeños paquetes de acciones podrían tener algún valor.

—En ese caso, rezaré para que la OPA sea un éxito.

—Gracias. El rumor es que funcionará muy bien.

—¿Podemos hacer la visita ahora?

—Desde luego. —Loraine se levantó y abrió la puerta que daba al sector ocupado por las secretarias. Laurie la siguió—. ¿Qué le gustaría ver? —preguntó cuando salieron de administración para ir al vestíbulo principal—. Es más elegante que otros hospitales, pero por lo demás es bastante parecido.

—Pero no tienen sala de urgencias.

—Así es, no hay sala de urgencias. Somos un hospital quirúrgico. No queremos que las camas las ocupen pacientes médicos.

—¿Qué hay de una unidad de cuidados intensivos?

—No tenemos una unidad de cuidados intensivos propiamente. Si es necesario ese tipo de atención, podemos aislar una parte de la PACU, o unidad postanestesia. Si la PACU está llena, enviamos a los pacientes al University Hospital. Con eso ahorramos muchísimo dinero.

—No me cabe duda —asintió Laurie, pero la idea de un hospital quirúrgico que careciese de una UCI en toda regla la preocupaba.

Hicieron una pausa en el vestíbulo principal, delante de los ascensores.

—Es curioso lo tranquilo que está todo esto —comentó Laurie—. Hay muy pocas personas.

—Eso es porque nuestro número de ingresos es muy bajo; ha ido bajando progresivamente desde que se inició el problema del EARM. Por supuesto, lo peor fue cuando estaban cerrados todos los quirófanos. Durante dicho período, todo el personal del hospital, incluida la presidenta, se dedicó a desinfectarlo.

—¿Pero ahora los quirófanos están abiertos?

—Sí, están abiertos, excepto el quirófano donde el señor Jeffries fue intervenido ayer.

—¿La suya fue la única intervención que se hizo ayer en el quirófano?

—No, no fue la única. Hubo otras dos después del señor Jeffries.

—Y están bien.

—Perfectamente —afirmó Loraine—. Sé lo que está pensando. A nosotros también nos tiene desconcertados.

—Dado que los ingresos son bajos, parte de los cirujanos deben de haber decidido hacer sus intervenciones en alguna otra parte, ¿no?

—Eso me temo.

—¿Qué me dice del doctor Wendell Anderson?

—Él es uno de los más valientes, o debería decir leal. Continúa operando aquí con toda normalidad.

Laurie asintió mientras fantaseaba con la idea de atar a Jack a la cama mientras dormía el miércoles por la noche. Más que nunca, no quería que él se operara.

—¿Qué es lo que le gustaría ver? —repitió Loraine.

—¿Qué le parece si empezamos por el sistema de calefacción, ventilación y aire acondicionado?

Loraine abrió unos ojos como platos.

—¿Bromea?

—En absoluto —dijo Laurie—. ¿El sistema de los quirófanos y la PACU está separado de la parte principal del hospital?

—Por supuesto —afirmó Loraine—. Esta es una instalación ultra moderna. El sistema de ventilación de los quirófanos está diseñado para cambiar el aire cada seis minutos. No hay ninguna necesidad de hacer lo mismo con todo el hospital. Incluso la zona de laboratorios tiene su propio sistema, aunque no con esa frecuencia de cambio.

—Me gustaría verlo —insistió Laurie—. En particular el sistema de los quirófanos.

—Bueno, no veo por qué no. —Loraine pulsó el botón del cuarto piso.

Le explicó que la segunda planta era para los servicios de los pacientes externos. En la tercera se hallaban los quirófanos y la PACU además del aprovisionamiento central, y la cuarta era para los laboratorios y el servicio de mantenimiento. Mantenimiento incluía el sistema de ventilación y el suministro de los diversos gases a los quirófanos y a las camillas. Todas las plantas por encima de la cuarta estaban ocupadas por las habitaciones de los pacientes. El último piso estaba destinado a una zona especial VIP, con unas habitaciones un poco más grandes y una decoración más lujosa. El servicio, insistió, era el mismo.

—¿Todos los hospitales de Angels Healthcare son similares? —preguntó Laurie.

—Son idénticos en lo esencial, como lo serán los seis hospitales que comenzarán a construirse dentro de poco: tres en Miami y otros tres en Los Ángeles.

—Increíble —manifestó Laurie. Estaba impresionada con el edifico pero lamentaba que aquel lujo apartara una enorme cantidad de dinero de los hospitales de servicios generales como el University o incluso el General, que tenían problemas para cuadrar los números. En Angels Healthcare, como en otros hospitales especializados, solo estaban interesados en los pacientes de pago con problemas agudos, y no en los no asegurados o los enfermos crónicos. No solo eso, las fortunas que ganaban los empresarios también las estaban arrebatando del sistema de salud pública y del cuidado de los pacientes.

—Aquí estamos —dijo Loraine cuando se abrió la puerta del ascensor—. Mantenimiento está a la izquierda.

En contraste con la elegancia de un hotel de cinco estrellas del vestíbulo, la cuarta planta era el epítome del diseño minimalista de alta tecnología. Todo era de un blanco resplandeciente, y el pasillo se veía impecable. Los tacones de las mujeres resonaban en el suelo, y el sonido hacía eco en las paredes desnudas. No había cuadros, ni tableros de anuncios, solo puertas blancas cerradas. El único color lo ponían los reglamentarios carteles de salida de emergencia con letras rojas a cada extremo del largo pasillo.

—Creo saber por qué le interesa ver nuestro sistema de ventilación —dijo Loraine mientras caminaban.

—¿De verdad? —preguntó Laurie. Ella misma no estaba del todo segura. Lo único que sabía de los sistemas de ventilación era lo que había aprendido cuando habían hecho reformas en el edificio donde vivía.

—Usted piensa en un recorrido aéreo de la infección, que es otra muestra, hasta donde puedo suponer, de que no es una epidemióloga aficionada como dice ser. Pero permítame asegurarle que también lo hemos considerado, y hemos hecho análisis del agua de las bandejas de condensación en busca de estafilococos áureos en múltiples ocasiones, y, después de la tragedia de ayer, incluso esta misma mañana.

—¿Alguna de las pruebas dio positivo?

—No, ninguna —afirmó Loraine—. El estafilococo no está considerado un patógeno aéreo, pero eso no nos impidió asegurarnos. Incluso aunque las pruebas dieron negativo, vaciamos todas las bandejas y las desinfectamos.

—Yo tampoco creo que el estafilococo se propagara por el aire —admitió Laurie—. Pero el hecho de que varios de los casos fueran neumonías primarias parece indicar que la transmisión de la infección tuvo que ser aérea.

—Eso no puedo discutirlo —reconoció Loraine—, al menos desde una perspectiva académica, pero sí desde el lado práctico. Soy la presidenta de un comité de control de infecciones interdepartamental, que, tal como el nombre indica, es interdepartamental. Tenemos personas de todos los departamentos, como son la enfermería, la cocina, el mantenimiento. Ahora nuestro representante del equipo médico es un cirujano, y cuando discutíamos la posibilidad de que el estafilococo se propagara por vía aérea y creíamos que el sistema de ventilación podía tener algo que ver, nos dejó claro un hecho importante: los pacientes que reciben anestesia endotraqueal o con una máscara laríngea, que es lo que hacen en todos nuestros hospitales en caso de anestesia general, nunca respiran el aire del quirófano. El aire que respiran siempre proviene de una fuente embotellada.

—¿Nunca respiran el aire ambiental? —preguntó Laurie. Era la única teoría que tenía sobre cómo las víctimas del EARM se infectaban.

—¡Nunca! —confirmó Loraine.

Se detuvo delante de una de las puertas cerradas. A la altura de los ojos había una placa blanca con letras negras en la que se leía: MANTENIMIENTO.

—Aquí hay un poco de ruido —advirtió Loraine.

Laurie asintió mientras Loraine abría la pesada puerta aislada. Una vez en el interior, Laurie observó el gran recinto de techos altos. Las paredes y el techo eran de cemento. Una red de tuberías, algunas aisladas y otras no, serpenteaban desde los tanques multicolores y colgaban del techo. Otros conductos mucho mayores hacían lo mismo después de entrar o salir de las bombas de aire que tenían el tamaño de coches pequeños; cada una estaba montada sobre amortiguadores de goma.

—¿Alguna cosa en particular que desee ver? —gritó Loraine.

—¿Cuáles son las bombas que suministran aire a los quirófanos? —gritó a su vez Laurie.

Loraine llevó a Laurie por un pasillo un tanto angosto entre los equipos inmaculados. A medio camino de la pared opuesta, Loraine se detuvo y dio una palmada en el lado de una de las bombas.

—Es esta. El refrigerante viene de los condensadores del techo, y el agua caliente la suministran las calderas del sótano.

—¿Cómo se accede a la bandeja de condensación?

—Esta es la puerta de acceso —gritó Loraine. Sujetó la manija y tiró fuerte para vencer la resistencia. Cuando se abrió la puerta, oyeron un silbido.

Laurie metió la cabeza en la abertura y una corriente de aire le agitó el pelo en todas direcciones. Tuvo que sujetarlo para que no le cayera sobre la cara.

—Allá abajo tiene la bandeja de condensación —le explicó Loraine, mientras señalaba por encima del hombro de Laurie la base de la máquina.

Laurie asintió. Le interesaba porque sabía que las bandejas de condensación del aire acondicionado eran una fuente bastante habitual de infecciones transmitidas por el aire, como la enfermedad del legionario. Volvió la cabeza hacia la boca del conducto de salida, donde vio un filtro de malla.

—¿Eso es un filtro? —preguntó Laurie.

—Hay dos —respondió Loraine. Dio un empujón a la puerta, que se cerró automáticamente. Avanzó unos pasos. Había dos ranuras verticales. Las señaló con los índices—. El primero es un filtro normal para partículas relativamente grandes. El segundo es un filtro HEPA para partículas del tamaño de un virus. Antes de que lo pregunte, le diré que hemos revisado los filtros en múltiples ocasiones en busca de estafilococos. Solo en dos de ellas obtuvimos un resultado positivo.

—¿Era el CC-EARM?

—Lo era, pero no tenía importancia.

—¿Por qué?

—Porque el filtro HEPA lo había detenido.

—¿Qué es esa puerta de acceso más allá del filtro HEPA?

—Es el acceso para limpiar el conducto de salida. Limpiamos todos los conductos una vez al año.

Al cabo de poco más de un metro ochenta, el conducto de salida se dividía como un calamar en múltiples conductos más pequeños; cada uno iba a un quirófano separado, a la PACU y a la sala de cirugía. Laurie lo supo porque cada uno estaba marcado con una placa de formica. Lo mismo que en el conducto principal, cada uno tenía una abertura para la limpieza.

—¿Cuándo se limpiaron los conductos por última vez?

—Cuando se cerraron los quirófanos.

Laurie asintió. Al mirar hacia el final del pasillo entre los equipos, vio otra puerta.

—¿Adónde lleva aquella puerta?

—A otra habitación, muy parecida a esta, pero donde están también los generadores eléctricos. Más allá hay otra puerta que da a un par de ascensores de servicio y a una escalera.

Laurie asintió de nuevo y volvió al otro lado de la bomba que abastecía a los quirófanos.

Al igual que en el lado de salida, había una puerta de limpieza para limpiar el conducto de retorno. Luego miró a Loraine y se encogió de hombros.

—No se me ocurren más preguntas. Es un sistema impresionante. Muchas gracias por las explicaciones sobre las bombas. Parece conocer muy bien todo el sistema.

—Parte de nuestra preparación en el control de infecciones hospitalarias incluyó aprender más cosas de las que deseábamos sobre la ventilación y la calefacción —gritó Loraine. Luego señaló en la dirección por donde habían venido.

En cuanto la pesada puerta aislada se cerró detrás de las mujeres, el silencio del hospital en apariencia vacío las envolvió como una manta invisible. Laurie intentó arreglarse el pelo, que en aquel momento le daba el aspecto de haber ido en un coche descapotable.

—Me gustaría ver alguna habitación de los pacientes —dijo Laurie—. Siempre que tenga usted tiempo. No quiero monopolizar su tarde.

—Con tan pocos pacientes como tenemos ahora mismo, desde luego dispongo de tiempo.

—¿Qué le parece si me muestra la habitación de David Jeffries?

—Creo que la están desinfectando a fondo. Podemos ir a verla, pero estoy segura de que encontraremos al personal de limpieza.

—Entonces me vale cualquier otra habitación.

Cinco minutos más tarde, Laurie estaba en una de las habitaciones normales. En línea con la decoración de hotel de cinco estrellas del vestíbulo, la habitación estaba decorada y amueblada en el mismo estilo. La cama y el resto del mobiliario no correspondían a lo habitual en los hospitales. El televisor era un modelo de pantalla plana que estaba conectado sin ningún coste adicional a un servicio de televisión por cable y con acceso a internet. Había incluso un sofá que podía transformarse en cama si algún miembro de la familia quería quedarse a pasar la noche. Pero lo que más impresionó a Laurie fue el baño.

—¡Oh! —exclamó mientras echaba una ojeada. Era de mármol, y había otro televisor de pantalla plana—. ¿Tienen problemas para hacer que los pacientes se marchen?

—Es mucho mejor que mi baño. Se lo aseguro.

Sin ninguna razón específica para visitar la habitación, Laurie fingió que inspeccionaba la posición de las bocas de ventilación. Había varias muy cerca del techo y otras más abajo, cerca del rodapié. La misma distribución se repetía en el baño.

—Supongo que esto es todo —dijo Laurie.

—¿Hay alguna otra parte del hospital que quiera ver?

—Bueno… —respondió Laurie con un titubeo.

Después de ver cómo su vaga pero única teoría de que las víctimas de EARM se infectaban en los quirófanos había sido desmontada por la presencia de filtros HEPA y porque los pacientes a quienes se les administraba anestesia general nunca respiraban el aire ambiental, estaba convencida de que su visita era un fracaso absoluto, si lo que pretendía era encontrar la solución al misterio del brote. Desde luego detestaba hacer perder más tiempo a Loraine, a pesar de que la mujer había sido muy amable, hasta el punto de que parecía haber disfrutado acompañándola en la visita. Laurie comprendía que se sintiera orgullosa de la institución.

—No me está impidiendo hacer mi trabajo —manifestó Loraine al adivinar el motivo del titubeo de Laurie.

—No me importaría ver los quirófanos, si es posible.

—Tendremos que cambiarnos de prendas.

—Es algo que hago cada día.

Mientras volvían hacia los ascensores, Laurie advirtió que las pinturas de las paredes eran oleos originales y no láminas. Mientras esperaban que llegara el ascensor, Laurie miró hacia el puesto de enfermeras. Detrás del mostrador había una hilera de monitores de pantalla plana último modelo, correspondientes a cada una de las habitaciones. Todos estaban apagados. Cuatro enfermeras y un ordenanza holgazaneaban en el puesto: tres estaban sentados en sillas, los otros dos sobre la mesa. De vez en cuando se escuchaba alguna carcajada.

—Se comportan como si no hubiera pacientes en esta planta —comentó Laurie.

—No los hay —respondió Loraine—. Por eso la he traído aquí.

—A la vista de lo caro que es mantener un hospital, me atrevería a decir que el director financiero debe de estar sudando tinta.

—Eso no lo sé. Por fortuna, no es mi responsabilidad, y no hablo a menudo con los jefazos.

—¿Alguien ha perdido su trabajo?

—No lo creo. Hay quienes han pedido un permiso de baja voluntaria, pero la administración cuenta con que los ingresos aumenten de inmediato. Todos nuestros quirófanos están en funcionamiento.

—Excepto el quirófano donde fue operado David Jeffries.

—No está abierto hoy porque lo están desinfectando, pero lo abrirán mañana.

Laurie se sintió tentada de preguntar si los pacientes del día siguiente que serían atendidos en aquel quirófano conocerían la fatal experiencia de David Jeffries, pero no lo hizo. Habría sido una pregunta provocativa, de la que Laurie ya conocía la respuesta. Con demasiada frecuencia, a los pacientes se les negaba información que tenían todo el derecho a saber si el concepto de consentimiento informado era de verdad sincero.

La decoración de la planta de quirófanos y los quirófanos en sí, salvo la sala de los médicos, tenían el aspecto que habría esperado encontrar en una instalación de la NASA: aséptico y funcional. También era como la planta superior: toda blanca, con el mismo suelo de composite de madera. Las paredes, sin embargo, eran de azulejos. En cambio, la sala de los médicos estaba pintada de un verde relajante, y también a diferencia del resto del hospital había mucha más actividad, porque se marchaba el turno de día y llegaba el de la noche.

El vestuario de mujeres estaba muy concurrido. Loraine dio a Laurie las prendas quirúrgicas y le señaló una de las taquillas. Mientras ambas mujeres se cambiaban, Laurie escuchó la breve conversación que Loraine mantuvo con una empleada que acababa el turno. Loraine le preguntó si habían tenido muchos casos aquella mañana.

—Muy pocos —respondió la mujer—. Me temo que todos estén un tanto aburridos de pasar tantas horas sin hacer nada. Solo tenemos en funcionamiento dos de los cinco quirófanos.

Cinco minutos más tarde, Laurie y Loraine entraron en las salas de operaciones; las puertas dobles se cerraron tras ellas y las aislaron de las conversaciones procedentes de la sala de espera de cirugía.

A la izquierda de Laurie había un tablero correspondiente a la programación de intervenciones que estaba en blanco, lo que indicaba que no había ninguna operación prevista. A la derecha estaba la mesa de la sala de quirófanos, con un mostrador a la altura del pecho, detrás del cual Laurie solo alcanzaba a ver la parte superior de dos cabezas cubiertas. Más allá de la mesa había una puerta que comunicaba con la PACU. El pasillo central se prolongaba alrededor de dos metros y medio hasta una pared lejana.

Loraine se acercó a la mesa, y las dos mujeres sentadas detrás la miraron.

—¡Doctora Sarpoulus! —dijo Loraine. Se sorprendió al ver a su superior de control de infecciones—. No sabía que estaba usted aquí.

—¿Hay alguna razón para que deba saberlo? —replicó Cynthia en tono cortante.

—No, supongo que no —respondió Loraine. Dirigió su atención a la otra mujer, en cuya placa: de identificación ponía: SRA. FRAN GONZÁLEZ; SUPERVISORA DE QUIRÓFANOS— Fran, tengo aquí a una visitante que quiere echar una mirada a nuestros quirófanos. —Loraine hizo un gesto a Laurie para que se acercara al mostrador, y la presentó como médico forense de la ciudad de Nueva York.

Antes de que Fran pudiese responder, Cynthia levantó de nuevo la cabeza. Había vuelto a la lectura del registro de los quirófanos, del cual se habían estado ocupando antes de que apareciesen Laurie y Loraine.

—¿Es usted médico forense? —le espetó en un tono aún más hostil que cuando había hablado con Loraine.

—Así es —confirmó Laurie.

—¿Qué demonios está haciendo aquí?

—Yo… —comenzó Laurie, pero titubeó.

Estaba sorprendida por el tono y la mirada desafiante de Cynthia. Laurie no pudo menos que recordar la descripción que había hecho Arnold de la mujer, al decir que no solo se había mostrado muy poco dispuesta a colaborar, además de estar a la defensiva, sino que en esencia le había dicho que se largara. Lo último que quería Laurie era tener un enfrentamiento, porque sabía que, hasta cierto punto, estaba sobrepasando sus límites al hacer aquella visita. Steve Mariott, el investigador forense del turno de noche, había visitado el hospital después de que se comunicara la muerte de Jeffries al OCME.

—¿Bien? —preguntó Cynthia impaciente.

—Esta mañana he hecho la autopsia de un paciente que fue intervenido ayer aquí en el Angels Orthopedic Hospital, y que murió a consecuencia de una infección de EARMl> excepcionalmente agresiva.

—Somos muy conscientes de ello, muchas gracias —replicó Cynthia tajante.

Laurie miró por un momento a Loraine, que parecía tan sorprendida como ella.

—Cuando pregunté a mis colegas, descubrí que habían tenido ustedes varios casos similares. Me pareció apropiado venir para saber si podía ayudar.

Cynthia se rio con una carcajada cínica.

—¿Cómo cree que podrá ayudar? ¿Tiene usted alguna formación en epidemiología, control de infecciones, o incluso de enfermedades infecciosas?

—Mi formación es en patología forense —respondió Laurie a la defensiva—. No he tenido un extenso contacto con la epidemiología, pero creo que, cuando se produce un brote de este tipo, una de las primeras cosas que hay que hacer es identificar con toda claridad el subtipo de los organismos.

—Soy especialista en medicina interna con una subespecialidad en enfermedades infecciosas y tengo también una licenciatura en epidemiología. En cuanto a su comentario respecto al subtipo, tiene usted razón, pero solo si dicha información es necesaria para decidir determinado método de control. En nuestra situación no fue necesario, dado que nuestra presidenta ejecutiva insistió en que utilizásemos una estrategia de control global. Nuestro interés no era ahorrar dinero al ceñirnos a un enfoque limitado. Hablé con uno de sus colegas hace unas semanas después de que hiciese la autopsia de uno de nuestros casos de EARMl>. Le aseguré que éramos muy conscientes del problema y que empleábamos todos nuestros medios para resolverlo; también les di las gracias por la llamada.

—Todo eso está muy bien —manifestó Laurie, cada vez más enfadada—. Después de tener el dudoso honor de hacer la autopsia del desafortunado individuo esta mañana, puedo decir con cierta convicción que no ha tenido demasiado éxito en sus esfuerzos de control.

—Puede ser, pero desde luego no necesitamos ninguna interferencia. Su trabajo es decirnos la causa de la muerte y cualquier otra incidencia patológica que no sepamos. El hecho es que conocemos muy bien la causa y el mecanismo de la muerte, y que estamos haciendo todo lo humanamente posible para controlar este desafortunado brote. ¿Qué es lo que pretende conseguir con una visita a los quirófanos? ¿Qué es lo que quiere ver?

—Para serle sincera, no lo sé —admitió Laurie—. Pero le aseguro que en miles de ocasiones una visita al lugar ha ayudado o ha sido crucial en una investigación forense. El fallecimiento del señor Jeffries es ahora oficialmente un caso forense, y estoy obligada a investigarlo a fondo. Eso significa ver el escenario de la intervención. Existe la posibilidad de que estuviera expuesto a la bacteria que le ocasionó la muerte en el quirófano donde fue intervenido.

—Ya lo veremos —dijo Cynthia, y se levantó—. Necesitaré que hable usted con alguien con mucha más autoridad que yo. Insisto en que aguarde fuera de la sala de espera de cirugía. Volveré en un instante.

Sin decir palabra y sin siquiera mirar por encima del hombro, Cynthia caminó a paso rápido hasta la puerta y salió.

Laurie y Loraine intercambiaron otra mirada de sorpresa y desconcierto.

—Lo siento —dijo Loraine—. No sé qué le ha dado.

—Desde luego, no es culpa suya.

—Está sometida a mucha presión —intervino Fran, la supervisora de quirófanos—. Se ha ocupado a fondo del problema desde el primer momento, pero solo ha ido a peor. Se lo está tomando como algo personal, así que no haga usted lo mismo, doctora Montgomery. En más de una ocasión incluso me ha echado a mí la caballería encima.

—¿A quién ha ido a buscar? —preguntó Loraine—. ¿Al señor Straus, el director del hospital?

—No tengo ni idea —respondió Fran.

—Volvamos al vestíbulo —propuso Loraine a Laurie.

—Creo que sería una buena idea —asintió Laurie. Se notaba nerviosa debido a la descarga de adrenalina provocada por la inesperada confrontación y sus posibles consecuencias.

Mientras caminaban, Loraine añadió:

—La doctora Sarpoulus siempre ha tenido muy mal genio, como ha dicho Fran. ¿Está segura de querer quedarse? Se ha mostrado muy descortés.

—Me quedaré —respondió Laurie con ciertas dudas.

Lo que la motivaba era la esperanza de ser capaz de solucionar las cosas con alguien más racional que Cynthia Sarpoulus. Marcharse con mal pie desde luego no sería una gran ayuda si tenía que formular más preguntas, e incluso cabía la posibilidad de que presentasen una queja por su visita. Laurie quería por todos los medios evitar semejante posibilidad.

De nuevo en el vestíbulo, Laurie aceptó un café y unas galletas que le ofreció Loraine. Con tanta actividad, se había saltado la comida y estaba hambrienta.

—¿Así que fue decisión de la presidenta ejecutiva no identificar más a fondo las cepas de estafilococo presentes en el brote?

—Eso parece. Creía que había sido una decisión de Cynthia, pero ahora veo que no fue así.

Laurie tenía más preguntas, pero la reaparición de Cynthia interrumpió sus pensamientos. Por su expresión, su humor no había mejorado. Apretaba sus labios bien definidos, y caminaba con obvia decisión. La seguían una pareja. La mujer era de mediana estatura, con una tez pálida y sin ninguna marca, facciones aristocráticas, y el pelo abundante y corto. Vestía un elegante traje chaqueta y caminaba con gran autoridad al tiempo que conseguía transmitir una imagen de feminidad clásica. El hombre era su antítesis, no solo por el género sino por su aspecto general y por cómo se movía. Vestía una arrugada americana con coderas, del tipo que Laurie siempre había relacionado con los académicos.

En lugar de decisión proyectaba una imagen de cansancio, con los ojos claros que se movían inquietos como si se encontrara en un entorno potencialmente hostil.

—Doctora Montgomery —dijo Cynthia en tono triunfal—. Permítame que le presente a la doctora Angela Dawson, presidenta ejecutiva de Angels Healthcare, y al doctor Walter Osgood, director del departamento de patología clínica. Creo que debería dirigir sus comentarios a ellos.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Angela. Por su tono, era obvio que la presencia de Laurie no era de su agrado.

—Me temo que no tengo ni idea —contestó Laurie mientras se levantaba. Dado que eran casi de la misma estatura, Angela y ella se miraban a los ojos.

Loraine se apresuró a levantarse.

—Si hay algún problema con la presencia de la doctora Montgomery, sin duda es culpa mía. La doctora Montgomery me llamó después de haber hecho la autopsia del señor David Jeffries. Me preguntó si podía realizar una visita al hospital como parte de su investigación. Respondí que sí. Solo pidió ver el sistema de aire acondicionado correspondiente a los quirófanos en los espacios de mantenimiento, una de las habitaciones de los pacientes y los quirófanos. No vi ningún problema en acceder. Supongo que debería haber consultado antes con el señor Straus.

—Dado que es el director del hospital, eso habría sido lo más prudente —señaló Angela—. Nos habría evitado a todos esta desagradable situación. —Luego se volvió hacia Laurie, y añadió—: Usted comprenderá que esto es una propiedad privada.

—Lo comprendo —admitió Laurie—. David Jeffries es un caso del jefe médico forense, y por ley tengo suficiente poder para incautarme de documentos y de todo lo necesario, y a visitar la escena con el fin de investigar a fondo la causa y las circunstancias.

—Sin duda hay alguna disposición legal para que usted realice su tarea, pero entrar aquí no es una de ellas. Alguien de su oficina ya nos visitó anoche y fue tratado con la debida hospitalidad. Estaré más que dispuesta a discutir esta cuestión con el jefe de la OCME, el doctor Harold Bingham, con quien he tenido el placer de hablar en varias ocasiones.

Laurie sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Pese a saber que en última instancia tenía el derecho legal de hacer la visita, lo que menos quería era que Bingham se viese arrastrado a aquella ridícula situación sin ningún motivo, sobre todo porque sabía por anteriores experiencias que probablemente se pondría de parte del hospital.

—Gracias por su interés —continuó Angela—. Estoy segura de que su motivación es la de ayudarnos, pero como puede imaginar, este problema ha tenido un terrible coste no solo en algunos de nuestros pacientes sino también para nuestra institución y, con toda franqueza, estamos muy sensibilizados con esta crisis. Cuando llame al doctor Bingham, le mencionaré que no nos oponemos a que usted o cualquier otra persona de la oficina forense visite nuestros quirófanos, pero que requeriremos una orden y que la persona designada sea sometida a las pruebas necesarias como posible portador del patógeno. Como parte de nuestro intento para solucionar este horrible problema, insistimos en que todos los que entren en los quirófanos estén desinfectados.

—No se me había ocurrido —dijo Laurie en tono de culpa. No se le había pasado por la cabeza que ella podía ser una portadora, sobre todo porque aquella misma mañana había hecho la autopsia de un individuo que estaba completamente infectado por la bacteria.

—Nosotros, por otro lado, somos muy conscientes del riesgo. Pero la cuestión es que no estamos intentando limitar su investigación. Al mismo tiempo, estamos seguros de que su visita a nuestros quirófanos no le aclarará nada. El epidemiólogo del New York City Board of Health, el doctor Clint Abelard, que es un funcionario público como usted, ha inspeccionado nuestros quirófanos en dos ocasiones y no ha encontrado nada. Por supuesto, no se le permitió entrar hasta habernos asegurado de que no era portador de EARMl>.

—Hasta hoy no sabía que habían llamado a un epidemiólogo —reconoció Laurie—. Es obvio que está mucho más cualificado que yo. Lamento haber causado cualquier malentendido. Espero no haberlos molestado demasiado.

—En absoluto. La doctora Sarpoulus, el doctor Osgood y yo nos encontrábamos en el hospital ortopédico participando en la reunión mensual del personal médico. No es como si hubiésemos tenido que venir desde la oficina central.

—Me alegra saberlo.

—Hay otro punto que quiero dejar claro. Ha puesto en duda nuestra decisión de no identificar el subtipo exacto de la cepa particular del problema con el EARMl> que nos ha dado tantos quebraderos de cabeza. Para poder darle una explicación, le he pedido al doctor Osgood que me acompañase. Sé que la doctora Sarpoulus ha aludido a esas razones, pero el doctor Osgood podrá explicárselo mejor, dado que es especialista en patología clínica y microbiología. Es importante que comprenda que hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para eliminar el problema. Cualquier otra cosa sería una irresponsabilidad.

Quince minutos más tarde, Angela y Cynthia iban en un taxi en dirección sur por la Quinta Avenida. Walter sé había quedado para reunirse con el supervisor del laboratorio del hospital ortopédico. Las dos mujeres permanecían en silencio; Angela miraba por la ventanilla lateral del taxi cómo los árboles de Central Park comenzaban a anunciar que la primavera estaba a la vuelta de la esquina.

Pero Angela pensaba menos en la naturaleza y más en sus problemas con Angels Healthcare, que parecían aumentar cada día que pasaba. La última cosa que esperaba a esas alturas era un problema con la oficina del forense. Le inquietaba la posible publicad, que había sido la gran preocupación desde el principio. Cuando se produjeron los primeros casos de EARMl>, se puso en contacto con Bingham para asegurarle que estaban atentos al problema hasta el punto de haber informado al Departamento de Salud Pública de la ciudad y contratado a un epidemiólogo para que fuera al hospital. Angela se volvió hacia Cynthia.

—¿Qué te ha parecido la forense? ¿Te dio la impresión de ser una persona independiente?

—Desde luego. ¿Por qué si no iba a querer a visitar nuestro hospital cuando no había ningún misterio respecto a la causa de la muerte? No me ha gustado verla allí mientras estamos intentando mantener tapado todo este asunto, Por eso fui a buscarte. Me pareció que era algo de lo que debías ocuparte.

—Me alegra que lo hicieras. La consideré una amenaza en cuanto la vi. No sé exactamente por qué, pero me pareció una persona muy empecinada, y, para complicarlo más, muy inteligente. ¿Viste cómo establecía contacto visual? La mayoría de las personas pilladas en las mismas circunstancias se habrían acobardado.

—Hizo lo mismo conmigo —señaló Cynthia—. La desafié desde el momento en que supe que se trataba de un médico forense.

—Me preocupa —admitió Angela—. Si consigue que este problema con el EARMl> se filtre a la prensa, desde luego llegará a los inversores institucionales. Si eso ocurre, lo más probable es que la OPA deba ser pospuesta; de lo contrario desde luego será un fracaso.

—Creo que ha estado magnífica tu respuesta.

—¿Eso crees? ¿De verdad?

—Claro que sí. En primer lugar has hecho una combinación exacta de condena y felicitación, amenaza y alabanza, para desequilibrarla. En segundo lugar, tu advertencia de llamar a su jefe claramente la afectó; no creo que vuelva a hacer más visitas, ya sean anunciadas o no. Por último le hiciste comprender que hay muchas personas trabajando para resolver el problema que tienen una formación epidemiológica mucho mejor que la suya. Estoy segura de que ahora mismo siente que ya ha cumplido con su responsabilidad.

—Espero que tengas razón —manifestó Angela, no del todo convencida.

—Por supuesto que sí. Estoy impresionada. Fuiste brillante. La manejaste como si fuese un títere.

Angela se encogió de hombros. No tenía la misma seguridad. Su intuición le decía lo contrario, y que la doctora Laurie Montgomery iba a ser un problema. Se preguntó si debía hablar con Michael de ello. Pero al cabo de unos minutos mirando al exterior, Angela sacó el móvil de su bolso Louis Vuitton y pulsó el botón de llamada rápida de su secretaria.

—¿Loren? Dame el número de teléfono del doctor Harold Bingham. —A Cynthia, le dijo—: Quiero tener la seguridad absoluta de que la doctora Laurie Montgomery no volverá a molestar.

El doctor Walter Osgood estaba nervioso. Durante todo el tiempo que estuvo hablando con su supervisor del laboratorio clínico del Angels Orthopedic Hospital, Simon Friedlander, no dejó de pensar en la visita por sorpresa de la forense. Le había explicado por qué había dispuesto no hacer las pruebas de EARMl> para determinar el subtipo específico. La mujer había asentido repetidamente: como si lo comprendiese, aunque él había tenido la sensación de que no estaba de acuerdo. Era algo sutil pero claro, y le preocupaba.

Cuando acabó la reunión con Simon, que fue tensa debido a la preocupación por la inesperada visita de la doctora Laurie Montgomery, Walter le preguntó si podía utilizar su despacho para hacer una llamada particular. Sentado a la mesa de su colega, vio una foto de familia. Uno de los hijos de Simon tenía la misma edad que el hijo único de Walter. Antes de hacer la llamada, Walter cogió la foto enmarcada para ver mejor la imagen del muchacho. Era un joven sano, con una mata de pelo rubio y una expresión ridícula pero feliz. Walter controló un súbito ataque de tristeza, ira y envidia. Dejó la foto, cerró los ojos, y respiró profundamente para controlar sus emociones respecto a las injusticias de la vida. En aquel momento su hijo distaba mucho de estar sano, porque le habían diagnosticado una rara y muy grave manifestación: de la enfermedad de Hodgkin que requería lo que su seguro médico consideraba un tratamiento «experimental». En ese momento el hijo de Walter ya no tenía pelo y había perdido la cuarta parte de su peso habitual.

Walter abrió los ojos, sacó la cartera y buscó un pequeño trozo de papel con un único número de teléfono con el código de Washington. Se suponía que era un número solo para emergencias, por lo que debatió consigo mismo si aquello merecía tal calificación. En realidad no tenía modo de saberlo. Adoptó una rápida decisión, cogió el teléfono y marcó.

Al otro lado, el teléfono sonó varias veces; Walter se preguntó qué diría si saltaba el contestador automático. Cuando ya creía que no responderían a la llamada, respondieron. Una voz profunda preguntó en tono suspicaz:

—¿Qué pasa? —No hubo ningún saludo.

—Soy Walter Osgood —comenzó Walter, pero de inmediato fue interrumpido.

—¿Utiliza usted una línea terrestre?

—Sí.

—Cuelgue y llame a este número —dijo la voz.

Le dictó un número y colgó.

Walter se apresuró a escribir el número en una esquina de una carta dirigida a Simon. Luego marcó el número. La misma voz respondió de inmediato.

—Se supone que no debe llamarme a menos que haya una emergencia. ¿Es ese el caso?

—¿Cómo puedo saber si es una emergencia? —replico Walter—. Hasta donde sé, si no lo es ahora, lo será.

—¿De qué se trata?

—Una forense llamada Laurie Montgomery se presentó en el Angels Orthopedic Hospital haciendo preguntas.

—¿Por qué es eso una emergencia?

—Ella hizo la autopsia de un paciente que ayer murió a causa del EARMl>. Quería ir a los quirófanos, y estuvo incluso en las salas de mantenimiento.

—¿Y qué?

—Es muy fácil para usted. Pero no me agrada. En cualquier momento podría salir en los periódicos.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Doctora Laurie Montgomery, de la OCME. ¿Qué piensa hacer?

—No lo sé. Pero le mantendré informado, y usted haga lo mismo.

Se cortó la comunicación. Walter observó el auricular como si pudiese responder a su pregunta. Luego colgó. Lo más extraño era que ni siquiera sabía cómo se llamaba el hombre.

Walter borró con mucho cuidado el número de teléfono que había escrito en el sobre, encima de la mesa de Simon, antes de salir del laboratorio.

El taxi de Laurie circulaba en dirección sur por la Segunda Avenida hacia su trabajo. Pero en lugar de preocuparse por su propia seguridad, más allá de haber comprobado que llevaba puesto el cinturón de seguridad, Laurie estaba obsesionada con la sorprendente visita al Angels Hospital. Nada había sido como esperaba.

El edificio era mucho más lujoso de lo que había imaginado. Los personajes que actuaban en la función iban desde encantadores hasta groseros, y la presidenta de Angels Healthcare, a la que nunca había esperado conocer, pertenecía con toda claridad a esa última categoría. Se preguntó si la mujer seguiría adelante con su apenas velada amenaza de llamar a Bingham. De acuerdo con la ley de la ciudad de Nueva York, un médico forense tenía todo el derecho, mientras investigaba un caso, de hacer lo que fuese menester para proteger al público, y visitar un quirófano donde se habían producido once muertes por infección en los últimos tres meses, desde luego entraba en dicha categoría.

La visita solo había aumentado su deseo de convencer a Jack para que desistiera de la intervención, al menos hasta haber resuelto el misterio del EARMl>. Si bien Angela Dawson había expresado ciertos remordimientos por el coste que el brote había supuesto para sus pacientes, también parecía muy preocupada por la institución en sí misma. Era como si ambas fuesen equivalentes, algo que sorprendía a Laurie. No podía creer que en aquellas circunstancias el hospital mantuviera los quirófanos abiertos, que la reducción de los beneficios fuera a la par con la pérdida de vidas. Le habían presentado a la presidenta ejecutiva como doctora, y Laurie había interpretado que era doctora en medicina, pero ahora creía que debía de estar doctorada en alguna otra carrera. Sencillamente, no le parecía posible que fuese otra cosa.

Intentó concentrarse en el brote, pero las contradicciones la confundían. Si bien sabía que era posible la propagación aérea del estafilococo, no era demasiado común, sobre todo porque el estafilococo no podía ser dispersado como el ántrax u otras infecciones bacterianas. El estafilococo permanecía viable durante un período muy corto fuera de un entorno cálido, húmedo y rico en nutrientes, y cuando unas pocas moléculas extraviadas caían en la nariz o en la boca de alguien, se comportaban de forma admirable y casi nunca causaban problemas. Sin embargo, en sus series de neumonías primarias, tenía que haber sido propagado por el aire, y eso significaba una gran dosis. Pero también significaba que los pacientes debían de haber estado expuestos en el quirófano a una cantidad relativamente grande del patógeno. El problema era que el sistema de ventilación estaba equipado con filtros HEPA, que atrapaban a los virus aunque fueran un centenar de veces más pequeños que las bacterias, e incluso si unos pocos conseguían pasar, el aire en los quirófanos se cambiaba cada seis minutos. Además, los pacientes que recibían anestesia general nunca respiraban el aire ambiental. En resumen, se dijo Laurie, era imposible. Sus series no podían haber ocurrido, ya fuese de manera natural o intencionadamente.

—Hemos llegado a su destino, señora —dijo el taxista a través del tabique de plexiglás.

Laurie pagó el trayecto y, todavía abstraída por el problema del estafilococo, bajó del taxi y subió la escalinata de la OCME. Una vez dentro, se sorprendió al ver que Marlene aún estaba en su puesto.

—¿No se supone que acabas de trabajar a las tres? —preguntó Laurie.

—Mi relevo llamó para decir que llegaría unos minutos tarde —respondió Marlene con su suave acento sureño.

Laurie asintió y fue hacia la puerta de la sala de identificación.

—Perdón, doctora Montgomery. Se supone que debo avisarla de que el doctor Bingham quiere verla en su despacho cuanto antes.

Laurie notó que se ruborizaba. Dedujo que Angela Dawson ya había llamado para quejarse de su visita. Dada la aversión de Laurie a tener confrontaciones con sus superiores, no le hizo ninguna gracia que la llamasen para hacerle reproches, si es que eso era lo que iba a suceder. No es que se sintiera culpable, pero temía perder el control de sus emociones. Esa respuesta automática apareció cuando era una preadolescente, y nunca había desaparecido del todo. En aquel entonces tuvo un terrible enfrentamiento con su autocrático padre, quien la había acusado injustamente de la muerte de su hermano mayor por sobredosis. Desde aquel espantoso episodio, era como si su respuesta a cualquier enfrentamiento estuviese incorporada a su cerebro y fuera de su control. Mientras se acercaba a la secretaria de Bingham, la señora Sanford, sintió que se ponían en marcha ciertas conexiones neuronales que la preparaban para la caída.

—Puede pasar —le dijo la señora Sanford.

Laurie escrutó el rostro de la secretaria al pasar por delante de su mesa con la ilusión de tener una pista de lo que le esperaba, pero la señora Sanford pareció evitar el contacto visual.

—¡Cierre la puerta, doctora Montgomery! —gritó Bingham desde detrás de su enorme y abarrotada mesa. Laurie lo hizo. Que el jefe fuera tan formal le hacía esperar lo peor—. ¡Siéntese! —añadió en el mismo tono de mando.

Laurie se sentó. Sabía que tenía arrebolado el rostro, pero no tenía idea de si era muy obvio. Esperaba que no. Lo que le preocupaba más de sus emociones reflejas era que las personas pudiesen interpretarlo como una señal de debilidad. Laurie sabía que no era una persona débil. Le había llevado un tiempo estar segura de ello, pero ahora que lo estaba, le molestaba no poder controlar un comportamiento que indicaba lo contrario.

—Estoy decepcionado con usted, Laurie —manifestó Bingham en tono un poco más amable.

—Lamento oír eso —dijo Laurie. Aunque había un leve temblor en su voz, se sintió animada. Había conseguido contener las lágrimas.

—Ha sido usted una persona tan fiable siempre… ¿Qué ha sucedido?

—No estoy segura de entender muy bien su pregunta.

—Acabo de hablar por teléfono con una tal doctora Angela Dawson. Estaba furiosa porque usted se había presentado sin anunciar en uno de sus hospitales privados, y había exigido entrar en zonas no autorizadas. Incluso amenazó con llamar al despacho del alcalde.

Después de haber superado momentáneamente sus emociones, Laurie se permitió mostrar una irritación más controlada. Según ella, Bingham tendría que estar felicitándola por su decisión y dándole apoyo en lugar de tomar partido por una empresaria que desde luego estaba más preocupada por su negocio que por sus pacientes.

—¿Y bien? —preguntó Bingham impaciente.

Con la idea de que era tan importante controlar el enfado como había controlado las lágrimas, Laurie explicó en tono pausado por qué había ido al hospital y que se había enterado de que las muertes de EARMl> estaban ocurriendo únicamente en los hospitales Angels Healthcare pese a sus esfuerzos por controlar la infección. Explicó que no se había presentado sin anunciar sino que había sido invitada por la presidenta del comité de control de infecciones, que se había mostrado amable y muy dispuesta a acompañar a Laurie en su visita.

Bingham tosió contra el puño. Observó a Laurie con sus ojos legañosos. Laurie se dijo que parecía un tanto más tranquilo tras escuchar la otra parte de la historia.

—¿Cuántas veces le hemos dicho el doctor Washington y yo que la política de la OCME es que los investigadores forenses hagan el trabajo sobre el terreno y usted, como médico forense, se quede aquí y se encargue de las autopsias?

—Varias veces —admitió Laurie.

—¡Vaya! —exclamó Bingham—. Sin exagerar, han sido por lo menos media docena. Tenemos investigadores forenses perfectamente preparados. ¡Usted debe utilizarlos! Que ellos recorran los hospitales de la ciudad y las escenas del crimen. La necesitamos aquí. Si no tiene bastante trabajo, ya me encargaré de solucionarlo.

—Ya tengo más que suficiente —replicó Laurie, mientras pensaba en todos los casos que tenía pendientes a la espera de alguna información adicional.

—Entonces vuelva a su trabajo y ocúpese de cerrar los casos —dijo Bingham en un tono que no admitía discusión—. Manténgase alejada de los hospitales de Angels Healthcare. —Zanjado el asunto, metió la mano en bandeja y cogió un puñado de cartas que esperaban su firma.

Laurie se quedó en su silla. Bingham ya no le prestaba atención mientras comenzaba a leer la primera carta.

—Señor, ¿puedo hacerle unas preguntas?

Bingham la miró. Su rostro reflejó sorpresa al ver que Laurie seguía sentada frente a él.

—¡Hable rápido!

—No puedo evitar sorprenderme al ver que no parece interesado por el número de casos de EARMl> que le mencioné y el hecho de que no se ha determinado el cómo ni el por qué. Con toda sinceridad, estoy desconcertada e inquieta.

—Es obvio que se trató de complicaciones terapéuticas —manifestó Bingham—. No tengo ni idea del cómo, pero sé que hay varios epidemiólogos que están trabajando en el caso. En cuanto al número… bueno, sabía que eran algunos, pero no sabía que habían llegado a la veintena.

—¿Cómo se enteró de ellos?

—De dos fuentes; la primera, la doctora Dawson, hace varios meses atrás. Quería comunicarme que había llamado al Departamento de Salud Pública y al epidemiólogo de la ciudad para informarles de la situación. Luego por un cirujano amigo mío. Es uno de los inversores en la empresa, además de trabajar en el Angels Orthopedic. Realizó allí la mayoría de las operaciones de sus pacientes ricos antes de que comenzara el problema del EARMl>. Me ha estado manteniendo al corriente de la situación porque hará cosa de un año nos convenció para que Calvin y yo comprásemos acciones de la empresa.

—¿Qué? —exclamó Laurie—. ¿Es usted un inversor de Angels Healthcare?

—Desde luego no soy un gran inversor —señaló Bingham—. Cuando mi amigo Jason me lo recomendó porque se había enterado de que saldría a bolsa, le dije a mi agente que lo averiguara. Consideró que parecía una buena inversión. Es más, él compró un paquete mayor que el mío.

Laurie se quedó boquiabierta. Miró a Bingham atónita.

—¿Qué le ha dado? —preguntó Bingham—. ¿Por qué está tan sorprendida? Los hospitales especializados están atendiendo una necesidad.

—Estoy sorprendida —admitió Laurie—. ¿Conoce a la doctora Angela Dawson?

—No se puede decir que la conozca. He hablado con ella, como le he dicho, e incluso me la presentaron en una reunión en el ayuntamiento. Es muy impresionante. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Es doctora en medicina o en filosofía?

—Es doctora. Está especializada en medicina interna.

Laurie estaba todavía más sorprendida.

—Tiene usted una expresión extraña, Laurie. ¿En qué está pensando?

—Estoy pensando que es un poco extraño que usted me ordene que me mantenga apartada de los hospitales de Angels Healthcare cuando es un inversor y hay un problema en ellos.

La red de capilares de la nariz de Bingham se dilató.

—Me molesta esa insinuación —gritó.

—No pretendo parecer insubordinada —se apresuró a añadir Laurie—. En realidad estoy pensando en su interés. Quizá lo mejor sería que se recuse.

—Más le vale tener cuidado, jovencita —replicó Bingham en tono paternalista, mientras apuntaba a Laurie con uno de sus gruesos dedos—. Vamos a dejar las cosas claras. De ningún modo estoy impidiendo sus investigaciones en este caso, y menos para defender mis inversiones. Solo le estoy diciendo que no vaya usted misma a los hospitales, porque puede irritar a personas con contactos políticos y ponerme en una situación difícil. Le pido que utilice a los investigadores forenses para hacer el trabajo de campo, como le he repetido desde hace años. ¿Ha quedado claro?

—Muy claro —dijo Laurie—. Pero quiero hacerle saber que mi intuición me dice que está ocurriendo algo muy extraño.

—Quizá —admitió Bingham a regañadientes. Era obvio que ahora estaba más enfadado que cuando había llegado Laurie—. Ahora salga de aquí y vuelva a su trabajo para que yo pueda seguir con el mío.

Laurie hizo lo que le ordenaba, pero antes de que pudiera abrir la puerta, Bingham añadió:

—Si no recuerdo mal, sus intuiciones siempre han resultado ser acertadas, así que manténgame informado, y, por amor de Dios, manténgase alejada de la prensa.

—Lo haré —prometió Laurie. Algunas veces en el pasado, había filtrado sin darse cuenta información confidencial a los medios.

Mientras subía en el ascensor al quinto piso, Laurie no podía decidir si estaba complacida consigo misma por haber controlado las lágrimas, o enfadada por provocar a Bingham. Se inclinaba por esto último. No habría servido de nada acusarlo de conducta impropia; ni siquiera ella misma lo creía. Su respuesta había surgido de la sorpresa al ver que su propio jefe daba apoyo a una organización cuya ética era cuando menos cuestionable. Con las partes emocional y racional de su cerebro hechas un torbellino, Laurie pasó por delante de su despacho para ir al de Jack. Necesitaba consuelo después de haber sido maltratada por Bingham y por la poderosa y políticamente bien relacionada Angela Dawson. Pero la silla de Jack estaba vacía.

—¿Dónde está Jack? —preguntó Laurie a Chet, que tenía los ojos pegados al ocular de su microscopio.

No la había oído entrar.

—Ha salido a una de sus visitas de campo —respondió Chet, que apartó la mirada de su trabajo.

—¿Eso qué significa?

—Ya conoces a Jack. ¡Cuanto más controversia, mejor! Se ha encargado de una autopsia en la que tres personas que están involucradas se están peleando entre sí por las circunstancias de la muerte. Se trata del caso de un obrero de la construcción que cayó desde el décimo piso de una obra.

—Conozco el caso —dijo Laurie—. ¿Qué es lo que pretende? —Teniendo en cuenta lo irritado que Bingham estaba con Laurie, esperaba que Jack fuese discreto, una virtud que a menudo se saltaba.

—¿Cómo puedo saberlo? Dijo algo de reproducir la escena, pero como no pretenda saltar él mismo desde el edificio, no tengo ni idea de qué quiso decir.

—Cuando vuelva, dile que lo estaba buscando.

—Lo haré —prometió Chet.

Laurie ya estaba a punto de marcharse cuando recordó que quería preguntarle a Chet por su caso de EARMl>.

—Correcto. Jack mencionó que estabas interesada, así que lo busqué. —Se apartó de la mesa; las ruedas de la silla chirriaron de tal manera que a Laurie le dieron dentera. Cogió un expediente de lo alto del archivador y se lo entregó—. Su nombre era Julia Francova.

—Fantástico —exclamó Laurie—. Me alegra que lo tuvieras. —Sacó el contenido para asegurarse de que se trataba de otro caso de Angels Healthcare.

—¿Por qué tanto interés?

—Tuve un caso similar esta mañana —explicó Laurie—. Se han producido varios a lo largo de los últimos tres meses: veinticuatro para ser exactos. No han aparecido en la pantalla de radar de nadie, porque los casos estaban muy distribuidos entre el personal, incluidos los casos en Queens y en Brooklyn.

—No sabía nada de los otros —admitió Chet.

—Ni nadie más. Estoy investigando, y estoy desconcertada. Hay algo extraño en estos casos, y voy a descubrirlo aunque me vaya la vida en ello. Ya he conseguido provocar a nuestro temerario jefe.

—Avísame si puedo ayudar. La razón de que aún tenga este caso es porque he estado esperando una información del CDC antes de darlo por cerrado.

—No me digas que enviaste una muestra para que determinaran el subtipo —dijo Laurie mientras intentaba mantener controlado su entusiasmo.

—Lo hice. Envié una muestra al doctor Ralph Percy. Conseguí hablar con él a través de la centralita del CDC.

—Eso es realmente extraordinario. Llamaré al doctor Percy por ti, y apuntaré los resultados en el expediente. Te ahorrará un paso.

Ansiosa por añadir un nombre más a su matriz, Laurie intentó de nuevo marcharse. Esta vez, fue Chet quien la detuvo.

—Seguí el consejo que me diste esta mañana y he llamado a mi nueva amiga esta tarde.

—¿Qué ha pasado?

—Me descartó a la primera, y eso que fui directo, tal como tú me aconsejaste. Puse mi ego sobre la mesa, pero ella me rechazó. Incluso le había enviado unas flores para ablandarla, pero no hubo suerte.

—¿Fue descortés?

—No. En realidad estoy exagerando. Se mostró muy amable, aunque metí la pata con mi primera frase. Me había dicho la noche anterior que estaba intentando reunir doscientos mil dólares para la empresa en la que trabaja. Comencé la conversación diciéndole que había encontrado ese dinero en mi mesita de noche y que quería invertir.

—Una mala estrategia.

—Desde luego. Dijo que había tenido la sensación de que me burlaba de ella.

—Creo que yo me habría sentido igual —admitió Laurie—. ¿Cómo dejaste las cosas?

—Abiertas. Le di el número de mi móvil.

—No te llamará —afirmó Laurie con una risa irónica—. Es pedir demasiado. Harías que ella se sintiera como la agresora. Tienes que llamarla y pedirle disculpas por tu ridícula broma.

—¿Quieres decir que debo llamarla después de que me haya rechazado dos veces?

—Si quieres salir con ella, tendrás que llamarla. De haber querido que no la llamaras te lo habría dicho.

—¿Cuándo crees que debo hacerlo?

—Cuando quieras verla. Eso tendrás que decidirlo tú.

—¿Crees que debería llamarla hoy de nuevo? No quiero parecer pesado.

—No conozco exactamente cuál fue vuestra conversación —manifestó Laurie—. Pero has dicho que has dejado las cosas abiertas. Corres un leve riesgo de que se sienta molesta, pero yo creo que todo indica que se sentirá halagada. Llámala. Arriésgate —añadió Laurie mientras salía al pasillo—. Es obvio que tú quieres verla. ¿Qué puedes perder?

—El resto de mi autoestima.

—¡Vaya tontería! —dijo Laurie, y se fue a su despacho.

Chet entrelazó las manos detrás de la nuca y se echó hacia atrás para mirar al techo. Estaba indeciso, aunque confiaba en los consejos de Laurie. Era inteligente, intuitiva, y, por encima de todo, mujer. Con súbita decisión, se echó hacia delante, cogió el papel donde había apuntado el número de Angels Healthcare y efectuó la llamada. Quería hacerlo pronto, antes de perder el valor.

Como en la anterior ocasión, tuvo que pasar por la operadora para llegar a la secretaria de Angela. Luego, después de identificarse, lo dejaron en espera. Mientras esperaba, discutió consigo mismo si debía mostrarse divertido o serio, y decidió ser sencillamente directo. Cuando finalmente Angela se puso al teléfono, le dijo que había estado pensando en ella y que acababa de tener otra conversación con su colega, que de nuevo le había aconsejado llamarla.

En vista de que Angela no contestaba, Chet añadió:

—Espero no molestarla —añadió Chet—. Me han asegurado que no lo haría. Me comentó que existía un pequeño riesgo pero que lo más probable era que se sintiera halagada. Cuando le dije que le había dado mi número de móvil se rio y me dijo que usted no llamaría.

—Me parece que su colega es muy astuta.

—Cuento con ello —manifestó Chet—. En cualquier caso, llamo por dos razones: la primera es para disculparme por mi ridículo intento de parecer divertido.

—Gracias, pero no es necesario disculparse. En realidad, reaccioné de ese modo porque estoy un tanto desesperada. Acepto la disculpa. ¿Cuál es la segunda razón de la llamada?

—Deseo invitarla a cenar. Le prometo que será la última vez, pero tiene usted que comer, y quizá una interrupción en su rutina le dará una nueva perspectiva sobre dónde encontrar el capital que necesita.

—Desde luego, su insistencia es halagadora —dijo Angela con una risita—. Pero de verdad que estoy muy ocupada. Le agradezco la llamada, máxime cuando supongo que como médico debe de tener una sala de espera a rebosar.

—Podría ser —respondió Chet, que se refugió de nuevo en el humor defensivo—, pero están todos muertos.

—¿De verdad? —Angela supuso que se trataba de una respuesta humorística, pero no la captaba—. No lo entiendo.

—Soy médico forense —respondió Chet—. Se supone que es divertido. Estoy libre esta noche, a partir de ahora. Lo que quede por hacer, siempre podré acabarlo más tarde.

—¿Trabaja aquí en Manhattan?

—Sí. Llevo trabajando aquí doce años. Sé que no es tan atractivo como ser neurocirujano, pero para mí, intelectualmente, es un desafío mayor. Todos los días aprendemos algo y vemos cosas que nunca hemos visto antes. Los neurocirujanos hacen lo mismo cada día. La verdad es que hacer craneotomías un día sí y otro también me volvería loco. Supongo que la empresa para la que usted trabaja emplea a patólogos clínicos. —Chet calló, sin saber muy bien cómo respondería Angela a su trabajo. Por su experiencia, las mujeres se sentían o fascinadas o desinteresadas totalmente. No había término medio.

Por desgracia, Angela no respondió a su última frase, que era con toda intención una media pregunta. Por un momento hubo una pausa, que hacía que Chet se sintiera cada vez más incómodo. Le preocupaba haber cometido un error al mencionar su especialidad.

—¿Sigue ahí, Angela?

—Sí, aquí estoy. ¿Así que trabaja con el doctor Harold Bingham?

—Así es. ¿Lo conoce?

—De pasada. ¿También trabaja con la doctora Laurie Montgomery?

—Sí. Es más, acaba de salir de mi despacho. Es curioso que lo pregunte. También es mi consejera sentimental.

—Acabo de recordar una cosa —dijo Angela para cambiar de tema—. Unos minutos antes de que usted llamase, he recibido una llamada de mi hija. Llamaba desde la casa de su mejor amiga para decirme que la habían invitado a cenar y me pedía si podía quedarse. Le he contestado que sí.

—¿Eso significa que podría replantearse los planes de esta noche? —Chet intentó controlar sus ilusiones.

—Así es. Quizá tenga usted razón respecto a un cambio en mi rutina, y desde luego es cierto que necesito comer. Hoy solo he conseguido comer un sándwich a toda prisa.

—Entonces ¿cenará conmigo?

—¿Por qué no? —dijo Angela de modo que parecía más una afirmación que una pregunta.

Durante unos minutos, discutieron sobre la hora y el lugar. A propuesta de Angela, se decidieron por el San Pietro en la calle Cincuenta y cuatro entre Madison y la Quinta. Chet nunca lo había oído mencionar, pero Angela le dijo que era uno de los secretos mejor guardados de Nueva York. Ella se encargaría de reservar una mesa para las siete y cuarto. Chet aceptó de inmediato.