3 de abril de 2007, 1.05 horas
Michael Calabrese estaba de mal humor debido a una mezcla de miedo y ansiedad mientras detenía su todoterreno Mercedes negro junto a una fila de coches aparcados y luego daba marcha atrás para ponerse en un espacio vacío. Desde donde estaba aparcado, veía la entrada del restaurante Neapolitan en Corona Avenue en Corona, Queens. Corona era la ciudad más cercana a Rego Park, donde él había crecido en un barrio de mayoría italiana. Mucha gente creía que todos los italianos de Nueva York vivían en Little Italy en Manhattan, pero no era verdad. La mayoría se había trasladado; muchos a Long Island, entre ellos el abuelo de Michael, Ziggy, que había fundado una empresa de materiales para la construcción en Rego Park.
Michael miró la entrada del restaurante e intentó pensar en una estrategia. La fama del restaurante se remontaba a los años treinta, cuando era el lugar preferido de la familia Lucia. Había continuado con esa dudosa asociación durante años, aunque siempre en paulatino declive, hasta que el alcalde Rudolph Giuliani consiguió desalentar a muchos jefes mafiosos intermedios de pasar la noche en Manhattan, y a partir de aquel momento había disfrutado de un notable resurgimiento. Este había continuado cuando Vinnie Dominick montó en ese lugar su despacho, tras haber sido elegido el capo local de la familia Lucia. Como una señal de los nuevos tiempos, la competidora familia Vaccarro había escogido como sede un establecimiento mucho más nuevo dos manzanas más allá, el Vesubio. Ambas organizaciones habían considerado sensato tener abierta una vía de comunicación a la vista de que los asiáticos, los rusos y los hispanos estaban intentando invadir parte de su terreno. El único problema, por supuesto, era que Paulie Cerino, el jefe de la familia Vaccarro, todavía estaba en la cárcel, así que la comunicación no era tan fluida como se esperaba.
En un ataque de furia incontrolada, Michael golpeó repetidamente el volante al tiempo que gritaba «Mierda» una y otra vez. Tenía esas rabietas desde que era un crío; ya entonces lo habían metido en más de una pelea y había sido motivo para que su padre le diese alguna que otra paliza. Sin embargo, había un lado positivo: una vez gastada la energía, se calmaba, y podía enfrentarse al problema del momento. A medida que había ido madurando, había aprendido a controlar sus estallidos hasta que estaba solo, excepto cuando había estado casado con Angela.
Con la misma brusquedad con que había comenzado a golpear el volante, dejó de hacerlo. «Jodida hija de puta», maldijo pensando en Angela. Había sido su cruz desde el momento en que se habían casado. Hasta entonces había sido un encanto, pero a las pocas semanas de la gran ceremonia en la iglesia de Santa María, él ya no era lo bastante bueno tal como era. Ella quería que hiciese esto, y le exigía que hiciera aquello, y se enfadaba si salía, incluso para una cena de negocios. En resumen, quería que cambiara, y él no tenía intención de cambiar por una chica malcriada de clase media alta de Jersey que había tenido todo lo que quería con solo chasquear los dedos. En cuanto al arreglo del divorcio, no quería pensar en ello en su actual estado anímico. Cada vez que lo recordaba se ponía furioso. Solo para causarle daño, se había quedado con el apartamento triplex en el West Side y una cantidad ridícula como pensión para la niña.
Ahora, como en una última vuelta de tuerca, lo había engañado para meterlo en ese asunto de Angels Healthcare que podía poner en riesgo su vida. Por supuesto, no podía culparse a sí mismo.
Como plan de negocios, era fantástico. Tal como ella se lo había explicado, el gobierno, en su infinita sabiduría, había creado un sistema vía Medicare, adoptado por todas las empresas de asistencia sanitaria, que pagaba a los médicos mucho más dinero por hacer operaciones de lo que pagaban por otros cuidados. El truco consistía en reunir a un grupo de médicos inversores para financiar la construcción de hospitales privados, que solo hacían intervenciones y evitaban todas las demás actividades que no daban beneficios, como tener salas de urgencias y curar a personas sin seguro o tratar a enfermos crónicos. Esa actividad se aprovechaba de una laguna en la ley que, en términos generales, impedía a los doctores enviar a sus pacientes a las instalaciones de su propiedad, como eran los laboratorios y los centros de resonancia magnética, porque se creía que cuando los médicos tenían una participación en el hospital, solo eran pequeños engranajes en una rueda mucho mayor. Todo esto alentaba a los médicos a admitir a pacientes de pago, pues les pagaban por la intervención y luego volvían a cobrar del hospital según el pequeño porcentaje que les correspondía por ser propietarios. Para los verdaderos dueños, que tenían la mayoría de las acciones, aquella era una increíble máquina de hacer dinero. Por eso, Michael había invertido tanto de su propio dinero y tanto del capital de su cliente, y por eso había convencido a Morgan Stanley para que suscribiera la OPA.
Todo había ido de acuerdo con el plan hasta el punto de que Michael había reunido la mayor parte de su capital personal solo seis meses atrás y lo había invertido en Angels Healthcare para fortalecer su posición antes del comienzo de la OPA. Como todo analista financiero sabe, la diversificación es la clave en cualquier estrategia inversora; sin embargo, Michael estaba tan seguro de Angels Healthcare que se permitió violar esta regla fundamental, y lo estaba pagando con ansiedad. Su problema era que nunca había comprendido los detalles científicos o las posibles consecuencias económicas del problema infeccioso que se había iniciado tres meses y medio atrás en los hospitales Angels. Ahora lo sabía. También sabía muy bien lo mucho que Vinnie Dominick detestaba perder dinero.
Michael miró de nuevo la entrada del Neapolitan. Mostraba una serenidad engañosa, con flores de plástico en los tiestos de las ventanas. Incluso la fachada de ladrillos era falsa. Eran planchas de fibra de vidrio. No se veía que entrasen o saliesen clientes, porque el restaurante no abría a mediodía excepto para Vinnie y sus allegados. Para el propietario era un coste pequeño por el derecho a hacer negocios, y por la noche tenía el local lleno, excepto los domingos, cuando estaba cerrado y todos los maleantes pasaban el día con sus esposas y familias.
Michael se miró en el espejo retrovisor y se arregló el pelo, que llevaba peinado del mismo modo que Vinnie Dominick. Se conocían desde la escuela primaria; Vinnie iba un curso por delante de Michael. Desde cuarto grado, Vinnie había dominado el patio de juegos de la escuela pública 157 gracias a la posición de su padre en la organización Lucia. Incluso los chicos de sexto grado le obedecían. A partir de entonces, Michael había intentado imitar a Vinnie, también durante los años en el instituto de Santa María.
Sin ninguna estrategia especial para llevar la conversación con Vinnie, Michael decidió a su pesar que tendría que improvisar, porque, en última instancia, todo dependía del humor de Vinnie. Si estaba de buen humor, todo iría sobre ruedas. Si no lo estaba, podía suceder cualquier cosa.
Michael se apeó del coche, pero tuvo que esperar antes de cruzar la calle. Cuando Angela había dejado su despacho hacía ya más de una hora, después de comunicarle sus deprimentes noticias sobre la liquidez de Angels Healthcare, Michael había decidido muy a su pesar que debía hablar con Vinnie. Si ocurría lo peor —Vinnie solo pensaba en una posible pérdida del dinero—, Michael tendría que desaparecer, y sin dinero no iba a ser fácil. Aunque sabía que no le iba a gustar lo que escucharía de su boca, esperaba que en el peor de los casos solo tendría que aguantar una filípica y algún tipo de amenaza. Con ese pensamiento tranquilizador, Michael lo había llamado para pedirle una entrevista, y este lo había invitado a ir al restaurante.
Al entrar en el local, Michael apartó la pesada cortina que resguardaba las mesas cercanas de la corriente de aire cuando se abría la puerta, y esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra. A la izquierda había una larga barra de bar y una zona con una falsa chimenea. En el centro había mesas de diversos tamaños. Todas las sillas estaban colocadas del revés sobre las mesas para facilitar la tarea de los encargados de la limpieza. A la derecha había seis reservados tapizados con terciopelo rojo, considerados como las mejores mesas. Dos de ellos estaban ocupados. En el primero se encontraban Franco Ponti, Angelo Facciolo, Freddie Caruso y Richie Herns. Michael los conocía a todos del instituto. De todos ellos, Franco Ponti era el que más asustaba a Michael. Era del dominio público que se trataba del ejecutor de Vinnie. A Angelo no lo conocía muy bien, porque había pertenecido a otro grupo en el instituto, pero su aspecto bastaba para hacerle temblar. Freddie era el más conocido y Richie el que menos, porque ambos eran más lacayos que verdaderos allegados.
Vinnie, en el reservado siguiente, llamó a Michael con un gesto. Sentada con él estaba Carol Cirone, su amante desde hacía años. Con el pelo teñido de rubio ceniza, un suéter blanco muy ajustado y un collar de perlas, parecía una caricatura de un personaje de West Side Story, pero nadie se burlaba de ella, al menos delante de Vinnie.
—Mickey —llamó Vinnie—. ¡Ven aquí! ¿Has comido?
Michael pasó junto al reservado en el que estaban sus hombres.
—Hola, tíos —dijo para ser respetuoso. Todos asintieron pero no contestaron.
Vinnie se quitó la servilleta del cuello y se levantó para abrazar a Michael. Michael le devolvió el abrazo pero se sintió inquieto, consciente de que las noticias que traía no iban a hacerle feliz.
Con una mano apoyada en el hombro de Michael, Vinnie hizo un gesto a su compañera de mesa.
—Conoces a Carol, por supuesto.
—Por supuesto —dijo Michael, y tomó la mano que se le ofrecía sin mucho entusiasmo y la estrechó con igual falta de entusiasmo.
—Siéntate, siéntate —repitió Vinnie mientras se sentaba. Su voz era más educada de lo que se podía esperar dado su trabajo, aunque cuando se enfadaba, algo que solía ocurrir con cierta frecuencia, no cambiaba, una característica que a Michael le resultaba inquietante.
Michael se sentó apretando a Carol entre él mismo y Vinnie.
—¿Qué tal un plato de espaguetis a la boloñesa? —ofreció Vinnie—. ¿Una copa de Barolo? Es de la cosecha del 97 y es extraordinario.
Michael dijo que sí a todo para no empezar con mal pie. Vinnie no había cambiado mucho desde el instituto, donde siempre había enamorado a las chicas. Su apodo era «el Príncipe». Sus facciones estaban bien esculpidas. Como a Michael, le gustaba vestir bien y llevaba traje y corbata todos los días. También como Michael, se enorgullecía de pesar lo mismo que pesaba en el instituto y hacía gimnasia a diario para mantener la forma física.
—¿Qué tal van nuestras inversiones? —preguntó Vinnie. Cuando se trataba de negocios, no perdía el tiempo. Michael llevaba trabajando con Vinnie desde hacía más de una década. Había comenzado poco a poco cuando Michael entró en Morgan Stanley y se presentó a Vinnie con la idea de blanquear el dinero que ganaba la organización Lucia con las drogas, la usura, los garitos, las extorsiones, la venta de coches robados y los atracos en el aeropuerto Kennedy. Michael le había propuesto utilizar el dinero como capital de riesgo para las OPA a través de varias empresas fantasma, y la relación había resultado de un gran provecho para ambas partes. Michael no solo había blanqueado el dinero, sino que lo había duplicado, cuando antes Vinnie solía pagar por ese servicio. Al contar con un capital que crecía a medida que Vinnie se sentía más a gusto, Michael había podido dejar Morgan Stanley, en términos amistosos, y establecer su propia agencia de inversiones.
—En honor a la verdad —dijo Michael en respuesta a la pregunta directa de Vinnie— hay un problema que necesito tratar contigo.
—¿De verdad? —preguntó Vinnie con una voz calmada y suave que hizo que a Michael se le erizara el pelo.
—Eso me temo —confirmó Michael. Su voz tenía un temblor que deseó que solo él pudiese oír.
—Carol, Cariño —dijo Vinnie—. ¿Podrías disculparnos un momento? Mickey y yo tenemos que hablar.
—No he acabado los espaguetis —se quejó la mujer.
—¡Carol! —repitió Vinnie en un tono un poco más bajo y mirándola.
—De acuerdo —respondió Carol, y arrojó su servilleta sobre el plato—. ¿Adónde se supone que debo ir?
—A donde tú quieras, encanto. Freddie o Richie pueden llevarte.
Michael miró de nuevo a Vinnie, que le respondió con otra mirada que le hizo encogerse por dentro.
—Espero que este problema no tenga que ver con Angels Healthcare, porque si es así, tengo un mal presentimiento —manifestó Vinnie.
Michael se aclaró la garganta; estaba a punto de hablar cuando apareció el camarero con un humeante plato de espaguetis y una copa.
Al notar la tensión, se apresuró a dejar el plato, sirvió el vino en la copa y desapareció.
—Es sobre Angels Healthcare —admitió Michael—. Necesitan más dinero para mantener las puertas abiertas. Han tenido problemas para librarse de la bacteria. Ha sido necesario cerrar los quirófanos, y eso, a su vez, cerró el grifo de los ingresos.
—Es la misma historia que escuché hace un mes —señaló Vinnie. Si bien su voz mantenía la calma, sus ojos reflejaban una creciente ira—. Se suponía que mi préstamo iba a cubrir los gastos hasta la OPA.
—También lo creía yo, hasta que mi ex me ha contado otra cosa hace una hora —dijo Michael con la intención de cargarle la culpa a Angela.
—¿Y por qué no los ha cubierto?
—Los quirófanos permanecieron cerrados más tiempo de lo esperado, con lo cual siguieron sin generar ingresos, y el proceso de desinfección costó más de lo que creían.
—¿Los quirófanos están abiertos ahora?
—Sí, pero pasarán unas semanas antes de que los médicos estén seguros de que el problema se ha superado.
—¿Se ha superado?
—Sí, eso es lo que creo.
—Lo que tú creías sobre la cantidad de dinero que hacía falta ha sido un error. ¿Por qué crees que lo que dices del problema de la infección es más acertado?
—No lo sé. —Michael se encogió de hombros—. Solo puedo repetir lo que me dijeron.
—¿Cuánto dinero hace falta para llegar a la OPA?
—Me han dicho que doscientos mil dólares.
Vinnie volvió a traspasar a Michael con la mirada. Michael primero se encogió y luego miró su plato. Dadas las circunstancias, no sabía qué era más irrespetuoso: comer o no comer. La última cosa que quería era que sus modales irritaran a Vinnie. Era muy quisquilloso en esas cuestiones. Vinnie lo sacó de la duda cuando le ordenó:
—¡Come!
Michael no tenía hambre, pero cogió el tenedor y se las apañó para comer un bocado de espaguetis.
—No estoy nada contento con todo esto —afirmó Vinnie. Se inclinó hacia delante con aire amenazador—. Comienzo a sentirme como si fuera tu sirviente. Primero vienes a mí a buscar dinero, luego hay un contable que quiere chivarse a los federales de la falta de liquidez, y ahora otra vez quieres más dinero. ¿Cuándo acabará esta historia?
—Nunca esperé que ocurriera nada de esto —declaró Michael en su defensa—. Pero es una buena inversión. No habría comprometido tu dinero si no lo fuese. He hipotecado casi todo lo que tengo para mejorar mi propia posición.
—No me importa tu dinero —replicó Vinnie con toda sinceridad—. Me importa el dinero del que soy responsable. No quiero que se pierda. Tendría que dar muchísimas explicaciones.
—El dinero no se perderá —afirmó Michael con una seguridad que no tenía—. En el peor de los casos se pospondría la OPA.
—No quiero que eso ocurra, y estoy cumpliendo mi parte. Ya he desembolsado otro cuarto de millón. También estoy resolviendo el problema del contable.
—¿Todavía no has hablado con él? —preguntó Michael alarmado.
—Oh, sí que he hablado con él. Incluso Franco y Angelo han hablado con él.
—¿No se ha mostrado dispuesto a colaborar?
—Yo no diría eso. Estoy totalmente seguro de que no presentará el ocho-K. El factor desconocido es su secretaria, que, por desgracia, tiene una copia del informe. Por lo que parece, también tendremos que hablar con ella.
—No se me había ocurrido —admitió Michael—. ¡Buena idea!
Se sintió más tranquilo. Lo último que quería era que reapareciera un problema que él creía resuelto. Aunque Michael deseaba hacer negocios con Vinnie, no le interesaba saber de dónde procedía el dinero ni conocer los detalles de sus actividades. Ya tenía bastante con su imaginación, por eso se sentía tan nervioso en el actual embrollo.
—El caso es, Mickey, que estoy cumpliendo mi parte —continuó Vinnie—, y me gustaría que tú cumplieras la tuya. Si hace falta más dinero para que Angels Healthcare llegue a la OPA tendrás que ponerlo tú.
—Pero… —comenzó Michael.
—Nada de peros, Mickey —lo interrumpió Vinnie con voz tranquila—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero esto es un negocio. Quiero que se haga la OPA. Has sido un buen vendedor y has aumentado mis expectativas. Si la OPA no sale como tú dices, te culparé a ti y ya no seremos amigos. A partir de entonces, tendrás que tratar exclusivamente con Franco.
Michael intentó tragar pero no pudo. Se le había secado la boca. En cambio, cogió la copa de vino, que todavía no había probado, y bebió un buen trago.
El teniente detective Lou Soldano consultó su reloj. Faltaba poco para la una y media de la tarde, lo que explicaba los gruñidos de su estómago. Después de dejar la oficina del forense aquella mañana alrededor de las ocho, se había ido a su apartamento en Prince Street en el SoHo y se había quedado dormido en el sofá. Era tal su agotamiento que no consiguió llegar al dormitorio. Cuando se despertó al mediodía, solo tomó un café mientras se afeitaba y se duchaba. A esa hora llamó a la OCME. Sentía curiosidad por saber qué había encontrado Jack en las dos autopsias que no había presenciado, las de los supuestos homicidios. Jack todavía estaba en la sala de autopsias, por lo que Lou pidió que le pasaran con el enlace del Departamento de Policía de Nueva York, el sargento Murphy. La mayor preocupación de Lou era el cadáver no identificado de una persona al parecer ejecutada por la mafia. Lo que quería saber era si Murphy había conseguido alguna pista de la identidad a través de personas desaparecidas. No se había recibido ninguna llamada denunciando la desaparición de un varón asiático norteamericano, algo que intrigaba todavía más a Lou. De una manera u otra, estaba cada vez más interesado en el caso, ya que quería impedir que apareciesen más cadáveres. Además, la manera en que habían disparado al individuo y el hecho de que lo hubiesen arrojado bahía adentro fortalecían su convicción de que el homicidio tenía relación con las bandas organizadas. En primavera, verano y otoño, siempre enterraban los cadáveres en los bosques del norte del estado. En invierno, cuando la tierra estaba helada, los arrojaban al río o, si los autores tenían más medios, a la bahía, e incluso más allá del puente Verrazano.
Hambriento, Lou comenzó a buscar un restaurante de comida rápida. Iba en su viejo Chevy Caprice de la policía. Tenía un vínculo sentimental con ese coche; era el único eslabón con el pasado, puesto que estaba divorciado y sus dos hijos iban a la facultad.
—¡Caray! ¡Johnny’s Sub todavía está aquí! —exclamó el teniente al ver el restaurante a su izquierda.
Puso el intermitente y redujo la velocidad, pero al instante oyó un violento bocinazo a doce centímetros del maletero del coche.
Lou bajó la ventanilla y le hizo una señal al airado conductor para que pasara, al tiempo que intentaba mantener la calma. Por fin, el tipo entendió la insinuación y, sin dejar de hacer sonar la bocina, lo adelantó. Mientras lo hacía, le dedicó un gesto obsceno.
—Algunas cosas nunca cambian —murmuró Lou filosóficamente.
Estaba en el conocido barrio de Corona en el municipio de Queens. No solo había crecido en el vecino Rego Park, sino que cuando lo destinaron a la División contra el Crimen Organizado en la policía de Nueva York, después de ser agente durante tres años, pasó mucho tiempo en Queens, tanto porque conocía la zona como porque era un lugar donde las bandas se mostraban muy activas. Durante los seis años que pasó en la división, ascendió primero a sargento, y después a teniente, momento en el que pidió el traslado a Homicidios.
Entró en el aparcamiento del restaurante. En realidad el establecimiento no era más que un quiosco en medio de una explanada de asfalto. El cliente tenía que aparcar, ir hasta el mostrador y pedir. Cuando aparecía el número, volvía al mostrador, y luego comía el enorme sándwich en el coche. Lou era cliente habitual cuando estaba en el instituto y tuvo su primer coche.
Quince minutos más tarde, Lou no podía sentirse más feliz mientras saciaba su apetito con su sándwich favorito, un Johnny’s Meatball Extravaganza, y su nostalgia. Se le animó el corazón al recordar los tiempos en los que iba a Johnny’s a última hora de la noche con Gina Pantanella durante su último año de instituto. Aparcaba muy al fondo, pedían el mismo bocadillo y después echaban un polvo.
La otra razón para que se sintiera satisfecho era que Johnny’s estaba al otro lado de la calle del Neapolitan. De sus años pasados en la División contra el Crimen Organizado sabía que el restaurante era el despacho de Vinnie Dominick, que dirigía la sección de Queens para la familia Lucia. Lou estaba al tanto del frágil equilibrio entre los poderes criminales que competían en la zona; a los Lucia y a los Vaccarro los estaban desafiando las nuevas bandas de asiáticos en Flushing y Woodside. Lou quería averiguar si aquella situación tenía algo que ver con el muerto flotante, y se centraba en Vinnie Dominick porque el homólogo de Vinnie en la organización Vaccarro, Paulie Cerino, estaba en la cárcel. Pero no era a Vinnie a quien iba a abordar, sino a uno de sus secuaces, Freddie Caruso. En sus tiempos de la vieja división, Lou había reclutado a Freddie como soplón, y todavía tenía algo para presionar al muchacho. Por casualidad, Lou había descubierto que Caruso estaba llevando una peligrosa vida de agente doble. Trabajaba para Vinnie pero pasaba información a Paulie, a veces verdadera, y en ocasiones falsa. En su momento, Lou se preguntó cómo el muchacho podía dormir por las noches, porque si cualquiera de los dos bandos se hubiese enterado de su juego, habría desaparecido sin más para convertirse en alimento de los peces más allá del puente de Verrazano.
Lou no estaba seguro de si Freddie aún trabajaba para Vinnie o incluso de si estaba vivo, pero tenía la intención de averiguarlo. Dedujo que Vinnie estaba allí, porque había un Cadillac negro aparcado en doble fila delante del restaurante. El único problema era que se trataba de un modelo antiguo, y Lou dudaba que fuese el estilo de Vinnie.
De pronto, Lou dejó de masticar. Alguien había salido solo del restaurante. Durante un segundo, por el peinado y las prendas, creyó que era Vinnie. El policía se sintió confuso, porque Vinnie nunca habría salido sin compañía. Pero entonces, cuando el hombre cruzó corriendo la calle, directamente hacia él, vio que no era Vinnie. Era alguien a quien Lou no reconoció pero que se comportaba de forma sospechosa. Estaba nervioso o tenía miedo mientras manipulaba el control remoto al mismo tiempo que miraba a un lado y a otro de la calle y hacia el restaurante. Un segundo más tarde, había subido al coche y salía disparado con un chirrido de ruedas en dirección a Manhattan. Lou intentó apuntar el número de la matrícula, pero no fue lo bastante rápido. Solo alcanzó a ver un 5 y una V, y que se trataba de una matrícula de Nueva York.
Miró de nuevo hacia el restaurante, casi esperando ver que saliera uno de los hombres de Vinnie para lanzarse a perseguir al otro, pero no ocurrió. Reinaba la calma. Lou se relajó en el asiento y continuó comiendo su sándwich. Mientras masticaba, pensó cuál podría haber sido el motivo de ese encuentro con Vinnie que había hecho que el desconocido mostrase tanto nerviosismo. Se dijo que debía de tratarse de una cuestión de dinero, y a la vista de la ropa del tipo y de que conducía un todoterreno, sospechó que tenía algo que ver con el juego. Si era así, y el tipo le debía una considerable cantidad, estaba metido en un buen lío. Vinnie y los suyos no toleraban que la gente les debiese dinero durante mucho tiempo. Si lo hicieran, todo el castillo de naipes se iría abajo.
Mientras pensaba en ello se preguntó si esa también sería la historia del cadáver que había aparecido flotando. Quizá no era una indicación de una incipiente guerra entre bandas sino la simple eliminación de un deudor.
De pronto, Lou dejó de nuevo de masticar. Otro Cadillac negro con las ventanillas tintadas apareció por la derecha y aparcó detrás del modelo antiguo. Al instante siguiente, el teniente arrojó el sándwich a un lado, desparramando albóndigas en el asiento del pasajero. Salió del coche en el acto y cruzó la calle mientras el conductor del Cadillac pasaba por detrás del coche. Por una vez, la fortuna estaba de parte de Lou, puesto que el conductor era Freddie Caruso, y estaba solo.
—Freddie, amigo mío.
Freddie se detuvo y se volvió mientras Lou se acercaba. En cuanto lo reconoció, el color desapareció de su rostro. Nervioso, miró en derredor, y en particular hacia la cercana puerta del restaurante.
—¡Caray! Cuánto tiempo ha pasado, Freddie, muchacho. —La última vez que Lou lo había visto, era un chico delgaducho que siempre mantenía los brazos apartados del cuerpo como si fuese un tío musculoso.
Ahora era un hombre; bueno, más o menos.
—¡Diablos, teniente! ¿Qué demonios está haciendo aquí?
—Vine a comer un sándwich a Johnny’s para recordar viejos tiempos. Solía venir aquí cuando iba al instituto, y entonces te he visto llegar. Qué coincidencia.
—Me alegro de verlo —se apresuró a decir Freddie—. Pero tengo que irme.
—No tan rápido. —Lou apoyó una mano en el brazo de Freddie mientras acercaba la otra mano a su arma. Sabía que aquellos tipos eran peligrosos e impredecibles.
—Hará que me maten si me ven con usted —le espetó Freddie.
—Podría hacer que te matasen con una simple llamada telefónica, amigo mío. Solo quiero hablar contigo durante un par de minutos. Mi coche está al otro lado de la calle, en el aparcamiento de Johnny’s. Vayamos hasta allí, y hablaremos sin que nos vean.
Freddie miró hacia Johnny’s, como si no creyera al policía, y luego otra vez hacia la puerta del Neapolitan.
—Cuanto más tardes, mayor riesgo corres —añadió Lou. Tiró del brazo de Freddie para llevarlo hacia el coche.
Freddie no tardó mucho en comprender que no tenía alternativa. Asintió con un gesto y se apresuró a cruzar la calle. Lou lo siguió hasta la puerta del pasajero. El soplón la abrió, pero al ver las albóndigas, las rodajas de tomate y los anillos de cebolla desparramados en el asiento dijo:
—No me sentaré sobre toda esa basura.
Lou miró para saber a qué se refería Freddie.
—Comprendo tu renuencia —dijo Lou. Cerró la puerta y abrió la de atrás. Hizo un gesto a Freddie para que entrase, y luego subió él también.
—Hable deprisa —le ordenó Freddie, como si tuviese algo que decir en aquel asunto.
—Lo intentaré —respondió Lou, sin hacer caso de la bravata de Freddie—. A ver, ¿quién es el capo local de los Vaccarro? Llevo mucho tiempo fuera de circulación.
—Se llama Louie Barbera, pero solo es temporal, porque se supone que Paulie Cerino saldrá en libertad condicional.
—¿De verdad? —se sorprendió Lou. No había oído ningún rumor al respecto.
—¿Por qué demonios me incordia para preguntarme esto? —protestó Freddie—. Hay un centenar de personas que se lo habrían podido decir.
—¿Qué tal se llevan Vinnie y Louie?
Freddie se echó a reír.
—¿Tan mal?
—Vinnie se aprovechó cuanto pudo después de que encerrasen a Paulie, sobre todo con las drogas. Los Vaccarro quieren recuperar su viejo territorio.
—¿Qué hay de los asiáticos, los hispanos y los rusos?
—Son un incordio para todos.
—¿Los tres grupos?
—Sobre todo los asiáticos, que traen las drogas de Oriente y no de Sudamérica.
—Dicen por ahí que anoche se cargaron a alguien —dijo Lou, que finalmente iba al grano—. ¿Sabes algo al respecto? —Con toda intención no dio ningún detalle.
La mirada de Freddie se volvió hacia la puerta del restaurante en una actitud nerviosa que para Lou fue una clara señal. Gracias a sus años de experiencia comprendió que el delgaducho Freddie sabía algo.
—No sé nada de que se cargasen a nadie —respondió Freddie de una manera muy poco convincente.
—¡Venga ya! No me obligues a amenazarte y a llamar a Vinnie para recordar viejos tiempos.
—Vale, sé que anoche se cargaron a alguien, pero eso es todo.
—¡Por favor! No alargues esto.
—No sé quién era, lo juro. Solo sé que era un tipo que iba a chivarse.
—¿De qué iba a chivarse y a quién?
—¿Quién lo sabe?
—¿Te estás quedando conmigo o qué?
—De verdad, le estoy diciendo todo lo que sé, que es casi nada. Vinnie está intranquilo por algo, pero no tengo ni idea de por qué. No habla de esas cosas, excepto con Franco Ponti.
Lou miró al muchacho convertido en hombre. En cierto modo, sentía pena por él, porque Lou estaba seguro de que cualquier noche acabaría en un contenedor. Estaba jugando a dos bandas pero no era lo bastante listo como para seguir haciéndolo durante mucho tiempo. Por otra parte, Lou estaba furioso con él porque, como todos los demás delincuentes, aquel imbécil estaba apoyando a un pequeño grupo de personas que hacían que todos los italoamericanos tuviesen mala reputación.
—De acuerdo —dijo Lou después de una pausa—. Quiero que descubras quién era el tipo al que se cargaron. No quiero que estalle una guerra entre los Lucia y los Vaccarro; eso es lo que me preocupa.
—No hay manera de que pueda averiguar algo así. Vinnie no suelta prenda. Si le pregunto algo sabrá que algo no va bien.
—No se lo preguntes a él, pregúntaselo a Franco.
—Eso sería peor que preguntárselo a Vinnie. Ya sabe que ese tipo está loco.
—Pues busca el modo —dijo Lou. Pasó una mano por delante de Freddie y abrió la puerta.