3 de abril de 2007, 11.55 horas
Angela se quitó el abrigo y se lo colgó del brazo al salir del ascensor en el piso veintidós de la Trump Tower y caminó con paso enérgico hacia Angels Healthcare. Durante el trayecto desde el despacho de Michael había podido utilizar su BlackBerry para responder a todos los correos electrónicos, y estaba bastante segura de que no se vería abrumada de trabajo cuando llegara a su despacho. Se preguntó cómo se las arreglaba la gente antes de internet.
Saludó a su secretaria, Loren, que estaba al teléfono cuando Angela pasó a su lado. Ya en su despacho, se dispuso a colgar el abrigo, pero se detuvo por la sorpresa. Había un jarrón de cristal transparente con unas hermosísimas rosas rojas colocado en una esquina de su mesa. Destacaban con atrevimiento en la espartana decoración blanca. Después de colgar el abrigo e interesada por saber quién le había enviado flores y por qué, buscó la tarjeta. No había ninguna.
Aún más intrigada, se asomó a la puerta. Tuvo que alzar un brazo para conseguir la atención de Loren.
—¿De dónde han salido estas flores? —Angela articuló las palabras pero ningún sonido salió dé su boca. Loren todavía estaba al teléfono. Por los retazos de conversación que escuchaba, supo que se trataba del representante sindical, que desde hacía tiempo intentaba buscar afiliados entre el personal de los hospitales de Angels Healthcare. No estaba dispuesta de ningún modo a que se sindicaran, pero con todo lo demás, no había tenido ni tiempo ni paciencia para tratar con él, así que le tocaba a Loren darle largas.
Loren tapó el auricular con la mano.
—Lo siento. Llegaron con una tarjeta. Está aquí sobre mi mesa. —Hizo un gesto hacia el sobre.
Angela lo cogió y metió un dedo por debajo de la solapa. Una vez que lo hubo abierto, sacó la tarjeta. Solo decía: «Saludos del utilizado».
—¿Qué demonios? —Le dio la vuelta a la tarjeta, pero el dorso estaba en blanco. Intrigada pero abrumada por todo lo que tenía que hacer, guardó la tarjeta de nuevo en el sobre. Se ocuparía de ella más tarde.
Angela tocó un hombro a Loren y le hizo un gesto para que otra vez tapase el auricular con la mano.
—Dile que me reuniré con él dentro de tres semanas. Adelante, fija una cita. Eso lo tranquilizará. Luego llama a Bob Frampton y a Carl Palanco. Diles que vengan a mi oficina cuanto antes. ¿Dónde están las citas de la tarde?
Loren buscó la lista de las reuniones de la tarde y se la dio.
Angela volvió a su despacho y cerró la puerta. Sentada a su mesa, leyó la lista. La mayor parte de las cuestiones relacionadas con el funcionamiento de cada uno de los hospitales estaban a cargo de los supervisores de departamento, que informaban a sus respectivos directores de hospital y también a un jefe de departamento en las oficinas centrales de Angels Healthcare; estos individuos a su vez informaban a Carl Palanco como director de gestión, y en última instancia a Angela como directora ejecutiva. Leyendo la lista podía valorar cómo será el resto del día. Tenía una cita con el Consejo General, lo más probable para tratar de la muerte por EARM del día anterior y de cómo evitar una demanda; por la misma razón, otra con el presidente del comité de control de riesgos, y otra con el presidente del comité de seguridad del paciente. Luego debía ir al Angels Orthopedic Hospital para asistir a una reunión del personal médico. La última cita sería de nuevo en su despacho con Cynthia Sarpoulus, para que la profesional en el control de enfermedades infecciosas pudiera informarla de lo que había averiguado y de lo que pensaba hacer respecto al último fallecimiento.
De todas las reuniones, el encuentro con el personal médico era la más importante. Le daría a Angela la oportunidad, al menos en el hospital ortopédico, de transmitir a los médicos la importancia vital de aumentar el número de pacientes. A pesar de detalles menores como la muerte de David Jeffries. La única manera de conseguir que entrara dinero era que los cirujanos operasen. Angela era más consciente que nadie de que el éxito de un hospital especializado dependía exclusivamente de que los médicos accionistas admitiesen a sus pacientes de pago, o sea, a los pacientes que tenían un seguro, ya fuese privado o Medicare, o a aquellos que tuviesen suficiente dinero. El negocio de hospital especializado de acuerdo con el plan empresarial de Angela no contaba con los casos de Caridad o de Medicaid, ni tampoco con ningún caso que significara que el coste superaba los ingresos.
El teléfono de Angela sonó bajo su brazo. Era Loren, que informaba a su jefa de que el director financiero y el director de gestión habían llegado.
—Hazlos pasar —dijo Angela, y dejó a un lado la agenda de la tarde.
Los dos hombres, que no podían ser más distintos en apariencia y modales, entraron en la habitación. Carl Palanco entró deprisa, cogió una de las cuatro modernas sillas de respaldo recto que estaban contra la pared más alejada, la colocó delante de la mesa de Angela y se sentó. Su expresión y su constante movimiento hacían pensar que se había tomado ocho tazas de café. En cambio, Bob Frampton se movía como si estuviese en aceite, y su rostro pedía a gritos una buena noche de sueño. No obstante, a pesar de sus diferentes aspectos, Angela sabía que ambos eran inteligentes y llenos de recursos, y por eso se había esforzado tanto desde el primer momento para contratarlos para que fuesen sus ejecutivos clave.
Bob tardó tanto en colocar una silla junto a la de Carl que Angela estuvo tentada de levantarse y hacerlo por él pero se quedó sentada. Su primera intención le hizo darse cuenta de su estado de ansiedad; se preguntó si parecía tan nerviosa como Carl.
—¿Ha ocurrido algo esta mañana que yo deba saber, aparte de los mensajes que me han enviado? —preguntó Angela para iniciar la conversación.
Carl miró a Bob. Los dos hombres sacudieron la cabeza.
—Me he reunido con los encargados de abastecimiento, enfermería, lavandería, mantenimiento, limpieza y servicios de laboratorio para hablar de importantes recortes de los gastos durante las próximas semanas —informó Carl—. He recibido varias ideas interesantes.
—Aplaudo la iniciativa —manifestó Bob—, pero en este punto cualquier esfuerzo llega un poco tarde, por lo que se refiere a la OPA.
—Me temo que Bob esté en lo cierto —asintió Angela.
—Tenía que hacer algo —explicó Carl—. No podía quedarme en mi oficina de brazos cruzados. Ocurra lo que ocurra, dar énfasis al control de costes es algo bueno para los directores de nuestro departamento central, y deberán tenerlo en cuenta en el futuro. Quiero decir que no es un esfuerzo desperdiciado.
Angela asintió. Mantener controlados los gastos era muy importante para la rentabilidad de los hospitales, como habían aprendido las empresas propietarias de cadenas de hospitales durante las últimas décadas. Gran parte de la rentabilidad de Angels Healthcare, al menos antes del problema con el EARM, se debía al plan de Angela de construir tres hospitales especializados al mismo tiempo y centralizar los servicios como la lavandería, el abastecimiento, la limpieza, el mantenimiento, los servicios de laboratorio, e incluso la anestesia. Cada hospital tenía un jefe para estos servicios, pero todos respondían ante un jefe de departamento en la oficina central.
—¿Qué tal su mañana? —preguntó Bob a Angela—. ¿Ha habido suerte?
—Mínima —admitió Angela—. Como mencionó anoche, hemos agotado nuestra línea de crédito con el banco después de vender los bonos. La buena noticia es que Rodger Naughton me aseguró que no iba a reclamar el pago de ninguno de los préstamos. La mala noticia es que no puede autorizar un crédito sin un aval, cosa que ya me esperaba. Por otro lado, ha enviado la petición de un crédito adicional a sus superiores, pero por su actitud, creo que debemos asumir que es una causa perdida.
—¿Qué hay de su ex marido? —Como todos los ejecutivos, Bob sabía que el agente de colocaciones había estado casado con Angela pero se había divorciado un año antes de que ella fundase Angels Healthcare. Aunque al principio había titubeado sobre la idoneidad de aquella relación, Bob la había aceptado. Había manifestado su preferencia por una relación más directa con un banco de inversiones de primera fila, pero la capacidad de Michael Calabrese para encontrar a un inversor ángel durante la etapa que necesitaban reunir capital lo había conquistado.
—Logré que se comprometiera a aportar otros cincuenta mil de su propio dinero —respondió Angela. No hizo ninguna mención a lo humillante que había sido el encuentro.
—¡Bravo! —exclamó Carl.
—Se queda un poco corto con respecto a la cantidad con la que me habría sentido cómodo —dijo Bob.
—Hice todo lo posible. Conseguir que pusiera más dinero fue como sacar agua de debajo de las piedras.
—¿Hablaron de las condiciones? —quiso saber Bob.
—¡Por supuesto! ¿Cree que Michael Calabrese habría ofrecido ese dinero sin buscar una recompensa?
—¿Qué le ofreció?
—No le ofrecí. Él me lo exigió —contestó Angela, y pasó a explicar los términos.
—¡Caray! —exclamó Bob—. Está siendo más que generoso consigo mismo.
—No pude evitarlo, dadas las circunstancias —señaló Angela—. Llámelo y prepare los documentos. Quiero el dinero en nuestra cuenta antes de que cambie de opinión. Sé lo inconstante que puede ser.
—Lo haré —dijo Bob, y escribió una nota en su BlackBerry.
—Bueno, eso es todo —dijo Angela, y apoyó las palmas en la mesa como si fuese a levantarse—. Excepto que quiero estar segura de que todos los que saben algo acerca de la muerte por EARM ocurrida ayer comprendan que cuanto menos se diga, mejor. Me gustaría ocultárselo al equipo médico todo lo posible.
—Se lo he recordado a todos los directores ejecutivos de los hospitales —informó Carl—. También he hablado con Pamela Carson de relaciones públicas.
—Bien —aprobó Angela—. ¿Algo más?
—Hay algo que acabo de recordar ahora —respondió Bob. Se irguió en la silla—. Paul Yang no ha venido hoy al despacho.
—¿Ha llamado para decir que está enfermo? —Angela sintió cómo aumentaba su ansiedad.
—No. Le he dejado un mensaje en el móvil y también le he enviado un correo, pero no ha respondido. No sé dónde está.
—¿No es extraño en él? —preguntó Angela, mientras decidía si mencionar la posible intervención de Michael.
—¡Por supuesto que es extraño! Por lo general es muy metódico. Incluso he llamado a su esposa. Dice que anoche no volvió a casa y ni siquiera ha llamado.
—¡Vaya! ¿Ha avisado a la policía?
—No. Paul había hecho esto antes, aunque no en los últimos años. Tuvo un problema con la bebida que lo llevó a tener un comportamiento un tanto extraño. Su esposa me ha dicho que en los últimos tiempos se le veía inquieto y había vuelto al hábito de tomarse un par de cócteles antes de volver a casa.
—Nunca supe que había tenido un problema con la bebida —dijo Angela. No le gustaba que le ocultaran cosas de ninguno de los empleados de Angels Healthcare, y menos de sus ejecutivos.
—Lo dejé fuera de su currículo —admitió Bob—. Debería habérselo dicho cuando lo contraté, pero llevábamos trabajando juntos casi seis años, y nunca había bebido.
—¡Dios bendito! —Angela miró al techo por un momento—. Ahora tendremos que preocuparnos de la borrachera de nuestro contable, que ha estado amenazándonos con presentar un ocho-K. ¿Qué más puede salir mal? —Respiró hondo antes de mirar a Bob.
—Sé que ha estado luchando con su conciencia —declaró Bob—. Por eso la llamé ayer para comentarlo y mantenerla al corriente. Hasta entonces no había hablado del problema durante más de una semana. Creí que lo había olvidado. Al parecer, había leído un artículo sobre la sentencia de Enron y WorldCom. Le repetí lo que le había dicho antes, que no presentar el ocho-K estaba justificado. No estábamos intentando cometer un fraude para robar los ahorros o los fondos de pensiones de nadie, que es de lo que trata la norma de la SEC. ¡De hecho, es todo lo contrario! Estamos creando capital para la gente.
—Después de su llamada, llamé a Michael, porque la primera vez que usted me puso al corriente de la situación lo había discutido con él. Creí que con su experiencia con las OPA tendría algún consejo sobre cómo manejar el problema, y así fue. Dijo que conocía a alguien que podría hablar con él y convencerlo de que presentar el ocho-K no era necesario en nuestra situación.
—¿Era un abogado de empresa?
—No tengo ni idea. No lo pregunté, pero ahora dudo de si hablar con el conocido de Michael podría tener algo que ver con que Paul no haya venido a trabajar hoy.
—Es posible, pero yo creo que la razón de que esté ilocalizable es más prosaica: se ha emborrachado y ahora está durmiendo la mona en algún hotelucho.
—¿Hay alguna posibilidad de averiguar si presentó el ocho-K? —preguntó Angela titubeante.
—No, que yo sepa —respondió Bob—. Tendremos que esperar y ver si nos encontramos de pronto con la mierda hasta el cuello. —Se rio sin humor.
—Si se le ocurre una manera, hágamelo saber —dijo Angela—. Sería conveniente saberlo antes que después, así podríamos preparar a nuestro consejo general. Nos veremos forzados a buscar una explicación convincente de por qué no lo presentamos antes. Quizá tenga que comenzar a pensarlo, Bob.
Bob asintió.
—¿Qué hay de la secretaria de Paul? —inquirió Carl—. ¿Ha tenido alguna noticia de él?
—No, que yo sepa —manifestó Bob.
—Deberíamos preguntárselo —opinó Angela, y cogió el teléfono—. ¿Cómo se llama?
—Amy Lucas —contestó Carl.
Angela pidió a Loren que llamara a Amy Lucas y le dijera que se presentara lo antes posible. Consultó su reloj. Eran las doce y veinte, y eso significaba que quizá la secretaria estaba comiendo.
—¿A qué se deben las flores? —preguntó Carl—. Cuando las vi, deseé que tuviesen alguna relación con sus intentos de la mañana de conseguir capital.
—Ojalá. En honor a la verdad, no tengo ni idea de quién las envió ni por qué.
—¿No había una tarjeta? —preguntó Bob.
—Había una tarjeta, pero no ha servido de nada. —Angela buscó el sobre, sacó la tarjeta y la pasó por encima de la mesa.
Carl la cogió, y ambos hombres la miraron.
—¿A qué se refiere «el utilizado»? —quiso saber Carl.
—Lo ignoro —admitió Angela—. No creerán que tiene algo que ver con Paul Yang, ¿verdad?
Ambos hombres sacudieron la cabeza. Carl le devolvió la tarjeta. Angela la miró unos segundos, y luego sonó el teléfono. Era Loren, para informarla de que había llegado la señorita Lucas.
—Hazla pasar. —Angela dejó la misteriosa tarjeta a un lado.
Loren abrió la puerta para que entrara la secretaria, y después la cerró.
Amy Lucas era una veinteañera de aspecto desamparado, facciones delicadas y tez pálida, salpicada de acné en las mejillas. Llevaba su rizado cabello rubio con toques verde lima peinado hacia atrás y sujeto con una gran hebilla de carey. Su aspecto casi adolescente quedaba acentuado por el sencillo vestido camisero abrochado hasta el cuello. Las manos cruzadas delataban su nerviosismo. Angela se presentó, porque no había visto antes a la joven, y le dio las gracias por acudir de inmediato.
—Ningún problema —dijo Amy—. Sé quién es usted.
—Bien. Por supuesto conoce a estos caballeros.
Amy asintió con un gesto.
—No se preocupe, solo la hemos llamado para hacerle un par de preguntas referentes a su jefe, Paul Yang.
Dado el ansioso estado de la propia Angela, no estaba segura, pero le pareció que su intento por tranquilizar a Amy había fracasado. Las manos de la muchacha, que antes mantenía entrelazadas, ahora se abrían y se cerraban inquietas. El comentario de Bob sobre el pasado de Paul la llevó a preguntarse si quizá Paul y Amy habían tenido o estaban teniendo una aventura.
—¿Qué tipo de preguntas? —La mirada de Amy pasó rápidamente a las tres personas de la habitación.
—¿Lo ha visto hoy?
—No —respondió Amy. A Angela le pareció que había respondido con excesiva rapidez.
—¿La ha llamado o se ha puesto en contacto con usted de alguna manera?
Amy sacudió la cabeza.
—¿Dijo algo ayer referente a no venir esta mañana?
—No.
Angela miró a Bob y a Carl e hizo una pausa por si ellos tenían alguna pregunta. Como no respondieron, Angela volvió a dirigir su atención a la secretaria.
—¿Sabe qué es un formulario ocho-K para la SEC?
—Creo que sí.
—¿Paul Yang le pidió que rellenara uno?
—Sí, hace unos diez días.
—¿Se presentó?
—No lo sé. Yo no lo hice. Me dijo con toda claridad que no lo presentara.
—¿Lo escribió en el ordenador de su puesto de trabajo?
—No, solo lo quería en su ordenador portátil.
—Comprendo. ¿El ordenador está en su despacho?
—No, siempre lo lleva con él.
—Así que se lo llevó anoche.
—Sí, como todas las noches.
Angela miró de nuevo a los hombres, pero ellos no formularon ninguna pregunta.
—Gracias por venir, Amy —dijo Angela.
—De nada —respondió Amy. Después de un momento de vacilación, se volvió para ir hacia la puerta.
—¡Amy! —llamó Angela—. Cuando tenga noticias de Paul Yang, por favor avísenos.
—Por supuesto —prometió Amy, y salió del despacho.
—Bueno —dijo Angela—. Ha sido un poco extraño.
—¿Por qué? —preguntó Carl.
—Parecía muy nerviosa.
—Yo también lo estaría si me llamaran a la oficina de la presidenta —señaló Carl.
—Quizá —dijo Angela—. Mi principal preocupación es que hay un ocho-K completo en el portátil de Paul, y por lo que parece, el desaparecido lo tiene en su poder.
—A mí no me sorprende —afirmó Bob—. Es una prueba más de que es un hombre metódico. Solo porque esté en su ordenador no significa que vaya a presentarlo.
—Espero que aparezca pronto —manifestó Angela—. Creo que eso es todo por ahora.
Los dos hombres se levantaron y llevaron las sillas a su posición original junto a la pared.
—No olvide llamar a nuestro valiente agente de colocaciones para que nos ingrese el préstamo cuanto antes —dijo Angela mientras ellos salían.
Bob agitó una mano por encima del hombro para señalar que la había oído.
—También avísenme en cuanto cualquiera de ustedes vea o se ponga en contacto con Paul Yang.
—Lo haremos —respondieron los dos hombres al unísono, mientras la puerta se cerraba tras ellos.
Angela exhaló un suspiro y miró a través de la ventana. Deseó no haber tomado café aquella mañana. Con todo lo que estaba ocurriendo, su habitual energía se había multiplicado por cien. Dio un salto cuando sonó el teléfono. Respiró lenta y profundamente para calmarse. Atendió la llamada. Su secretaria la avisó de que Rodger Naughton estaba al aparato. Se le aceleró el pulso. Una llamada de Rodger podía ser una excelente o una muy mala noticia, porque solo podía significar o que el banco les concedería el crédito puente que necesitaban con tanta desesperación, algo fantástico, o que habían decidido reclamar el pago de uno o más de sus préstamos, lo que sería una catástrofe.
Angela pensó que lo más probable era lo último. Con gran inquietud, pulsó el botón situado debajo de la luz parpadeante y saludó con el mayor optimismo del que fue capaz.
—Lamento molestarla —dijo Rodger.
—No es ninguna molestia —le aseguró Angela. Tuvo que contenerse para no preguntarle sin más si llamaba para darle buenas o malas noticias.
—Solo llamaba para decirle que fue muy agradable verla esta mañana.
—Bueno, sí que lo fue —respondió Angela desconcertada. Parecía una manera poco habitual de iniciar una conversación de negocios.
—También quería decirle cuánto lamento no haber sido más receptivo a sus necesidades de efectivo a corto plazo.
—Lo comprendo —dijo Angela, cada vez más desconcertada.
—Tal como le prometí, he enviado su petición a través de los canales correspondientes.
—Era todo cuanto podía pedir.
Hubo una pausa. Angela apretó las mandíbulas, a la espera de lo peor.
—Tengo una petición —continuó Rodger—. Esto puede parecerle poco apropiado, así que me disculpo de antemano. Pero me pregunto si estaría dispuesta a ir a tomar una copa conmigo después del trabajo. Podríamos ir al Modern, que es un lugar que me resulta muy agradable.
—¿Es una cita de trabajo o social? —inquirió Angela sorprendida.
—Totalmente social —contestó Rodger.
La inesperada invitación pilló a Angela por sorpresa. Excepto por la breve y poca habitual reflexión sobre su falta de vida social la noche anterior, estaba demasiado ocupada para pensar en esas cosas.
—Esto es muy halagador —manifestó, desde el lado crédulo de su personalidad. Pero entonces, con el cinismo producto de la experiencia, añadió—: Pero ¿qué pensará su esposa de este encuentro?
—No estoy casado.
—¡Oh! —Angela se sintió un tanto culpable. Apareció en su mente la imagen de la solitaria foto de su hija en la mesa.
—Mi ex esposa decidió que tener a un aburrido marido empleado de banca y a una niña exigente era una carga para su estilo de vida preferido, así que se marchó en busca de mejores campos con la mitad de mis bienes. Llevo divorciado y con la custodia única cinco años.
Angela se identificó con la situación de Rodger al instante, e incluso se sintió más culpable por su impulsivo cinismo referente a sus motivos. Su historial matrimonial era muy similar al suyo, salvo en la cuestión de la custodia. Solo podía desear tener la custodia única.
—Lamento haber sido descortés. Supuse que era otro hombre en plena crisis de los cuarenta.
—Es comprensible. Estoy seguro de que recibe invitaciones constantemente.
—No es así, pero he aprendido a ser escéptica.
—Entonces ¿puedo esperar verla cuando esté disponible? Podría ser incluso esta noche y a la hora que usted diga.
—Como habrá adivinado por mi visita a su despacho esta mañana, este no es un buen momento, así que me temo que debo declinar su oferta. Pero le agradezco que haya pensado en mí, y quizá después de la OPA, si aún está dispuesto, me encantaría ir a tomar una copa, y el Modern me parece perfecto. No he estado en muchos lugares desde hace años. Supongo que he caído en aquella triste categoría de la empresaria adicta al trabajo que solo piensa en perseguir y ser perseguida por el todopoderoso dólar.
—No creo que ese sea el caso —señaló Rodger—. Dado que tiene una hija preadolescente y no tiene un esposo, está claro. Pero seguiremos en contacto, y buena suerte para Angels Healthcare.
—Gracias. Un poco de suerte desde luego ayudaría.
Angela colgó el teléfono. Había notado la desilusión en la voz de Rodger, algo que la halagaba por un lado y la entristecía por el otro, sobre todo al escuchar la descripción que había hecho de sí misma. Por un instante, intentó descubrir cómo se había transformado de la persona que era cuando entró en la facultad de medicina a la que era ahora. En algún momento se había apartado del altruismo para meterse en el mundo empresarial.
El fugaz ensimismamiento de Angela se vio interrumpido por el insistente teléfono. El campanilleo discordante la devolvió sin contemplaciones a las exigencias del problema de su empresa. Con algo más que un leve resentimiento atendió la llamada. Loren le dijo que un tal doctor Chet McGovern quería hablar con ella.
—¿De qué se trata? —preguntó Angela, mientras intentaba ubicar al médico en alguno de los tres hospitales Angels.
—No ha querido decírmelo —respondió Loren.
Por un segundo, Angela coqueteó con la idea de decirle a Loren que le preguntara de nuevo al hombre qué quería y si se negaba, decirle… Angela se contuvo y apartó de su mente ese pensamiento. Las insolencias habían formado parte de su rebeldía en la facultad pero las había descartado, principalmente porque Michael las había utilizado con irritante exceso. Con más de quinientos médicos inversores, no había manera de que pudiese recordar todos los nombres. Esa realidad, y la necesidad de alentar a los médicos a admitir más pacientes, convenció a Angela para tragarse el enfado y aceptar la llamada. Supuso que sería respecto a la muerte del día anterior, y se preparó mentalmente para describir todo lo que se había hecho para evitar nuevas infecciones en el futuro.
—Primero quería asegurarme de que habían llegado las flores —dijo el interlocutor.
La mirada de Angela se posó en las rosas y su misterio. De pronto todo se aclaró. Hablaba con el Chet McGovern con quien había tomado una copa la noche anterior en el club y al que había «utilizado» para despejar su mente y quizá satisfacer su transitoria necesidad de contacto social con alguien del otro sexo.
—Las flores han llegado. Gracias. Ha sido de lo más inesperado. Confío en que signifiquen que me ha perdonado.
—Eso no es necesario ni decirlo —respondió Chet—, pero me lleva al motivo de mi llamada. Lo he pensado, y después de haber encontrado doscientos mil dólares en mi mesita de noche, he decidido invertirlos en Angels Healthcare.
Hubo una breve pausa.
—¿De verdad? —preguntó Angela, con la mente por un momento dudando entre lo que ella sabía que era la realidad y lo que deseaba que fuese la realidad.
Chet se echó a reír.
—Eh, solo era una broma. Qué más querría que tener doscientos mil dólares que me sobraran, pero no es el caso.
—Oh —dijo Angela en tono seco.
—No sé por qué tengo la molesta sensación de que no lo ha encontrado divertido.
—¿Cuál es la verdadera razón de esta llamada? —inquirió Angela en el mismo tono.
—He estado hablando con un par de mis colegas, uno de los cuales es una mujer muy sabia. Les mencioné nuestro encuentro de anoche y su rechazo a mi invitación de cenar hoy. Ella me dijo que se lo pidiese de nuevo y que fuese directo, aún a riesgo de herir mi frágil ego.
Angela sonrió a su pesar.
—¿Así que admite que tiene un ego frágil?
—Por supuesto. Algunas veces me lleva días recuperarme. Dicho esto, le pido de nuevo si quiere cenar esta noche para poner freno a la depresión.
Angela no pudo evitar reírse.
—Es usted persistente…
—No estoy seguro de que eso sea acertado. Llamar de esta manera y arriesgarme a otro rechazo no es mi estilo.
—Su sinceridad y humor me han intrigado, aunque no me gustó el chiste de los doscientos mil dólares. Fue como si se estuviera burlando de mí.
—¡De ningún modo! —exclamó Chet.
—No bromeaba cuando hablé de la necesidad de disponer de capital a corto plazo, y es por eso que con toda sinceridad no puedo aceptar su amable invitación. Realmente, estoy muy ocupada. No sería buena compañía incluso aunque tuviese tiempo.
—Estoy desilusionado, pero mi ego todavía está intacto, gracias a su diplomacia. Pero si de pronto se anima porque ha conseguido reunir el capital que necesita, o está deprimida porque no lo ha conseguido, llámeme. Estaré disponible al momento.
Cuando acabó la conversación, Angela giró su silla para mirar hacia la Quinta Avenida y el tráfico atascado. Las inesperadas invitaciones a cenar de dos hombres tan distintos era algo poco habitual, además de inquietante, ya que hacía que se cuestionara sus elecciones y estilo de vida, y se preguntara de nuevo cómo se había desviado en su vida. Una combinación de los procedimientos de reembolso del gobierno, que habían provocado la bancarrota de su consulta de atención primaria, y la desmoralizante experiencia del divorcio de Michael habían conseguido hacer tambalear su sistema de valores. Se había sentido desanimada. El éxito en los negocios, medidos por la riqueza y sus adornos, habían pisoteado los conceptos de altruismo y Caridad.
Angela se volvió de nuevo para mirar su mesa y los problemas a los que se enfrentaba Angels Healthcare. Un momento más tarde, Loren le llevó un sándwich y una Coca-Cola. Mientras comía, la mente de Angela volvió a ocuparse del nuevo problema planteado por el paradero de Paul Yang y el ordenador con el ocho-K. Era como perder una granada con el pasador quitado.
Con eso en mente, Angela cogió su BlackBerry para enviar un mensaje a Michael y preguntarle si sabía algo de por qué Paul no se había presentado al trabajo. Mientras sus pulgares se movían velozmente por el diminuto teclado, agradeció la capacidad que le daba ese instrumento para comunicarse sin hablar personalmente con él, lo que significaba que podría conseguir la información que necesitaba sin tener que soportar el agravio del contacto personal.
Una vez escrito el mensaje, estaba a punto de enviarlo cuando se le ocurrió un segundo pensamiento. Era muy consciente de los antecedentes y la infancia de Michael, y en ocasiones se había hecho inquietantes preguntas respecto a algunos de sus amigos y de su estilo de vida, incluidos sus supuestos clientes, pero nunca había hecho ninguna pregunta porque entonces no quería saberlo. En aquel momento, mientras se disponía a enviar el mensaje a Michael, tuvo una sensación similar y se preguntó si quería saber la respuesta a su pregunta. Con la vaga sensación de que en realidad no lo quería, guardó el mensaje en espera y dejó el BlackBerry a un lado. Ya se ocuparía de ello más tarde.