3 de abril de 2007, 10.20 horas
—Rodger Naughton la atenderá en un momento —dijo la secretaria—. ¿Quiere sentarse?
Desde la perspectiva de Angela, la mujer parecía más una autómata que una persona real. Como había estado muchas veces en el despacho de Rodger, esperaba algún pequeño gesto de reconocimiento y no aquella fría indiferencia, y aunque se lo esperaba por haberlo soportado en todas las ocasiones anteriores, no dejó de incomodarla.
Hasta donde podía recordar, siempre había sido una persona independiente que detestaba pedir favores, dispuesta a hacer lo que fuese por sí misma. A medida que creció, esta característica incluyó tener que pedir dinero. Sin embargo ahí estaba, sentada en el esplendor del Manhattan Bank and Trust con su metafórico platillo, obligada a suplicar un préstamo.
El único aspecto reconfortante era que la personalidad de Rodger era totalmente opuesta a la de la señorita Darton. Desde su primer encuentro, Angela lo había encontrado amable, voluntarioso y notablemente simpático. En otras circunstancias habría esperado con ganas la visita, pero aquel día no. Después de haberse levantado, haber enviado a Michelle a la escuela mientras continuaban con la discusión por el piercing en el ombligo, hablar con los consejeros sobre la muerte de EARM del día anterior y confirmar a Cynthia Sarpoulus que nadie la culpaba por el problema de la infección, Angela había intentado establecer una estrategia para convencer a Rodger de que le concediese un considerable crédito personal o diese a Angels Healthcare un préstamo comercial.
Por desdicha, no se le ocurría otra estrategia que no fuese ponerse de rodillas y mendigar. Dada la gravedad de la situación, lo haría si eso podía ayudar.
—El señor Naughton la recibirá ahora —dijo la señorita Darton. El único cambio en su expresión fue un ligero enarcamiento de las cejas y un pestañeo.
Con la sensación de que iba al despacho del director después de haber sido pillada cometiendo una infracción como fumar un cigarrillo en la habitación de las chicas, Angela entró en el despacho de Rodger.
—¡Angela! —exclamó Rodger con entusiasmo mientras se apresuraba a salir de detrás de la mesa con la mano extendida—. Qué alegría verla. Es todo un placer. Por lo general tengo que tratar con su director financiero, y no es que me disguste Bob Frampton. Es todo un caballero, pero si por mí fuese, preferiría tratar con usted directamente. ¡Por favor, no se lo diga! —Rio mientras estrechaba la mano de Angela con vigor y la acompañaba hasta una silla delante de su mesa.
Angela se sentó mientras miraba cómo Rodger volvía a su silla tapizada en cuero. Era un hombre apuesto, de aspecto juvenil y con una apariencia muy cuidada. Llevaba el pelo rubio corto y tenía los ojos azul claro. En el banco era uno de los varios gerentes encargados de las cuentas de las empresas de asistencia sanitaria. Por ser un negocio sin un techo visible de crecimiento, la asistencia sanitaria era de gran interés para los bancos en general y para el Manhattan Bank and Trust en particular. Cuando Angela había acudido al banco cinco años atrás en busca del primer préstamo para la creación de Angels Healthcare, le habían asignado a Rodger. Durante los años siguientes, Rodger había sido el enlace entre la compañía y el banco, y había ganado una considerable cantidad de dinero para la entidad financiera. Durante ese tiempo, Angels Healthcare había construido tres hospitales multimillonarios que habían sido verdaderas vacas lecheras hasta la reciente aparición del brote de EARM. Aquella era una realidad que Angela pensaba enfatizar, y con un poco de suerte aprovechar.
—¿Cómo está su hija? —preguntó Rodger con sincero interés.
—Aparte de la inevitable angustia preadolescente, está bien —respondió Angela, mientras su mente se preguntaba cómo empezar a pedir otro préstamo—. ¿Y la suya? —Sabía que Rodger tenía una hija un año mayor que Michelle, pero hasta ahí llegaba su conocimiento de la vida privada del hombre.
—Está luchando con los mismos problemas. Estoy aprendiendo que las hijas adolescentes pueden ser de armas tomar.
Angela recordaba con demasiada claridad sus propias dificultades de adolescente. Fue durante aquella estresante época cuando los problemas con su padre les habían llevado a una ruptura, y nunca los habían solucionado de verdad.
—Angela —continuó Rodger—. Supongo que está aquí por la llamada que hice a Bob, su director financiero. Quiero asegurarle que solo se trata de la política del banco. Los créditos de Angels Healthcare pasan automáticamente a mis manos cuando se acercan a un límite específico. Por supuesto, el problema es el crédito puente que acordamos hace poco más de un mes, combinado con la venta de bonos de la cuenta de gerencia de la empresa. Es parte de la política del banco que yo, como su gerente de enlace, haga la llamada. Puede estar tranquila, que no voy a reclamar ninguno de los préstamos concedidos.
—Se lo agradezco —dijo Angela, que gimió por dentro. Los comentarios, aunque hechos con la intención de tranquilizarla, habían tenido el efecto contrario. En realidad, Rodger le estaba diciendo que Angels Healthcare no tenía más crédito. No obstante, Angela se aclaró la garganta y añadió—: Pero su llamada a Bob no es la razón de mi visita.
—Oh. —Rodger se reclinó en la silla—. ¿En qué puedo ayudarla?
—Sé que está enterado de nuestra próxima salida a bolsa —comenzó Angela—. Está fijada para dentro de poco más de dos semanas, así que estamos en un período de silencio, y eso significa que no puedo divulgar ningún detalle específico. Solo puedo decir que nos han asegurado que la OPA será un éxito.
—Me alegro por usted —manifestó Rodger—. ¡Una colocación garantizadla! ¡Vaya!
—Las felicitaciones pueden ser un poco prematuras. El problema a corto plazo que motivó nuestra necesidad para un crédito puente un mes atrás ha costado mucho más de solucionar de lo que habíamos calculado. Necesitamos otro crédito puente, pero solo por tres semanas. El interés no importa, lo pagaremos de inmediato.
Rodger se inclinó hacia delante. Su silla chirrió. Se frotó la frente y soltó un silbido. Luego miró a Angela. De pronto pareció cansado, e incluso un poco triste.
—¿De qué cantidad está hablando?
—Doscientos mil dólares es lo que queremos, pero aceptaremos lo que pueda darnos.
—Está pidiendo lo imposible. —Rodger respiró profundamente—. Cuando dije que los préstamos a su empresa se estaban acercando al límite, no fui del todo claro. Ya están en el límite. Me temo que han sacado el máximo.
—¿No pueden hacer una excepción? —preguntó Angela. Detestaba suplicar, pero no tenía alternativa—. Lleva trabajando con nosotros casi cinco años. Usted sabe cómo funciona la actual economía médica. Sabe lo bien posicionados que estamos. Seremos la primera empresa de hospitales especializados que saldrá a bolsa después de que se levantase la moratoria del Senado el pasado octubre. Sabe que recibiremos una cantidad casi ilimitada de ganancias; garantizadas por la manera en la que los reembolsos de la Seguridad Social priman las operaciones. También sabe que Angels Healthcare se convertirá en una gran empresa, y que el Manhattan Bank and Trust continuará siendo nuestro banco, con usted como nuestro gerente de relaciones. Le doy mi palabra. Incluso lo pondré por escrito.
—¿Qué hay de sus bienes personales? —quiso saber Rodger—. Puedo darle un préstamo sobre el patrimonio neto de su casa. Yo mismo lo gestionaré. Puedo tener el dinero para usted…
—Eso no funcionará —lo interrumpió Angela—. Ya he hipotecado todo el patrimonio neto de mis bienes personales, incluidas mis joyas. ¡Todo!
Durante unos minutos, reinó el silencio en el despacho de Rodger. El único sonido era el tictac del reloj de mesa Tíffany. Un delgado rayo de luz de sol entraba en el despacho. Un millón de motas de polvo bailaban silenciosamente en su luz.
Rodger se echó hacia atrás y levantó las manos. Sacudió la cabeza.
—Lo siento. No puedo autorizar un crédito sin una garantía. No es que no quiera hacerlo; solo que no está en mi poder. Lo siento, Angela. La admiro mucho como doctora, empresaria, y ser humano. Pero no puedo.
—¿Qué pasa con alguien que esté más arriba en la jerarquía del banco? Sin duda alguien puede autorizar dicho crédito, máxime si se considera el dinero que el banco ha ganado a corto plazo y el que ganará más adelante.
—Lo intentaré —dijo Rodger sin mucho entusiasmo—. Enviaré la solicitud a mis superiores.
—¿La recomendará? —preguntó Angela.
—Recomendaré que la consideren —manifestó Rodger, que eludió la pregunta.
—Gracias. —Angela se levantó, consiguió esbozar una media sonrisa y estrechó la mano de Rodger por encima de su mesa inmaculada. Fue entonces cuando vio sobre esta la foto enmarcada de una niña de más o menos la edad de Michelle. No había ninguna foto de familia, ni de una esposa.
—Sin embargo, debo decirle que aunque se aprobara el préstamo, pasarían varias semanas para completar el proceso. Lo siento, Angela. Por favor no lo tome como algo personal. Si de mí dependiese, lo haría al instante.
Angela se dirigió hacia la puerta. Cinco minutos más tarde estaba en la calle intentando coger un taxi para ir al centro. Aunque el resultado de la reunión había sido el que esperaba, estaba deprimida. De las dos reuniones que tenía aquella mañana, la que acababa de tener con Rodger al menos había sido cordial. La siguiente con su ex marido, Michael Calabrese, seguramente no lo sería; casi nunca lo era. Si bien Angela adoraba a su hija, a menudo lamentaba que la niña la atase inexorablemente a un continuado contacto con un hombre al que deseaba no haber conocido nunca, y mucho menos haberse casado con él. Por supuesto, había empeorado la situación al permitirle, contra su prudente juicio, actuar como agente de colocación de su empresa cuando había fundado Angels Healthcare.
La colaboración no había sido premeditada. La custodia compartida requería un contacto continuo, y Michael había aprovechado la oportunidad para preguntar a Angela acerca de sus experiencias para conseguir su máster en administración de empresas. Pese a que Michael había trabajado en el negocio bursátil con Morgan Stanley desde que se había licenciado en Columbia, donde había conocido a Angela, nunca había obtenido el título. Su curiosidad por las experiencias en el máster de Angela había sido una combinación de genuino interés y algo de celos. Como su padre, Michael se había sentido retado por el título de médico de Angela, sobre todo cuando sus amigos se burlaban diciendo que ella era el cerebro y él el músculo. Aunque estaban divorciados, que Angela hubiera obtenido un máster en empresariales, un campo donde él afirmaba ser el experto, había reavivado los sentimientos de inseguridad motivados por sus estudios. Las discusiones siempre acababan con ambos irritados, hasta el día en el que Angela describió un plan empresarial que estaba trazando como ejercicio para uno de sus cursos. Cuando acabó la descripción, Michael se sintió tan impresionado que la alentó a convertirlo en una empresa real. Le dijo que podía conseguir capital de lo que llamó sus clientes «de verdad únicos». Nunca le había explicado qué había querido decir con «de verdad únicos», pero Angela tenía razones para creer que no estaba alardeando. Michael, por aquel entonces, había dejado Morgan Stanley para formar su propia empresa bursátil. Por ello, a menudo trabajaba con su antiguo empleador Morgan Stanley, en las ofertas públicas de acciones, y le iba muy bien.
Animada por la insistencia de Michael, Angela acudió a varios de sus profesores, que también estaban intrigados por su plan empresarial, y utilizó sus contactos para fundar Angels Healthcare. Fiel a su palabra, Michael reunió parte del capital inicial de sus clientes, e incluso un posible «inversor ángel» formado por un sindicato de los mismos clientes, que aportó quince millones de dólares además del reciente crédito puente convertible en acciones. Sin embargo, el verdadero éxito llegó gracias a los esfuerzos de Angela, que recaudó el resto del capital. Durante sus estudios empresariales, había trabajado a tiempo parcial en el University Hospital y, como una vendedora innata, logró interesar a un grupo de ansiosos inversores médicos, que a su vez convencieron a otros colegas, y estos interesaron a más doctores de otras instituciones en un rápido proceso de crecimiento. Estos médicos inversores no solo aportaron dinero, sino que una vez construidos los hospitales, llevaron centenares de pacientes, que era en esencia el factor crítico de todo el plan.
Angela bajó del taxi delante de un gran edificio de oficinas de mármol y cristal, no muy lejos de la Zona Cero. Michael compartía la planta con otros agentes financieros independientes. Cada uno tenía su propio despacho, pero compartían las zonas comunes y los servicios de secretariado. Era un arreglo conveniente para todos, dado que gozaban de mejores oficinas y servicios de los que habrían tenido de forma independiente. El despacho de Michael tenía una impresionante vista del Hudson, con la Estatua de la Libertad en medio del río, en su minúscula isla. Al otro lado se alzaban los edificios de apartamentos de New Jersey.
La puerta de Michael estaba entreabierta, y dado que la secretaria compartida estaba a considerable distancia, Angela entró sin más. Su ex estaba al teléfono, reclinado en la silla con las piernas cruzadas y los pies apoyados en una esquina de la mesa. Su chaqueta estaba colgada del respaldo de la silla, el nudo de la corbata flojo y el botón superior del cuello desabrochado. Era la viva imagen de la tranquilidad. Sin interrumpir la conversación, hizo un gesto a Angela para que se sentara en el sofá.
Angela se quitó el abrigo, lo colocó sobre el brazo del sillón, dejó el maletín en el suelo y se sentó. En la mesa de centro que tenía delante estaban los habituales objetos masculinos, incluida una botella llena de un líquido ámbar, varios anticuados vasos de cristal tallado y un humidificador de caoba con un medidor de humedad incorporado. En la pared había un televisor de pantalla plana donde por la parte inferior pasaban las cotizaciones de la bolsa y en la superior había unos silenciosos locutores.
Ver a su ex marido le aceleró el pulso, pero ciertamente no por atracción, aunque debía admitir que era apuesto. Sus facciones eran angulosas y fuertes, y llevaba su pelo color antracita peinado hacia atrás. Con una mano sostenía el teléfono, y con la otra gesticulaba en el aire a medida que avanzaba la conversación. Era obvio que intentaba convencer a alguien de algo.
Angela lo conoció cuando ella estaba en primer curso y él en los últimos de la Universidad de Columbia, y la conquistó. Ella creía que era exactamente lo que buscaba. Muy masculino, un buen estudiante, un tanto rebelde, que hablaba con claridad, al parecer sincero, popular entre sus camaradas nuevos y antiguos, apasionado y abierto en su interés por ella, romántico con pequeños gestos como regalarle flores en ocasiones especiales, y —muy importante para Angela— sin miedo a mostrar sus emociones. En resumen, era opuesto a su padre, un perfil que Angela exigía en cualquiera que pudiera considerar para una relación a largo plazo. Incluso apreciaba sus antecedentes como trabajador y su confirmada lealtad con sus amigos del instituto, de los cuales pocos habían podido ir a la universidad. Sugería que él tenía firmes valores. El único fallo fue la noche que Michael admitió que su dominante padre no había escatimado los correazos en su fanática obsesión de que sus hijos fuesen a una universidad de primera. Dado que el modus operandi había funcionado con Michael aunque no con su hermano mayor, Angela no hizo caso del viejo proverbio de que el fin no justifica los medios, aunque debería haberlo hecho. De una manera muy fea, resultaría profético.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —dijo Michael a modo de despedida, mientras agitaba la mano libre en el aire como si estuviese espantando un insecto molesto—. ¡Llámame! —Colocó el auricular a un palmo del teléfono y lo dejó caer—. Dios, algunos tipos son unos gilipollas.
Angela, con mucha prudencia, contuvo la lengua.
—Bueno —dijo Michael, y se levantó con su metro noventa de estatura—. ¿Qué pasa? —Rodeó la mesa, cogió una silla, la acercó a la mesa de centro y la giró para sentarse. Con los brazos cruzados y apoyados en el respaldo, miró a Angela con una irónica y desafiante sonrisa que, por desgracia, evocó tantos desagradables recuerdos que Angela descartó su plan inicial de limitar la conversación a la urgente necesidad de disponer de dinero en efectivo que afectaba a la empresa y después marcharse. En cambio, dijo:
—Primero vamos a aclarar algunos asuntos menores.
—Vale. ¿Cuál es tu idea de asuntos menores?
—¿Por qué demonios has permitido a nuestra hija de diez años que se perfore el ombligo antes de hablar conmigo?
—La pequeña lo quería. ¿Por qué no?
—¿Es esa razón suficiente para permitírselo? —preguntó Angela sin disimular su incredulidad—. ¿Solo porque ella lo quiere?
—Me dijo que todas sus amigas lo habían hecho.
—¿Tú la creíste?
—¿Por qué no iba a crearla? Es la moda.
Angela comprendió que era una pérdida de tiempo continuar aquella conversación. Michael nunca había sido un buen padre, ni tampoco un buen marido. Solo después de haberse casado, Angela se enteró de que Michael tenía una idea muy de «trabajador» respecto a los deberes matrimoniales. En su mente, su papel era volver a casa del trabajo, sentarse delante de la tele y mantener a su familia informada de los acontecimientos de la actualidad, en particular de los deportes. Eso ocurría las noches que no se reunía con sus amigos, en unas supuestas cenas de trabajo en Manhattan. Habían desaparecido los gestos románticos y los cumplidos. Angela se quedó embarazada y toleró su relación cada vez más deteriorada, con la vana ilusión de que el nacimiento del hijo tan esperado haría que Michael volviese a ser la persona que había sido durante el noviazgo. Pero el nacimiento de Michelle solo complicó todavía más la vida de Angela, que intentaba con desesperación buscar el equilibrio entre las practicas de medicina y los rigores de criar a un recién nacido. Michael se negaba a ayudar, excepto en las cosas más superficiales. Incluso se vanagloriaba sin recato de no haber cambiado nunca un pañal. Tales tareas estaban simplemente por debajo de la dignidad de un joven y prometedor agente de inversiones.
—Escucha —dijo Angela, que intentó mantener la calma todo lo posible—, no vamos a discutir, pero te aseguro que no todas sus amigas lo tienen. Además siempre existe el riesgo de infección.
—¿Hay problemas de infección?
—¡Por supuesto! Pero la cuestión es que cuando surge algo como esto y tú crees que hay alguna posibilidad de que yo tenga una opinión formada al respecto, habla conmigo antes de tomar una decisión.
—Muy bien —asintió Michael, que puso los ojos en blanco—. Vale, ya has dicho lo que querías sobre el piercing. ¿Qué más? Diste a entender que había más cosas.
—Sí —dijo Angela mientras buscaba las palabras correctas—. Quiero que sepas con toda claridad que decirle a Michelle que fue culpa mía que tú y yo nos divorciáramos es inaceptable. Intentar que Michelle tome partido en un problema entre tú y yo no está bien. Tienes que dejar de hacerlo.
—Eh, yo no presenté la petición de divorcio, fuiste tú —replicó Michael—. Yo no quería divorciarme.
—Quién presentó la petición de divorcio no tiene nada que ver con la causa —afirmó Angela con viveza—. Fue tu comportamiento lo que nos llevó al divorcio.
—Vale, me emborraché y te pegué. Dije que lo lamentaba. ¿Qué eres tú, doña perfecta?
—No fui yo quien tenía aventuras. Además te emborrachaste y me pegaste más de una vez.
—No tenía aventuras. Solo estaba descargando presión. Muchos tipos lo hacen, sobre todo cuando sus esposas se marchan a los Hamptons en verano. No significa nada. Solo copas y diversión.
—Vivimos en planetas distintos —manifestó Angela—. Pero no he venido aquí a discutir. El pasado es pasado para nosotros, excepto por Michelle y Angels Healthcare. Por el bien de Michelle, no hables de quién tuvo la culpa del divorcio. Tú puedes pensar de una manera, y yo de otra. No la confundas con acusaciones. Yo solo le digo que no funcionó. No intento influir en su relación contigo. Eso es algo entre tú y ella.
—De acuerdo —dijo Michael, que de nuevo puso los ojos en blanco. En última instancia, no le importaba. Su vida actual era mucho mejor que la que había llevado cuando estaban casados. Pero en aquel momento le molestó que Angela tuviera la desfachatez de solicitar el divorcio y ponerlo en una situación embarazosa. Nunca se lo habría esperado. Ninguno de los otros tipos se había divorciado. Demonios, algunos de ellos tenían amantes e incluso se permitían aparecer en público con ellas.
—De lo que en realidad debemos hablar es de Angels Healthcare —dijo Angela.
—Espero que no hayas venido para decirme que aquel contable tuyo presentó el maldito ocho-K.
—No, no estoy aquí por eso —explicó Angela, negando con la cabeza—. Hoy todavía no le he visto. He estado en el despacho solo un momento antes de ir al banco, y luego he venido aquí. ¿Por qué me preguntas si lo presentó? Me aseguraste que conocías a alguien que hablaría con Paul Yang, y no habría ningún problema.
—Es verdad —dijo Michael—. Entonces ¿de qué quieres hablar?
—Necesito reunir más dinero. Si no lo hago, no estoy segura de que podamos llegar a la OPA con nuestra actual liquidez. ¡Tienes que ayudarme!
—No hablas en serio.
—Hablo muy en serio.
—¿Qué demonios ha pasado con el cuarto de millón de dólares que reuní para ti el mes pasado?
—Fue hace más de un mes.
—Eso es gastar a manos llenas.
—No se ha gastado todo, pero sí, se gasta muy rápido. Buena parte ha ido a los proveedores. Pero el verdadero problema es mantener los tres hospitales abiertos con muy pocos ingresos.
—La última vez que estuviste aquí me dijiste que teníais un problema de infecciones, y que muy pronto estaría solucionado. Dijiste que los ingresos se normalizarían muy pronto.
—No ha sido así.
—¿Por qué no? —preguntó Michael.
—La última vez que estuve aquí nuestros quirófanos estaban cerrados. Aparte de la pérdida de ingresos, el coste de contener la infección fue cuatro veces superior a la estimada, aunque las cosas mejoran. Ahora tenemos los quirófanos abiertos, pero la ocupación es baja. Excepto por unos pocos que nos son leales, nuestros médicos todavía desconfían. Las cosas mejorarán, pero no tan pronto como deseamos.
Michael se pasó una mano por la frente en un gesto nervioso y miró la plácida extensión del río Hudson.
Angela lo miró lo conocía lo bastante bien como para reconocer la verdadera ansiedad. A él no le gustaba en absoluto lo que estaba escuchando. Se inquietó un mes atrás cuando le fue con sus quejas pero ahora estaba más inquieto. No solo había comprometido una gran suma de dinero de sus clientes en Angels Healthcare, sino que también había comprometido mucho del suyo, sin mencionar su relación de trabajo con Morgan Stanley, a quien había convencido para que fuese el vendedor de la OPA.
Michael miró de nuevo a Angela. Se humedeció los labios.
—¿De qué cantidad de dinero estamos hablando?
—Mi director financiero dice que nos arreglaríamos con doscientos mil.
—¡Hostia santa! —exclamó Michael, que se levantó de un salto y echó a andar por su despacho—. Dime que bromeas —añadió, y se detuvo de pronto para mirar a Angela con una expresión expectante—. Dímelo. Me estás contando una historia como parte de un estudio psicológico.
—Te estoy diciendo las cosas tal como son. Esta es una situación demasiado grave para bromear o jugar.
—¿Qué diablos hace con el dinero tu director financiero?
—Michael, es muy caro mantener tres hospitales. Tú has visto nuestros libros. Solo los salarios ya son enormes, y los costes no desaparecen porque no haya ingresos. El hospital de ojos y el de corazón producen algo de dinero, pero el ortopédico casi no da nada. Hemos dejado marchar a algunas personas, pero estamos limitados si no queremos llamar la atención sobre nuestras dificultades de liquidez, algo que no queremos hacer. Muchos de nosotros ni siquiera hemos cobrado desde hace meses.
—Esto cada vez me da más mala espina. Ayer llamaste para hablar del problema con el contable. Hoy apareces para pedirme que reúna otros doscientos mil. ¿Qué pasará mañana?
—¡Espera un momento! —se enfadó Angela—. Fuiste tú quien se ofreció a ayudar con el contable cuando surgió el tema hace una semana. Dijiste que conocías a unas personas que podrían convencerlo de que presentar el ocho-K no era necesario. —Angela hizo una pausa antes de continuar—: Solo necesitamos el dinero durante tres semanas como máximo. Entonces Angels Healthcare estará nadando en dinero, incluso teniendo en cuenta la enorme cantidad que debemos pagar a Morgan Stanley.
—No te quejes de la comisión de Morgan Stanley. Ellos son quienes corren aquí el mayor riesgo, y por lo que estás diciendo, es incluso mayor de lo que creen.
—¡Acude de nuevo a tus clientes! Ofréceles lo que sea. Probé con el banco, supliqué a Rodger pero no hubo manera.
—No puedo volver a recurrir a mi cliente —dijo Michael en un tono que indicaba que no había lugar a discusión.
—¿Cliente? ¿Creía que eran clientes? —Ella estaba desconcertada. Él siempre había dicho clientes. Estaba segura.
—En realidad es un único cliente —admitió Michael a regañadientes.
—¿Por qué no puedes acudir a él? Sin duda no querrá arriesgar sus ganancias, con tantas acciones y opciones como controla.
—Eso es lo que le dije cuando fui a pedirle el cuarto de millón de dólares.
—Díselo de nuevo. Asumo que es un hombre listo. Repítele exactamente lo que te he dicho: que los quirófanos están abiertos.
—Es un hombre muy listo, sobre todo cuando se trata de dinero. Si voy a verlo en estos momentos, sabrá que estamos desesperados.
—Estamos desesperados.
—Sea verdad o no, es una mala posición negociadora. Puede que reclame asumir el control.
Ahora fue el turno de Angela de mirar el río. La idea de perder el control de su empresa era anatema después de tantos esfuerzos. Sin embargo, ¿qué otras opciones tenía? Por un momento pensó en volver a ejercer la medicina y renunciar al mundo empresarial. Pero el pensamiento duró poco. Era lo bastante realista como para saber que la libertad que su actual estilo de vida le permitía, al menos antes del problema de la falta de liquidez, era adictivo. No pudo evitar recordar su desastrosa experiencia con su consulta de atención primaria y compararla con las realidades del actual sistema de reembolsos, que estaba totalmente fuera de su control. También se recordó a sí misma que era persistente. No iba a renunciar cuando estaba a cien metros de la línea de llegada después de correr toda la maratón.
—Deja que hable yo en persona con tu cliente —dijo Angela, que rompió el silencio. De pronto volvió su atención hacia Michael, que estaba de nuevo sentado en la silla. Unas gotas de sudor perlaban su frente.
—¡Oh, sí, claro! —se burló Michael, como si fuera la propuesta más ridícula que ella hubiese podido hacer.
—¿Por qué no? Si tiene preguntas podrá formulármelas en persona en lugar de a través de ti. Puedo convencerlo. Con toda la experiencia que he acumulado, soy muy buena a la hora de persuadir a los inversores.
—Mi cliente ha dejado sobradamente claro que solo quiere hablar conmigo de asuntos de inversión.
—Oh, vamos, Michael, no voy a robarte tu cliente, no seas tan paranoico.
—No soy yo el paranoico, es él. Tienes que comprender la situación; hay varias empresas intermediarias entre él y su posición en Angels Healthcare, como también en otros negocios pendientes.
—¿A qué viene tanto secreto? ¿Hay algo que no me estás diciendo?
—Solo sigo sus órdenes.
—¿Es tu principal cliente en tus colocaciones?
—Digamos que es alguien importante. No puedo ser más específico.
Angela miró a su ex. Tanto secretismo aumentaba su inquietud. Aunque en realidad no sabía por qué, estaba claro que Michael no tenía ninguna intención de darle más explicaciones. En lugar de insistir, dijo:
—¿Por qué no buscas el dinero de otro inversor? Haz un trato favorable con alguno de tus otros clientes.
—Tenemos muy poco margen para eso. No conozco a nadie a quien pueda abordar.
—Entonces ¿qué me dices de ti mismo? Yo ya he hipotecado todo lo que tenía.
—Yo también.
—¿Qué hay de tu avión?
—También hipotecado. Diablos, lo están utilizando como avión chárter.
Angela levantó las manos y se puso en pie.
—No queda mucho más que pueda decir o hacer. Me temo que nuestro destino está en tus manos, Michael. Tú eres nuestro agente de colocación, para bien o para mal.
Michael respiró profundamente.
—Quizá pueda reunir cincuenta mil dólares —dijo sin mucho entusiasmo. Después de todo se había comprometido con la gente, y si aquella OPA fracasaba, sabía que estaría con el agua al cuello, y no solo financieramente.
—Ya es un comienzo —manifestó Angela—. No puedo decir que garantizará el éxito, pero serán muy bienvenidos, ¿qué quieres como compensación?
—El doce por ciento como préstamo, pero convertible en cien mil dólares de acciones preferentes si lo deseo.
—¡Jesús! —murmuró Angela, y luego en voz alta, añadió—: Le diré a Bob Frampton que te llame tan pronto como llegue al despacho. ¿Cuándo tendremos el dinero?
—En un día o poco más —respondió Michael distraído. Ya estaba pensando en cómo conseguiría reunir esos fondos. No había bromeado cuando le había dicho a Angela que estaba hipotecado, aunque sí tenía algunos futuros del oro que había conservado por si ocurría un desastre. Se dijo que aquel podría ser el desastre.
—Estaré en mi despacho apagando fuegos si se te ocurre alguna idea brillante —manifestó Angela mientras recogía el abrigo y el maletín.
Miró a Michael antes de marcharse. Él volvía a mirar por la ventana.
Mientras iba hacia el ascensor, se preguntó si Michael era su propio peor enemigo. Siempre había pensado en aquel refrán que decía que puedes sacar a un chico del campo, o en este caso, de su viejo barrio, pero a menudo no podías sacar el campo del chico, máxime cuando Michael había vuelto a su viejo barrio después del divorcio. Para Angela, la historia de Michael sonaba a tragedia griega. Michael era un individuo inteligente, bien educado, apuesto y a menudo encantador, que lo tenía todo para triunfar en muchos frentes, y sin embargo cargaba con un fallo trágico: era prisionero de su pasado, cuando sin saberlo adoptó unas actitudes y unos valores que en última instancia era destructivos.
Al pensar en Michel de ese modo, Angela no pudo evitar reflexionar sobre sí misma. Como persona realista que era, sabía que también cargaba con un lastre emocional de su pasado, y que su vida actual distaba mucho de ser serena. Al entrar en el ascensor, se preguntó si tenía un fallo trágico que explicara por qué había pasado de ser una idealista estudiante de primer año de medicina a hacer lo que estaba haciendo entonces: mendigar dinero a un hombre que despreciaba, para poner en marcha su naciente imperio financiero.