5 de abril de 2007, 20.05 horas
Poco después de las ocho, ya estaba lo bastante oscuro como para que Angelo pudiera hacer una rápida visita al club náutico. Aquella mañana, tras el secuestro, habían ido hacia el sur hasta un garaje donde conocían a Franco. No habían tenido problemas para trasladar a la aterrorizada Laurie de la furgoneta blanca a la azul. En aquel momento, Richie y Freddie se llevaron la furgoneta blanca de regreso a Queens, donde desapareció entre otros muchos vehículos.
Mientras tanto, Angelo y Franco llevaron la furgoneta azul, con Laurie en su interior, a New Jersey, donde encontraron un motel barato de dudosa reputación que alquilaba habitaciones por horas. Lo más importante para Angelo era que las entradas de las habitaciones estaban en el lado opuesto de la sucia recepción. Deseaba poder llevar discretamente a Laurie al interior, y no pudo quejarse. A aquella hora de la mañana, el motel estaba desierto.
Richie y Freddie regresaron poco antes del mediodía; llevaban comida de Johnny’s y un par de cajas de cerveza. Los cuatro hombres pasaron las primeras horas de la tarde jugando a las cartas, comiendo bocadillos y, en general, entreteniéndose.
Fue después de la partida de cartas cuando Angelo decidió ocuparse de Laurie. Después de hacerle prometer que no montaría un escándalo, le quitó la cinta adhesiva y dejó que escupiera la mordaza. Luego le preguntó si tenía sed, y cuando respondió que sí, le acercó el vaso ya preparado. Laurie bebió a pesar del extraño sabor; a partir de entonces, todo fue muy fácil. Angelo había echado en la bebida una de sus pequeñas pastillas blancas. Más tarde le dieron otra para hacer que el traslado desde la furgoneta hasta el barco no presentase dificultades.
—Muy bien, muñeca —dijo Angelo mientras sacudía el hombro de Laurie—. Vamos a dar un bonito paseo en barco.
Sacaron a Laurie de la habitación del motel y la subieron a la furgoneta. Después de las dos pastillas de Rohypnol, ni siquiera necesitaba las ligaduras, pero prefirieron ponérselas. Angelo se sentó al volante y Franco iba a su lado mientras que Richie y Freddie iban en el coche del primero; el grupo inició el viaje hacia el frente marítimo. Una vez allí, se dirigieron sin más hacia el puerto deportivo. Todo iba bien hasta que el muelle quedó a la vista. En aquel momento vieron algo que no habían visto las noches anteriores: un coche.
Angelo detuvo la furgoneta. Richie frenó detrás.
—¿Puedes ver qué coche es? —preguntó Angelo.
Franco se inclinó hacia delante hasta casi tocar el parabrisas con la nariz.
—No es fácil, pero diría que es un Cadillac. Un Cadillac negro.
Franco se echó hacia atrás y miró a Angelo.
—¿Vinnie dijo que vendría?
—A mí no me dijo nada. ¿Crees que es Vinnie?
Franco se encogió de hombros.
—Podría ser.
Angelo puso en marcha la furgoneta y avanzó poco a poco. No le gustaban las sorpresas, y sabía que a Franco tampoco. Cuando estaban a unos veinte metros, frenó de nuevo. Esta vez, los dos se esforzaron para ver qué coche era.
—Creo que es Vinnie —dijo Angelo.
Franco se bajó, y en el momento de cerrar la puerta, comprobó que era el coche de su jefe. Caminó hasta la ventanilla del conductor y golpeó el cristal. El tintado le impedía ver si había alguien en el interior. Pero entonces, al mirar hacia el yate, salió de dudas. Por uno de los ojos de buey salía un rayo de luz que proyectaba un débil reflejo sobre el agua.
Volvió a la furgoneta y Angelo bajó el cristal de su ventanilla.
—Todo en orden —le informó Franco—. Es el jefe. Ya está en el barco.
—Me pregunto por qué —dijo Angelo. No estaba muy seguro de querer compartir aquella experiencia con nadie.
—Y yo qué sé.
Aparcaron, sacaron a Laurie de la furgoneta, le quitaron las ligaduras de los tobillos y la hicieron caminar por el muelle. Casi como una repetición del secuestro de la mañana, tuvieron que llevarla casi en volandas, pero no porque ofreciera resistencia.
—Creo que te has pasado con las pastillas —comentó Franco. Debido a su estado comatoso, Laurie parecía pesar muchísimo para ser una persona menuda.
—¡Hola, muchachos! —les gritó Vinnie cuando se acercaron. Había estado en las sombras de la cubierta de popa, pero entonces se mostró un poco más. Se escuchó el tintineo de los cubitos en la anticuada copa—. Espero que no os moleste mi presencia, pero no quería perderme la diversión. Ya he visto que habéis traído el cemento rápido y todo lo demás.
—Lo compramos ayer —le explicó Angelo—, y lo hemos subido a bordo hoy.
—Buen trabajo —aprobó Vinnie con calma—. También he traído a alguien conmigo. —Hizo un gesto hacia las sombras. Michael Calabrese avanzó a regañadientes con una débil sonrisa—. Se me ocurrió pensar —añadió Vinnie, al tiempo que pasaba un brazo por los hombros de Michael— que Mickey siempre nos endilga estos trabajos pero nunca se ensucia las manos. ¿Sabéis a qué me refiero? Solo es por prudencia hacer que participe. Si alguna vez se ve en un apuro, no podrá levantar las manos y decir que él no sabía qué estaba pasando cuando estas agradables personas desaparecieron. Angelo, sé que este es tu espectáculo, pero espero que no te importe compartirlo. ¿Es demasiado pedir?
Angelo se mordió la lengua y ayudó a Franco a subir a Laurie por la pasarela.
—No he escuchado tu respuesta —insistió Vinnie.
—A mí me vale —murmuró Angelo mientras llevaban a la mujer a través de la cubierta de popa.
—¡Ya está, Mickey! —exclamó Vinnie con una palmada en la espalda de Michael—. Se han acabado tus temores. Angelo está contento de tenerte a bordo, así que vamos a divertirnos.
Franco y Angelo se ocuparon de dejar a la drogada Laurie en uno de los camarotes, y Richie y Freddie soltaron las amarras. Vinnie subió al puente muy contento, y tras dejar la copa de whisky a su lado, puso en marcha los motores y apartó el barco del muelle. Mientras navegaban hacia el centro del río, Vinnie gritó que alguien pusiera uno de sus CDs de Frank Sinatra. Unos minutos más tarde, se escuchó la voz del hijo predilecto de Hoboken, para gran placer de todos.
Hacía una noche agradable. Soplaba poco viento y el agua estaba en calma. Una media luna asomaba por el serrado y resplandeciente perfil urbano. Al norte se veían las luces del puente George Washington con la vía Martha Washington recatadamente debajo. Al sur, a media distancia, estaba su destino aproximado: la iluminada Estatua de la Libertad. Al cabo de diez minutos, todas las preocupaciones, las inquietudes y los enfados habían quedado barridos por la suave brisa y el fuerte pero adormecedor murmullo de los motores. Todos estaban en el puente o bien sentados sobre las bordas a popa, excepto Laurie, que dormía bajo los efectos de la inesperada medicación, y Angelo, que se ocupaba de los preparativos para la verdadera razón que los había llevado allí.
En cuanto acabó. Angelo pidió a Franco que lo ayudara a subir a Laurie a cubierta.
—Tenías razón —admitió—. Creo que nos hemos pasado con la dosis. No se despertará.
Franco siguió a Angelo a la cubierta inferior y Richie bajó con ellos por si necesitaban más ayuda. Unos minutos más tarde reapareció el grupo cargado con Laurie y un bidón de veinte litros donde tenía metido los pies. Freddie se levantó de un salto de la silla plegable para que pudieran sentarla.
Todos se reunieron alrededor de la mujer. Incluso Vinnie bajó del puente después de conectar el piloto automático. Freddie fue a buscar una cuerda para mantener a Laurie erguida. Vinnie metió la mano en el bidón para comprobar la consistencia del cemento.
—Impresionante —afirmó Vinnie. Las piernas de Laurie estaban enterradas casi hasta la mitad de la pantorrilla—. Está casi seco.
—Solo tarda media hora —le explicó Angelo—. Es cemento hidrofílico. El tipo de la ferretería nos lo recomendó.
Vinnie miró a Angelo y le preguntó en son de broma:
—No le habrás dicho para qué ibas a usarlo, ¿verdad?
Todos se rieron mucho.
—El problema es que está dormida —dijo Angelo contrariado—. Quiero que sufra. En cambio, parece estar divirtiéndose.
—Intenta despertarla —le propuso Vinnie.
Angelo palmeó la mejilla de Laurie con la mano abierta un par de veces, pero no obtuvo respuesta. Lo intentó más fuerte. No tuvo mejor resultado.
Vinnie miró a Richie.
—Sube al puente y pilota esta bestia. No podemos dejar que siga en piloto automático. Corremos el riesgo de chocar contra alguna cosa.
Richie subió de mala gana la escalerilla del puente. No quería perderse la diversión.
—Tendremos que conformarnos con lo que hay —le dijo Vinnie a Angelo y, para el grupo, añadió—: Vamos a tomar otra copa y a brindar por la venganza de Angelo.
La juerga fue en aumento mientras el yate mantenía el rumbo hacia la Estatua de la Libertad. Sonaba un segundo CD de Frank Sinatra, y cuando se escuchó «My Way», cantaron a coro. Cuando llegaron a la altura de la famosa estatua, Vinnie le gritó a Richie que pusiera rumbo hacia el puente Verrazano.
—Eh, es mi turno de divertirme —se quejó Richie—. ¿Por qué no viene otro a pilotar este trasto?
Vinnie miró a Freddie y le señaló la escalerilla del puente.
—Tu turno —le ordenó con una sonrisa un tanto ebria.
Veinte minutos más tarde, Vinnie hundió el dedo en el bidón. El cemento hidrofílico había fraguado y resultaba fresco al tacto.
—Creo que está a punto —le dijo a Angelo, que palpó el cemento antes de asentir.
Vinnie se acercó a la escalerilla y gritó a Freddie que redujera la velocidad. Miró a Angelo.
—Este parece un lugar tan bueno como cualquier otro. —Estaban en la desembocadura del estrecho, delante mismo del puente Verrazano Narrows.
—A mí ya me vale —asintió Angelo alargando las palabras.
—Freddie —gritó Vinnie desde el pie de la escalerilla—. Pon los motores en punto muerto y baja si quieres.
—Eh, muchachos —dijo Angelo—. Por lo visto, la brisa marina le ha sentado de maravilla. Parece estar despertando.
—Sí, así es —confirmó Vinnie.
—Vamos a darle un poco más de tiempo —propuso Angelo—. Quiero que se entere de lo que pasa cuando la echemos por la borda con sus zapatos de cemento.
—Perfecto —dijo Vinnie—. Es el momento para otra ronda. —Todos aplaudieron, incluso Richie, hasta que su jefe añadió—: Tú no, Richie. Esta noche te toca conducir.
Pasó una agradable media hora, mientras los hombres sentados alrededor de Laurie contemplaban cómo recuperaba la conciencia poco a poco. Llevaba unos quince minutos haciendo movimientos espasmódicos, y por fin sus ojos se habían entreabierto.
Aunque era obvio para todos, excepto para Facciolo, que la mujer no estaba lo bastante despierta, Angelo insistió en hablarle para que fuera consciente de su destino. Pero acabó por comprender que sus esfuerzos eran en vano.
Angelo se levantó con una mano apoyada en la borda y anunció:
—Vamos a hacerlo. —Desató la cuerda de alrededor del torso de Laurie que la había estado manteniendo erguida en la silla.
—¡Quiero que ayudes! —le dijo Vinnie a Michael, y le dio otra palmada en la espalda.
—Por mí no te preocupes —replicó Michael—. No quiero estropearle la diversión.
—Tonterías —exclamó Vinnie—. Esto es una actividad comunitaria. Insisto.
Michael observó el rostro de Vinnie. Comprendió que hablaba en serio. Muy a su pesar, se colocó a un lado de la figura desmoronada de Laurie.
—De acuerdo, todos a una —indicó Angelo—. ¡Primero, la levantamos!
Los motores estaban en punto muerto, pero el ruido era considerable, máxime cuando por el movimiento del yate los tubos de escape quedaban por debajo de la superficie y producían un burbujeo que al estallar recordaba el disparo de armas de fuego.
Llevar a Laurie desde la silla hasta el extremo de la popa fue más difícil de lo que habían esperado. Estaba tan laxa que debían mantenerla erguida entre varios mientras otros levantaban el bidón de veinte litros lleno de cemento. En aquel momento se enfrentaron a la dura tarea de levantar a Laurie y el bidón por encima de la borda.
—De acuerdo a la de tres —dijo Angelo.
Ninguno de ellos fue consciente de una gigantesca presencia que había aparecido en silencio de la oscuridad, pero desde luego lo fueron en cuestión de segundos. De pronto se quedaron todos de piedra cuando se vieron envueltos en el poderoso y cegador rayo de un reflector y escucharon la palabra «Quietos» emitida a todo volumen por un enorme altavoz direccional montado en una de las mayores embarcaciones de la flota de la policía marítima. Un gancho de abordaje cayó sobre la borda del yate y los dos barcos quedaron firmemente sujetos. Un momento más tarde, los agentes saltaron a bordo como si salieran de la luz y aliviaron a los juerguistas de la carga de Laurie y sus zapatos de cemento.